Capítulo 5: Existir cuando eres nadie
Fede me dejó las piernas destrozadas.
No puedo ni caminar bien luego de todo lo que hicimos ayer. Jamás me imaginé que la realidad superara las expectativas que tenía sobre la forma en la que los deportistas de ese nivel hacen ese tipo de cosas.
Lo peor es que Fede dice que aquello fue de lo más ligero que ha hecho.
Si darle cincuenta vueltas trotando a la cancha de futbol, hacer cien abdominales y sentadillas fue lo sencillo, no quiero ni imaginar cómo entrenaremos la siguiente semana. Estoy considerando decirle que buscaré otra manera de acabar con mi mal humor, mis pesadillas frecuentes y la falta de apetito, pero no deseo ser grosera con él luego de lo mucho que me ayudó la noche que fuimos al bar.
Después de dejar a Sebastián durmiendo, él y yo recogimos la basura, sacudimos la mugre acumulada y charlamos hasta que a ambos nos ganó el sueño y nos quedamos inconscientes en los sillones. A eso de las cinco de la mañana, él se despertó para ir a entrenar con el equipo y yo solo le dije que tomara lo que quisiera del refrigerador. Tuve suerte, porque mi hermano se habría infartado si se enteraba que pasamos la noche juntos.
Con todo y mis dolencias, bajo por las escaleras, dispuesta a comenzar el día. Para mi sorpresa, Seb está sirviendo el desayuno. Hizo café, huevos a la mexicana e incluso asó pan con mantequilla.
—¡Buenos días! —dice con una forzada efusividad.
Ocupa su sitio en la mesa y aguarda a que me acomode junto a él. Sin emitir sonido alguno, acato su indicación y le doy un sorbo al café. Está terrible, pero como no deseo herir sus sentimientos, continúo bebiendo.
Cuando éramos niños, el desayuno era la mejor parte del día. Mamá siempre se esmeraba en que todo le quedara delicioso, aunque lo que más disfrutábamos era que podíamos charlar y decir absurdos sin que existiera el temor de que Armando apareciera, ya que él salía a trabajar muy temprano.
Noto que Seb juega con sus manos y se muerde el labio inferior. Mientras hago ese recorrido, caigo en la cuenta de que tiene un pedazo de jitomate en la mejilla. Me meto un trozo de pan en la boca para evitar reírme.
—¿Qué? —pregunta confundido.
Termino de tragar, tomo una bocanada de aire y vuelvo a reír.
—No es nada, solo que tienes un pedazo de jitomate pegado en el cachete.
—¿Ah? —Se lleva la mano allí y encuentra al invasor. Lo agarra y lo mueve un poco para comprobar lo que es, luego lo mete en su boca.
—¡Qué asco me das!
—La comida no se bota.
—¡Eres un sucio!
Agarra un pedazo limpio de jitomate, me lo lanza a la cara y este se me pega justo en la nariz. Como no aguantamos la risa, dejamos que fluya. Las disputas recientes y el tiempo que hemos pasado separados se nos olvidan. Vuelve a ser un poco como antes. Es tan natural y sincera la dinámica que, cuando se detiene, también lo hago.
—Danna, lo siento por lo de la otra vez. —Baja la cabeza. No es capaz de mirarme a los ojos, pero sé que no está siendo falso—. Yo no sabía lo que decía.
Me quito el jitomate de la nariz y niego con la cabeza.
—Déjalo así. —No comprendo sus razones; sin embargo, no deseo que siga habiendo tensión entre los dos cuando lo que más necesito ahora es tranquilidad.
—Hoy salgo temprano del trabajo, ¿quieres ir a comer tacos? —sugiere. Está emocionado, de verdad se esfuerza.
—Jalo, solo que será después de que yo regrese.
—¿Adónde vas?
—Buscaré trabajo, Seb. Sé que la casa y los servicios los cubre Armando, pero no puedo quedarme a vivir aquí sin hacer nada.
