V . Mujer

Miércoles 14 De Marzo De 1870.

Tonatiuh fue a dos pueblos de ahí, de puerta en puerta, presentándose a los amigos y negociantes de su muerto padre para dar el avisó de su deceso cinco años tarde y presentándose como el nuevo heredero para cualquier trato.

Él siempre había sido el hijo inmaduro, descarriado, pero ahora se presentaba tan crecido y cambiado, con rasgos, casi idénticos al finado Felipe García. Sorprendió a los hombres y les dió un porqué a que la riqueza fuera suya; su actitud renovada, clase y experiencia.

No acordó negocios aquel día, pero con confianza Tiuh regresó a casa, sabiendo que pronto así sería, al final, apenas era su tercer día en el pueblo de Santa Mónica.

Cansado, con dolor de espalda, pies, sed y mucha hambre, iba de regreso a casa, cruzando las calles del pueblo incluyendo la que tenía la casa de su prometida, Lidia, que el día de ayer nunca llegó a la cita en el atrio.

Llegó a casa, recibido por un trabajador.

—Joven. Buenas tardes.

—Buenas ¿Será que la comida está lista? —Con sonrisa cansada, entró a la casa—.

—Lista, patrón. —Le señaló adentrarse—.

Quitándose asfixiado el moño del cuello, entró al comedor en donde encontró a Coco, Miguel y a su pasado, Diana; quedó perplejo.

—¡Hijo! —Socorro, emocionada—.

Diana se levantó, presentándose después de diez años sin verse. Ahí estaba como mujer, como opción para un, hasta que la muerte nos separé, para recordarle a Tonatiuh acontecimientos pasados y todo lo que sintió por ella.

—Hola, Tiuh.

—Diana, tanto sin verte. —sonrió sincero—.

—Tanto. —sonrió coqueta, manteniendo el contacto visual— ¿Quieres comer? Cociné yo.

—No, gracias. Estoy muy cansado, quiero bañarme, comer y dormir. —volteó a Coco— ¿Puedes ordenar eso en ese orden, Coco?

—Sí, hijo.

—Bueno. Hasta luego, Diana, fue bueno verte. —salió del lugar, dándole apenas una mirada a la invitada—.

Ese comedor se quedó en silencio. Tonatiuh salió y Miguel detrás de él, dejando decepcionada a Diana por la falsa ilusión que Coco le invento.

—Creo que no le agrado mucho verme. —Se sentó de nuevo, decepcionada—.

—Llegó cansado y tal vez no supo cómo reaccionar al volverte a ver. —Sonriendo condescendiente—.

—Se notó, no hizo ni un gesto. 

—Es su primer encuentro después de tantos años. —Juntaba los platos—.

—Pero no se veía entusiasmado por verme como usted me dijo y díez años son suficientes para olvidar. —Cuestionó lo dicho y los ánimos que le daba—.

—No cuando eres toda tú, preciosa. —La halago—.

Diana no supo qué decir ni cómo reaccionar a ese reconocimiento o cúmulo de características que Coco había encontrado en ella para ser la esposa de su “hijo“, la elegida por ella.

Con los platos en manos, la mayor salió del comedor y Diana detrás de ella, tomando del respaldo de su silla, su morral. Entraron a la sola cocina.

—¿Te quedas un rato más? —dejando los platos en la barra—.

—No, debo irme, mi padre me necesita.

—¿Vienes mañana? —Se giró a la mujer, amable—.

—No creó poder, mañana llega un pedido importante y como mi padre saldrá, lo recibiré yo. —Otra negativa—.

—¿Y cuándo dejarás de ser hija para ser de nuevo mujer? —preguntó en realidad amable—.

—¿Cómo? —Sin entender, en realidad—.

—Ven cuando puedas, las puertas de está casa están abiertas para ti, mientras Tonatiuh no consiga a una mujer como esposa. —Le recordó su presencia ahí—.

