Ecos de un umbral desconocido - PARTE 1

Hoy me he despertado de nuevo con aquella maldita música que hace saltar de un disgusto al vacío a cualquiera que la oye. ¿Cómo es que alguien podría soportar tal nivel de intensidad día y noche? ¿Acaso no extrañaban la brisa del silencio? Admito que hace unos días no me molestaba, incluso, era una bonita melodía que me llegaba desde lejos, apenas perceptible por mis ya deteriorados oídos.
Al principio, aquella música era casi inaudible, y recuerdo sentirme tan pesado, que algo hacía a mis pies arrastrarse sobre mi propia amargura, retorciendo la herida con cada paso. Pero, ¿debería decir... herida? Creo que jamás en mi vida había sentido en absoluto alguna cosa por alguien; ninguna motivación; siquiera un indicio de apego hacia otra persona.

A mi vida la sentía tan vacía, hasta que comencé a escuchar aquellos ecos imperceptibles. Podrás pensar que me estaba volviendo loco, pero yo sentí que me llamaban, sus palabras gritaban mi nombre: ¡Juan Carlos, Juan Carlos!  Sonaban día y noche. Llegué a desesperarme por entender qué querían decir, puesto que se presentaban como pequeñas ondas sonoras que vagaban por la vida sin rumbo ni sentido alguno, tal como yo.
Con el pasar de los días, el mensaje fue adquiriendo más fuerza. Los ecos ya no eran sondas indescifrables, aquello ya no parecía una psicofonía con algún mensaje encriptado bajo algún código paranormal que escapaba a nuestro entendimiento. El mensaje se oía aún más fuerte, con una melodía siniestra que penetraba mis sentidos y me hacía estremecer de pies a cabeza.

Conforme el tiempo transcurría taciturno, podía sentir una música aún más lúgubre, aún más nítida a mi percepción. Un reflejo musical de los desechos que rodean toda mi vida. Me obsesioné tanto con aquella asquerosa música, que comencé a preguntarme cómo es que alguien podía escuchar algo tan abominable, y peor aún: ¿cómo podrían aguantar semejante mierda por tantos días?
Esa maldita música se oía cada vez más fuerte, mi obsesión era tan grande, que incluso le abrí las puertas de mi inconsciente, dejando que invadiera mis sueños, convirtiéndolos en absolutas pesadillas vívidas.

Anoche no pude moverme, me desperté envuelto en el manto asfixiante de la oscuridad. Puedo jurar que la radio se encendió, y comenzó a tocar aquella maldita música del infierno. Intenté moverme de todas las maneras posibles, incluso traté de escapar de mi propio cuerpo, mas no pude. En la oscuridad de mi habitación, pude observar la silueta de un niño, con unos ojos enormes; su mirada era muy penetrante, tanto que sentía mi corazón atravesado por ella. Sentí mucho miedo, no obstante, no podía hacer nada. No pude moverme ni aunque llorara con sinceridad por primera vez en mi vida. Siempre creí que llorar era de idiotas, mi forma de afrontar la vida era a carcajadas, incluso... en situaciones horribles. Yo siempre me reía, a un punto tal de desenmascarar mi costado más controversial.

No recuerdo cuánto tiempo pasé paralizado, pero sí me acuerdo de aquella música que evocaba a la mismísima muerte. Parecía la propia marcha fúnebre tocada justo a un lado del lecho donde reposaba. Aquella siniestra música, era acompañada de una voz sombría y desgarradora, que de momentos se distorsionaba al compás que el mismo Satanás parecía manipular. Empero, por lo que pude atisbar de la lírica, tenía una conclusión: era una especie de himno cantado en latín, del que pude descifrar tan sólo algunas palabras, entre ellas, mors venit.


Me levanté exaltado de mi cama al recuperar de a poco el movimiento de mi cuerpo. Recuerdo que al hacerlo, sentía un calor abrasador que contaminaba mi cuerpo, y unos aullidos horrendos que me transmitían su dolor, en cada grito, las llamas parecían consumir los despojos de esperanza que les quedaban, así como a mí. Sentía llamas consumiéndome, justo antes de recobrar los sentidos por completo, y darme cuenta que en aquella habitación no había nadie más que mi alma a esta altura errante y sin propósito. No había niño, pero sí aquella maldita música, y esas palabras guturales en latín que retumbaban en mi cabeza. Necesitaba descifrar qué querían decir.

La horrenda melodía se oía por todo el barrio hasta el punto en que parecía provenir de todas partes. Pude percibir algunos extractos más de las frases provenientes de aquella voz horrorosa y cruel que cada vez sentía menos lejana de mí. Quod malum anima est, aeternum in infernis ardebit, retumbaba de forma incesante por todos lados. Aquella aterradora proclama, parecía un recital del averno, colado de alguna forma en nuestra propia dimensión. ¡Ya no era normal! Mis oídos sangraban con la distorsión de cada compás, al extremo de protegerlos de un río de sangre que se me escurría por las manos, y dejaba tras de sí, un camino escarlata de oscuridad y sosiego.
Non diutius puer innocentes, velit sanguinem lamentum. Ya no lo soportaba más, aquel cántico me estaba desgarrando por dentro. ¿Acaso ya había enloquecido? La pérfida voz continuaba recitando sin cesar; inalcanzable; sin un suspiro de aliento a su tono melancólico; sin un ápice de piedad o conciencia de la turbación que provocaba su cantilena: Anima venenatis cremari culpa, reductat aeternaliter.
Debía buscar el significado de aquellas frases recitadas del averno. Todo indicaba que eran un mal augurio que tenía que descifrar, o seguiría volviéndome más loco de lo que ya me sentía. Mi cabeza estallaba con aquella interminable música, mas aún con mis manos ensangrentadas —y titubeando entre el miedo y lo poco que sentía que me quedaba de cordura—, me armé de valor para traducir algunas frases.


