5. Un día diferente
El tan esperado día de la competencia había llegado. Comerciantes formales e informales, así como empresarios hoteleros, estaban a la expectativa de los ingresos que la carrera les generaría. Aquel evento era uno de los más importantes que se realizaban en la ciudad, porque ayudaría a reactivar la economía y turismo del cantón.
El gobierno municipal de Manta había puesto en marcha un minucioso plan de contingencia para recibir a los ciclistas. Varios accesos fueron cerrados por vehículos policiales. En las calles aledañas, agentes de tránsito controlaban el circuito y miembros de la Policía Nacional estaban a cargo de otras tareas de seguridad.
A unos doscientos metros del malecón, cerca al ingreso a la playa, se ubicaba la salida y llegada de los deportistas. En un gran marco rectangular se leía "El Gran Fondo Manta - 2022". Abajo del título, el reloj digital marcaba el tiempo transcurrido, indicativo de que la competencia había iniciado.
Desde muy temprano, el lugar se había llenado de ciclistas y personas aficionadas a ese deporte. Lo que impulsó las ventas de varios puestos de comida y de otros comercios.
Los miembros de la fundación Caritas felices no se daban a basto atendiendo las mesas. El improvisado restaurante que habían montado destacó por la decoración, normas de higiene y calidad de la comida. Pero lo que más atrajo la atención de los comensales, era la torta de bodas de tres pisos, la cual poco a poco fue descendiendo su tamaño. No solo lucía hermosa por fuera, su sabor era exquisito. ¿Quién se iba a negar a degustar un buffet y una torta nupcial de primera clase a un precio accesible?
—Estela, quiero darte las gracias por este donativo —dijo la representante de la fundación—. Aunque lamento las circunstancias en las que el buffet de tu boda llegó a nuestras manos.
—Nada que lamentar —respondió Estela. Al contrario, estoy feliz de que esta comida tenga un fin más altruista.
—Tienes un gran corazón. Las dos. —Agarró las manos de Estela y Leticia—. Lo que recaudemos nos servirá de mucho.
—Siempre es un placer ayudar, Julia —contestó Leticia con una sonrisa afable.
—¿A qué hora llegarán los primeros ciclistas? —Estela cambió de tema.
Leticia miró su reloj de mano. Eran las nueve y quince de la mañana.
— A la una de la tarde arribará el primer pelotón, según lo que decía el diario. La asistencia de aficionados y turistas se duplicará para esa hora.
—Si las ventas continúan bien, habremos acabado todo antes de la una —exclamó Julia, contenta.
—Yo me haré cargo de atraer a más clientela. Los ocho semestres que cursé en la carrera de marketing no fue tiempo perdido —Estela sonrió, segura de lograr su objetivo.
Estela empezó a vocear a los transeúntes. Las tácticas publicitarias surtieron efecto, casi todas las mesas fueron ocupadas. La joven estaba feliz de poder ayudar.
Quien no estaba muy contento, era un vendedor de dulces y snacks. No le agradaba que el puesto de la Fundación estuviera frente al suyo.
—Fundación... bonita forma de enmascarar su engaño. —La voz tenía un matiz hostil—. Por encima se nota que no están necesitados de ayuda, basta ver el arreglo de su puesto. Hasta una modelo han traído —dijo en referencia a Estela—. ¿Qué clase de fundación se da el lujo de contratar una modelo?
—¿Qué le pasa, señor? Esta fundación existe, la puede buscar en internet —refutó Estela, enojada—. Y no soy modelo, estoy aquí ayudando, igual que los demás.
—Soy Julia Medina, representante de la fundación —intervino Julia. No permitiría que nadie manchara el nombre de la organización—. Le puedo asegurar que esto no es un engaño. Nosotros ayudamos a madres y a niños de bajos recursos.
—Eso no es garantía de nada. No serían los primeros en suplantar un nombre para luego aprovecharse de la buena voluntad de la gente, y al resto quitarnos ventas.
—No discutan con este sujeto. No le debemos explicaciones —siseó Leticia, reprimiendo las ganas de pegarle con el cucharón que tenía en la mano—. Con que nosotros sepamos que esto es algo honrado, es suficiente.
