II - Conexión

Si no lo hubiese estado buscando, lo más seguro es que la enfermera de turno, Rachel Varas, hubiera pasado por alto el tumulto tembloroso de huesos y piel que se encontraba acurrucado entre los asientos de espera y la maquina inactiva de café.

Era fácil perder la mata de pelo negro en la poca iluminación de aquel pasillo, sobre todo si se considera el piso de diseño monocromático.

Cuando los hermanos llegaron al hospital, y pese a lo que cualquiera pueda pensar, los ojos ancianos de Rachel prestaron más atención al rostro angustiado del adolescente mayor que el pequeño cuerpo en la camilla.

Su atención cambio rápidamente de foco, pero fue difícil borrar de su mente el rostro del primogénito de la familia Black, con sus ojos abiertos, su mirada perdida y su cuerpo, muy pequeño para un saludable adolescente de dieciocho años. Pero lo que más le impacto, fue la línea articulada, que cuál serpiente recorría el ojo y pómulo derecho del hermano mayor.

Rachel había visto muchas cosas en sus años de servicio, escenas desgarradoras que llegaban a los cuarteles de pediatría, largos llantos que salían de las salas de maternidad, miradas cansadas desde el pabellón de geriatría y la eterna angustia de las personas que esperaban, al igual que Miguel, las respuestas desde la sala de operaciones.

Si se sentía orgullosa de su trabajo, era principalmente por la capacidad que tenía para consolar o calmar a las personas que entraban por las antiguas puertas del hospital. Siempre tenía una palabra cálida o un gesto amable para tales almas atormentadas. O por lo menos, siempre supo que decir. Siempre. Hasta que vio a Miguel.

Su rostro, su forma de actuar, su mirada, su forma de hablar. Nada representaba al hermano mayor que uno esperaría ver en una situación así. Lo único que podía ver era a un niño perdido que tiene miedo de perderse en las oscuras sombras del inmenso mundo.

Pensó en varias formas de acercarse al cuerpo temblando junto a los asientos, una frase con la cual consolar a la pobre alma, algo que pudiera hacer para ayudar.

Observo el reloj. Una hora y veintiocho minutos.

Sabia por experiencia que la operación de Daniel tenía más posibilidades de fracasar que de resultar exitosa. Sabía que el tic-tac del reloj marcaba los pasos que daba ese niño hacia la luz final. Sabía que si Miguel le preguntaba ella no tendría corazón para mentirle.

Es por eso que sin hablarle al joven, se marcho.

Con una última mirada atravesó las puertas que separaban la sala de espera del pasillo sombrío en el que se encontraba.

Camino sin ver realmente hasta localizar el baño de servicios.

Se miro en el antiguo espejo, observando cómo los años habían hecho mellas en su alguna vez joven rostro, ahora solo mostraban la sabiduría de quien ha vivido mucho.

Tal vez por eso no era capaz de consolar a Miguel, tal vez ya estaba demasiado vieja para este trabajo.

O tal vez, la espeluznante verdad de ese niño que dependía de su hermano para vivir, hermano que ahora se encontraba en una estéril sala de operaciones, era demasiado dolorosa para que su viejo corazón pudiera soportarlo.

En la sala de espera, un anciano hombre esperaba abatido. Su cabello cano estaba enmarañado y su mirada perdida entre las arrugas de sus manos.

El comisario Edgard Black observo con ojos cansados la puerta de cristal y a la enfermera apesadumbrada que atravesaba estas.

Le dolía. Le apretaba el corazón el hecho de que niños tan jóvenes tuvieran que pasar por situaciones como estas.

Recordaba con la fuerte memoria entrenada con los años, la mirada de Miguel cuando atendió el caso de su madre. Recordaba la noche que paso en vela intentando encontrar las palabras para explicarle a un niño de diez años que su madre se había dormido y ya no despertaría más.

Sentía impotencia ante la vida misma. Una carga pesada se posaba sobre sus hombros. Siempre hubo rumores de que Julián, el padre de los niños, era agresivo. Más nunca salió nada en las evaluaciones psicológicas del departamento. Lucia, la madre de ambos se suicido con pastillas cuando Daniel tenía meses y Miguel casi nueve años.

