INTRODUCCIÓN. Satanás humano, año 326 A.C. Orgía de sangre y de sexo. ⛧
«Satán representa complacencia, en lugar de abstinencia».
La biblia satánica. Las nueve declaraciones satánicas.
Anton Szandor LaVey
(1930-1997).
Satanás se estremeció al escuchar a decenas de elefantes de guerra que barritaban en la zona donde acampaba el ejército enemigo. No era casualidad, sino que los entrenaban para inducir el pánico en los rivales y en las monturas. ¡Cómo serían que parecían los gritos de los muertos al ser frenados por Cancerbero cuando intentaban fugarse del Hades!
Le echó un vistazo a su espada como gesto de defensa. Se hallaba tan afilada que sería capaz de cercenar miles de cuerpos en un único corte. Y desprendía el olor metálico de la sangre, pues minutos antes y a escondidas había degollado a una doncella para ofrendar la vida y la virginidad a su amado Baal-zebub.
Pero en el presente conflicto toda prevención resultaba escasa, necesitaban emplear cada uno de los medios al alcance para resultar vencedores. Porque, a pesar de la fama y de las múltiples batallas victoriosas de quien los comandaba —Alejandro Magno— Satanás intuía que si no utilizaba medios mágicos morirían aplastados por las patas de los paquidermos del rey Poros o los arrojarían por los aires con las flexibles y las asesinas trompas.
Si bien era cierto que, gracias a la protección de su dios había sido testigo de la fundación de Atenas y que superaba los doscientos años, no era inmortal. Admitir su naturaleza perecedera y pedir ayuda no le restaba valentía ni lo convertía en un cobarde. Tenía por delante importantes labores y no le apetecía partir de este mundo de un modo tan estúpido, perdido detrás de las montañas interminables que integraban la cordillera del Hindu Kush. Y en la orilla de un río desbordado por los monzones que olía a huevo podrido y que se hallaba infestado de cocodrilos, de pitones gigantescas, de tigres y de simios de tamaño descomunal.
Así que Satanás caminó hasta el enorme baniano de raíces trenzadas. Depositó sobre un pequeño hueco el ídolo rojizo, que en una de las caras tenía esculpida la figura de Apofis.
Luego se arrodilló ante él y suplicó:
—¡Oh, Baal-zebub, mi dios, mi señor, mi todo! ¡Has conseguido que viva más allá de los límites humanos para honrarte y ahora necesito algo importante de ti! Sé que con tu regalo de ser guapo y por siempre joven ya he obtenido demasiado. ¡Pero permíteme esta noche ser tú, fundirme en tu poder, ser parte de ti! ¡Ayúdame a vencer al rey Poros!
No dudó en ningún momento de que pronto le respondería, pues siempre se materializaba después de sacrificarle una virgen. Y no se equivocaba. Apenas un segundo más tarde salió de la figura impregnada en sangre coagulada un humo denso y negro que olía a azufre y que parecía hecho con paja mojada y con betún.
—Tú siempre te mereces mi pronta respuesta, Satanás. —Baal-zebub lo envolvió como si fuese un manto protector, la voz salía desde el centro de la espesa humareda—. Pero ser parte de mí te traería inconvenientes. Significa probar un poder de tal magnitud que, a partir de ahí, todas las demás experiencias te resultarían mediocres y vacías. ¿Pasarías siglos de añoranza solo por unas pocas horas de ambrosía?
—¡Estoy dispuesto a lo que haga falta, oh, Baal-zebub! —Extasiado, movió de arriba abajo la cabeza—. El corazón me late, el cuerpo me sangra y sé que no podré continuar con mi servicio hacia ti porque por culpa de Alejandro Magno moriré esta noche. ¡Lo presiento en el crujido de mis huesos!
—Y no te equivocas, mi querido acólito, pues así está dispuesto por el enemigo del cielo: ha enviado ángeles camuflados entre los adversarios —encolerizado, bramó su dios—. Has sido sabio al convocarme porque de lo contrario hoy sería tu último día sobre la Tierra.
—Dime lo que tengo que hacer, entonces, pues el único motivo de mi existencia es cumplir tu voluntad. —Y Satanás contempló la nube azabache con amor.
—Abre la boca y permite que te llene —le solicitó al momento—. Hoy cambiaremos el destino que Yahveh ha dispuesto para ti. ¡Engañaremos también a las Moiras y a todos los dioses del universo!
