Capítulo 26. Esa no soy yo. ⛧

«Cada verso es un infierno. Cada palabra es una lengua de fuego».

La biblia satánica.

Anton Szandor LaVey

(1930-1997).

Brooke se despertó y le costó abrir los ojos, le daba la impresión de que se los habían pegado con el adhesivo más fuerte del mundo. Se detuvo unos segundos porque le taladraron la cabeza y la colmaron de inquietud las imágenes pornográficas de la madrugada mientras —plano a plano— hacía el amor con Asmodeus, con Mary y con Stan.

     Se puso roja como un tomate al rememorar los acontecimientos. Y cómo se había convertido en una marioneta de sus deseos, pues sin ningún ápice de pudor había permitido que la rebajaran a la categoría de un simple trozo de carne. Pero más que el hecho de que la habían despersonalizado, lo que le preocupaba era que no le gustaban las mujeres, y, pese a esto, cuando Asmodeus le había solicitado que le diese placer con la lengua a su amiga hasta que se corriera lo había complacido sin titubear. ¿Cómo había sido capaz de explorarle el cuerpo con tanto frenesí? Se ruborizaba tan solo de pensarlo. ¡¿Y cómo había podido hacerla llegar al clímax con la ayuda de Stan?!

     Encima, no entendía por qué se había enloquecido al observar en primera línea cómo los dos hombres habían poseído a Mary al mismo tiempo. Se avergonzó porque les había prodigado audaces caricias para estimularlos más y les había sugerido ideas acerca de posiciones y otras desfachateces similares.

     El único y patético consuelo que le quedaba radicaba que en medio de la inconsciencia del erotismo había tenido el buen sentido de no permitir que se desfogaran así con su cuerpo. Pero solo por miedo a que la lastimasen, porque no había puesto ningún reparo moral a que lo hicieran de uno en uno. Lo peor era que le había encantado porque la habían hecho sentir tan poderosa como la bruja más bella y más malvada de un cuento de hadas.

     «¡Yo no soy así!», pensó Brooke con ganas de llorar a mares. «¡Por favor, Dios, ayúdame a que regrese mi sentido común! Insegura, estiró el brazo hacia el costado derecho y luego hacia el izquierdo... Y, por fortuna, no palpó ningún cuerpo desnudo. Una vez más iniciaba un nuevo día en total soledad, aunque en esta oportunidad lo agradecía porque tenía demasiado en lo que reflexionar. Primero debía indagar dentro de sí acerca de por qué se había comportado de esta manera tan opuesta a su personalidad. Daba por hecho que la habían considerado demasiado reprimida y que seguían con el maratón sexual en otra habitación.

     Evocó la mañana anterior y de un salto se levantó. Se paró delante del espejo y se analizó. Varios hematomas de tamaño mediano le decoraban los brazos. Uno de ellos parecía una rosa con los pétalos abiertos en dirección al sol y le recordó a los carnosos y dulces labios vaginales de Mary. Lo palpó y notó que se asemejaba a un tatuaje recién hecho, pues en los bordes había una costra áspera al tacto.

     Se estudió con minuciosidad y advirtió que una multitud de equimosis le decoraban las caderas y la espalda. Además, le ardían los genitales a consecuencia de la fricción, ya que había perdido la cuenta de la cantidad de veces que la habían poseído y que la habían hecho llegar al orgasmo. Y le dolían músculos cuya existencia desconocía. «No hay duda de que me he dado varios revolcones», consideró mortificada.

     Era la primera ocasión —desde que vivían en la Tierra de los Mutantes— en la que el olor acre que impregnaba los aposentos y a ella misma le indicaban de modo indubitable que había tenido sexo. Y si bien lo había disfrutado durante la madrugada como si fuera la reina del Kama-Sutra, ahora le remordía la conciencia porque constataba que dentro de ella se ocultaba una extraña de gran oscuridad. Lo peor de todo había sido la actitud de Stan, que había fomentado la parte de sí que la había hecho comportarse como una yegua desbocada.

¡Brooke, te necesitamos! ¡Sálvanos, por favor!

     Escuchaba de nuevo la voz parecida a la de su madre, que iba acompañada de llantos y de quejidos. Omitió la ropa interior para acelerar la partida y se echó por encima un jersey y un pantalón a toda velocidad. Gracias al Cielo no había indicios de Thor por ningún lado.

