2. Orquídeas en el cielo
Cuento n°2
Música para acompañar: Se le apagó la luz, de Alejandro Sanz
Cuento publicado en el Libro "Entre todos". Asunción, mayo 2016.
***
Un sonido agudo, punzante y repetitivo resuena en mi cabeza, al principio lejano pero se acerca peligrosamente en aumento. Abro mis ojos de golpe y me encuentro en mi cama, la claridad de la mañana se cuela por las finas cortinas que cubren mi ventana mientras el sonido persiste... de un manotazo lo apago, tirando al suelo el aparato del cual procedía. Restriego mis ojos con los puños y te busco a mi lado. No estás; no es un sueño, no es una pesadilla... es mi realidad, desde hace dos meses, tres semanas y cuatro días la soledad, es mi realidad. Suspiro.
Me coloco de lado y miro tu sitio en la cama, paso la mano por la sábana y por la almohada donde debería estar recostada tu cabeza. Inspiro buscando tu aroma, intentando encontrar tus rastros en ese pedazo de tela que hasta hace poco tiempo acariciaba tu piel. Es domingo, el peor de todos los días, no hay nada que hacer más que pensarte y tu ausencia está presente en todos los rincones de la casa. Cierro mis ojos, recuerdo.
—¡Levántate ya, mi amor! ¡Vamos, son casi las nueve!
—Por Dios, déjame dormir... es domingo —murmuré tapándome el rostro con la almohada.
—El día esta hermoso Sebastián, vamos a pasear por el lago.
—¡Quiero dormir! ¿Por qué no vas sola?
Mi mente traicionera me recuerda escenas sin sentido, momentos en los que dejé pasar segundos preciados de tu vida. Fuiste sola a pasear aquella mañana, yo me quedé durmiendo. Cuando viniste me hablaste del clima, me contaste sobre un niño que te habló en el parque y sobre las orquídeas que florecían en el jardín de la vecina. Te escuché atento, no por lo que me estuvieras contando sino por lo hermosa y radiante que te veías. Me encantaba observar el movimiento de tus labios mientras parloteabas, las expresiones de ternura de tu rostro, el hoyuelo formándose en tu mejilla izquierda, tus manos bailando en gestos divertidos.
¡Cuánto daría hoy por volver en el tiempo!, ir a pasear esa mañana al lago, ver a aquel niño, sentir el aroma de las orquídeas, tomar tu mano en la mía, observar tu pelo agitándose rebelde con el viento de la mañana. Sacudo la cabeza intentando alejar mis pensamientos, me levanto y me encamino al baño, me lavo el rostro con agua fría para despabilarme, para intentar despegarme de esta tristeza pastosa que envuelve mi alma y la sofoca, egoísta, aplastante.
Me dirijo a la cocina para prepararme algo, por un minuto imagino que te veo. Estás allí abriendo la nevera vestida con mi camisa a rayas que te queda un poco por debajo de los muslos.
—Hay jamón, queso, pan, huevo, frutas, jugo y leche. ¿Qué desayunamos?
—No desayuno, ¿lo recuerdas? —sonrío al verte tan entusiasmada.
—El desayuno es la comida más importante, ¿lo recuerdas? —bromeas remedándome mientras sacas un poco de todo y lo repartes en la mesada de madera.
—Creo que no existe otra persona en el mundo capaz de encontrarse tan contenta tan temprano en la mañana.
—Me alegran las mañanas Sebastián, empieza un nuevo día, viviremos muchas cosas que aún no podemos imaginar. El día está lleno de sorpresas y tú sabes que me encantan las sorpresas.
Tu imagen se me esfuma enfrente, tu sonrisa es lo último que desaparece. Abro la heladera en busca de algo para comer pero está vacía. Nada queda ya de las frutas, ni del queso o el jamón, ni de la leche o los huevos... todo se fue, todo acabó...
Me sirvo un vaso con agua y me siento. El silencio que me envuelve es tan intenso que me aturde y me transporta a una realidad alternativa. Pienso que desde que te fuiste el mundo ha dejado de girar, que todo se ha detenido, ha quedado inmóvil. Me veo a mi mismo como el único ser en movimiento, como si yo fuera el único sobreviviente de una catástrofe y no pudiera escapar, porque no hay a donde ir, no hay con quien hablar. El aire se torna espeso, el mundo se vuelve gris, los colores ya no existen. El frío sube desde el piso y se apodera de mi cuerpo endureciendo cada parte de mi ser, congelando mis músculos, mis sentidos, mi alma, mi corazón. Mi mente está encerrada en una cárcel, sujeta a la frialdad de tu ausencia, al dolor de tu recuerdo... a merced de los caprichos de mi única compañera inseparable, la soledad. Tu ausencia me rodea en cada habitación, en cada recuerdo, en cada lugar. Y duele, no puedo seguir viviendo así.