—¿Honrado? Lo que quieren es enriquecerse rápido, sin hacer ningún esfuerzo. —El hombre siguió con su ataque—. La gente pobre y honrada como nosotros, vamos despacio.
—¿Sabe qué, señor? Súbase a una tortuga y váyase a la mierda despacito —profirió Estela, harta de las impertinencias de ese hombre.
Los comensales y la gente que se detuvo a ver el enfrentamiento, soltaron una carcajada por el ingenio de la mujer. No solo lo había insultado, se había burlado de él de una forma inteligente.
—¿Qué está pasando aquí? —El bullicio atrajo a un agente municipal.
Las voces cesaron ante el tono autoritario.
Estela, junto con su mamá y Julia, comunicaron lo sucedido. El agente solicitó los permisos de funcionamiento de ambos puestos, cuando verificó todo, procedió a dar su veredicto.
—Le aclaro que usted no es el dueño de esta área. —Se dirigió al comerciante en tono severo—. El Municipio está a cargo de la administración. A estas personas, igual que usted, les fue dado un permiso especial para que colocaran sus puestos en el malecón. Si continúa con sus ataques o hace algo que entorpezca la tranquilidad y seguridad del evento, tendré que revocar su permiso. Usted decide.
—Todo bien, agente —dijo el vendedor, retrocediendo como un cangrejo a su hueco de arena.
El funcionario volteó la vista a las mujeres, con un semblante diferente.
—Ese tipo suele ser problemático con todos los que considera competencia para su negocio. Está vetado, no sé cómo consiguió un permiso municipal. Si vuelve a causarles problemas, me llaman. Estaré dando vueltas por aquí.
—Gracias por echarnos una mano —agradeció Estela. No se le pasó por alto el atractivo del agente y la bonita sonrisa que les dio como despedida.
La gente que fue testigo de la actitud del comerciante, decidió no ir a su puesto ante la falta de solidaridad que este mostró.
El tiempo siguió avanzando, mucha de la comida se había vendido. Del pastel de bodas ya solo quedaba el primer piso. A pesar de las buenas ventas que estaban teniendo, Estela no pudo evitar mirar con tristeza que gente desconocida degustara lo que fue el banquete de su boda. Se recompuso al pensar que todo era por una buena causa.
En el poco tiempo que tuvo de descanso, se dedicó a admirar el océano. Observó a gaviotas y alcatraces surcar el cielo prístino, para luego caer en picada al mar, a la caza de algún pez. Detuvo la vista en las olas que morían en la arena; su mente se perdió en nostalgias y recuerdos.
Tan absorta estaba en sus pensamientos, que no oyó una voz que la llamaba con enojo y reproche.
—¿Se puede saber por qué estás vestida así? ¡Estela! —exclamó Fluver, indignado por la ropa de su prometida. Desde su perspectiva, el short corto y la blusa escotada, era impropio para una señorita como ella—. ¡Estela, no me ignores! —insistió.
Ella reaccionó en el segundo llamado.
—Fluver... ¿dijiste algo?
—Tu ropa.
—¿Qué pasa con mi ropa? —La expresión serena de Estela cambió a un gesto adusto—. Está haciendo un calor intenso, no iba a venir con jean y una camiseta. Hasta tú traes ropa fresca.
—¿Es que no te das cuenta cómo te miran los hombres?
Estela ladeó la vista por los alrededores.
—No veo a nadie mirándome de forma lasciva. —Llevó las manos a la cintura en actitud desafiante—. Mi forma de vestir no está a discusión, Fluver. Pensé que te había quedado claro.
—¿Pasa algo? —Leticia dejó lo que estaba haciendo en cuanto se percató del reclamo que Fluver le hacía a su hija.
—Aquí mi prometido dándome consejos de moda —respondió. Regresó la mirada a Fluver y dijo—: Ya que estás aquí, toma, atiende las mesas. —Le entregó su delantal—. Iré al mostrador a ayudar a Julia con las cuentas.
—¿Atender mesas? No puedo... tengo que volver al hotel a terminar mi trabajo.
—Si no vas a ayudar, entonces no estorbes —intervino Leticia. Sacudió la mano como si estuviera espantando una mosca.
—Doña Leti, no se enoje.
