7. Costumbres

Puerto Cruz era de esas ciudades mágicas que atraía a propios y extraños a recorrer sus calles, visitar sus establecimientos, nadar en sus playas. El solo ver el ancho mar a través de los ventanales de las hosterías, les aportaba una paz inefable.

Aquella localidad costera tenía un efecto hechizante en ciertos turistas que la visitaban; para los ansiosos sociales, poner un pie en la ciudad, en busca de diversión y otros placeres, era como adentrarse en la tierra de los lotófagos.

En uno de los hoteles, distribuidos a lo largo del malecón, cierto personaje observaba desde el corredor de la habitación el movimiento nocturno de la ciudad. El ir y venir de la gente, la música de los bares, lo tenían fuera de balance. Prefería mil veces la farra a las obligaciones por cumplir.

El hombre de aspecto rechoncho y bajito, bebía la última cerveza del sixpack que había comprado en la recepción del hotel, otras seis latas reposaban sobre la mesita de la sala. De sorbo en sorbo, las ideas, en lugar de aclararse, se enredaron más. La cita con su novia le había generado ansiedad, y la llamada que llegó después, exigiéndole una plata que no tenía, le quitó la poca paz que aún conservaba.

A todo eso se había sumado su trabajo. Si bien la empresa le otorgó una semana de vacaciones ante la supuesta luna de miel, estas fueron suspendidas porque alguien le fue con el chisme a su jefe. La palanca de ser amigo del hijo del dueño no sirvió de nada. No solo debía lidiar con la decepción de haber perdido unas vacaciones gratuitas, también con lo que su novia le fuera a decir. Varios escenarios cruzaron por su mente: el dinero que adeudaba, una nueva fecha de matrimonio...

Un quinto intento matrimonial, caviló. No conocía a nadie más insistente en casarse que Estela. Apenas cumplieron el año de novios, ella inició una cruzada personal para llevarlo al altar. En cuanto llegaron las primeras señales, una alarma saltó en él, y hubiera salido corriendo de no ser porque en esas fechas surgió algo que se ajustaba a la perfección dentro de sus planes.

Solo debía aguantar un año más. Una vez casados, lo que anhelaba estaría a un toque de las manos. Y no tenía que ver con intimar con Estela, ni siquiera obligado podía estar con ella. Había razones que le impedían revelar su desinterés sexual.

Regresó al dormitorio, desganado. Para fortuna de él, sus padres habían salido a hacer unas compras; agradecía tenerlos lejos, aunque sea unas horas. No estaba de ánimos para soportar querellas maritales.

Dio el último trago de cerveza, aplastó la lata y la arrojó al cesto de basura. Observó las prendas encima de la cama, no le apetecía en lo más mínimo hablar con su novia; le atraía más largarse de fiesta a uno de los tantos bares que bordeaban la costa.

El solo pensamiento de visitar la casa de los Rojas le suponía un gran esfuerzo. Ninguno de ellos lo quería y no se esmeraban en ocultarlo. Ingratos. Debían agradecer que Estela hubiera encontrado un hombre con la paciencia para aguantarla. Les gustara o no, en breve sería parte de la familia.

Claro que las expectativas de Fluver no estaban en sintonía con los designios del universo; como los lectores ya habrán notado.

Largó un profundo suspiro y procedió a vestirse. Tuvo inconvenientes con la ropa: las mangas de la camiseta le constriñeron los brazos; el pantalón se atascó en los muslos, negándose a subir un milímetro más. Se rascó la cabeza, extrañado, las prendas se habían encogido. Sopesó la idea de que su madre las metió en la secadora, no había otra explicación, porque gordo no estaba.

Abrió el cajón del armario y sacó otra vestimenta, la que usaba en épocas festivas, por el asunto de subir de peso, aunque ese no era el caso, porque gordo no estaba. Lo siguiente fue un peinado engominado y perfume en el cuerpo; lanzó un guiño a la imagen que le devolvió el espejo.