Satanás se levantó del suelo y se irguió lo máximo que su estatura le permitía. Luego abrió la boca y se entregó, confiado, a Baal-zebub... Y la totalidad del oscuro humo se le introdujo por allí. De modo paulatino el hombre aumentó de tamaño y el cuerpo adquirió más vigor. Los músculos de los brazos y de las piernas se le inflaron y desbordaron la túnica griega masculina que llevaba puesta. Se estiró igual que un tigre antes de atacar y acomodó los huesos, los tendones, la cabeza. A medida que crujían sentía cómo su dios colonizaba hasta la más ínfima célula. Y que este se sentía tan cómodo como si estuviera en casa.
—¡Empecemos! —exclamó Baal-zebub a viva voz.
Quitaron la espada del receptáculo de cuero y apuntaron a las estrellas para burlarse de quien regía el Universo. Corrieron hasta la orilla del río Hidaspes sin que los centinelas los advirtieran, amparados por las múltiples sombras de la noche sin luna.
—Camina por el agua —le susurró Baal-zebub.
Y Satanás, sin considerar siquiera que esto era imposible, dio un paso dentro del río y a continuación otro. Comprobó que, en efecto, no se hundía en el frío líquido. Podía marchar e incluso correr sobre la superficie similar a la de un espejo de cobre bien pulido. Le daba la impresión de que la habían untado en aceite con aroma a bambú.
Al llegar al tramo medio de la corriente, saltaron sobre la isleta. Avanzaron a la máxima velocidad encima de ella y volvieron a brincar sobre el agua. Después de veinte minutos llegaron a la orilla donde se hallaba el ejército del rey de Paura.
Uno de los vigilantes gritó para advertir a los demás de la invasión. Y ambos sonrieron con deleite. Anhelaban escuchar el sonido de los huesos al romperse con violencia y olfatear el perfume de las vísceras, de los fluidos corporales, de las gotas de sangre. Pero el rey Poros solo envió un pequeño destacamento comandado por su hijo y que apenas lo integraban algunos carros y la caballería.
Solo les dieron tiempo de chillar, la afilada espada de Satanás los cercenó de uno en uno para gozar más. El último en morir fue el primogénito del rey, justo quien sería su verdugo si Baal-zebub no lo hubiera asistido.
—¡Son todos nuestros! —Las voces del poseso y del dios se superponían, aunque saliesen de las mismas cuerdas vocales, mientras orientaban el rostro hacia el infinito y sonaban igual que los aullidos de los lobos cuando atacaban a sus presas en manada—. ¡Temblad!
Y a velocidad sobrehumana se desplazaron hacia el campamento de Poros e hicieron estragos. Ellos dos —unidos— tomaron por sorpresa a los guerreros y a los ángeles. Impidieron, así, que la posterior hazaña de Alejandro fuese reseñable.
—¡Hemos terminado! —anunció Baal-zebub mientras limpiaba la sangre de la cara de Satanás—. Debemos dejarles algo de diversión al resto para que con el paso del tiempo los historiadores se recreen al contar esta batalla.
—¿Saldrás ahora mismo de mí, oh, Gran Dios? —Satanás le preguntó, entristecido, pues odiaba la mera idea de volver a convertirse en un simple mortal.
—¡Por supuesto que no, mi querido amigo! —Y Baal-zebub se rio a carcajadas—. ¡Ahora nos queda la mejor parte, festejar nuestro triunfo!
Se esfumaron del campamento enemigo y se materializaron en el interior de una jaima de cuero capaz de albergar a cien personas. Dentro había numerosas pieles de tigre de Bengala y centenares de suaves cojines en los colores del arcoíris. Y en el medio destacaba un trono de oro en el que aparecía repujado Apofis. Se sentaron allí.
—¡Empecemos por lo más interesante! —exclamó Baal-zebub y palmeó con fuerza.
De inmediato las diez mujeres más hermosas que Satanás hubiese visto entraron en la sala. Las había rubias, pelirrojas, morenas. Un par tenían la piel tan oscura que lanzaban destellos de ébano al reflejar el fuego y las velas que calentaban e iluminaban la estancia.
—No son mujeres, son demonios... Y todas me pertenecen —se vanaglorió Baal-zebub—. Como comprenderás, la belleza de mis chicas no es de este mundo. Y tienen un apetito insaciable, pero conmigo dentro de ti podrás satisfacerlas con tu otra espada. —Dirigió la mirada a la entrepierna de su acólito y se rio—. ¡Hoy gozarás de mi harén!
A Satanás le subió un calor húmedo por dentro al escuchar la promesa, pues se percató de que el honor recibido era mayor del que merecía. Y sintió una explosión de alegría cuando todas las diablesas se colocaron frente al trono y danzaron al son de una música que provenía del techo. Resultaba inusitado, como poco, porque allí nadie tañía las liras o soplaba las flautas, aunque no se distrajo con este detalle porque las faldas de las túnicas griegas femeninas se abrían y le permitían apreciar los muslos bien formados. Deseaba embestirlas con su rígido falo de una en una, pero su dios lo retenía para dilatar el instante y que el placer fuese mayor.