La anciana hizo como si no lo escuchara. Se alejó hacia una de las mesas, no estaba de humor para tolerar las jangadas de Fluver.
—A parte de criticar el cómo estoy vestida, ¿qué otro motivo te trajo aquí? —Estela le quitó el delantal sin ninguna delicadeza—. Dudo que sea porque me extrañas, dado que desde ayer no he recibido ninguna llamada tuya y tampoco has respondido los mensajes que te envié.
—Tenía el celular apagado. Sabes que lo hago para no ser interrumpido mientras trabajo —respondió él—. Fui a buscarte a tu casa para invitarte a desayunar y me dijeron que estabas aquí con tu mamá.
—Gracias por la invitación, pero ya desayuné.
—Yo aún no desayuno —Compuso una mueca famélica—. ¿Me puedes servir algo? —Tomó asiento en una de las sillas vacías.
—Está bien. Ya te traigo tu pedido. —Minutos después, Estela llegó con un filete de carne en salsa de champiñones, papas al horno y una guarnición de verduras.
—¿Y el arroz? ¿Por qué mi plato no tiene arroz como los demás? —señaló a la gente de las otras mesas.
—El arroz que están comiendo esas personas lo hizo la fundación —aclaró—. Este plato es del buffet, venía sin arroz. Pensé que querrías probarlo.
—Bueno, sí. ¿Pero no puedes traerme arroz también?
Estela levantó el plato, molesta. Estaba llegando al límite de su paciencia.
—No te enojes, mi amor —dijo él, al verla marcharse con mala cara.
—Aquí está tu arroz. —Volvió con el plato y el añadido extra.
Fluver abrió los ojos con sorpresa. Estela le había puesto una montaña de arroz encima de las otras cosas.
—Son seis dólares. —Sacó una libreta del bolsillo del delantal para anotar la venta.
—¿Me vas a cobrar? —Enarcó las cejas sorprendido.
—Obvio, ¿creíste que sería gratis? La venta de esta comida es para recaudar fondos. —Extendió la mano, exigiendo el pago.
—¿Tienes cambio de veinte dólares? —Sacó un billete de su pantalón, asumiendo que no comería gratis.
—No tengo cambio —respondió ella, agarrando el billete—. La gente de la fundación agradecerá que dones la diferencia.
Fluver iba a protestar pero Estela se lo impidió.
—En la noche ve a mi casa. Tenemos que hablar de algo importante. —Se marchó a atender otras mesas.
Esas últimas palabras ocasionaron que Fluver no disfrutara de su comida. La incertidumbre lo dejó en vilo. Quiso hablar con ella para que le adelantara alguna cosa, pero debido al incremento de gente, no pudo hacerlo.
En la zona de El Aromo, un grupo de diez ciclistas pedaleaban a un ritmo moderado. Se habían anotado en la ruta corta de 70 kilómetros y no en la carrera general que superaba el doble de distancia. No eran deportistas de élite, ganar no estaba dentro de sus pretensiones, sino hacer un buen tiempo. Participaban por recreación, pero aún así, se esmeraban por dar lo mejor en cada competencia en que se inscribían.
—¡Cuesta! ¡A darle con todo! —gritó el jefe de escuadra al divisar la pendiente unos kilómetros más adelante.
El resto de ciclistas, ante la advertencia del líder, se prepararon para lo que vendría: más esfuerzo, más pulsaciones y más cansancio.
—¡Vamos, no se rindan! —agregó el co-líder que iba unos metros por delante del líder.
Cuando la cuesta apareció, el líder estaba preparado para el esfuerzo que le supondría aquel ascenso. Como jefe del grupo, tenía una gran responsabilidad, sufría igual que el resto, pero no podía darse el lujo de darlo a notar o esto desmotivaría a sus compañeros.
Como aliciente, imaginó el momento en que cruzarían la meta, luego felicitándose mutuamente por el trabajo realizado. Y después, celebrando con un suculento festín para recuperar la energía perdida. Solo debían resistir los cuarenta kilómetros que los separaba de la línea de llegada.
Visualizar esas escenas fue una motivación para el ciclista. No obstante, de haber sabido que al cruzar la meta conocería a cierta mujer, hubiese sido un incentivo de sobra para que le metiera toda la caña a los pedales de su bicicleta.
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