✐ Q U I N C E ✉
Querida tú:
Mis visitas nocturnas a tu habitación no se detuvieron por varios días y aunque te notaba cada vez más apagada, lo disimulabas muy bien con tu sonrisa, además, en la oscuridad me era difícil notar realmente lo que te pasaba.
Todo eso, sin embargo, quedó en ceros cuando te vi a la luz del día. Fue en un centro comercial y fue mera casualidad. Mi madre y yo fuimos para comprar unos zapatos que ella necesitaba y te vimos a lo lejos con tu familia.
La imagen que me dabas era como la sombra fantasmal de quien alguna vez fuiste; estabas cabizbaja, pálida, tu cabello sin brillo ahora iba suelto a tu espalda. Llevabas una falda larga y un suéter que te tapaba completamente y aún así, se lograba ver la delgadez insana de sus extremidades.
Te observé con fijeza por tanto tiempo que lo notaste y miraste en mi dirección a varios metros; te saludé con la mano, mi madre también te vio y te sonrió. Resistí con demasiada voluntad el deseo de correr hacia ti y besarte frente a todos; te quería en mis brazos, aliviándote el mal aspecto. Tú cambiaste tu semblante al vernos pues una sonrisa iluminó en tus pálidos labios por un par de segundos hasta que tu padre notó que saludabas a las distancia y entonces nos miró.
Nos vio tanto a mamá como a mí con un desprecio infinito, luego te dedicó una mirada envenenada antes de tomarte del antebrazo y alejarte. Solo pude suponer lo malo que sería para él el que me saludaras y lamenté haberte visto en primer lugar porque eras tú quien iba a pagar las consecuencias.
No esperé ni un día y esa misma noche te visité; el solo acto de levantar la mano para abrir la ventana, mostraba tu malestar, estabas más marchita que unas horas atrás y mi corazón se rompió.
Casi no podías mover tus brazos, tu espalda estaba roja y había aún hilitos de sangre que chorreaban manchando la tela de tu pijama. Tu ojo tenía una cortadura en la derecha, tu labio inferior estaba hinchado y tenías una gran marca en las manos: las habías usado de escudo.
A pesar de tu estado, me sonreíste.
Tú, mi pequeña valiente, me consolaste a mí al notar cómo me laceró tu aspecto.
Me dolía verte así más que nada en el mundo pero de nuevo me dijiste esas dos traicioneras y mentirosas palabras: «estoy bien». No te creí pero no quise que me contaras detalles.
No puedes ni imaginar lo mucho que lloré cuando llegué a casa.
Mamá me escuchó y vino a buscar mi tranquilidad. Le pregunté si personas como tú y yo realmente estábamos malditas, le pregunté si debíamos estar arrepentidas por amar, le pregunté qué precio debían pagar por la felicidad personas como nosotras.
Me dijo que no había nada malo en ti ni en mí, que la única maldición que teníamos era tener que vivir con esas personas que hacían de la tierra un infierno, que amar no era un pecado sino una bendición, que debía aferrarme a lo bueno que dabas en mi vida, lo que yo daba a la tuya, y con más énfasis me pidió que luchara, que no me dejara vencer del odio, me dijo que diera batalla para que el enemigo no bailara sobre mis cenizas, que solamente tú y yo teníamos el poder de dejarlos ganar o no.
Así que decidí que ellos no iban a ganar y que iba a darlo todo por nosotras.
Seguí pendiente de ti, iba a tu colegio a la salida con la esperanza de que me vieras y supieras que no estabas sola. Solo pude verte en una ocasión aunque tú no me viste a mí; noté tu estado más demejorado que antes, el miedo era notorio en tus ademanes, mirabas a lado y lado, paranoica y mantenías la cabeza tan abajo que cualquiera diría que buscabas una fortuna en el suelo.
Esa noche fui a tu ventana de nuevo y una vez más con tu sonrisa me enamoraste; tus ojos ya no brillaban como antes pero esa sonrisa lograba iluminar mi mundo. Esa noche te pedí encender la luz unos minutos y aunque no quisiste al comienzo, accediste. El trayecto de la cama al interruptor de luz te resultó pesado, te vi cojeando aunque intentaste disimularlo.
A oscuras te veías bien pero yo con la luz prendida y de cerca, pude notar el kilo de maquillaje que usaste para tapar tus golpes durante el día. La impotencia me invadió como nunca antes y te besé con cuidado en cada área del cuerpo intacto.
