Capítulo 19: El poder de todo artista

Echaste tus raíces sobre mí

Y fui yo quien te permitió motear

Con sus lluvias negras y venenosas

Cada recoveco de mi ser

—Qué pena me da esto —farfullo al mismo tiempo que mis dedos dejan de rasgar la guitarra.

Contemplo a mi terapeuta, quien ha estado toda la sesión escribiendo en una tableta sus interpretaciones de lo que digo.

Había compuesto ese fragmento y otro par de retazos la noche anterior. Volví a tener terrores nocturnos, pero, en lugar de desesperarme y llorar, tomé la guitarra que me regaló Ian y empecé a cantar boberías.

—En un punto, llegué a pensar que era bueno y que, tal vez, podríamos comenzar a interpretar canciones propias en lugar de lo mismo de siempre. —Guardo el instrumento en su funda.

—¿Y por qué no? A mí me gusta —atina a decir la mujer.

Subo los pies al sillón y la observo bloquear sus apuntes.

—Es revelador. Cualquiera que sepa lo que sucedió, conectará los cabos sueltos. —Me estiro para tomar una almohada y cubrir parte de mi cuerpo con ella—. No quiero que el asunto se vuelva todavía más público.

Si bien no me gané un reportaje en un noticiero o una entrada en una página, sí provoqué que la universidad en la que estudiaban Noé, Martín y sus amigos recibiera presión de grupos feministas para expulsarlos. Se los agradezco desde lo más profundo, pero continúa frustrándome la idea de que mi nombre quede asociado a un episodio así.

—¿Y si la gente piensa que luego del resultado de la demanda quiero lucrar con lo que sucedió? —Coloco las manos a los lados de mi cabeza, olvidando que volví a peinarme luego de semanas—. O sea, que no haya sido una víctima, sino una oportunista.

La mujer me pide que respire hondo y suelte de a poco el aire. Tras el ejercicio para mermar la ansiedad, me permito relajarme en el sofá.

La resolución del caso fue a mi favor, creo.

Martín pasará cinco años en prisión, mientras que mi exnovio y el resto de sus amistades partícipes, tres. Confieso que no estoy satisfecha, considero que nunca llegaré a estarlo. La justicia me queda corta y lo único que puedo hacer es lidiar con mi presente para seguir avanzando hacia el futuro.

—Dann, muchos artistas, de todos los tipos, usan sus vivencias y luchas personales para darle forma a sus creaciones —explica la terapeuta. Desbloquea de nuevo su tableta y escribe algo en el buscador—. Tú compones canciones sobre lo que estás pasando y este chico neoyorquino hace pinturas acerca de sus demonios internos.

Ella me entrega el aparato y yo admiro la imagen de un mural pintado con aerosoles. Se trata de una composición surrealista, en la cual, un tren bala, conducido por un punto blanco, anda por un bosque plagado de árboles que, en lugar de frutos, tienen diamantes.

—Cuando le preguntaron a Chris Miller, el artista, cuál podría ser una posible interpretación de su obra, dijo que creía que era una manera de plasmar lo rápido que iba su vida a través de un bosque atiborrado de preciosas posibilidades que no podía tomar y que pronto se marchitarían.

—La metáfora me deprime, porque dice que su vida lo está dejando atrás y que sus posibilidades para el futuro se van a ir a la mierda. —Le devuelvo el aparato a la mujer.

—Miller estuvo un tiempo internado en un piso de psiquiatría por una tentativa de suicidio.

Doy un respingo y trago saliva.

Me aterra llegar a aquel punto del abismo en el que no te queda más que entregarte a él y extinguirte.

—Dann, ¿crees que Chris esté lucrando con su dolor?

Niego al instante, lo que hace sonreír a la terapeuta.

Me lo pienso de nuevo, porque continúa siendo aterrador tener que desnudar delante de tantas personas mi alma envenenada. Sin embargo, es cierto que hay un trozo de la historia de cada creador en todas las obras de arte existentes. Puede que incluso en las menos conocidas, esas que no están expuestas en museos o que son alabadas por un grupo de críticos. En un grafiti en rojo que dice «muéranse», en la arquitectura de La congeladora o en la película que vi con mi madre la semana pasada y que me hizo llorar y reír a la vez.

