23. Tristeza
Hoy, como muchas otras veces a lo largo de mi vida, la sentí llegar. Vino temprano, con el primer suspiro de la mañana, la trajo un pensamiento vago que fue suficiente puerta para que pasara y se instalara. Y sabía desde esas horas que me acompañaría todo el día.
Antes, solía renegar contra ella e intentar sacármela de encima (o de adentro), pero hoy fue diferente. La dejé pasar y nos sentimos juntas.
Como una gotera pequeña, fue comenzando su agónico cantar, gota tras gota me fue llenando lentamente. La tristeza es así, no te cae de golpe, te va abarcando de poco con una telaraña de pensamientos que te llevan a sentimientos y emociones que terminan siempre en ella.
En algún punto, comencé a ahogarme, ya la gotera había llegado hasta arriba y no podía respirar bien. Entonces las lágrimas hicieron su trabajo, drenaron mi alma agobiada. En cada una de ellas se iba en pensamiento, un recuerdo, en cada una de ellas había una historia que no pudo ser y en cada una de ellas, la tristeza perdía fuerza en mí.
Y un poco menos alborotada, aún con mi compañera de día mirándome fijo, me puse a pensar. A buscarle el lado racional a la emoción. ¿De dónde es que vienes? ¿Qué es lo que esperas de mí? ¿Hasta cuando te quedas? ¿Cuándo pretendes regresar? Allá en el fondo de ese océano triste y oscuro me pareció vislumbrar un atisbo de respuesta. Cómo si encontrara un cofre cerrado... pero tuve miedo de abrir, y quizá por eso es que ella sigue viniendo.
Por un instante quiere traer a su amiga: la culpa, me quiere hacer creer que sentirme triste cuando no tengo un motivo real es algo malo, me hace pensar en personas que conozco y están pasando momentos difíciles. ¡Alto! La culpa no es bienvenida hoy.
Se queda callada de nuevo, sin dejar de mirarme, mientras me susurra esas palabras que me postran a sus pies. Me recuerda que estoy sola y que a nadie le importa mi pesar.
Imagino por un rato que es así, que hay cosas que no puedo cambiar, solo aceptar y seguir. Entonces, la miro, le sonrío, se sorprende. Le digo que se quede cuanto desee, que puede acompañarme el resto del día si lo quiere.
Ella no lo entiende, pero se queda, siempre susurrando sus penas en mi oído. Yo lloro un poco, dejo que fluya, que se vaya de a poco, lágrima a lágrima, así como vino... Y ella se calma, deja de hablarme seguido y se convierte solo en presencia.
Llega la noche, me siento agotada, me duele el cuerpo y un poco el alma. Hoy el mundo se siente bastante vacío y ni las palabras de algunas personas bien intencionadas llenan los espacios vacíos.
Ella me mira, yo le sonrío. Se despide, no sé hasta cuándo. Siente que su día ha sido poco productivo, yo niego y le agradezco su presencia.
La veo partir, con su espalda encorvada y su paraguas negro. Pienso que desde pequeños nos enseñan a rechazarla a ella y a otros de su clase, nos dicen que está mal dejarlos entrar. Yo hoy descubrí que es inevitable, que siempre viene cada cierto tiempo, y que lo mejor es dejarla fluir, dejarla empaparte. Su agua lava el alma y la deja lista para un mejor mañana, su visita te vuelve débil por un instante, pero luego, si no dejas que te ahogue y solo flotas en sus mares, solo sales más fuerte.
¡Hasta la próxima, tristeza!
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