Te propuse el plan más loco del universo conocido: te dije «huyamos», para mí esa era la única solución y estaba más que dispuesta a hacerlo. Mi mamá —compungida cuando le conté que te maltrataban— dijo que nos ayudaría a ocultarnos un mientras tú cumplías tu mayoría de edad, fingiendo que yo había huido contigo.
Solo faltaban cinco meses para que fueras mayor de edad y pudiéramos ser libres, para que tus padres no pudieran decidir por ti. Empezaríamos juntas desde abajo y de a poco alcanzaríamos los sueños más altos.
Solo eso: cinco meses.
Un par de noches después volví a tu casa para llevarte, para ocultarnos juntas y que nadie supiera nada. Yo estaba eufórica, esa sería nuestra primera noche lejos de todo, de los juicios, del odio, de tu familia... nos quedaríamos en un hostal económico por esos meses pues mi mamá debía fingir que no sabía de nosotras y luego volveríamos para retomar la vida juntas. La situación era compleja pero mi lado entusiasta solo podía disfrutar de la idea de cinco meses a solas contigo, solo tú y yo.
Sin embargo la serpiente que rige la vida, en uno de sus giros inesperados, de nuevo nos mordió la cola, envenenando el momento y matando esa ilusión.
Cuando llegué a tu ventana para llevarte, vi que tenía barrotes.
Me desesperé pero antes de que pudiera acercarme bien a tocar la ventana, la voz de tu madre desde tu habitación gritó que me largara, que si te quería al menos un poco, hiciera caso y me fuera, que yo era hija de Satanás y no podía verte. No me quise ni siquiera cuestionar cómo lo había descubierto pero era un hecho que los planes quedaban en nada.
Sabía lo que negarme a irme representaba para ti y por tu bien me fui a casa.
Dos veces se me había partido el alma ya al sentir que todo había acabado pero no me importaba, seguiría luchando hasta que Dios dijera basta, seguiría buscándote, amándote, deseando tu libertad a mi lado porque sabía desde el fondo de mi corazón de que tú querías lo mismo.
Cada latido de mi corazón te pertenecía, cada uno susurraba tu nombre y lo pronunciaba cada vez que bombeaba sangre. Eras más que un amor, eras mi vida y mi razón de ser. Mi oxígeno, mi todo, amor mío.
Te dejaron incomunicada, tu celular dejó de ser tuyo, un hombre te recogía del colegio para que no te entretuvieras a la salida con nadie, cercaron el jardín de tu casa, incluso dejaron de llevarte a misa. Iba cada domingo a la iglesia a la que tu familia asistía con la esperanza de verte así fuera en la lejanía pero ahí estaban todos menos tú.
Pasaron dos meses en que no dejé de pensar en ti. En las noches lloraba de saber que no te veía, en clases la imagen de tu sonrisa mezclada con el dolor de las circunstancias me impedían prestar atención.
Sin embargo, me quedaba una luz pequeñita de ilusión: en mi mente, el mismísimo día en que cumplieras los dieciocho años idearía una manera de sacarte de esa casa así fuera con policías o con bomberos. Mamá dijo que nos dejaría quedar en mi casa lo que necesitáramos. Esa era la esperanza que me mantenía en calma.
¿Sabes qué fue doloroso? Que con ese optimismo a flote no vi que mis perspectivas eran más coloridas porque no tenía las complicaciones alrededor. No pensé en el infierno que tú estabas pasando, ni siquiera se me cruzó por la mente que tú tuvieras otros planes ajenos a los míos. Quizás quise creer que con la magia del amor tú estarías enterada de mis planes y me esperarías; qué ilusa.
Iba a tu escuela casi todos los días queriendo verte dos segundos en la distancia. Ese viernes y logré ver parte de ti a lo lejos antes de que te subieras al auto con tu guardaespaldas.
Iba a irme ya a casa cuando una chica de tu clase se acercó y amablemente me dio una carta que traía tu nombre. Se la recibí con una sonrisa llorosa en la cara; no se me había ocurrido escribirte cartas y entonces al tener una tuya pensé en la excelente idea que era por la situación. Eras tan inteligente.
La dicha me duró lo que tardé llegando a casa para abrir la carta; en mi mente pensé que necesitaba un lugar tranquilo para poder absorber tus palabras con el corazón abierto, por eso me aguanté todo ese tiempo de camino.
Fue un gran error.
Me emocioné demasiado pronto.
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