Salgo a la calle intentando distraerme, tratando de dejar tus recuerdos esperando en la cocina, en la cama, en el baño o en la sala. Pero también estás ahí afuera, sonriente, olfateando las orquídeas de la vecina, te veo allí en la frutería eligiendo las manzanas más rojas, creo verte en una joven que está de espaldas a punto de pagar en la caja del supermercado. Estás allí, estás en todas partes... intrínseca, impalpable... estás acá, estás allá, estás en todo y no estás en nada.
—¿Sebastián?
—¿Mmmm?
—¿Dónde crees que vamos cuando morimos? —me preguntaste aquella tarde mientras mirábamos el atardecer recostados en el césped.
—No lo sé.
—Creo que la muerte es como el sol después del atardecer... no lo vemos, pero no quiere decir que se haya ido... solo está en otro sitio, iluminando a otra gente. ¿Crees que existe el cielo?
—Aja, me gustaría creer que existe —sonreí mientras enrollaba un mechón de tu cabello entre mis dedos.
—¿Y dónde piensas que queda el cielo?
—Mmm... ¿arriba?
—Para mí que el cielo está en cualquier lado... es decir, ahora y a tu lado, me siento en el cielo —dijiste abrazándote a mi cuerpo y escondiendo tu cabeza en mi cuello. Yo sonreí y te besé en la frente absorbiendo el aroma a vainilla de tu cabello aún húmedo por una ducha reciente—. Si yo me muero primero, búscame en un jardín lleno de orquídeas.
—No hay orquídeas en el cielo —bromeé yo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntaste desafiante.
—Porque las orquídeas no crecen en las nubes.
—Ah pero yo las pintaré tomando algunos de los colores del arcoíris. ¡Verás que pinto orquídeas en el cielo! —exclamaste alzando la vista para observarme a los ojos. Te sonreí con ternura y besé tus labios. El cielo era para mí tus labios.
Camino y camino y llego al mismo sitio al que voy cada domingo ya casi sin pensarlo. El pasto se extiende verde a mis pies, las ramas de los árboles se mecen suaves al ritmo del viento que las acaricia, las flores llenan de colores a las pálidas lápidas cuyas inscripciones recuerdan a alguien. Llego a mi destino y me siento, coloco ambas manos sobre el césped intentando atravesarlo para llegar a ti y tocarte una vez más, sentir tus manos acariciando las mías. Las lágrimas ya no pueden contenerse y desgarran el nudo que habían empezado a armar desde la mañana en mi garganta.
—¿Andrea? ¿Dónde vamos cuando morimos? —te pregunto entre sollozos—. ¿Dónde fuiste, cariño? ¿Hay orquídeas allí? ¿Has encontrado el arcoíris para pintarlas?
El silencio me responde colándose por los poros y un dolor lacerante estruja mi alma. No sé cuándo se me acabarán las lágrimas, no sé si un día se irá esta tristeza, no soy capaz de imaginar cuando dejará de doler.
—Abrázame, Sebastián, no me sueltes...
—No temas cariño, todo irá bien, pronto estaremos en casa.
—Tengo frío, mucho frío... tengo sueño...
—No, no duermas princesa, quédate conmigo... Ya vienen, la ambulancia está en camino... Resiste, por favor...
—Ten... tengo sueño... Sebas... tengo... frío...
La sirena ya sonaba cuando tus ojos se cerraron, ellos ya llegaban cuando te dormiste en mi abrazo, cuando sentí tu cuerpo tembloroso relajarse en los brazos de la muerte, cuando tu último aliento bañó suave la piel de mi cuello. Y en aquel abrazo roto, en mis manos se te fue la vida... y desde aquel mismo instante, se fue también la mía.
Y es que éramos uno, Andrea. Tú estabas tan impregnada en mí y yo en ti que no sabíamos dónde terminaba uno y comenzaba el otro, no existían ya límites que separaran nuestras almas, y tú te fuiste, así tan de repente... y yo no pude separarme, mi alma se fue contigo.