Aunque se suponía que el plan del hombre era dejar de pasarnos la manutención luego de que ambos cumpliéramos los dieciocho, nuestra madre, pese a su agotamiento, se movió con su abogada para conseguir que siguiera cubriendo los gastos de Seb hasta que terminara la universidad. Conmigo no pudieron hacer lo mismo, aunque lo intentaron, ya que el argumento de nuestro padre fue: «Si Danna fracasó en sus exámenes de admisión, entonces que se ponga a trabajar. Y si lo hace, ya no necesitará que la mantenga».
Cuando Seb comenzó sus clases en la universidad, conseguí un empleo de mesera en una zona turística de mi pueblo. Duré tres años laborando, pese que Noé y sus amigos encontraban divertido ir al sitio a burlarse de cómo me veía con el uniforme o de lo mala que era para atender.
La necesidad de sentirme útil era muy superior a la de mantener mi dignidad íntegra.
—Entiendo... —Resopla mi hermano—. Entonces, ¿nos vemos a las seis aquí?
Asiento con una sonrisa.
Aunque no conozco bien Toluca, estuve por horas en el centro repartiendo formatos de trabajo que antes había comprado en la papelería y llenado en la banca de un parque. Sin embargo, por cada solicitud que dejaba yo, el lugar recibía otras quince o más. En todos los sitios me dijeron que me llamarían pronto, pero ¿cuándo es «pronto»? ¿«Pronto» era una forma de decirme con amabilidad que no me querían contratar? ¿A cuántas personas necesitadas de un trabajo, con hijos que mantener y deudas, les habían dicho «pronto»?
Después de dejar la última solicitud en una librería y que me repitieran la mentira de que me llamarían en los próximos días, me rindo en mi búsqueda y empiezo a deambular por la acera en busca de un sitio para descansar.
Saco mi encendedor y el último cigarro que me queda. Le doy una calada al mismo tiempo que reflexiono sobre lo que es mi vida ahora. No es una opción regresar a existir como antes, soy incapaz de enfrentar las consecuencias de lo que hice. Además, tampoco tengo algo más en qué ocupar mi mente porque soy demasiado tonta para entrar en la universidad y no encuentro un trabajo.
Noé me decía que en la vida que llevaba no había rumbo, y le doy la razón. Por algo son constantes las noches en las que me pregunto cuál es la finalidad de mi existencia o si Armando hacía bien al maltratarme, incluso llego a afirmar que mi exnovio estaba en lo correcto al insultarme y amenazarme la última vez.
Siento como si alguien estuviera prendiendo una llama en mi interior, una que me está quemando por dentro y me impide respirar. Tomo una gran bocanada de aire y camino con la cabeza agachada por la vergüenza de que me vean llorar.
El sonido de la música me hace detener mi recorrido. Estoy justo enfrente de una de esas cervecerías en donde todo cuesta diecinueve pesos. Saco la cartera del bolsillo de mi chaqueta. Tengo todavía el dinero que me dio mamá antes de que me marchara; es suficiente para beber algo.
Tal vez necesito alcohol porque puede que así se apacigüe el incendio que hay en mi interior. O quizá deseo acrecentarlo y por fin convertirme en cenizas.
Aparto un billete de veinte pesos del resto del dinero y entro en el lugar a pasos lentos e inseguros; soy como una polilla yendo hacia la luz artificial. Es el mismo escenario de la otra vez: yo, sola en un bar.
Cuando el mesero se acerca a anotar mi orden, le pido la primera cerveza de la tarde.
—¿Espera a alguien? —me pregunta, señalando las sillas vacías de mi mesa.
Niego al mismo tiempo que aprieto los labios.
Sé que él se quiere burlar de mí porque cree que soy patética. Incluso yo deseo hacerlo.
La primera botella llega y bebo con el poco control que tengo. Noé me decía que yo era la melliza fracasada, la tonta. Tenía la teoría de que Seb se llevó toda la inteligencia cuando fuimos concebidos.
En un intento por despejar aquellos pensamientos, me tomo de golpe la bebida y al instante le hago una seña al mesero para pedirle las otras cuatro y así no tener que soportar su mirada compasiva.
