Capítulo 2. Aplacando la rebelión.⛧
«Satán representa todos los llamados "pecados", mientras lleven a la gratificación física, mental o emocional».
La biblia satánica. Las nueve declaraciones satánicas.
Anton Szandor LaVey
(1930-1997).
Este era el plan —tentar a Brooke Payton por el camino del Mal—, pero lo pospuso porque recibió un chivatazo del demonio Abezi-Thibod, el mismo que había luchado contra Moisés al poner en su contra al faraón.
Abezi, enfurecido, le comunicó que Gerberga intentaba ayudar a la bruja Danielle —a quien como represalia por sus intrigas había dejado varada en el Antiguo Egipto— y complotaba con otras de la misma calaña para traerla de regreso. Encima, Astarot había permanecido al lado de él y compartido el lecho con la única finalidad de notificar de sus movimientos a las desertoras. Se tomó muy en serio la advertencia del informante, pues había demostrado la capacidad para el espionaje en infinitas oportunidades.
Al analizar todas las aristas de la felonía de la cual era objeto lo embargó una furia tan intensa que decidió perseguirlas sin cuartel hasta debajo de cada piedra. Porque el día anterior justo estudiaba la posibilidad de darles un tiempo de reflexión y después proyectaba proponerles que volvieran al redil. Pero esta nueva traición lo desgarró de tal manera que la única idea que le cruzaba la mente era la de destruirlas. A la bruja incitadora no podía tocarle ni un pelo, pero a estas rebeldes sí. Las masacraría sin ninguna misericordia, aunque le imploraran perdón millones de veces en todas las lenguas vivas y en las muertas.
Así que Satanás cerró los ojos. Se concentró en las facetas de su yo y eligió las que más le convenían dadas las circunstancias. Permitió que salieran hacia el exterior las fuerzas oscuras del Duat y les pidió auxilio a las que obraban fuera de él y en la oscuridad. Su parte de Apofis —la enorme serpiente enemiga de Ra y que cada noche atacaba su barca solar— le salió de la boca en forma de humo negro como el carbón. Y olía a pescado en descomposición, a azufre y a papiros.
La neblina oscura ganó consistencia y se convirtió en un enorme reptil que respiraba, palpitaba y balanceaba la intrincada musculatura. Cuando se enroscaba y se desenroscaba los anillos producían un rugido similar al de las tripas de una persona famélica. Apofis efectuó una reverencia en señal de respeto, con lo que la escamosa y achatada cabeza se retorció. No honraba a Satanás, sino a sí misma. Lo evidenciaba el resplandor orgulloso de los gigantescos ojos de pupilas verticales —rojos como el pecado— y que destellaban encolerizados. Algo lógico, al fin y al cabo era parte de él. El aroma que ahora desprendía —una nueva combinación de tierra mojada, papiro, canela, albahaca, calamares en mal estado y merluza fresca— le inundó las fosas nasales e hizo suspirar a Satanás.
—Ya sabes qué hacer. —Le acarició el lomo rugoso—. Ve al Antiguo Egipto e impide las llamas que las brujas pretenden encender. Protege los acontecimientos que nos favorecen y que tienen que ocurrir, tal como acontecieron y sin desviarte de la línea recta... Si alguien altera el pasado y no nos afecta, déjalo correr. Hagamos trabajar horas forzadas a Dios, será una dulce revancha.
A partir de ahí el Diablo enfocó la atención en cazar a Gerberga y compañía. Debía impedir que se salieran con la suya. Según le había informado Abezi-Thibod, habían hechizado una moneda de oro macizo de la época del emperador Diocleciano, que trasladaría a Danielle al presente. Siguió el rastro y analizó los puntos temporales y los sitios en los que había despliegues de magia de esta extraordinaria magnitud. Y empezó a recorrerlos a velocidad mental. En la Antigua Grecia exploró los aromáticos bosques de abetos blancos, de carpes, de hayas y de robles de Troya y gritó sus desleales nombres uno a uno. Escrutó, de lejos, cómo en la batalla de las Termópilas las polis griegas lideradas por Esparta contenían en tierra el avance del Imperio Persa. Llenó los pulmones con el olor metálico de la sangre y los oídos con el entrechocar de las espadas y con los gritos de odio y de venganza eterna mientras extendía los brazos hacia el cielo para burlarse del Creador. No encontró a las brujas allí, pero se sintió realizado.