Las suelas de mis botas dejan marcas en el pasto sintético mientras un par de niños que visten con un uniforme de color burdeos corren tras de mí. Me contagio de sus risotadas y el ansia que me da estar dentro de una primaria buscando a Emma.

Había quedado con Ian de que iría por su hija, ya que este se encontraría negociando algo grande sobre la banda. Se supone que nos veremos con Cris en un rato y pasaremos la tarde juntos hablando de eso.

—¡Dann!

Doy un respingo y desplazo mi atención a donde viene el llamado de Emma. Está sobre un columpio junto con otra niña, sonriendo con plenitud y divirtiéndose como una más. Subo las comisuras de mis labios y camino hacia ella. Emma salta del columpio y se aproxima también.

Noto que lo primero que señala es mi cabello, que ahora es magenta. Uno brillante, que vibra en los ojos de quienes me ven, hasta en los míos cuando me admiro en un espejo y se me olvida que sigo resplandeciendo a pesar de todo.

Emma extiende los brazos. La cargo en vilo y nos reímos juntas. La última vez que nos vimos, apenas pude fingir que sonreía. No obstante, mi felicidad se obnubila cuando veo a Marina parándose frente a mí.

Bajo a la niña, cruzo los brazos y me miro los pies. Sé que no tengo de qué avergonzarme; sin embargo, me aterra la idea de que el video haya llegado a ella y busque alejarme de su hija por lo sucedido.

—Mamá, siempre le das miedo a Dann —le dice Emma.

Se me escapa una risa.

—¿Podemos hablar? —pregunta Marina, nerviosa.

—No quiero. —Alzo el rostro y, para mi sorpresa, al mirarla a los ojos, no me encuentro con una mujer altanera—. Ian me pidió que pasara por Emma, pero, ya que viniste por ella, me retiro.

—Por favor —farfulla—. Solo un rato. En la cafetería de aquí enfrente.

Tomo una bocanada de aire y asiento.

Dejo a Marina caminar por delante de mí con su hija de la mano. Me muevo a pasos laxos, permitiendo que haya varios metros entre ellas y yo. Me aferro a la correa del estuche en el que guardo la guitarra y pateo un guijarro antes de que crucemos la calle.

La cafetería a la que me lleva Marina es un sitio sencillo, de apenas cinco mesas, con un mostrador al fondo. Hay un área de juegos en una esquina conformada por un tobogán chico y un juguetero atiborrado de muñecas y carritos.

—¿Puedo ir a jugar con David? —pregunta Emma al mismo tiempo que señala con sus deditos a un niño que se arrastra en el piso con un cochecito.

—Está bien, pero solo un rato. —Marina le suelta la manita y la deja ir corriendo—. Aún no me hago a la idea de que ya tenga tantos amigos —se dirige a mí.

Marina mueve una silla y se acomoda en una de las mesas. Cuelgo el estuche en el respaldo de mi silla y me siento delante de ella.

—Todavía le cuesta responder preguntas a las maestras y no la puedo encargar con ninguna de las madres de sus amiguitos, pero es un enorme progreso —continúa. Agarra el menú que se encuentra en el centro de la mesa y lo inspecciona—. Y todo gracias a ti.

Hago un mohín.

—No hice nada más que tenerle paciencia. —Apoyo la barbilla en mi mano—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Buscas chantajearme usando a Emma de nuevo?

Ella baja el mentón.

—Seguro debes pensar «¿qué hace esta bruja molestándome otra vez?» —Marina comienza a tamborilear los dedos en la mesa. Sus uñas son cortas y descuidadas, muy diferentes de las mías, que ahora lucen un barniz azul eléctrico—. La verdad es que estoy harta de que me vean como una villana.

Una mesera se acerca a solicitar la orden. Marina pide un par de cafés y aguarda a que esta se vaya para continuar.