—¿Puedo sentarme? —me pregunta, de repente, un chico que antes había visto en la barra.
Cuando lo veo, me vuelvo una idiota. Debo admitir que me encanta su cabello rizado y oscuro, también esas cejas pobladas y la perforación que tiene en el labio.
«¿Debo sentirme agradecida de que el estereotipo de chico malo me haya sonreído?».
La respuesta es sí, siempre sí.
Él tiene una botella de vodka en una mano y vasos vacíos en la otra. Comprendo al instante su intención; pero lejos de ponerme a la defensiva, reflexiono sobre lo mucho que me urge compañía y alguien que me haga sentir bien, que me tire un par de halagos y finja quererme un rato.
—Claro. —Sonrío con torpeza—. Aunque solo si me invitas un trago. —Señalo la botella.
—Bueno. —Sube un poco las comisuras de los labios—. ¿Cómo te llamas? —Se sienta.
—No es importante saberlo. —Paso el dedo por la boca de la botella y evito el contacto visual enfocándome en un cartel neón en la pared—. ¿Sueno demasiado pretenciosa? —Me muerdo el labio inferior.
Ahora que lo tengo cerca, noto que es mucho más grande que yo. Tal vez incluso sea mayor que Ian.
—Tal vez. —Bufa—. Si a esas nos vamos, yo tampoco te diré mi nombre.
—Vale. Yo soy Nada y tú serás Desconocido.
Logro sacarle una risa y me siento una ganadora.
Él sirve un poco de vodka en cada vaso y, una vez que me pasa uno, alzo la mano y lo hago brindar. Siento su mirada sobre mí; los nervios me están comiendo viva, pero, en un intento por apaciguar esa sensación, bebo de fondo el contenido mientras lo escucho reírse y aplaudir.
—¿Quieres otra? —No sé por qué me pregunta si ya tiene en manos mi vaso y la botella destapada.
—¡Obvio!
El vodka todavía raspa en mi garganta; pero, si soy franca, necesito más alcohol si no quiero ahuyentarlo con mi horrible personalidad.
Desconocido y yo terminamos aburriéndonos del bar. Ambos estamos ebrios y andamos a pasos torpes por la acera, recargándonos en postes de luz para no caernos. Nos reímos de la cara de estúpido que tiene el otro y nos volvemos osados ante la noche en Toluca, olvidando que estamos vulnerables, a expensas de que un delincuente venga a matarnos por dinero.
Siento la incesante vibración en mi bolsillo. Saco el celular y le hago una seña a Desconocido para que detenga su risa.
Quien me llama es Seb.
«¡Maldita sea, lo dejé plantado!».
Aquello es el recordatorio de quién soy: de que no soy Nada, sino Danna Hernández.
Desearía de verdad ser Nada y que Danna dejara de existir, porque Danna es torpe e insufrible.
Danna es estúpida y distraída.
Danna no es divertida. Es una zorra y se merece lo que le pasó.
—¡¡No estés fastidiando!! —le grito al teléfono.
Y antes de que mi hermano diga algo, cuelgo.
Desconocido comienza a reírse. Su carcajada es grave, parecida a la de un villano de película. Hago como él y también río. Me siento capaz de cualquier cosa porque soy Nada, y cuando eres Nada, ¿qué importa si cometes errores?
Me acerco a él con toda seguridad. Es bastante más alto que yo, sus brazos son musculosos y su espalda es gruesa. Me observa desde arriba. Aprovecho que tiene la guardia baja, estiro las manos para alcanzar el cuello de su camisa de cuadros y, con rudeza, lo jalo hacia mí. No tarda en comprender mi intención, coloca sus manos en mi espalda, me pega contra su cuerpo y planta sus labios en los míos. Sabe a vodka, a cigarros mentolados, al humo de mi interior, a mis ansiedades, temores y defectos, pero también tiene esa adictiva sazón de mis impulsos más bajos.