     Abrió la puerta con precaución, igual que si fuese una ladrona. Escudriñó en ambos sentidos y constató que nadie montaba guardia. Recorrió la mansión sin encontrarse con ningún animal ni con ninguna persona. Era muy temprano —apenas las ocho y treinta— y todos dormían después de la bacanal generalizada.

     Una vez en el exterior —bajo el sol que le acariciaba el rostro y la deslumbraba con el matiz rojizo— caminó apurada. El resplandor emulaba las imágenes del apocalipsis que había en la iglesia a cuyos servicios solía asistir, por lo que aceleró el paso en dirección al punto cardinal desde donde provenían los gritos. Resultaba sencillo, las calles también se hallaban vacías, y se sentía la única persona sobre la faz del planeta después de un cataclismo como el que había causado la extinción de los dinosaurios. Incluso estaba desierto el edificio que el día anterior se hallaba repleto de gente.

     La sorprendió que en la puerta hubiese un cartel en letras de oro de gran calidad y que ponía:

Tribunal Superior del Tártaro.

     En las puertas y en las paredes exteriores habían colgado pancartas en las que se leía:

¡Astarot, ha llegado la hora de la justicia!

     Y también:

¡La venganza es nuestra, Astarot!

     Recordó a la hermosa mutante y su aura de peligro cuando intentó matarla en el London Eye. ¿La habían juzgado por lo que le había estado a punto de hacer o por cómo se había enfrentado a Stan? Porque su novio nada le había mencionado, pasaba de ella en todos los sentidos. Hasta el punto de que se cuestionaba si habían hecho el amor como una pareja normal desde que se hallaban allí o solo había jugado con su cerebro para que lo creyera. No volvería a justificar otra conducta imperdonable.

     A medida que avanzaba por la avenida y que superaba numerosas plazas adornadas con figuras humanas —cuyas poses parecían haber sido captadas en los últimos y agonizantes suspiros— el paisaje se hizo más agreste. Ahora no había edificaciones a ambos lados de la solitaria avenida, sino montañas que daban la sensación de haber sido perforadas por las manos de los gigantes o por los enormes pies de trolls.

     Brooke se detuvo durante algunos segundos para detectar algún nuevo sonido o una voz desgarrada que le indicase por dónde proseguir. Utilizó la lógica y comprendió que era imposible debido a la distancia que oyera las voces desde la mansión, pero vivía muchas experiencias reales que contradecían las leyes de la física.

¡Brooke, por aquí, ven! —Oyó de improviso de forma nítida y con mayor potencia.

     Caminó más rápido. Estuvo a punto de darse por vencida, metros después, cuando al finalizar la calle un descomunal fuego se interpuso entre ella y su objetivo. Consideró, al observar el lago incandescente y al olfatear los gases sulfurosos que despedía, que surgía del centro mismo de la tierra. El hedor era tan intenso que parecían quemarse dentro de él todos los elementos químicos de la tabla periódica. Y el calor resultaba insoportable porque le llegaba hasta los huesos. La recorrió un estremecimiento al considerar cuán sencillo sería dar un traspié y caer dentro. Se estremeció porque no se le ocurría una muerte más espantosa.

     Vio que hacia el oeste había una escalerilla plantada sobre la roca y que le serviría como vía de acceso a las cavernas. No tenía miedo de perderse porque no existía otra manera de continuar adelante. Al costado de los peldaños había cactus de todos los tamaños y de todas las especies, tal como si se encontrara en el más seco de los desiertos.

     Subió tanto que las estatuas con formas humanoides de la plaza más cercana se asemejaban a pulgas. No obstante, lo que más la impresionó fueron la cantidad de chillidos y de quejidos que se escuchaban, tantos que temía equivocarse al discriminar unos de otros. Pero la voz de su madre le acertaba directo al corazón como una flecha y supo enseguida en cuál cueva adentrarse.

     En el interior la humedad se le pegaba a la ropa y se mezclaba con la transpiración. Debía de haber una temperatura cercana a los cincuenta grados centígrados. Y, aunque las piernas le pesaban, avanzó por las musgosas salas excavadas en la piedra e iluminadas por antorchas, quizá con la intención de hacer más penosa la estadía en el lugar.