—No entiendo. ¿Te estás disculpando? —Hago mi cuerpo hacia atrás y cruzo los brazos.

—Supe lo que te sucedió. —Cuando lo menciona, formo puños y preparo en mis adentros el mejor argumento para defenderme—. Y me enteré porque atrapé a los chicos de mi oficina viendo ese horrible video.

Mis ojos comienzan a humedecerse. Aún me cuesta afrontar el hecho de que esas imágenes pasaran por las pantallas de miles de personas.

—Soy la líder de proyecto, o sea, su jefa, y por eso los despedí a todos —afirma con entereza. Bajo los brazos y coloco las manos en la mesa—. No pueden estar viendo ese tipo de contenido en horas laborales y tampoco quiero tener en mi equipo, y tan cerca de mí, personas que encuentran divertido algo tan horroroso como eso. Me llamaron bruja, amargada, déspota, injusta... —Comienza a contar adjetivos con los dedos—. Casi toda la oficina decía: «Pinche vieja amargada y metiche». Y eso se le sumó a lo que ya de por sí se dice de mí por tener un puesto grande en un rubro «masculino». Te mentiría si dijera que no me dolió, pero me planté en mi decisión y fui estricta, como siempre.

—Gracias. —Me limpio las lágrimas con el dorso de la mano—. Pensé que me odiabas.

—Trato de no hacerlo. —Se aprieta el tabique de la nariz—. Tengo siete años más que tú. Eres talentosa, hermosa, lograste que mi hija hablara con otros niños y tienes una resiliencia de hierro; yo no habría soportado pasar por lo mismo.

La mesera entrega nuestras bebidas con celeridad y se marcha. Quizá cae en la cuenta del momento tenso que estamos pasando Marina y yo.

—Ian y yo fuimos novios solo seis meses. En ese entonces, él componía música con Cris, soñando con lo grandes que llegarían a ser en un futuro. Pero un descuido nos bastó para que Emma viniera en camino. —Mira hacia otro lado, tal vez porque no quiere que note sus ojos llorosos—. Nos casamos creyendo que no seríamos como los demás matrimonios apresurados, que entre nosotros sí había amor. —Sonríe con amargura—. Luego nos dimos cuenta de que nuestro plan de vida no coincidía: que él deseaba continuar aferrándose a su sueño y que yo no anhelaba algo más que una familia convencional.

—Queremos cosas muy parecidas. —Le doy un sorbo a mi café.

—Es lo que nos venden a nosotras como máxima aspiración. —Ella encoge los hombros—. Y por eso, aunque ya habíamos comprobado que juntos no funcionábamos, lo quería de regreso y, cuando vi que Ian hablaba de ti y que Emma disfrutaba tu compañía, me sentí amenazada y cometí la bajeza de utilizarla para chantajearte. —Se señala con reproche, es claro lo mucho que se detesta—. Aunque tardé más en conseguir lo que quería que en darme cuenta de que me había equivocado.

Ambas tenemos los rostros enrojecidos, las narices congestionadas y los ojos hinchados por el llanto. Nos vemos patéticas sollozando en medio de una cafetería frente a una primaria, por lo que soltamos una dolorosa risotada.

—Emma no necesita una familia perfecta para seguir progresando y yo no merezco quedarme junto a alguien que no cubre mis expectativas y que no amo ni me ama. —Marina eleva su taza. Las manos le tiemblan, pero consigue darle un sorbo—. Eres libre de hacer lo que desees, siempre y cuando quieras.

Me paso las manos por el rostro para espabilarme.

—Ahora mi única meta es odiarme un poco menos a mí misma y después convertir esos sentimientos en amor propio. —Vuelvo a sorber el café—. Son contadas las veces que en veintiún años no estuve detrás de un hombre. Siempre busqué ser lo que ellos querían, aun si tenía que dejar cosas que me gustaban o hacerme daño a mí misma. Ahora mi prioridad soy yo.

—Entonces, Ian se ha quedado como el perro de las dos tortas —vacila.

Hago una pedorreta con la boca para responderle.

