12: Capítulo 11

Capítulo 11

Volver a su guarida después de todas las tensiones del día fue como un premio. Su habitación estaba exactamente como la había dejado: sin intrusos que amenazaran con perturbar su paz. Exhaló un suspiro de alivio y aflojó sus músculos que, hasta el momento, habían permanecido agarrotados.

Mientras se quitaba los zapatos con los pies y los arrojaba a un lado, se deleitó con el sentimiento de sentirse otra vez ella misma. En lugar de vigilar cada movimiento, cada palabra, cada paso; siempre consciente de la imagen que estaba ofreciendo.

Subió las escaleras, tirando de la cuerda que deshacía sus pantalones, y sonrió pensando que su primer día no había resultado ser tan malo.

Justo antes de salir al balcón, se arrancó los pantalones de los tobillos con dificultad, a punto de resbalarse en el intento. Se dirigió a la red que colgaba en su terraza, y se dejó caer, disfrutando de su movimiento ondulante.

Un cosquilleo doloroso en su cadera le llamó la atención. Cuando bajó la vista y observó la piel, vio los surcos rojizos que el pantalón había creado en algunas zonas de su cuerpo. Acariciándolos, se preguntó si alguna vez se acostumbraría a ello. A la ropa ajustada, a la presión, a aquel lugar, y a las marcas que le dejaban en el alma.  

La tarde se estaba tornando lentamente en noche, apagando sus colores con una pereza veraniega. Tumbada en la red de su balcón, podía observar el mutar de los colores en el cielo. Podía oír el murmullo de la fuente, y las voces animadas de alumnos cruzando el área. Desde ese momento, decidió que amaba ese rincón de su balcón. Su santuario privado, donde todos sus miedos Noédienses no podrían alcanzarla. Pero donde, en cambio, podía seguir disfrutando de los beneficios de Noé.

Cerró los ojos y, como un hilo de imágenes que se iba difuminando, un pensamiento llevó al otro hasta que el cansancio ganó la batalla.

Lo siguiente que percibió fue algo golpeando su brazo. Abrió los ojos con dificultad para examinarse la zona agraviada. Nada, ni el más mínimo indicio de que algo, jamás, la hubiese tocado. ¿Lo habría soñado?

—Ya era hora.

Oyó la voz de Driamma, sin saber de dónde provenía.

Giró su rostro hacia el suelo, y vio una pelota verde que descansaba bajo su red. Con dificultad intentó incorporarse, pero la traidora red se confabuló en su contra, lanzándola contra el suelo.

Cayó con un sonoro topetazo, pero el dolor no fue tan intenso como el susto de la caída.

La risa de Driamma le llegó a modo de recordatorio de qué era lo que la había llevado a caerse. Recogió la bola del suelo antes de incorporarse.

«¿Cuánto tiempo he dormido?», se preguntó al observar que era noche cerrada.

La chica, tal y como se había imaginado, le había hablado desde su propio balcón.

—Buen tiro, soldado —apreció, lanzando la pelota hacia arriba, y volviendo a cogerla.

Driamma se encogió de hombros, sin darle importancia.

—Buen aterrizaje.

Ash sonrió a pesar de sí misma, mientras la lanzaba de vuelta. En ese momento su estómago protestó con impaciencia.

—No me digas que me he perdido la cena —rogó, acariciándose la panza.  

—Nada interesante —le aseguró Driamma, bostezando.

—¿Por qué no me despertaste? —refunfuñó—. Estoy hambrienta. ¿Qué me has traído?

Driamma hizo una mueca.

—No te he traído nada. Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.

Ash se lamentó como una niña pequeña a punto de llorar.

—Te llamé varias veces antes de irme, y tú simplemente me gritaste «ahora voy» y continuaste durmiendo. Así que pensé que aparecerías en cualquier momento, y cuando vi que no lo hacías deduje que no tenías hambre.

—Voy a volar, a ver si queda algo de comida —se apresuró a decir, pero antes de poder moverse del balcón, una voz la detuvo.

—Ya han cerrado.

Ash se paró en seco. Con el ceño fruncido miró el balcón contiguo al suyo, desde donde procedía la voz.

—Buenas noches —exclamó Driamma, con tono animado—. No sabía que esa era tu habitación.