     Pisó algo viscoso. Al enfocar la vista en el suelo reparó en que millones de gusanos lo cubrían como si de una alfombra se tratase. Se retorcían con los enormes e hinchados cuerpos y algunos explotaban al ponerles los pies encima al caminar. De ellos salía un líquido gelatinoso de color verde. Olía a muertos y le causó las mismas náuseas de una embarazada.

     Distraída, a punto estuvo de tropezar con la ciclópea cola de una serpiente. Detuvo la pierna en el aire justo a tiempo. Se quedó en silencio, escondida en un pequeño hueco en la piedra. Cuando el reptil giró en la sala y regresó al túnel en el que se escondía, la rozó con las escamas y le produjo tal pánico que se quedó congelada. Al analizar la cabeza se percató de que era el mismo ejemplar que había intervenido a favor de Stan en el London Eye. Ni siquiera respiró por temor a que la descubriera, pues comprendió el extremo peligro que corría al ejercer de detective.

     Se mantuvo inmóvil media hora, hasta que dejó de oír el sonido del movimiento de las enormes anillas. Al final se animó a salir y caminó a través de las salas que se reproducían una a continuación de la otra como una pesadilla nocturna que nunca acababa. Cuando recorrió la enésima pudo observar cientos de mazmorras dentro de las cuales había personas con rostros cadavéricos, aterrorizados y que efectuaban gestos de dolor. Lucían heridas que les supuraban en las caras y en los cuerpos.

—¡Piedad! —le gritó uno de ellos al pasar delante: escrito a fuego sobre una roca decía «Joseph Black, traidor, mentiroso y sabandija inmunda».

     Pero no se detuvo a ayudarlo, primaba su propósito. Ni siquiera se paró cuando un individuo vestido de sacerdote —cuya celda lo identificaba como «Richard de Ledrede, obispo de Satanás»— le asió la blusa e intentó impedir que siguiese. Dio un tirón, la desgarró y avanzó. Porque aunque la angustia le cerraba la garganta, encontraría a su madre. Relegó a un segundo plano la pregunta de por qué había prisioneros en el interior de la montaña, aunque la palidez de los reclusos le indicaba que quizá experimentaban con ellos a imitación de los nazis.

     ¿Dónde quedaba, entonces, su novio, que por el trato que recibía del resto era el líder? Contuvo el escalofrío que la recorrió por completo a pesar del calor sofocante y puso la cara sobre el musgo de las paredes para refrescarse.

—¡Aquí, Brooke, mi amor! —exclamó su madre cerca de ella.

     Corrió hacia la prisión en la que se encontraba y aferró con fuerza los barrotes... Y se sorprendió al descubrir que también estaba su hermano. Ambos compartían la misma lividez de los demás cautivos.

     Se cogieron de las manos a través de los hierros de la celda, mientras las lágrimas se les deslizaban sin control. Luego los soltó, y, con furia, intentó mover la puerta. Pero era tan sólida como la de una prisión de máxima seguridad. Y, por más que la golpeó y la pateó, no consiguió abrirla. Buscó alrededor algún metal para hacer palanca. Pero, aparte de las piedras y de los gusanos, no había nada útil allí.

—No tenemos mucho tiempo, cariño —le advirtió Felicity, apenada—. ¡Estaba segura de que tú me escucharías!

—¿Y cómo sabías que me encontraba de visita aquí? —El cerebro de Brooke le trabajaba con lentitud debido al calor y al ajetreo sexual de la madrugada.

—Porque nos advirtieron de tu presencia mientras nos tortu... —Se detuvo como si no deseara preocuparla—. Porque la sangre es más fuerte que todo. ¡Una madre siempre es una madre! —Y volvieron a enredar las manos mientras lloraban amargamente—. Y, aunque ahora esté... —se calló, brusca, consideró qué decir y añadió—: Aunque ahora ya no esté contigo, esto no significa que me haya olvidado de ti.

     Le extrañó que su hermano permaneciera en silencio porque se notaba que intentaba expresarse y que no le salían las palabras. Pese a ello afirmaba con la cabeza cada vez que su progenitora hablaba, en tanto lagrimeaba igual que un bebé.

—¡Brooke, debes irte, olvida a ese monstruo! —le pidió la mujer con cara de súplica—. Si no lo haces pronto, luego no podrás salir. ¡Te consumirá!