—¿Qué me ha estado queriendo decir, Doña Socorro? —Su rostro era incomprehensible—.

—Es tu nueva oportunidad, sólo eso digo…

Afuera. Tonatiuh se dirigía a su habitación, seguido por Miguel que le preguntó sobre su paseo con Lidia; una mentira hecha por vergüenza o preocupación ante el rechazo de la joven que sería su mujer y desde mañana prometida.

—¿Cómo te fue con Lidia? —Se colocó a su par—.

El día de ayer le dijo a su amigo, ella había llegado hermosa a su encuentro, que pasearon por las calles cercanas a la iglesia y que hubo mucha conexión, inventó temas de conversación y el como acordaron “verse” de nuevo. Ese día, haría lo mismo.

—Bien… —fingió una sonrisa emocionada— conocí a su pequeña hermana, una niña muy linda.

Como nuevo dueño, terminando con el odio entre haciendas, Tonatiuh las hizo alianza, haciéndose amigo de Alejandro Córdoba y entré una de sus tantas visitas a la hacienda vecina llamada “Esperanza”, conoció a Lidia a través de una foto; así era como la visitaba y conocía a la distancia, pues Alejandro hablaba maravillas de su hija.

—El hombre casi nunca hablo de esa hija pequeña ¿O sí? —subió con él las escaleras—.

—Rara vez, sólo recuerdo, dijo no le gustaban las fotos a la niña. —sonriendo—.

Junto a la foto de Lidia, estaba la de Elena, una fotografía no actual de cuando tenía tan sólo diez años, por ello creía que era una niña.

—Tal vez no es su hija favorita. —Miguel, riendo junto con Tonatiuh—.

—Pero me tengo que ganar a la cuñadita, de todas formas.

—Sí. A las escuinclas les gusta lo dulce, puedes tenerle para mañana en la cena, un pastel.

—Buena idea.

Juntos entraron a la habitación de Tonatiuh, elegante, digna, renovada, nada del gusto de su padre quedaba.

—Mañana te quiero en la cena.

—¿Para qué? Ya dijiste que es una escuintla, no me toca nada. —Gracioso—.

Tonatiuh empezó a quitarse la ropa que lo cansaba más. Miguel se echó a la cama de su amigo.

—Y… ¿qué piensas de Diana?

—Me alegra verla. —Sin un mínimo sentimiento, dijo—.

—¿Por la que lloraste? ¿La casada tres años después de tu partida? —habló con burla—.

—¡No me recuerdes eso, Miguel! —Se quejó, apenado por aquello. Dejó el chaleco sobre la cama, siguiendo con la camisa—.

—Lo digo por tu reacción tan sin importancia al ver a la mujer que te rechazo, se lío con tu hermano y dejaste por una acusación falsa en tu contra.

—¡Ya! —Pidió, pues él hacía el intento de no pensar en todo eso—. Eso fue hace diez años…

—¡Bien! Sólo digo que ella sabe que estás buscando casarte y Coco le dijo que tú estabas muy emocionado por volverla a ver.

—No me extraña. —Se sentó en la cama y después echó su espalda al colchón, exhalando cansado—. A ella no le parece que me emparente con el complicado, señor Alejandro.

—¡Ja! —se burló—. El señor no es el que te va a dar hijos y se va a acostar en tu cama.

—No, pero ella cree firmemente en qué si me casó con su hija, me casó con su familia.

Miguel pensaba que el cuando, cómo y con quien casarse era decisión de Tonatiuh, sin embargo decidió quedarse callado, como desde hace cinco años en los que su amigo había cambiado para mejor, pero perdiendo independencia, tal cual el niño pequeño de mamá, donde Coco le mandaban y él obedecía.

Más temprano, cuando Tiuh dijo a su amigo iba primero con Lidia y después a sus diligencias, siendo alrededor de las diez de la mañana, en ese horario entrenaban arduamente dos pelotones en calle cercana a la iglesia, solitaria, sin casas y poco flujo civil, rodeada de árboles que secaban el sudor y daban aliento a los aturdidos soldados.