Una de las morenas —de nombre Astarot— le sonrió. Pero no lo tocó, sino que se acercó a la pelirroja que bailaba al lado. Y, con la mirada clavada en él, la besó. Profundizó el contacto y le lamió a su compañera los labios. Con los sentidos agudizados, Satanás suspiró e inhaló el perfume a gardenias que ellas desprendían.
Astarot le efectuó un guiño y desanudó el lazo del hombro derecho de su momentánea pareja para exhibir los puntiagudos y abundantes pechos. Luego le sonrió con picardía a Satanás y se llenó la boca con uno de ellos. Después lamió el otro y él lanzó un audible suspiro, ya que sufría una placentera tortura al mantenerse en el trono sin unirse a la diversión. Observaba, ávido, cómo le masajeaba la aureola mediante movimientos circulares que realizaba con la punta de la lengua.
Intentó ponerse de pie para arrojarse sobre las diablesas y poseerlas, pero Baal-zebub lo contuvo:
—¡Aguanta, hazlas esperar, que se derritan por ti! No te precipites, pues son tuyas. El máximo placer de ellas es servirte en calidad de esclavas.
Como Satanás nunca había hecho el amor con tan mágicas criaturas pensó que, tal vez, explotaría en una nube de azufre a causa de la fogosidad contenida.
Baal-zebub no creyó que esto fuera posible porque se burló:
—¡Seguro que resistes! ¡Demuéstrales quién manda!
—¡No soporto el dolor en la entrepierna! —Satanás bajó los párpados, como si le hiriese verlas.
—¡Claro que lo soportarás! —Baal-zebub se carcajeó—. ¡Podrás con ellas! Pero seré magnánimo contigo. ¡Se terminó la espera, quítate la ropa! —Se desnudó a velocidad de vértigo—. ¡Hagámoslas felices!
Y se acercaron a Astarot y la poseyeron. La acometían con una pasión desenfrenada, como si no existiese un mañana. El sonido de los cuerpos al entrechocar retumbaba en la sala y generaba una brisa que hacía mover las puertas de cuero. La subían y la bajaban igual que si fuese una pluma.
Todas se entregaron a él, pues en comunión con Baal-zebub Satanás era capaz de cualquier gesta. Desde caminar sobre la superficie del agua y vencer al enemigo o de llevar al clímax a diez exigentes diablesas sin tomar un pequeño descanso entre una y otra.
Pero cuando la mañana estaba muy avanzada la experiencia llegó a su fin. Y el denso humo negro salió de Satanás a través de la boca, del mismo modo pausado en el que había entrado. El mortal —en éxtasis— se desmoronó sobre el suelo.
—Hoy has probado las mieles de lo que significa que seamos uno solo. Ya ves, fiel servidor, que deseo recompensarte por tus servicios, tengo mucha fe en ti. Sigue así y algún día lo que hoy has gozado lo tendrás por toda la eternidad.
—¿Algún día? —Reptó hacia la nube azabache y extendió la mano para acariciarla—. ¡Oh, Baal-zebub, gracias por el honor que me concedes!... ¿Por qué lo haces?
—Porque mi esencia está inconclusa, me falta una parte humana. ¿Quién mejor que tú para completarme? —le explicó, conscientes ambos del honor que le confería.
—¿Y cómo sabré cuándo es el momento? —inquirió Satanás, ansioso.
—Recorre todos los oráculos del mundo conocido —le informó, la niebla perdía densidad—. Cuando en uno de ellos te hablen de las hermanas de distinta madre, empieza a buscarlas y yo te guiaré. ¡Y no te olvides de matar a la pitonisa! Su sangre será mi ofrenda.
Al desaparecer el dios, Satanás supo cuál sería su próximo objetivo: regresar a Grecia, su hogar. Para ello les susurraría a los generales de Alejandro Magno acerca de las mieles que se perdían al internarse en este continente alejado de las manos de los dioses. Y lograría que se amotinaran contra él. Sería sencillo, solo expresaría la verdad, puesto que se hallaban agotados después de ocho años de interminables batallas.
Y pondría en práctica el plan b para precipitar los acontecimientos. Vertería veneno en la copa del rey macedonio y aceleraría su partida hacia el Hades. Se lo merecía, pues se colgaría los honores de la hazaña que había acometido en comunión con Baal-zebub.
https://youtu.be/J0KpseN9AjE
https://youtu.be/F3UyVvbDX1M
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