Las muy malditas —para despistarlo— saltaban de época en época. En un momento se hallaban en la Edad Media y se escondían detrás de un monje que portaba un estandarte y que caminaba en dirección a la primera cruzada. Y, luego, pegaban un salto hasta la Antigüedad Clásica y se materializaban en los oráculos más reputados y se escabullían entre los mármoles con perfume a incienso y a laurel que las protegían de su antena sobrenatural.
Incluso irrumpieron en la Revolución Francesa para que la fragancia de la pólvora, de los sueños frustrados, de las cabezas cortadas y de la sangre que regaba las calles le impidiera olfatearlas igual que un sabueso. Y siempre lo mantenían lejos del Antiguo Egipto. Esto era positivo, pues les imposibilitaba llevar los planes a buen término. Porque Satanás las buscaba y las rebuscaba para escarmentarlas y sin exteriorizar el más leve asomo de piedad.
Hasta que una mañana, escrito con la letra inmaculada de su examante y entre nubes que parecían copos de algodón, leyó en el cielo:
¡Oh, Satanás, Gran Rey! Reunámonos al ocaso en nuestro lugar mágico. Hablemos. Invoco el artículo 24 del Pacto.
Gerberga.
Lanzó un bufido y se sentó sobre una de las torres centrales de la Bastilla Saint-Antoine. Disfrutaba con las ansias de represalia de la multitud revolucionaria que la asediaba ese catorce de julio de mil setecientos ochenta y nueve. Y que, poco a poco, hacía caer las defensas. El júbilo lo embargó al apreciar que entraban como termitas y que a su paso lo destruían todo. Y más, todavía, cuando asesinaron al gobernador de la fortaleza. ¡Cuánto aborrecimiento, cuántos malos sentimientos! ¡Se encontraba en su salsa!
Respiró hondo y se atiborró con los pecados que se concentraban en el sitio. Esto le permitió que la rabia provocada por su antigua amante —al invocar el artículo veinticuatro— le escapase por la boca como si fuese el aire de un globo pinchado. La disposición acordada entre las fuerzas del Bien y del Mal establecía que cualquier exservidor se volvía intocable si su finalidad consistía en explicarse ante el jefe. También lo obligaba a parlamentar con Gerberga, le gustara o no. ¡No podía matarla, tal como anhelaba hacer con el mayor de los ímpetus! Deseaba torturarla para que se arrodillase, primero, y que sus huesos crujieran al ella oponerse. Y acto seguido quitarle la cabeza con un toque de magia, el castigo por ser la cabecilla de la rebelión junto con Danielle.
Cuando el sol se escondió detrás del horizonte, se presentó en las pequeñas cataratas conocidas como Dos hermanas, que se situaban en las cercanías de La Garganta del Diablo. Satanás escuchó los millones de gotas del río Iguazú que se estrellaban con fuerza y se sintió satisfecho, porque liberaban una energía similar a la que escondía él en el interior. Los coatíes chillaban mientras se alejaban a las corridas, espantados por su presencia; los loros maitaca y los monos caí permanecían en silencio por miedo a que se ensañara con ellos. Es más, la selva se paralizaba por temor a llamar su atención. Intentaba pasar desapercibida, eludir su espíritu destructivo.
—¡Aquí estás! —Gerberga lo analizó con rostro ansioso.
—Aquí estoy. —Fingió indiferencia al imitarla mientras por dentro le ardía una furia inmensa y demoledora—. ¿Qué quieres, hechicera? Habla.