Jadeando, escurriendo sudor y aún sin algo en el estómago hacían repeticiones de diferentes ejercicios, animados por los gritos de su sargento. Con apenas una hora en actividad, llegó al área un catrín de sociedad, y en medio de un trote estático que subía de velocidad, los soldados vieron a su superior de uniforme azul marino, darle la mano al recién llegado. 

—¿Qué necesita? —dijo entre el ruido del trote y les pidió más velocidad con su mano libre—.

—Me da permiso —sonrió tratando de obtener un sí—, buscó a alguien y esté es el primer pelotón que registró.

—¿Puedo saber por qué? —Curioso, se cruzó de brazos—.

—Un uniformado anda enamorando a una de mis hijas. —Apenado por su situación familiar, se quitó el sombrero—.

—¿Quién es o cómo se llama?

—No conozco su nombre, mi hija no quiso decírmelo y sólo lo he visto una vez.

—¿Algo que reconozca al sin vergüenza? —Interesado—.

—Es moreno, alto, de barba, si de algo sirve esa descripción.

El condecorado asintió con empatía y en un gritó dió orden de firmes; los soldados acataron la instrucción y en sólida formación dejaron silencio entre sus respiraciones aceleradas.

—Adelante, están formados, pase a verlos.

El elegante cruzó las filas, manteniendo en mente la imagen bizarra de su hija besando a un hombre uniformado de barba, cualidad que Oscar se había afeitado con el propósito de ser irreconocible y no tener rostro.

La frondosa barba del desconocido robó toda la atención del padre, ignorando los rasgos que realmente delataba al susodicho; su gran nariz y cejas pobladas. Pasó enfrente del culpable, le puso la misma atención que a todos y sin reacción a un parecido, pasó al siguiente hombre en la fila.

El padre, el único ruido en el área hecho por el caminar de sus mocasines refinados, miraba con un aire de superioridad a cada militar, recabando facciones y expresiones en la total seriedad. Miró a todos y no encontró parecido con nadie. Regresó a donde el superior.

—¿Nada? —El condecorado. El padre negó preocupado—.

—Espero encontrarlo en otro grupo. —dijo decepcionado—.

—Somos un cuartel pequeño, apenas un batallón. —señaló a los hombres formados—. Aquí solo tiene dos pelotones, le falta mucho por revisar.

—Espero encontrarlo. —El caballero, empezando a irse del área y con el militar a su par acompañándolo—.

—Y si lo encuentra ¿Qué le hará?

—Primero, llevarlo con mi hija; su mirada me dirá si es él.

—¡Qué desgracia tener hijas! —rieron los desconocidos—.

—Dígamelo a mí. Tengo cinco y por suerte un varón. —El hombre, colocándose de nuevo su sombrero—.

—Tuve suerte, cuatro hijos varones me dio Dios.

—¡Qué envidia! —El catrín se giró y le dió la mano para despedirse—. Bueno me voy, debo seguir buscando al cabrón y pensar en su castigo.

—Suerte.

Después de la despedida el superior gritó la orden de romper formación que era igual a un descanso de quince minutos.

No era la primera vez que el padre de una de las conquistas de Oscar lo buscaba, por lo que sus amigos supieron interpretar lo que vino a hacer el catrín. Curiosos y burlones se reunieron alrededor del moreno para hablar de lo sucedido hace sólo unos segundos.

—¿Otro preocupado hombre de familia? —preguntó con broma, Tomás— ¿Cómo se llama la hija de ese pobre padre?

—Celeste. —rio Oscar al decir el nombre, pues recordó todo lo que fue ella—. Todavía no me aburría de ella pero su padre nos descubrió, no me puedo a arriesgar

—Pero puedes ir a saludarla de vez en cuando, o yo puedo hacer eso por ti. —Jorge, a su lado. Rieron todos—.

—¿La nueva cómo se llama? —Damián, riendo—.