Mi estómago resuena quejándose, recordándome que no he comido nada, que estoy vivo a pesar de que me siento muerto, a pesar de querer quedarme aquí contigo hasta que mi cuerpo se funda con el pasto, se convierta en tierra y se mezcle con la tierra con la que tu cuerpo se ha mezclado, para que volvamos a ser uno de nuevo, para que extrañarte duela menos. Pero mi cuerpo es caprichoso y lucha por sobrevivir mientras mi alma solo intenta infructuosamente abandonarlo. Tengo los ojos hinchados y arden por las lágrimas. Los abro y observo el sol escondiéndose en algún lado, sonrío con tristeza mientras recuerdo tus palabras, quizás tú seas como ese sol, ya no estás aquí pero estás en algún otro sitio iluminando a otras almas, solo que a mí me has dejado en la noche eterna.
Me levanto y vuelvo a casa, allí donde vive tu recuerdo junto a mi cama, junto a mi mesa, junto a mi vida. Voy mirando las calles, observando parejas tomadas de la mano, gente caminando, comprando, riendo... me siento tan ajeno, tan abstraído de este mundo del cual ya no formo parte. ¿Cómo pueden todos estar tan felices si tú ya no estás aquí? ¿Cómo pueden ellos vivir tan alegres ignorando el dolor que produce tu ausencia? ¿Cómo no se dan cuenta de que el mundo ya no es lo que era cuando tu caminabas por aquí?
Estoy por entrar al edificio, hora de dormir y acabar de una vez con esta pesadilla. Pues algunos viven sus pesadillas en sueños pero yo la vivo cuando estoy despierto. Saco la llave del bolsillo y entro, hay ruidos en el departamento del frente, los niños a quienes tanto querías están jugando. Llego a la puerta de nuestro apartamento e introduzco la llave en la cerradura.
—Sebastián —me llama la niña, me giro a mirarla. Sus rizos negros están desordenados como siempre y te recuerdo intentando peinarlos. Sus ojos verdes brillan de entusiasmo y al verme me regala una sonrisa. Intento devolvérsela pero los músculos de mi rostro perdieron esa capacidad y hace un tiempo están atrofiados.
—Dime Milagros... —contesto educado pero impaciente, no tengo ganas de verla, ella también me recuerda a ti y a las noches que sus padres te pagaban para que la cuidemos.
La niña no responde, solo se acerca y me pasa una hoja doblada en varias partes. Vuelve a sonreír, da media vuelta y entra a su casa. Se gira y me mira antes de cerrar la puerta.
—Te hice un dibujo —sonríe de nuevo y entra a su casa.
Recuerdo los miles de dibujos que ella te hacía y colgabas por la heladera. Me quedo un rato tieso, observando el papel doblado en mi mano. Entro y cierro la puerta, lo dejo en la mesa de entrada y voy a la cocina para prepararme algo para comer. Me baño, me cambio y me acuesto intentando dormir.
El despertador suena más temprano y me alegro de que sea lunes, hay mucho trabajo y no tengo tiempo para pensar. Me visto mecánicamente y salgo sin desayunar: «el desayuno es la comida más importante del día», parece que te oigo recitándome aquella frase en el oído. Sonrío cierro la puerta.
—Hola Sebastián. —Milagros me saluda de ida a la escuela.
—Hola Mila, que tengas un bonito día —contesto el saludo, su madre me sonríe con tristeza.
—¿Te ha gustado el dibujo? —pregunta efusiva. Yo lo había olvidado por completo.
—Vamos Mila, es tarde —apura su madre.
—¡Lo hice con los colores del arcoíris! —me dice la pequeña y luego se marcha sonriente.
Sus palabras retumban en mi mente e ingreso en busca del papel que deje abandonado en la mesa. Lo desdoblo con premura y lo observo, ella había pintado dos nubes en las que crecían flores violetas y de una a otra un arcoíris. Las lágrimas cayeron desbordadas, mientras la extraña certeza de que me hablabas a través de aquel dibujo se apoderaba de mi mente y anulaba toda capacidad de razonamiento y lógica.
Sé que has encontrado tu cielo, princesa... espérame ahí con tus orquídeas, no importa el tiempo que pase, te alcanzaré allí un día. Porque si todo era como decías y el cielo está en todas partes, no hay certeza mayor de que te encontraré al otro lado del atardecer, pues mi cielo está allí, donde quiera que estés tú.
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