—Gracias por escucharme, Dann.

—No, yo tengo que agradecerte a ti por esta charla que nos ha expuesto a ambas.

El silencio impera tras mi frase. Cada una mira a un sitio distinto y bebe de su café. Es posible que la mente de Marina, así como la mía ahora, se encuentre también divagando en todo lo que ha hecho por mantener su vida unida a la de un supuesto amor.

—¿Mar, has visto a David? —pregunta de repente una voz femenina.

Aquel sonido nos saca de nuestras cavilaciones y ambas dirigimos las miradas a la responsable. Se trata de una joven a la que me es imposible no admirar con detenimiento, ya que encuentro algo familiar en su expresión afligida y sus ojos verdes melancólicos.

La aludida toma una bocanada de aire y finge una sonrisa.

—Está jugando con Emma. —Marina señala los juegos—. ¿Otra vez volvió a salir de la escuela?

Mi atención se mueve a los niños. Ahora me doy cuenta de que David se ve mucho más grande que Emma.

—Este niño me va a volver loca. —Marina enreda los dedos en sus cabellos, despeinándolos—. ¡David Meléndez, ven aquí inmediatamente! —exclama con fuerza.

Me sorprende lo afinado que es su grito, pero me detengo más en el hecho de que su apellido sea idéntico al que nos había dicho Mati que usa Tina Meyer ahora que está fuera del espectáculo.

«Solo es una coincidencia», me repito.

El niño se levanta de un salto del suelo, se sacude los pantalones y, asustado, corre a donde se encuentra su madre.

—Una disculpa por todo este espectáculo —se dirige a mí. Doy un respingo y bebo mi café, quitándole importancia—. Soy Martina Meléndez, ¿y tú?

Abro los ojos con sorpresa. ¡El nombre es idéntico!

—Es Danna Hernández, la vocalista de la banda de Ian —responde Marina por mí.

Le extiendo mi mano a Martina para que ambas nos demos un apretón. Se obnubila ante mi gesto, pero responde mi saludo. Es ahora cuando comprendo a Seb y a Emma, porque la lengua se me ha congelado y me es imposible coordinar mi cerebro con lo que deseo proferir.

Los niños llegan corriendo a donde estamos nosotras. David sonríe con nervios y se rasca la nuca mientras su madre cruza los brazos y lo acusa con la mirada.

—Ya te dije que, si me tardo en llegar, te quedes esperándome dentro de la escuela —le reprocha a su hijo—. Solo me demoro los martes y jueves, aunque bien sabes que es porque estoy en clases de inglés.

—Tina, perdona que te interrumpa, pero ¿estás yendo al Centro de Enseñanza de Lenguas todavía? —pregunta Marina.

Sacudo la cabeza. Martina Meléndez, la que mencionó Mati, también estudiaba inglés en esa institución.

Únicamente tengo una manera de comprobar que ambas son la misma persona.

Saco con rapidez mi teléfono, me voy a contactos y busco el número que me pasó Matías aquella vez en el criadero de truchas. Lo había agregado, pero nunca marqué por creer que sería en exceso extraño que yo, una desconocida, la llamara para decirle que me cambió la vida.

Me es imposible detenerme porque necesito concluir con mi búsqueda. Debo preguntarle a Martina si canta y actúa todavía, si de verdad estuvo en aquel bar hace meses, y también deseo expresarle lo mucho que me ayudó cuando no era más que una niña asustada y que me devolvió la esperanza de que existiría un futuro más amable para mí.

Me muerdo el labio inferior, presiono el botón de llamada y cierro los ojos.

Al instante, algo comienza a vibrar dentro del bolso de la exactriz y cantante Tina Meyer.

¡Al fin la he encontrado!

¡Hola! ¿Qué tal este último capítulo antes del epílogo? 

¿Sabían que pronto existirá una historia sobre Tina en la que saldrán Seb y Dann?

¿Y sabían que la historia de Chris Miller (el pintor que menciona la psicóloga de Dann) está disponible y completa en Wattpad?

Es un Boylove de temática profesor y alumno 

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