—¡No me iré sin vosotros dos! —repuso ella, convencida—. Es una tontería que me lo pidas, pues he llegado hasta aquí atravesando mil peligros y no estoy dispuesta a irme con las manos vacías.

—Escucha, Brooke: aún estás a tiempo, este no es tu lugar. Todavía tienes muchos años por delante. —Había pánico en la mirada de su progenitora—. ¡Vete de aquí, aléjate de él! Quiero que sepas que no es lo que pare... —Pero no pudo continuar porque se abrió la puerta trasera de la jaula.

—¡Escóndete ahí, Brooke! —le rogó Felicity, aterrorizada, y señaló hacia una hendidura entre las paredes rocosas.

—No me... —Pero su madre volvió a indicarle el escondite.

—¡No hay tiempo, ve allí! —insistió, el horror se le reflejaba en el rostro.

     Brooke le hizo caso a regañadientes. Justo a tiempo porque dos hombres, que por el tamaño parecían gigantes, se acercaban a su familia. Tenían los cuerpos deformes y el olor de la transpiración de ambos llegaba hasta ella.

—¡Hora del castigo! —Ambos reían a carcajadas con voces tan grotescas como ellos—. ¡Lo mismo que hicisteis, lo mismo os toca!

     No se animó a detenerlos cuando los arrastraron hacia otra zona que quedaba oculta. Los lamentos y los llantos solo aumentaban la diversión de los carceleros. El alma de Brooke se resquebrajaba ante los gritos de dolor, pues ignoraba qué les hacían y qué era lo que causaba la felicidad y los resuellos excitados de los guardianes.

     Se sintió impotente y patética, igual que un diminuto gorrión que no se atrevía a enfrentarse al águila. Corrió hacia el exterior sin preocuparse por cómo explotaban los gusanos y le ensuciaban la ropa con la hedionda sustancia verde. Ni siquiera le prestó atención a la serpiente gigante, le daba igual si regresaba y la comía de un solo bocado. Corrió, corrió y corrió a lo largo del mismo camino. Y saltó por los peldaños de la estrecha escalera sin que la preocupara su seguridad. La única certeza que cargaba en el alma atormentada era que conocía al monstruo al que se refería su progenitora: Stan.

     En la primera fuente con la que tropezó se tiró de cabeza y se limpió a conciencia. Y después continuó con la escapada, pero al trote. Dejó atrás el fuego, el resto de las plazas, el tribunal y no se encontró a nadie que la frenara. No entró en el palacio, tampoco, sino que avanzó hacia donde el día anterior la había llevado Thor.

     El único rastro humano que encontró fue en el punto de control de Agares y de Yekum, que volvieron a saludarla como si la conocieran de toda la vida.

—¿Vienes a probar La sangre de Anubis? —la interrogó el primero y le efectuó un guiño cómplice.

—¿A que después de divertirte con Asmodeus ahora también sientes la necesidad de acostarte con nosotros? —Le sonrió Yekum, esperanzado—. Siempre que alguien está con él luego quiere más y más y no se sacia con nada.

—¿Y por qué pensáis que debería querer más? —Brooke disimuló el enfado que le producía que su noche de sexo descontrolado fuera de dominio público.

—Porque es el efecto que produce en todos... Deberías imitar a tu amiga Mary. Ella es generosa con nosotros y satisface a diario nuestras necesidades. Pero tú, Brooke, eres egoísta y deberías apreciar más la atención que te dedicamos. —Agares la observó con reproche—. Sois las únicas mujeres y todos creemos que estás siendo desconsiderada porque no nos permites desfogarnos contigo. ¿Por qué te niegas a compartir nuestras camas?

—¿Esta es La sangre de Anubis? —La venda se le caía de los ojos y se preguntaba cómo había podido ser tan ingenua, no era de extrañar que todos se rieran de ella.

—Sí, bébela y sabrás cuál es tu futuro. —Agares le entregó el pequeño frasco—. Si lo que te preocupa es que tu novio se moleste, quédate tranquila, estará encantado de compartirte. Si no nos crees indaga en este tema cuando estés en trance. —Y Brooke, irritada, bebió el contenido hasta el fondo y de un solo trago.

—¡Sí que lo quieres saber todo! —Yekum se carcajeó.