Ash se volvió para mirarla con ojos como platos. La chica sonreía a la voz de su balcón vecino. Pero la visión de Ash estaba obstaculizada por un vidrio borroso que dividía ambos balcones.

Comenzó a gesticular y hacer aspavientos a Driamma, con una única pregunta en mente:

«¿Quién es?»

Driamma, que no era tan sutil como ella, la observó con ojos entornados, intentando descifrar su lenguaje de signos.

―¿Que quién es? —preguntó en voz alta y clara, provocando que Ash estrellara su rostro contra la palma de su mano.

Antes de recibir una respuesta escuchó un estruendo. Un anillo golpeando contra el cristal que los separaba. Dio un pequeño respingo ante el ruido. Observó cómo una mano se apoyaba sobre el eje superior del cristal. Una mano masculina. Le tomó dos segundos reconocer el brazalete que llevaba.

—Como te decía, el comedor ha cerrado ya —dijo él, sonando mucho más cerca e intimidante. Esta vez no tuvo problemas para reconocer su voz.

Respiró profundamente. Intentando recomponerse y no patalear por la grave profanación a la que su santuario de paz estaba siendo sometida.

—¿Por qué estás ahí? —le preguntó, con confusión.

Gábor rio, haciéndola fruncir el entrecejo.

—Resulta que ésta es mi habitación.

La respuesta le sentó igual que si le hubieran arrojado un balde de agua helada. ¿La habitación de Gábor contigua a la suya? ¿De qué broma macabra se trataba?

—No puede ser —soltó sin darse cuenta de lo extraño que lucía su desorbitada reacción—. Nunca te había visto antes por aquí.

—¿Incompatibilidad de horarios? —propuso él, con indiferencia. Ya no estaba contra el cristal, sino que por su silueta parecía haber tomado asiento—. ¿Crees que esta ciudad es demasiado pequeña para los dos? —continuó, imitando el tono del viejo oeste.

Ash se quedó mirando boquiabierta el delgado cristal que los dividía, pero que a la vez los ocultaba, sin poder creer que ese maldito engreído se hubiera atrevido a violar su santuario. El único lugar en el que se sentía segura, especialmente por la ausencia de su persona.

—Eso parece —musitó para sí misma.

Pero él logró escucharla.

—En ese caso, eres tú quien tiene que abandonar la ciudad, pues eres la forastera.

Por su tono, adivinó que le divertía la aversión de ella al hecho de ser vecinos.

—Mantente en tu lado y todo irá bien —le advirtió, sorprendiéndose a sí misma. Aquella delgada lámina que los separaba era peligrosa. Pues mitigaba su timidez.

Él volvió a reír, por alguna razón que también desconocía.

—¿Dónde está Driamma? —Preguntó ella, al ver que ésta había desaparecido del balcón.

—Se ha ido a dormir. Como bien ha anunciado antes de marcharse —recalcó con un tono cargado de insinuación.

Ash puso los ojos en blanco. Claramente estaba tan absorta en él que no había oído a su amiga. Su vanidad la irritó, por mucho que tuviera una pequeña parte de razón. Ahora que Driamma se había marchado, le pareció incómodo quedarse allí hablando con él.

—Yo también me voy a la cama —le anunció, sintiéndose extraña por la explicación tan personal. Su cama y un hombre nunca antes habían co-existido en una misma frase.

En silencio esperó a que le contestara, pero nada siguió a su anuncio, haciéndola sentir estúpida por ofrecerle información sin que se la pidiera. Giró sobre sus talones para entrar en la habitación.

—Entonces, ¿también se te ha olvidado que tienes hambre?

Por segunda vez su voz la detuvo en seco. El sonido de un envoltorio abriéndose, y un tenue aroma a pan y queso vegano, la obligaron a acercarse al cristal que los separaba.

—¿Tienes comida? —preguntó con un tono apenas audible.

Nada.

Suspiró, sintiendo cómo su estómago se contraía dolorosamente ante el olor.

—Gábor —se obligó a decir su nombre, y le pareció que este le quemaba los labios—.  ¿Tendrías algo de comida para mí?

—Se te ve desesperada —comentó él sin ocultar que eso le causaba cierta satisfacción—. ¿Tienes algo para intercambiar?

—¿Qué? —estalló ella—. ¿Pagar por la comida de la Academia? Es tan tuya como mía.