—Claramente ando en línea —se dijo así mismo, mirándose de perfil—. La culpa es de la secadora, porque gordo no estoy.

Se deleitó en su apariencia. Su prima le comentó de las similitudes que compartía con el dios Hefesto; debía ser cierto, dado que se cargaba un porte divino. Fluver ignoraba que la comparación fue una mofa, la chica sabía que él no tenía el mínimo atisbo de mitología, y que desconocía que Hera había arrojado a su hijo del Olimpo por feo.

Al recordar esa conversación, deslizó el dedo en el celular para buscar al mentado dios griego, pero al ver la hora en la pantalla desistió de la idea.

—Otro día busco al tal Hefesto. —Guardó el dispositivo en el bolsillo del pantalón.

Unas voces se oyeron en los exteriores de la habitación. La puerta se abrió y los padres de Fluver aparecieron enfrascados en una discusión. Pilar le hacía fuertes reclamos a Afrodisio, o, posiblemente, se estaba desquitando con él del enojo que le causaron terceras personas.

—¡Treinta minutos esperando por una tostada y un batido! No sé para qué ponen negocios si no tienen personal para atender a la clientela —refunfuñó la mujer.

—Pilar, entiende que había mucha gente en el local, es lógico que se demoraran. Además, te recuerdo que la mesera nos dijo el tiempo que tardaría en llegar nuestro pedido.

—¡Sí, pero había gente que llegó después y a ellos les sirvieron primero! —Golpeó el mesón de la cocina para enfatizar su disgusto—. ¡Los demás que esperen! Lindo, ¿no?

—Esos pedidos eran para llevar, ¿acaso no te diste cuenta de los motorizados que hacían cola afuera del establecimiento? Los delivery tienen prioridad. —Aclaró Afrodisio—. Te dije que pidiéramos para llevar, pero no, a la señora se le antojó comer en el restaurante y luego hacerme quedar en vergüenza como siempre.

—¿O sea que me quedaba callada? ¡Yo no soy así, me conoces!

—Sí, te conozco. Y aún así continúo llevándote a comer fuera, consciente de lo malcriada que eres con la gente que nos atiende.

—¡Un momento, Afrodisio, para ahí! —exclamó Pilar, irritada por la acusación de su esposo—. Digo las cosas como son, que es distinto. El cliente siempre tiene la razón.

Afrodisio optó por no responder, reñir con su mujer era meterse en una espiral sin fin, de la cual solo obtenía un dolor de cabeza y ningún resultado positivo. Cerró los ojos y exhaló un largo suspiro.

Pilar al ver que su marido dejó de darle pelea, compuso una mueca de triunfo por haber dicho la última palabra.

Fluver observó la discusión como un espectador al otro lado del televisor. Entornó los ojos, las peleas de sus padres eran una constante diaria. Su madre tenía un mal genio, cualquier cosa la enojaba, y dependiendo de quien estaba cerca, este se convertía en el objeto en el cual arrojar su furia, siendo, la mayoría de veces, su esposo.

Afrodisio era un caso perdido, la costumbre de tantos años de matrimonio lo llevaba a aguantar los tratos displicentes de Pilar. El hombre prefería caminar sobre espinas, beber de aguas amargas al peso de la soledad, que con la vejez se volvía más difícil de soportar. La pareja desempeñaba gustosa el papel de verdugo y víctima.

Fluver, a diferencia de su padre, no bajaba los brazos, y menos aún recibía las balas como un mártir. Las discusiones entre madre e hijo eran memorables.

—¿A dónde vas? —preguntó Pilar. El foco de atención se centró en Fluver—. Te recuerdo que a las diez salimos a Manta.

—Voy a casa de Estela, tenemos un asunto que tratar.

—¿Un asunto? ¿Una nueva fecha de boda, será? Qué chica tan persistente, bueno, la soltería empuja —dijo en tono malicioso.