Gerberga caminó hasta él con lentitud y le clavó la vista.
—A ti. —Le acarició el rostro con la mano—. Me agobia que me conviertas en tu enemiga cuando durante siglos lo hemos sido todo el uno para el otro.
—¿¡Que yo te he convertido!? —gritó Satanás, evitaba el contacto—. ¡Tú me engañaste! ¡Te pusiste del lado de esa maldita bruja sin que te importara nada más!
—Y tú me prometiste a las hijas de Danielle e intentaste matarlas —argumentó Gerberga y lo rozó con los abundantes senos—. Pero no deseo discutir.
—¿Y qué deseas, entonces? —Frunció el entrecejo—. Porque te recuerdo que has sido tú quien ha propuesto este encuentro.
—Deseo esto. —La hechicera le lamió los labios con la punta de la lengua—. No quiero hablar, las palabras nos separan...
Por la cabeza del Diablo pasaron millones de momentos. El asesinato de Gerberga hacía más de un milenio. Cómo Rotario —un sacerdote enamorado de ella— la había devuelto a la vida con la ayuda de los demonios que le había enviado. Cómo la hechicera lo había invocado e implorado vengarse de sus asesinos. Los siglos de lujuria y de sexo compartido.
Le costaba mantenerse indiferente, empero no deseaba que ella sospechara cuánto le había dolido su ingratitud. Aunque el cuerpo era traidor, anhelaba el contacto e iba por libre. Contradecía los pensamientos, la reconocía y la recibía con los brazos abiertos. «No seas tonto, ¿qué más da acostarnos otra vez?» le reprochaba. «Eres el emperador de la lujuria, el rey de la pasión, una madrugada de sexo no significa nada en absoluto para ti. Gerberga no se lo tomará como una rendición incondicional».
Por este motivo les dio rienda suelta a los instintos más primitivos. La empujó sobre la hierba sin ninguna contemplación y la aplastó con su peso. Y la hechicera permaneció en silencio y no se quejó, se notaba que también disfrutaba. El sonido y el aroma de Las dos hermanas le nublaron el cerebro, pues las gotas murmuraban palabras de amor y de erotismo. Y el perfume de las orquídeas salvajes, de los ibirá pytás, de los ceibos, de los lapachos amarillos los arropaba. La fragancia de la tierra húmeda y colorada como sangre fresca guardaba dentro de sí los colores encarnados del Infierno y lograban conmover sus moléculas. Todo le recordaba los momentos de calma salvaje que habían vivido en el pasado. Se dejó llevar sin control, ya que no le debía explicaciones a nadie ni sentía la necesidad de limitarse.
Pero al alba —cuando Gerberga se durmió agotada por la noche de lujuria— Satanás le lanzó una mirada de añoranza y desapareció en medio de una explosión con contundente olor a azufre, pues anhelaba seguir allí. ¿Qué le esperaba, después de todo? La deserción de sus mujeres, el Infierno revuelto, el desorden... la soledad. Por ahora se sentía en parte satisfecho. Gerberga le había prometido que no ayudaría a Danielle, así que podía continuar con los planes y dirigirse a su mansión de Londres para llevar a cabo la próxima jugada, la caída de Brooke Payton.
—Los humanos siempre van en parejas o en grupos —le explicó Satanás a Quasimodo al llegar a casa—. Tú tendrás que venir conmigo e ir a la universidad, serás mi amigo. ¡Y que no se te ocurra llamarme amo cuando estemos allí! Dime Stan, ese será mi nombre.
—¡¿Ir con usted a la universidad, amo?! —exclamó el demonio y palmeó feliz—. ¡Qué alegría!
—¡Que no me llames amo, atontado! —chilló Satanás y se llevó la mano a la frente—. ¡Recuerda, engendro, soy Stan! ¡Espabila de una buena vez, idiota!