Él me susurra algo al oído. No comprendo sus palabras, sin embargo, sí su intención. Sin tener un «sí» de mi parte, Desconocido me lleva de la mano por la acera. No tengo idea de a dónde vamos, pero estoy consciente de que será una noche larga, otra más de la que me arrepentiré por la eternidad una vez que la adrenalina se termine.
—¡Danna, ¿qué haces?! —Es la voz de Ian.
Oírlo me frena.
Mis ojos se abren de par en par cuando veo que se acerca a Desconocido y a mí. Está furioso, lo noto por la manera en la que forma puños y frunce el entrecejo.
—Mi chica y yo nos íbamos —Desconocido responde con hostilidad, y vuelve a tirar de mi mano.
Es ahora cuando noto que me hace daño la forma tan brusca en la que me toma y surge en mí la necesidad de escapar.
—¡Ella está borracha, no tiene por qué ir así a ningún lado contigo! —Ian empuja a Desconocido, haciendo que por fin me suelte—. ¡Vámonos, Danna!
Observo que se ponen el uno frente al otro para mirarse con odio. ¡Soy patética!, mi primera reacción es colocarme detrás de Ian y abrazar su espalda. Con esa simple acción, Desconocido se convence de marcharse, no sin antes insultarme con las mismas palabras que usó Noé la última vez.
Aún conmigo aferrada a su espalda, Ian se mueve hasta el sitio en el que dejó estacionado su coche. Abre el asiento del copiloto y, con nulo tacto, me empuja para que entre.
—¡Sé más cuidadoso! —Me acomodo el flequillo, cruzo los brazos y aprieto los labios.
—¿En qué chingados pensabas? —Ian coloca las manos frente al volante, ni siquiera me mira.
—No actúes como si fuese relevante para ti lo que pasa conmigo. —Me coloco una mano en el pecho. Estoy furiosa y no sé por qué.
—¡Te ibas a ir con ese sujeto, a quién sabe dónde, a hacer quién sabe qué! ¡Claro que me iba a poner así!
—Mejor preocúpate por complacer a tu novia. —Se lo he dicho, al fin solté lo que tanto llevaba reprimiendo—. Tú te crees mucho porque apantallas gente con tu facha de chico misterioso y tocas algo bien la guitarra. Para que lo sepas, la mayoría de los tipos de mi clase de música eran igual de patanes que tú. —Lo señalo con brusquedad, incluso mi dedo toca su mejilla.
Él, en lugar de responderme, arranca el auto.
—Ella no es mi novia, es solo una groupie —explica con tono impasible.
—Eso lo empeora.
—Estás borracha, Dann. —No se toma en serio mis palabras por eso mismo—. Además, la banda se acabó. Ya no seré un «músico patán», como dices tú.
Doy un respingo. No me trago lo que me cuenta.
—No digas pendejadas, Ian. —Abro el vidrio del coche, necesito aire frío.
—Nos quedamos sin vocalista. ¿Cómo vamos a tocar si no tenemos uno? —Ian le da un golpe al volante.
Dejo mi pose y me vuelvo a él. Estoy avergonzada ahora.
—La discusión tardó horas, pero no logramos convencerlo de que se quede. Es el final. Mañana voy a conseguir otro empleo, uno que no sea atendiendo llamadas en un call center.
El coche se detiene en un semáforo. Aprovecho ese momento para buscar la mano de Ian y entrelazar nuestros dedos.
—Habíamos hecho un trato, ¿lo recuerdas? —Él me observa con extrañeza, pero no hace esfuerzo por soltarme—. Si tú te rendías, yo también. Hoy tuve un día de mierda; sin embargo, no está en mis planes volver derrotada al infierno que seguro es mi pueblo.
Con su mano libre, Ian me acomoda el flequillo, recorre con sus dedos mis sienes y acaricia mi mejilla. No obstante, se detiene cuando el semáforo cambia a verde.
¡Hello, conspiranoicos! Lamento haberlos hecho esperar con este capítulo, pero ayer tuve visitas y no me dejaron sacar el ordenador.
¿Qué opinan de la personalidad de Dann?, ¿alguna vez se han sentido como ella?
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