Julián se jubilo a temprana edad para cuidar de sus hijos. Como un padre responsable, como un ejemplo a seguir, como un excelente actor.

Si solo hubiera expresado sus sospechas antes, indagado más en la extraña forma de actuar de su ex hermano de fuerza, tal vez, el pequeño Daniel no estaría en una fría cama de hospital.

Tal vez si se hubiera esforzado más la historia de estos magníficos muchachos no habría desembocado en este final.

Pero la triste realidad es que así es como el mundo afronta sus problemas; olvidando.

Olvidando a la madre muerta y al padre violento. Olvidando los antecedentes de alcoholismo y a los dos menores de edad. Olvidando que debajo de cada sonrisa se esconden cicatrices más profundas que la que un arma puede lograr.

En ese momento Miguel se volvía a sentar en aquella silla con la mancha parduzca. Rachel era llamada por un doctor y Edgard Observaba de manera perdida el triste avanzar del tiempo en un viejo reloj.

Al otro lado de la puerta, el reloj sobre la pared marco otro minuto más. Miguel podía sentir el frio arrastrarse por su espalda y las lagrimas defender una tras otra por su rostro.

Dos horas.

El tiempo marcado por el desesperante tic-tac solo servía para recordarse todos los sucesos que habían pasado.

La enfermera Varas había acudido dos veces intentando hablarle.

Ninguno de los dos intentos había funcionado.

Su cuerpo se encontraba encorvado sobre la silla, con las rodillas pegadas al pecho y los brazos rodeando estas. Como si de esa manera pudiera protegerse de todo daño que el mundo pudiera hacer.

Entre lágrimas, recuerdos, pensamientos lúgubres y tristes sonrisas, una plegaria hace tiempo olvidada escapo de su boca.

«Padre, sé que no merezco que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastara para sanarme»

¿Hace cuanto que no le pedía a Dios protección? ¿En qué momento se había comenzado a cerrar tanto en su vida que incluso había abandonado sus creencias?

El no merecía nada. No había cumplido su labor como hermano mayor. No fue capaz de proteger a su hermanito pequeño.

Pero tal vez si deseaba con todas sus fuerzas, Dios escucharía sus plegarias y le salvaría.

Tal vez Dios olvidaría que llevaba tiempo ignorándolo y simplemente le abriría los brazos y lo refugiaría en su regazo.

Porque no estaba rogando por él, rogaba por su hermano.

Miguel sabia, sabia como quien ha estado preparado durante mucho tiempo, esperando algo que de pronto esta por ocurrir, que si su hermano desaparecía, el también se iría.

La vida no tenía sentido y los recuerdos eran demasiado fuertes para soportarlos sin tener algo por lo que luchar.

«Padre, solo te pido que le salves»

El tic-tac seguía sonando, la luz del pabellón seguía encendida y su cuerpo temblaba ante el terror de su inminente futuro.

Si su hermano sobrevivía el sería mejor persona.

Le daría la infancia que este siempre mereció.

Le cuidaría sin dejarse engañar por sus propias fantasías de protección.

Incluso le compraría aquel tonto juego que a él tanto le gustaba.

Solo se tenía que salvar.

«Padre, protégele»

Y entre su plegaria, entre su lagrimas y sollozos contenidos, la luz del pabellón se apago.

En ese momento el reloj se detuvo, muy lejos de ahí el destino tomo la ficha de su tablero para hacer el movimiento definitivo.

Una mancha verde con salpicaduras rojas salió desde las grises puertas.

El aire se espeso y el corazón de Miguel se detuvo.

Lo siguiente podría darle la vida o matarlo.

Lo siguiente podría significar todo o nada.

Observo los ojos cansados del doctor y espero...espero y cuando estaba a punto de preguntar, el doctor le sonrió.

Bajo esa sonrisa se acumulaban años de experiencia y esperanza.

–Está vivo.

Y eso fue todo. El reloj reanudo su tic-tac, el destino puso su ficha derribando a los peones de la muerte y Miguel...él simplemente sonrió.

Porque a veces una sonrisa lo vale todo.

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