—¡Stan, Stan, Stan! —rugió Quasimodo, tan contento que no le dolían los insultos—. ¡Estoy deseando ir a la universidad con usted, amo Stan!
El rey del Infierno volvió a golpearse la frente, resignado, reflexionaba si no era peor el remedio que la enfermedad. Quizá debería ir solo, ya que la actitud servil de Quasimodo podría conducir a que todo el mundo se alejara. Su servidor era un monstruo y se comportaba como un monstruo. ¿Acaso no sería lo más indicado dejarlo abajo para que le hiciese recados a algún demonio importante o para que se encargara de limpiar el palacio? Tal vez esta tarea le quedase demasiado grande, no estaba acostumbrado a socializar ni a fingir que socializaba.
—¡Estoy deseando ir con usted, Stan! —Aulló Quasimodo en medio del espasmo de alegría y la cara se le contrajo en un gesto espeluznante.
Al escuchar que pronunciaba el nombre inventado —una reducción del suyo propio— decidió darle una oportunidad.
—Pero no te creerás que te dejaré pasear por los pasillos con esa cara horrible. —Lo señaló, despreciativo—. Si lo hiciéramos sonarían las alarmas de emergencia, todos los alumnos huirían despavoridos y se aplastarían unos a otros por alejarse de ti. Tengo que darte, primero, una nueva apariencia.
Se acercó a Quasimodo. Le puso una palma sobre el rostro y otra sobre la espalda, justo donde se hallaba la joroba. Se concentró y bajó los párpados: el cambio fue instantáneo.
—¡No está nada mal! —murmuró en tanto contemplaba a su criado con detenimiento—. Ahora estás más decente. No llamarás tanto la atención como yo, no tienes mi guapura, pero me ha quedado muy bien.
Satanás se recreó en su obra. Se detuvo con minuciosidad y analizó la simetría actual de la cara de Quasimodo, los ojos grises brillantes, el cuerpo musculado. Y tuvo que reconocer que había realizado un trabajo excelente. ¡El horripilante engendro se había convertido en un hombre atractivo!
Lo empujó con suavidad hasta ponerlo delante del espejo barroco de la sala y le preguntó:
—¿Cómo te gustaría llamarte ahora, Quasimodo?
La voz era condescendiente, el asombro del demonio le hacía mucha gracia.
—Si me lo permite, amo Stan, me gustaría utilizar el nombre que me dieron mis padres cuando era humano. —Se acariciaba la piel como si le costara convencerse del cambio operado en él: se palpaba los párpados, la cabellera negra sedosa y se comportaba igual que los perritos cuando miraban su reflejo y no reconocían su imagen—. Sheldon.
—Muy bien, Sheldon, veo que estás satisfecho —en un despliegue de generosidad inusual en él, Satanás añadió—: Si te portas bien cuando nos encontremos allí y no me llamas amo ni una sola vez te prometo que este será tu cuerpo a partir de ahora. Si me ayudas a hacer que la chica caiga jamás te devolveré a tu estado anterior. Me resultas muy útil y deseo hacerte este regalo para demostrarte que sí progresas al efectuar tu trabajo.
En realidad esperaba que con esta promesa su sirviente se esmerara y que pusiese todo de su parte para que la tarea infernal saliera a pedir de boca.
—¿Y qué tengo que hacer ahora, Stan? —le preguntó Quasimodo, agradecido.
—Sentémonos en los sofás que te explico cuáles serán nuestros próximos pasos. —Satanás, entusiasmado, se frotó las manos.
Y no era para menos, se hallaba impaciente por presentarse ante Brooke Payton y martirizarla.
El salto Dos hermanas. Se sitúa en las cataratas del Iguazú y en las cercanías de La Garganta del Diablo.
Esta es la nueva apariencia de Quasimodo.
https://youtu.be/JPJjwHAIny4
https://youtu.be/1mDiqDgLWLI
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