—No lo creo —negó él con calma—. El comedor está cerrado, y es mi cena la que estás pidiendo que comparta. Yo gasto mucha energía, ¿sabes?

Ash no sabía si era su imaginación, o casi todas sus declaraciones iban con segundas.

—¿Quieres que te pague entonces? —le espetó sin poder creérselo.

—No, no necesito dinero —contestó él, pareciendo considerar el tema con seriedad.

Ash exhaló. Probablemente se estaba burlando de ella, y al final iba a comérselo todo él solo. Ese pensamiento la inquietó sobremanera.

—Por favor, estoy hambrienta —pidió entre dientes, fastidiada por encontrarse a su merced.

—Negociemos, pues —insistió él. Parecía estar aburriéndose, como si no tuviera interés alguno en comerciar con ella.

Suspiró, derrotada.

—Está bien. ¿Qué quieres?

—¿Tú qué crees? —La pregunta logró que su corazón diera un vuelco, a pesar de saber que no era a ella a lo que se refería.

—Quieres el programa.

—¡Bingo!

Gábor se levantó y le ofreció un bocadillo por encima de la barandilla. Ash se acercó con torpeza, sus piernas parecían estar hechas de gelatina, como si ya no quedaran músculos en su cuerpo. Cuando alargó la mano para coger el envoltorio, él la retiró, aprovechando para agarrarla por la muñeca con la otra mano.

—Y que me expliques cómo usarlo.

Miró los dedos que sujetaban su muñeca. No supo si se trataba de la piel del muchacho o de la suya propia, pero la sola sensación de su cálida mano en su muñeca, enfriada por el aire de la noche, la dejó paralizada.

—No es sencillo —se oyó decir. Aún no podía verle, pero el contacto de su mano era más turbador que su visión—. Te lo explicaré una vez.

El chico le colocó el bocadillo en la mano y la liberó.

—¿Una vez? Eso es todo lo que necesito —aseguró, casi ofendido.

El pan todavía estaba caliente y, en cuanto abrió el envoltorio, el aroma del queso y de la mayonesa atacó sus sentidos. Sin pensarlo dos veces, hundió sus dientes en el manjar con voracidad. Tenía esa clase de hambre que te tornaba un tanto salvaje, por lo que no se detuvo a limpiarse la mayonesa que se había alojado en su barbilla.

Concentrada en masticar lo más rápido posible, no pudo más que dar la vuelta para averiguar qué era el estruendo que había escuchado tras ella. Casi se atragantó al ver la figura que había aterrizado en su balcón. Metro ochenta de masculina arrogancia y malicia. Llevando unos pantalones de pijama tan grandes que se deslizaban peligrosamente por sus caderas, y tan finos que no eran un verdadero obstáculo para la piel. En la parte de arriba llevaba una sudadera negra con medias mangas, capucha y cremallera. La cremallera estaba abierta hasta la mitad de su pecho, exponiendo su piel. También ésta parecía caérsele un poco por el peso de sus manos en los bolsillos.

El cerebro de Ash, a pesar de haber sido considerado privilegiado, demostró no lidiar muy bien con todas las órdenes simultáneas que ella le envió. Eliminar urgentemente todo resto de mayonesa de su rosto, a la vez que intentando no morir atragantada por el susto, y refrenando los músculos de sus ojos, que ignorando sus deseos por completo, devoraron la magnífica visión que tenían ante sí, más hambrientos que su estómago.

—No estarás pensando en hacerme lo mismo que a ese bocadillo, ¿verdad?

Ash pudo sentir físicamente cómo sus mejillas ardían. Le dio la espalda de nuevo, reprobándose por su falta de decoro.

—¿Cuántos años tienes? —Lo escuchó preguntar a su espalda—. ¿Trece?, ¿catorce? —continuó él—. En el bosque te hubiera echado doce, pero con el maquillaje y el escote he tenido que reconsiderarlo. Especialmente, con el escote.

Dijo eso último justo cuando ella había reunido el valor de encararlo de nuevo, por lo que volvió a concentrarse en el bocadillo como excusa para no mirarlo.

—Sabes perfectamente que tengo dieciséis. Seguro que fue lo primero que le preguntaste a Sooz —le espetó, antes de dar otro bocado—. Solo lo dices para insultarme.