"La muerte viene por ti.
El alma del verdugo;
En el infierno arderá.
...
La criatura ya no es inocente;

desea lágrimas de sangre.
El alma envenenada se consume en la culpa;
reviviéndola eternamente."

¿Acaso se trataba de una maldición? No sé cómo mi cabeza pudo siquiera haber concebido esa insólita idea. Tal vez... solo era un rito pagano, y sería absurdo que estuviera dirigido hacia mí. ¿Por qué me dejé afectar por todo esto? ¡Fui un idiota! Quien quiera que estuviera recitando aquellas palabras, estaba equivocado: ¡jamás me había sentido más vivo! Ya no me sentía tan pesado como antes, de hecho, creí haber dejado una mochila de culpas atrás. En definitiva, eso no era para mí. ¿Por qué lo sería? Lo único que pude haber hecho, fue por el más puro amor. Por lo tanto, si de algo estuviera envenenada mi alma, era de amor. Cuán estúpida puede ser la culpa a veces, y cuán patética también. ¿De qué me serviría estar traduciendo frases del latín de una música que no tenía que ver conmigo, cuando podría estar descansando para recuperarme del mal sueño que tuve? ¡Era eso! Me faltaban horas de descanso. Esas horas que me tenían prisionero frente a un computador, intentando descifrar un código y temblando de un miedo completamente irracional. Mis carcajadas no demoraron en hacer acto de presencia ante tal patético papel que estaba ejecutando. Vistiéndose con sus mejores lentejuelas blanquecinas, se asomaron en una sonrisa enfermiza que no hizo más que acentuar la espiral de locura en la que de forma evidente, me estaba hundiendo.

Pensaba que unas horas más de sueño, serían el remedio a mi tormento, pero lo único que conseguía, era oír con mayor claridad aquella música, y permanecer en mi lecho profundamente entumecido. Caro tua pati cibum, quae passus quod, seguía recitando esa maldita voz melancólica, con cada palabra me desgarraba por dentro. Venite ad vindictam sentiunt, pronunciaba aquella voz con tal fervor que parecía reventar los límites físicos de las tres dimensiones. Junto a ella, sentí unos pasos acercándose por la puerta, que detuvieron por un segundo el tránsito de mi sangre. Furiis infernalibus descensum aeternum, continuaba recitando aquella voz, mas ya no era melancólica. Su tono emanaba ira, y sus frases horripilantes podían acariciar el sudor frío que recorría mi frente al percatarme de la presencia de aquel niño que vi con anterioridad entrando a mi habitación. Caro tua pati cibum, quae passus quod, gritaba con furia mientras se acercaba a mi cama. Todo mi espíritu permanecía petrificado entre mis sábanas, las cuales se humedecían con el sudor intenso y helado que brotaba por mi piel. Jamás sentí tanto miedo en mi vida, lo juro. Estaba convencido de que era un sueño lúcido... había oído hablar de estas cosas antes, pero no las creía hasta ahora que lo vivía en carne propia.
No recuerdo cuándo le perdí el rastro a aquel niño oscuro, quien su rostro aún ocultaba de mí, empero, pude sentir su presencia ante el dolor insoportable al que comenzaba a someterme. Era una tortura inhumana; lo que sentía no podía plasmarse solo en palabras. Mi alma mortificada pudo reconocer cada una de las infinitésimas estrellas que se le presentaban en una décima de segundo. El suplicio era tan agonizante, que sentí mi alma desprenderse por completo de mi propio cuerpo, y observarme con pena desde el vacío. No podría describir cómo lo supe, aún así, mi conciencia se amplió al punto de saber con exactitud lo que aquellas palabras me decían a gritos. Como si el dolor me hiciera regresar algún recuerdo olvidado de una antigua vida, mientras en ésta, mis dedos eran cercenados por unas tenazas frías, sin compasión alguna.

"Tu carne sufrirá;
Lo que él padeció.
Siente a la venganza;
Venir por ti.
...
La furia desciende en el infierno;
Por toda la eternidad."

Aquellas palabras recitaba el niño con furia mientras dejaba mis pies y manos sin dedos, y a mi alma arrastrándose por el suelo. Dejando tras de sí toda su dignidad, y el rastro del miedo; de la impunidad; de la incomprensión. ¿Cómo podía caber tanta maldad en un niño tan pequeño? ¿Quién había sido tan cruel de criarlo así, con tanta falta de misericordia?
Me di la vuelta para observarlo, su mirada gigante —como un par de faroles incandescentes en llamas—, irradiaba una furia impresionante, mientras seguía gritando en latín aquellas palabras que parecían condenarme. Mirarlo me quemaba, oírlo gritar me rompía el alma en pedazos. Ese niño me daba escalofríos, solo quería huir de él. Aún así, tenía que arrastrarme hacia la puerta e intentar abrirla con las pocas fuerzas que me quedaban. Intentar girar el pomo de la puerta era una odisea en la que ni el mismo Homero se hubiera embarcado. Lo único que conseguí, fue bañarlo con mi propia sangre, que eran limpiadas por mis lágrimas. Aquel tétrico niño parecía regocijarse al verme arrodillado frente a la salida, luchando por mi vida con los restos que me quedaban de manos, aquellas de las que él sus dedos mutiló. ¿Acaso estaba viviendo un mal sueño? Todo esto no podía ser cierto, mas, el dolor se sentía tan real, todo era tan vívido que me acojonaba.

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