—Pilar, no opines de lo que no sabes —criticó Afrodisio. Intuía una nueva discusión, pero esta vez con Fluver.

La aludida le lanzó una mirada asesina. Afrodisio la miró de reojo, dio la vuelta, agarró el control de la tele y puso el canal de deportes. Esperaba que esa acción lo ayudara a escaquearse de otra pelea.

—Claro, después que matas al tigre, le tienes miedo al cuero.

—Miedo no, pero contigo es gastar pólvora en gallinazos —rebatió él—. ¿Cuándo vas a dejar de meterte dónde no te llaman y opinar de asuntos en los que no tienes vela? Lo que hagan Fluver y Estela les incumbe solo a ellos.

—¡Me meto, sí, porque soy la madre de Fluver! —contraatacó Pilar—. ¡Tú no me vas a decir lo que tengo que hacer!

—¿Quieren calmarse? —Fluver se frotó las sienes—. Me están provocando un dolor de cabeza. —La petición pasó desapercibida por los gritos de los padres.

—¡No es necesario! Siempre haces lo que te da la gana. Pobre de Estela si ingresa a esta familia. Ojalá el universo lo siga evitando —arrojó Afrodisio.

—¡Papá! ¿Me echas la sal, precisamente tú? —protestó Fluver, indignado.

—Lo siento si no te gustó lo que dije —respondió el padre—. Estela va a sufrir a tu lado. ¿Necesito enumerar las razones?, porque parece que lo olvidaste: todos los fines de semana te vas de juerga y bebes hasta perder la conciencia; fumas como una chimenea; eres desordenado; un...

—Ya... ya entendí —siseó Fluver—. Estela sabe cómo soy, y me acepta. Es lo que importa, ¿no?

—Pobre chica, la compadezco. Aunque seas mi hijo, tú no mereces a una mujer como Estela. Deberías olvidarte de ese matrimonio y dejarla ser feliz con alguien que sí la valore.

—A ver, Afrodisio, ¿no acabas de decir que no me meta donde no me llaman y que no opine de asuntos en los que no tengo vela? —Pilar recapituló las palabras de su marido—. ¿Y ahora tú haces lo mismo? En fin, la hipocresía.

—¡Basta los dos! —bramó Fluver, perdiendo la paciencia—. Me voy a casa de Estela. No te preocupes, mamá, volveré antes de la hora.

—Eso espero. No olvides que tenemos que estar en el aeropuerto antes de las doce de la noche. Prometí recoger a tu tía, y no le podemos quedar mal.

—¿Mi tía se va a quedar en el hotel con nosotros? —indagó—. ¿Le dijiste que están fumigando la casa?

—Ella se va a quedar con tu prima, ¿ya lo olvidaste? —contestó molesta—. Tampoco la recibiría, dado que ya no tenemos empleada, otra persona en la casa sería más trabajo para mí. Ustedes no ayudan en nada y todo lo tengo que hacer yo —dijo en tono de reproche.

—Mamá, nuestra situación económica actual ya no da para seguir pagando el sueldo de una empleada doméstica. Y tú no estás trabajando, lo lógico es que...

—¡¿Que la sirvienta sea yo?! ¿Eso quieres decir?

—No, mamá, lo que quiero decir... —Resopló, agobiado. Su madre tenía la habilidad de voltear las cosas. En otras circunstancias bregaría con ella hasta que uno saliera victorioso, pero en ese momento el tiempo apremiaba—. Estaré de vuelta antes de las diez. —Contempló a sus padres en actitud censuradora—. Espero que no se maten en mi ausencia.

Agarró las llaves del auto y la billetera. Ingresó al ascensor y apretó el botón de la planta baja del hotel. Fue al parqueadero a paso lento, el desgano era notorio.

Mientras conducía por la carretera, a la parte alta de la ciudad, fue mentalizándose para otra posible discusión en casa de los Rojas. Presintió que la conversación con Estela tenía que ver con algo más que una nueva fecha de matrimonio.



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