Él volvió a reír. Quizá porque había dado en el clavo.

—También me ha dicho que vivías en Pentace, y que nunca has estado en la Tierra    —confesó él.

Asintió con la boca demasiado llena como para añadir nada.

Él la observó con curiosidad y con media sonrisa.

—Eso explica mucho.

Ash bajó la mirada. Con certeza, se refería a que eso explicaba por qué era tan rara. Y a pesar de que era totalmente cierto, sintió una punzada de dolor al comprobar, de sus labios, que ya lo había notado.

Gábor se desabrochó el brazalete.

—¿Aprendiste a usar ese programa en Pentace?

Lo deslizó fuera de su muñeca y, colgándolo del dedo índice, se lo ofreció a ella.

Después de tragarse el último trozo de comida, Ash rodeó la red donde se había quedado dormida antes y se acercó a él.

Gábor esperaba con una pose indiferente, con el trasero apoyado en la barandilla, y con expresión de quién recuerda una broma privada. Se puso serio repentinamente, al ver las piernas desnudas de Ash, que solo llevaba un culotte y la camisa de esa mañana.

Se detuvo delante de él, sintiéndose totalmente expuesta y desnuda. No había pensado que su desnudez fuera algo a considerar, sobre todo cuando se encontraba detrás de la red. Pero ahora que los ojos del muchacho observaban su ropa interior con tanto interés, tenía ganas de correr y esconderse en su habitación. Pero se quedó quieta hasta que los ojos de él se posaron de nuevo en los suyos.

—Estás muy pálida —se limitó a decir, y su voz pareció raspar su garganta al salir.

—Nunca he tomado el sol —se defendió ella, intentando ocultar el dolor que su comentario le había causado.  Por un momento, le había parecido ver algo más en sus ojos. Pero su observación demostraba que lo había malinterpretado. Tal era su inexperiencia, que bajo su atenta mirada ni siquiera recordaba cómo moverse en su propio cuerpo. Aquel que había habitado durante dieciséis años.

Él no dijo nada durante varios dolorosos segundos, que le parecieron horas. Y entonces Ash recordó que se había guardado un tema de conversación con él para la eventualidad de quedarse callada. El simple hecho de tener que usar su «lista de cosas que decir» la hizo sentirse aún más como un bicho raro.

—Así que gastas mucha energía... —comenzó—. ¿Por eso eres el mayor productor energético del mes?

Él se limitó a asentir con arrogancia, mientras volvía a apoyarse sobre la barandilla.

—Cosa que ocurre con frecuencia.

—¿Cuál es el premio? —Se interesó ella.

—¿Para qué quieres saberlo? No vas a conseguirlo jamás.

Lo miró con los ojos entornados y una ligera sonrisa irónica.

—¿Por qué estas tan seguro de eso? Ni siquiera me has visto en el gimnasio.

—Te he visto en el vestuario. —Se frotó el pulgar contra la mejilla. Parecía ser un gesto convencional para él. Le daba un aire de estar controlando la situación y, probablemente, lo sabía.

Ash se preguntó por qué había sacado aquello a relucir. Era el tipo de cosas que, por ser embarazosas, no mencionabas nunca. Pero él no parecía perturbarse con nada.

—No puedes ganar sin el brazalete —le explicó, alzando de nuevo la mano que lo sujetaba.

A ella le pareció más seguro aparentar que aún no sabía para qué servía que pasar por la incomodidad de tratar el tema con él.

—A la energía que produzco en el gimnasio le suman las acumulaciones de energía de los brazaletes que deposito cada mes.

Ash se colocó el brazalete con poca gracia. Sus dedos, observados por el muchacho, se sentían torpes y extraños.

En cuanto se lo abrochó, algo brilló en los ojos de Gábor. El brazalete se había convertido en un símbolo del sexo, al igual que lo había sido el preservativo siglos atrás.

—Hoy estás de suerte —comenzó él—. Te propongo un trato en el que tú sacas dos cosas y yo solo una. Ya has disfrutado de ese bocadillo, y ahora me enseñas cómo usar ese programa, y yo te explico cómo funciona el brazalete.

La chica tragó saliva con dificultad. ¿A qué se refería con enseñarle cómo funcionaba el brazalete?