—Elena, la conocí la mañana de ayer. —Orgulloso. El pañuelo en el que la castaña le envolvió un pan, sacó de su pantalón para presumirlo—.

—Debes devolverlo. —Daniel, el otro a su derecha, su mejor amigo—.

—Dejaré que me extrañe un poco. —Hizo reír a su grupo de siete hombres—.

—¿Esa también tiene papá? —Pablo, aún en risa—.

—Nunca está, lo mejor de todo. —No tenía buen anunciante; el papá había regresado—.

Fidencio, uno de los amigos, el mayor y el más centrado del grupo, llegó con ellos, encontrando el mismo tema de conversación que del resto de los muchachos; del catrín y mujeres.

—¿Calzones de oro, plata, bronce? —Hipólito, con una sonrisa cómplice—.

—Oro. Vive en una casa grandota. —riendo. Se refería también a la figura ancha de Elena cuando delante de él dibujó su silueta en el aire—.

—¿Y cómo fue que te metiste está vez a su habitación, eh? —Serio y grosero dijo Fidencio. Calló las risas y obtuvo todas las miradas—. Ahh, ya sé, con la estúpida mentira de siempre, “me persiguen”.

Oscar endureció sus facciones sin un sentimiento precisó; sintió enojó, del mismo modo vergüenza al aceptar que había y seguía jugando con las vidas de muchas mujeres, siendo consciente del daño que les podía causar.

—¿Cuándo dejarás de ilusionar y quitarle la dignidad a las jovencitas, Oscar?

—¡Cuando ellas dejen de pedírmelo desesperadas! —Orgulloso e irónico—.

—Te dices el todas mías pero siempre eliges a mujeres que nunca te dirán no —miró a sus amigos, regañandolos a todos—; fáciles por estar marchitas, débiles por su matrimonio, familia, futuro. Para tu buena suerte, casi todas viven así.

—Nunca les hago daño. Yo lo único que hago es darles un poco de luz a su tristeza. —Serio, sin broma dijo, defendiéndose—.

—Eres un pendejo egoísta. —Molesto lo señaló. Iba a irse de ahí no sin antes decir—. Cuiden todos a sus hermanas, madres, tías e incluso a sus novias. No creo que quieran tener a una con el corazón roto y la dignidad robada.

Los demás rieron, Oscar no lo hizo, sintió culpabilidad.

En ese mismo instante pero al otro lado del pueblo. En la casa Córdoba, en el gran jardín trasero de la mansión, se encontraba Elena, saludando a sus rosas y a Poncho, su cachorro emocionado, el cual, brincaba y ladraba sin parar, en felicidad por ver a su dueña.

Elena, vistiendo un pomposo vestido color verde, hizo parte del pasto al tirarse en él para podar con el largo de sus uñas las hojas muertas inferiores de su arbusto de rosas rojas. Concentrada en lo que hacía, sintió un dolor en el vientre, uno conocido y pronto incapacitante.

—Después de dos meses debí suponerlo. —murmuró para ella—.

Elena, aún en cuclillas, abrió sus piernas, metiendo la mano entre sus muslos para encontrar sangre fresca manchando ya su ropa interior. Se levantó y distraída se perdió el último saltó del cachorro que sólo cayendo dentro del arbusto espinoso obtuvo la atención de la castaña.

—¡Poncho! —le gritó, oyendo ya el llanto del perrito—.

Poncho, atrapado entre las ramas, se movía, lastimándose y desesperando a Elena, ella buscando un hueco libre de ramas espinosas, imposible por el frondoso arbusto.

Elena tuvo que meter sus manos, con dolor, ignorando el rasgar de las espinas sobre sus antebrazos y manos. Ubicó su mano derecha sobre los ojos del perrito y con la izquierda lo tomó del torso para sacarlo, ambos lastimándose.

—¡Elena, vámonos! —gritó Lidia asomada al jardín—.