     Los ignoró porque la destrozaba la actitud de Stan. Y, aunque todavía lo amara con todo el corazón, debía admitir que ella le importaba menos que un pimiento. Comprendía —tarde— que su novio siempre había dado signos de que no le interesaba en absoluto. No solo eso, sino que había encarcelado a su madre y a su hermano y los mandaba torturar.

     Sin poder controlar el cuerpo, se cayó en el asiento. Los dos hombres la colocaron sobre ellos en una posición cómoda. Podía sentir cómo la recorrían con las manos. Le frotaban por encima del pantalón a la altura del monte de Venus, pero no le importó y abrió las piernas para que profundizasen las caricias. Reconoció, horrorizada, que anhelaba más y más.

—Tiene la ropa húmeda, me imagino que se habrá despertado en el jacuzzi. Puedo oler en ella el perfume de Asmodeus y me afecta —gimió Yekum, olfateaba como un sabueso.

—¡Cierto! Y también huelo el de la emperatriz. —Agares emitió un quejido y lo imitó—. Anteayer vino a mi habitación y me volvió loco.

—Yo he estado jugando con ellos esta madrugada y me ha costado horrores levantarme para hacer la guardia. —Yekum movió de arriba abajo la cabeza—. Pero Brooke no estaba. Al parecer les ponía límites a la hora de divertirse y montaron una segunda fiesta en la sala. Los que aún no nos habíamos ido nos lo pasamos genial. ¡Vaya festejo!

—¡Y yo durmiendo en casa! —Agares cogió un mechón del cabello femenino y aspiró con fuerza—. Espero que La sangre de Anubis le haga ver que no tiene sentido perderse los entretenimientos que hay en el Infierno. Está en pleno vuelo, ¿te parece bien que le quitemos la ropa para que no se resfríe? No le desagrada que la toquemos...

—¡Claro, hay que quitársela! —Yekum lo ayudó a desvestirla—. Los humanos suelen enfermarse enseguida.

—¡Uy, no lleva ropa interior y el perfume de Asmodeus y de la emperatriz es más fuerte! —se lamentó su compañero.

—Esta tía es un bellezón. —Yekum se hallaba tan fascinado que no sabía hacia dónde mirar—. ¡Y cuánto le gustan nuestras caricias!

     Si bien al principio Brooke oía la conversación desde la lejanía y notaba cómo la seducían, de improviso todo desapareció. Una fuerza la impulsó fuera de sí, e, ingrávida, flotó a la altura de los cactus más grandes.

     Vio —debajo— a una doble de sí misma situada al lado derecho de Mary. Mientras, Sheldon colocaba unas enormes coronas sobre las cabezas de su amiga y de Stan. Luego se reía en medio de una fiesta idéntica a la de la noche anterior. Iba de los brazos de un hombre a otro y los besaba en profundidad. Ellos se tomaban las libertades que les apetecía y Stan se carcajeaba porque se comportaba audaz y desinhibida.

     Observó, después, cómo acompañaba a Apofis y recorría las mazmorras con la gigantesca serpiente como si esta fuese su colega. Se detenía cada tanto para azotar a los prisioneros con látigos que les desgarraban las carnes hasta los huesos. Reparó, acto seguido, en cómo Stan alentaba a las masas y les pedía que se dejaran arrastrar por los instintos. Y les recordaba que hacer maldades no era una opción, sino una elección. Vio cómo su cuerpo desnudo se entremezclaba en orgías multitudinarias. «¡Esa no soy yo!», pensó, convencida. «¡Ni quiero serlo!»

      Al resistirse volvió a su cuerpo de golpe, igual que si realizase un aterrizaje forzoso con un avión. Abrió los ojos y admitió todas las realidades que antes se negaba a reconocer. Comprendió que Stan era el Mal Absoluto. Tal como decía su madre, se conducía igual que un monstruo.

     Su naturaleza maligna desencadenaba la perversión en los que giraban en torno a él. Y su máxima satisfacción consistía en degradarlos. Esto explicaba el comportamiento inusual de los compañeros de la academia cuando su novio estaba cerca, pues olvidaban cualquier pudor.

     Y entenderlo significó para Brooke una afrenta porque este engendro ni siquiera se había molestado en esconderlo. Stan Hell... Satanás Infierno. ¡¿Cómo podía seguir enamorada de semejante bestia?!




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