Se miró la muñeca, fingiendo considerar la oferta, cuando en realidad quería ocultarle su rostro. Si la miraba a los ojos en ese momento, vería las alas de las mariposas que le revoloteaban por el pecho.

Las palabras que debía decir se formaron en su cabeza y viajaron hasta su lengua.

«No es necesario, ya sé cómo lo usas»

Pero nunca salieron de su boca. Una perversa parte de sí misma que no había conocido hasta ahora deseaba descubrir cómo planeaba explicárselo.

—Lo llevas todo el día, aprovechando la energía de tu rutina diaria.

Gábor elevó ambas cejas.

—Se podría decir así. Pero te aviso: No vale cualquier rutina.

El hecho de que se irguiera, separándose de la barandilla, y diera un paso hacia ella bastó para lanzar su corazón en una frenética carrera.

Sabía que podía pararlo, simplemente reconociendo que entendía a qué se refería. Pero cada vez que planeaba decirlo se encontraba muda. Aun así, no pudo evitar retroceder intimidada. Se giró, buscando el apoyo de la barandilla, ya que sus piernas definitivamente la habían abandonado.

Como si fuera un imán, Gábor la siguió hasta que se encontraron en la posición contraria. Con ella entre la barandilla y él.

—Produces mucha más energía con ayuda —continuó él—. En mi caso, sobre todo si el brazalete lo lleva la ara.

«Fanfarrón», pensó ella. Aunque tuvo que admitir que su piel le picaba por su proximidad. Su fragancia, una maravillosa mezcla entre sándalo y bergamota, que empezaba a conocer demasiado bien, se estaba convirtiendo en una droga que la afectaba de inmediato.

—Creo que... —se detuvo al ver que, por alguna razón, le faltaba el aire—. Ya me lo  imagino.

Gábor bajó la mirada hacia su muñeca. El brazalete se había iluminado con una suave luz blanca.

—Ya veo —sonrió él, jactancioso. Le agarró la muñeca y la levantó para que pudiera observar de cerca el resplandor—. Pero ese color no es suficiente.

—¿Cómo? —Musitó, perdida en la belleza de aquellos ojos oscuros.

—Blanco significa poca energía. Pero hay tantos colores como los que existen, y cada uno significa una cantidad de energía distinta.

Ash podía entender por qué el brazalete era tan popular entre los adolescentes y por qué la autoestima de Gábor exudaba por los poros de su piel. Lo llevaba siempre porque era su medalla de buen amante.

—El color cambia con la respuesta del cuerpo —continuó él—. Observa...

Colocó su mano libre en el hombro de ella y, con el pulgar, arrastró el cuello de la camisa para descubrir su clavícula.

Con estupefacción, Ash lo vio descender el rostro para situar sus labios sobre el pequeño hueso. El contraste de la temperatura, y la suavidad de éstos la hicieron estremecerse. Él se adhirió a ella con más fuerza, como para evitar que se moviera. Fortaleciendo su agarre en el hombro y en su muñeca. Su corto flequillo se enroscó en su pelo, y hasta ese cosquilleo le pareció delicioso. Sin embargo, se olvidó de ello por completo cuando la nariz del chico rozó su cuello, dibujando una lenta ascensión. Hasta que sus labios se abrieron sobre la fina piel, primero con suavidad. Para, poco a poco, aumentar la presión. Sintió que toda su piel se erizaba ante el cosquilleo más glorioso que jamás había imaginado. No pudo creer las sensaciones que se produjeron allí, pues se tocaba el cuello constantemente, y nunca lo había sentido tan sensible al tacto. Y entonces él lo llevó un paso más allá, acrecentando la dureza sobre la piel de su cuello. No estaba segura de si lo estaba haciendo con los labios, la lengua o los dientes. Parecía una combinación de los tres. Pero ya no eran cosquillas lo que sentía, sino pura electricidad estallando en su pecho. Sus rodillas se doblaron, y Gábor se echó contra ella para servirle de soporte. A pesar de sentir la barandilla clavándose en su espalda, deseaba tenerlo aún más cerca. La sensación de sus finos pantalones contra la piel de sus piernas ya no era suficiente. Parte de ese deseo quedó satisfecho cuando la mano de él, que le asía el hombro, comenzó a descender firmemente por la parte delantera, como si deseara quebrarla entre sus manos.