El can, cubierto de  un abundante pelaje blanco, no sufrió heridas alarmantes, pero aún así gemía de dolor y fue abrazado por brazos que sangraban, llenos de rasguños de distintas profundidades.

Gotas rojas que resbalaban centímetros, alertaron a Catalina cuando Elena entró a casa.

—¡Elena! ¿¡Qué te pasó!? —Catalina la vio entrar. Elena sin detenerse o mirar a alguien, se dirigió a la cocina—. 

—Me rasguñe con el arbusto de rosas por sacar a Poncho —Lo traía en brazos—, y me acaba de llegar la regla, váyanse ustedes.

Dejando a Catalina llorar por su indiferencia, caminó y entró a la cocina, demostrando en su andar el dolor que sentía. El llorar del cachorro llamó la atención de las mujeres en la cocina que cuando voltearon vieron al perrito en el suelo y a Elena con heridas en las manos y brazos, sangrando.

—¡Elena! —Verónica y las demás corrieron hacia su amiga, tomándole las manos con horror—.

—¿Qué te pasó? —Esmeralda—.

—Tranquilas… traigan jabón y una toalla, por favor.

Minerva fue a por ello y acompañada Elena fue al cuarto de lavadero. Con cuidado limpió sus heridos brazos, soportando el ardor de los mismos, llenos de arañazos, algunos superficiales y otros un tanto profundos que sangraban más.

—¿Qué te pasó? —Verónica, dándole la toalla para secarse—.

—¿Puedes traerme mis paños menstruales? Me siento orinada. —Intentó reír entré el dolor—.

—Ya vuelvo.

Verónica salió continuó a la cocina, a la que entró al mismo tiempo que Esmeralda con Diego; las mujeres vieron entrar al apuesto hombre con maletín en manos. Para Mine y Esme, era un desconocido, pero no para Verónica, ella conocía el oscuro pasado entre Elena y Diego.

—¿Cuántas veces te he dicho, Esme, no dejes entrar a nadie sin la autorización mía? — regañó Verónica—.

—Merezco ese trato ¿Vero? —Le habló tan amigable, agradándole al instante a las otras chicas—.

Con toques tiernos, el toallón secaba las heridas de Elena. Tranquila estaba hasta que escuchó la voz de su amiga acompañada por la de Diego; comenzó a temblar.

—¿Qué haces aquí, Diego? —Verónica, retadora—.

—Esmeralda me dijo que Elena está herida y por suerte, traje gasas para curación. —dijo, sin darle importancia a su expresión. Alzó la voz— ¡Sal de tu escondite, nena!

Elena obedeció.

—Ahí estás. —Llegó a ella, dándole un beso en la frente. Le tomó el brazo viendo el tipo de heridas— Creo que hay que vendar ¿Vamos?

Sin seguridad y con un asentimiento apenas perceptible, Elena aceptó. Salieron de la cocina, dejando preocupada a Verónica. Llegaron juntos a la sala.

—Siéntate.

Elena volvió a obedecer pues se sentía acorralada. Él era todo lo malo, miedo, peligro, silencio, él era perfecto como castigo. Diego se quitó el saco, se subió las mangas de su camisa y sacó de su maletín las gasas para la curación.

—¿Qué te hiciste? —Rompió el silencio—.

—Mi mascota se atrapó en el arbusto de mis rosales; metí las manos y… —Con voz cansada extendió los brazos mostrándole—.

—Y se suponía que hoy te iba a encontrar de mejor humor. —se sentó en el sillón, apenas cerca de ella—.

—Fue plan con maña; no verte. Pero aquí estás. —Un cólico se empezaba a formar en su vientre—.

—Hoy hice una consulta a domicilio, por eso traigo mi maletín. De regresó me quedaba de pasó tu casa y aquí estoy. —Le sonrió irónico—.

—Que mala suerte. —volteó a otro lado, ocultando su gesto de dolor—.

