PRÓLOGO
Mi nombre es Katherine Stoltz o al menos así es como solía llamarme; nací y crecí en una comunidad amish; mi vida era simple y tan monótona que cada día era igual al anterior, pero no me importaba, porque eso era lo que conocía y era feliz.
Los amish vivimos ajenos al mundo y a sus normas; el origen de la comunidad se remontaba al siglo XVI y nos regimos por el Ordnung que es un conjunto de reglas que rigen la vida diaria de la comunidad Amish. El Ordnung es una colección de pautas escritas y no escritas que describen cómo deben vivir sus vidas los Amish y todos deben respetar las reglas, aunque algunas comunidades son más estrictas que otras.
No podemos ver televisión
No podemos escuchar la radio
No tenemos electricidad
Pero estamos tan acostumbrados a no tener esas cosas, que ni siquiera pensamos en ello; tenemos muchas normas, como el código de vestimenta que sin duda era estricto; fabricábamos toda nuestra ropa; los hombres debían llevar un traje oscuro y sombreros negros o de paja, debían llevar la barba bien afeitada hasta que contraigan matrimonio y solo entonces les es permitido dejarse crecer la barba; las mujeres por otra parte, deben vestir una falda larga y las costuras no pueden ser ni muy anchas ni muy delgadas; los vestidos deben ser de un solo color, los estampados están prohibidos y siempre debemos llevar un delantal blanco por encima y una cofia en la cabeza, que debe ser blanca mientras seas soltera y negra una vez que estés casada; no podemos llevar joyas ni ningún adorno, no podemos cortarnos el cabello, solo recogerlo detrás de la cabeza y cubrirlo con la cofia; los detalles eran importantes y si no cumplías las reglas a la perfección, podías meterte en serios problemas.
Las fotos también estaban prohibidas porque eran consideradas algo banal, así que no tenía fotos de mi niñez ni tampoco fotos de mi familia; en realidad, muchas cosas estaban prohibidas, como la música, los libros y todas esas cosas que el resto del mundo puede disfrutar.
Normalmente los amish solo vamos a la escuela hasta los trece años y luego empezamos a trabajar; recuerdo que nuestra escuela solo tenía un aula dónde todos los niños, desde los seis hasta los trece años, estudiaban juntos; no podíamos encorvarnos ni bajar las manos; teníamos que estar erguidos, con las manos cruzadas sobre la mesa y la mirada siempre al frente; la verdad es que adoraba la escuela y lamenté mucho no seguir estudiando, pero así eran las cosas; porque a partir de esa edad, los hombres aprendían un oficio y las mujeres éramos instruidas en las tareas del hogar para ser capaces de cuidar de nuestra propia familia en un futuro.
La comunidad en la que vivía no era tan estricta como otras y mi familia era mucho más permisiva en comparación a las demás; pero igualmente las reglas se respetaban y la obediencia era algo fundamental; me educaron para obedecer sin poner objeción, en especial si se trataba de la orden del obispo, de mi padre, mi hermano o en un futuro, de mi esposo; las mujeres debían ser sumisas y calladas, no podíamos descuidar a la familia ni las tareas del hogar; cada uno tenía su lugar y debía cumplir su papel, solo así las cosas iban a funcionar.
Si había algo que me gustaba de ser amish era la unión; todos se conocían y se apoyaban en la comunidad; si alguien necesitaba ayuda, ahí estaban todos para tenderle una mano, pero como todos se conocían, también era cierto que todos se vigilaban y si cometías un error, era imposible que pasara desapercibido.
En mi comunidad las reglas eran un poco más flexibles y mis padres no eran tan estrictos; tenía seis hermanos y yo era la segunda; mi hermano mayor me lleva tan solo un par de años y nuestra relación era un poco complicada; él a diferencia de mi padre era mucho más estricto y no dudaba en opinar sobre cada cosa en mi vida; por el contrario, mi relación con mis hermanos menores era perfecta y los adoraba con toda el alma.
Mi padre me permitió trabajar en un pueblo cercano ya que necesitábamos el dinero para mantener la granja, así que desde los quince años trabajaba limpiando la casa y cuidando a los hijos menores de una mujer del pueblo que tenía bastante dinero; en realidad, tenía que admitir que me gustaba; disfrutaba el poder salir de la comunidad y conocer un poco más del mundo; en esa casa estaba expuesta a la televisión, a las películas y la música; en esa casa había tantas cosas que no conocía que era intrigante y me gustaba cuidar de los niños, por lo que cada segundo que pasaba en ese trabajo era grandioso.
Al inicio me sentía cohibida y asustada; los ruidos intensos de todos los aparatos electrónicos me hacían saltar, pero poco a poco fui acostumbrándome y aunque no los utilizaba o intentaba usarlos lo mínimo posible, a veces me encontraba con la mirada enfocada en la televisión o leía algunas páginas de los libros que los niños dejaban por ahí y esos pequeños momentos me traían más dudas que respuestas.
El primer año que trabajé ahí, todo fue sencillo y tan nuevo que siempre me sorprendía y con el tiempo pude darme cuenta que lo que los niños aprendían en la escuela era mucho más de lo que yo había aprendido y todo lo que veía era tan nuevo e interesante que poco a poco también fui aprendiendo y eso era lo que más me gustaba de mi trabajo, porque al fin tenía la oportunidad de aprender.
Mi día a día era casi igual; me levantaba al amanecer, alimentaba a los animales de la granja con ayuda de mis hermanos y después ayudaba a mi madre a preparar el desayuno para que mis hermanos pudieran ir a la escuela; en cuanto todos se iban, la ayudaba a limpiar y me preparaba para ir al trabajo, al cual llegaba en el carruaje que demoraba un poco más de media hora en llegar a aquella casa y en cuanto estaba ahí, comenzaba a encargarme de la limpieza y dejaba todo listo para cuando los niños llegaran a la casa; la rutina casi siempre era la misma, al menos así fue durante el primer año, pero cuando cumplí dieciséis, las cosas cambiaron...
Todo cambió, cuando él apareció.
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