Ash sintió que todo aquello era demasiado. Su cuerpo estaba extraño, como si todos sus sentidos estuvieran sufriendo un cortocircuito. Sentía profundas cosquillas que la mareaban donde normalmente no había nada. Y Gábor parecía saber perfectamente dónde hacerlas insoportables. Su pulgar pasó por su pecho como por accidente, pero desencadenando una sensación que demostró que no había sido así.

Tuvo sentimientos contradictorios. Por un lado, sentía que se había saltado cien pasos en la materia y que algo faltaba. Pero, por otro lado, la perversión de esas sensaciones tan desconocidas no la dejaban volver en sí. Quería que su mano volviera al punto por el que acababa de pasar casi con arrepentimiento.

—Espera —logró decir, justo cuando el camino de besos estaba a punto culminar en sus labios.

Gábor se detuvo y la miró confuso. Como si él mismo no supiera dónde estaba. Después, su atención se centro en el brazalete.

Su brazalete resplandecía con un intenso color verde, que los envolvía en un ambiente místico. Para entonces, Ash estaba segura de estar soñando. Si era así, si solo era un sueño, quería que él volviera a tocarla.

Sin embargo, Gábor no parecía tener intención de hacerlo. Ese pensamiento la despertó del trance, y fue entonces cuando se percató de que el muchacho miraba fijamente y con el entrecejo fruncido el brazalete. Éste se había apagado.

Cuando al fin su vista volvió hacia ella, se mostró atónito.

—Estaba verde —declaró, confundido. Parecía buscar la respuesta en sus pupilas.

Ash se encogió de hombros, temblorosa; al fin y al cabo, él era el experto.

—Deberías volver a tu habitación —le aconsejó ella, dándose cuenta de lo que acababa de ocurrir. De lo que le había hecho a la persona que la había recibido con los brazos abiertos en aquel lugar. Había dejado que su novio la tocara de manera inapropiada. Incluso a pesar de su inocencia, sabía que había cruzado la raya. Debía alejarse antes de volver a perder el control de sí misma.

Los ojos de Gábor mostraron ofensa y se apartó de ella como si su contacto le repugnara.

Ash se irguió, desconcertada por la forma en que la estaba mirando.

¿Estaría  pensando en Sooz, al igual que ella? ¿En las consecuencias que aquello podía tener para su relación?

—No voy a contarlo, ¿vale? —Le aseguró para tranquilizarlo. Pero solo logró que la mirara aún más horrorizado.

Sin añadir nada, se acercó a la barandilla para auparse y volver a saltar a su balcón.

Ash lo observó, admirando su agilidad y odiándose por sentirse tan atraída.

Él ni siquiera se despidió.

La hizo sentir como si hubiera cometido un horrible pecado. Por su reacción parecía que ella le había obligado a tocarla y besarla. Pero no había sido así, él lo había hecho todo por su cuenta, y recordaba claramente haber reconocido que ya entendía cómo usaba el brazalete antes de que le pusiera la mano encima.

Quizá él tampoco había tenido intención de ir tan lejos. Quizá solo quería incomodarla y exhibir su gran habilidad. Por eso parecía tan sorprendido con lo ocurrido, cuando ella le pidió que parara. Ver el color del brazalete y lo avanzada que había estado la cosa, le había recordado a Sooz y que era amiga de ella. Creería que se lo iba a contar.

Una vez en su habitación, pudo pensar con más claridad. Se tiró sobre su cama sin poder creer lo que había ocurrido. Intento disculparse a sí misma, imputando todo cargo contra su inocencia. Y en parte era cierto. Si estuviera acostumbrada a los hombres, sabría cómo manejarlos; y si estuviera acostumbrada a su contacto, sabría cómo controlarlo y nunca hubiera llegado tan lejos. Sin embargo, una parte de ella sabía que su comportamiento inapropiado con el novio de su amiga había comenzado antes de que su inocencia la hiciera perder la razón. Sabía que Noé iba a descubrirle nuevas posibilidades en  la vida, pero nunca hubiera imaginado que le descubriría nuevas facetas de sí misma. A su edad, creía que lo sabía todo sobre su carácter. Pues bien, acababa de descubrir que no era así. Había un mundo de posibilidades aún sin explorar en su interior.

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