Diego se acercó, tomó el brazo de Elena en su dirección y desde sus dedos, empezó a amarrar la gasa, con cuidado, concentrado en la ternura de sus movimientos para enseñarle cómo hacerlo el resto de algunos días.

Elena, en silencio, sufría por dentro, llorando los cólicos y de ella, la salida de sangre en abundancia, similar a otra herida. Lo que ocurría en su cuerpo era natural, o así normalizó sus menstruaciones, pero ella era culpable de que Diego hubiera huido y por eso, no mostraba lo que sucedía entre sus piernas.

—No usó yodo porqué te puede irritar la piel sólo aplícalo mañana; con una capa sobre tu piel está bien. —Con un artefacto de metal aseguró la tela del brazo izquierdo—.

—¿Cuántos días debo usarlas? —apretó las piernas, un cólico otra vez—.

—Hoy y mañana, tal vez. También hay que dejar respirar las heridas. Algunas son profundas, pero nada que de verdad preocupe.

—¡Pero cómo duelen! —rieron juntos—.

—Sientes y ves cómo puse esté, —Era el brazo izquierdo aun. Elena asintió— justo así, sin presionar.

El otro brazo Diego también lo cubrió, pero está vez, más cerca de ella, siendo dulce con la piel dañada y sobre todo con ella, pasando coquetamente las yemas de sus dedos encima de los rasguños.

—Terminamos. No pasó nada. —La apaciguó. Sonrió, subiendo su mirada a ella—.

—Gracias. —Se levantó con miedo, por estar manchada o dejar salir mucha sangre—.

—Con gusto. —Se sonrieron en silencio un momento—.

—¿No debes irte ya? —señaló la salida del salón—.

—De hecho sí pero no puedo dejar de verte. —Seguía sin apartarle los ojos—.

—Ya habrá otra ocasión. —Se dirigió a la mesa auxiliar de la sala—.

Elena, por él, guardó el material en el maletín que traía.

—¿Esa ocasión puede ser pasado mañana? —Llegó con ella, tomando su maletín—. Sólo necesitamos una sonrisa tuya y el regaló que te traje.

—Quizá. —caminó y él la siguió—.

—¿Eso es un sí? —Al seguirla, llegaron a la salida de esa casa—.

—Dije quizá, no sí.

—Pues no me iré hasta oírte decir; sí. —La tomó de la mano alejandola de la puerta—.

—Debes irte, no está bien que estemos solos. —Ella se soltó de su mano con brusquedad—.

—¿Por qué? —Con una risita—.

—Tenemos una cena mañana; un pretendiente. —nerviosa por la mentira—.

—¿Y eso qué?

—El pretendiente es mío. —dijo muy segura, creyendo que eso lo alejaría—.

—Es broma ¿No? —Ahora serio—.

—No. —Mintiendo. La sonrisa que hace un momento Diego tenía en su rostro, desapareció—. Es mejor que te vayas.

—¿Sin un sí? —Desanimado—.

—Sí… —suspiró— nos vemos pasado mañana.

Diego salir de esa casa, dejó salir su ser, su enojo explotó por la frustración al saber que tal vez había llegado tarde, que su Elena, su mujer, era vista por otros ojos, por no saber quién era él.

Lidia con Catalina, preocupada por su hija Elena, estaban en el lugar que desde siempre las había vestido con los mejores diseños, hechos por la sastre y Lidia.

Ese día, de hace exactamente un mes “Las Córdoba” habían asistido ahí a encargar más vestidos sin saber para qué ocasión los usarían y mucho menos que una mala noticia les esperaba en casa; Alejandro había regresado. Desde ahí, fueron felices, en tiempo pasado.

Esa mañana, en el presente, les fue entregado el pedido de tres vestidos, dignos para la cena secreta de mañana, encantadores por sus colores y diseños que parecían tener su personalidad y llamarse como cada una, resultado de que Lidia fuera la creativa ahí, conociendo que a Catalina le encantaban las aplicaciones y a Elena los encajes.

Lidia, rodeada por su pasión, diseños de inspiración, ornamentaciones en pared ligadas a la moda, creaba vestidos en dibujo, ahora sin saber con certeza cómo se sentirían al usarlos o que situación las vería estrenarlos.

—Estamos a nada de la Semana Santa ¿Los tendría para esa fecha? —Animada, Catalina, diciéndole a la modista de su entera confianza—.

—No puedo quedarle mal a mis clientas favoritas; cuente con eso. —La mujer con una sonrisa le contestó a la rubia mayor—.

Interesada en la moda, diseños, telas, tirada sobre una mesa, trazaba en un papel amplio el modelo de vestido que Catalina le había pedido, dibujando cada detalle como la  textura de la tela, los bordados y su costura en las orillas.

—¿Puedes mostrarme tus encajes, Betty? —Las interrumpió Lidia, enderezando su postura que hace un momento estaba estirada en la mesa—.

Beatriz salió del cuarto donde atendía a “Las Córdoba”. Catalina, se acercó a su hija, tratando de remediar su actitud seria con ella por criarla para tener como único sueño casarse, por darle ese futuro como obligación y alejarla de su vida normal, siendo una hija, no una esposa, siendo una joven y no una mujer.

—Mucha seriedad. —rio sola al burlarse de su hija—.

—¿Quieres que confeccione mi vestido de novia, ahora? —Irónica—.

—Lidia, —dijo triste y sincera después— es por tu bien, me aseguraré de que así sea. Tu esposo será lo que siempre soñaste.

—José lo era, —subió los ojos a su madre, mostrándole una acumulación de lágrimas en los mares que eran sus ojos— o al menos como decisión mía.

—Perdóname, hija, tu padre… —no pudo terminar su acusación—.

—Quisiera vivir como Elena, quiero soñar como ella, tener otro sueño más allá de casarme, pero para eso me criaste —limpió sus lágrimas antes de que corrieran—, ahora tengo miedo de que ese sueño sea una pesadilla por el hombre con el que me he de casarme, un hombre como mi padre.

—No, no… —se acercó a ella para limpiar sus lágrimas nuevas y abrazarla—  vas a casarte con un hombre que te ha de proteger, amar y hacer feliz, yo me asegurare de eso.

Betty entró de nuevo al cuarto, trayendo en mano quince muestras de encajé en pañuelos, una de las dificultades para que salieran de ahí, pues, debían elegir telas, además de crear un diseño y medir sus cinturas.

—¿Tienes mantillas? —Catalina, limpiándose las lágrimas y fingiendo con su hija que ahí no pasaba nada—.

—Sí señora.

—Muestramelos.

Horas después, con Elena en su habitación, llorando de dolor y las rubias ya en casa, acompañadas por Alejandro, degustaban sus alimentos.

—¿Y Elena? —preguntó Alejandro, bebiendo agua—.

—No sé si sabías pero tu hija siempre ha tenido problemas menstruales y justo ahora la está pasando mal. —dijo Catalina, diciéndole lo poco que conocía a su hija—.

—Bastaba con que me dijeras que estaba indispuesta ¿Yo para qué quiero saber que está sangrando?

—Para que conozcas a tus hijas… digo.

Esa pequeña pelea dejó minutos de silencio en la mesa, hasta que Alejandro quiso saber si su orden se había acatado.

—Bueno ¿Cómo les fue con los vestidos? —dijo, teniendo un ligero dolor de cabeza—.

—Bien… pero ¿Para qué? —protestó Lidia—.

—Tendremos una cena mañana, hija. —Sin decir mucho la realidad—.

—¿Con quién vamos a ir? ¿Por qué tengo que usar un vestido nuevo? ¿soy el regalo? —Quería escucharlo decirlo—.

—Lo eres. —Sincero, sin tocarse el corazón—.

Nadie dijo nada más en esa mesa.










¿¡Alguien leyendo!? ¡Sigan disfrutando!
T

iktok. Xime_Stark (publicidad nueva de está historia).

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