⠀⠀⠀⠀⠀⠀━━━ : 𝐓𝐇𝐄 𝐒𝐓𝐑𝐎𝐍𝐆 𝐎𝐍𝐄 𝐏𝐑𝐄𝐋𝐔𝐃𝐄
━━━ ❛ MOMENTUM PRELUDE ❜ ━━━
⠀⠀⠀⠀⠀⠀Todo tiene un comienzo, ¿verdad?; un punto de partida, una historia de origen, un nacimiento. La primera vez que abriste los ojos, cuando aprendiste a caminar o cuando dijiste tus primeras palabras. Tal vez cuando descubriste lo aterradoras que son las tormentas, o que no soportas estar en la oscuridad. Quizás fue ese día en el que te caíste por primera vez, cuando comenzaste a sangrar y sentiste dolor. No todas las historias de origen son malas, pero tampoco significa que todas sean buenas. Tal vez ni siquiera recuerdes la tuya, porque estás muy acostumbrado al camino, tanto que no viste el principio y no vislumbras el final. Tal vez. O tal vez el origen no empezó contigo y solo acabaste siendo parte de él.
Pero todo el mundo dice que las madres saben mejor que nadie, aunque incluso las madres cometan errores —porque, claramente, ¿quién no lo hace? Los errores forman parte de un todo, de la existencia misma; es algo tan inevitable que nadie se encuentra exento de ellos. E incluso el número de personas que son capaces de redimirlos o superarlos es mucho más reducido.
Pero cometer un error es una cosa y otra muy diferente es condenar a alguien a raíz de ello. Cuando eso sucede, la culpa y el arrepentimiento pueden hacerte caer, la realización puede hacerte sentir como si estuvieras cayendo en un pozo oscuro. Si es que lo sientes.
¿Acaso Althea lo sentía?
Todo comenzó con ella, con la brillante luz dorada que la auroleaba, con su linaje maldito y sus milenios enteros de egoísmo y soberbia. Empezó con Olympia siendo dividida, con una tierra quebrada y un miedo lacerante. Con una hija perdida, un futuro en llamas y la posibilidad fatalista de perder una más. Empezó con una decisión mortal y un corazón roto.
La diosa de las almas sabía que el reloj estaba a punto de anunciar la hora, que su tiempo estaba terminando. Y mientras esperaba, con la vista fija a través del inmenso ventanal de sus aposentos, detrás de ella escuchaba con claridad una pequeña respiración acompasada y el tenue latido de un corazón diminuto. De manera distraída se llevó una mano al pecho y presionó, como si eso pudiera ayudarle a comprender el origen del dolor que carcomía su caja torácica entera.
Es la culpa, pensó para sus adentros de manera tortuosa. Todo era su culpa.
—¿Por qué? —murmuraron a unos cuantos pasos de distancia.
La rubia no sacó la vista de la ventana cuando respondió:
—Mis pecados solo deberían atormentarme a mí.
—¿Y lo hacen?
La reina de Asgard sacudió la cabeza lentamente de un lado a otro, con las manos juntadas de manera solemne enfrente de ella. A Althea le hastió la pregunta de Frigga, pero eso no la hacía menos certera. Suponía que se lo tenía merecido, después de todo, a esas alturas del partido todos se preguntaban lo mismo.
¿La situación la atormentaba? Claro que lo hacía, más que a nadie. Principalmente porque, al principio y con su primera hija, estaba segura por completo de que lo había hecho todo mal. Esa niña no la quería y menos la soportaba. Victoria había desarrollado un sentimiento de aversión y repele hacia ella desde que había alcanzado siete años de vida, y ahora que ni siquiera la veía, cuando finalmente pensó que tal vez podía empezar a hacer las cosas bien con esta nueva hija... Los fantasmas de quienes ella misma asesinó se alzaron y planearon barrer con todo a su paso. Al parecer, Althea, la dorada reina de Olympia, no tenía oportunidad alguna de empezar a hacer las cosas bien con sus hijas.
Ella no era buena para sus hijas, esa era la única verdad que conocía.
Frigga se relamió los labios con pesar mientras sus ojos recorrían la instancia detenidamente, moviendo los pies en una reacción casi involuntaria.
—Esto no la va a liberar, Althea —murmuró Frigga con aquella voz suya tan etérea—. A ninguna de las dos. ¿Por qué la trajiste de regreso? Todo lo que estás haciendo es alargar un hilo que de por sí ya está por reventarse. Y la otra...
—Crystal no es mi responsabilidad —la interrumpió con la voz ahogada. Finalmente se giró lejos de la ventana, y los brillantes ojos color topacio de la rubia se toparon con los azules de la asgardiana—: es de ustedes.
Frigga frunció los labios con contrariedad. Comenzaba a preguntarse cuánto más tendrían que lidiar con todo esto, sobretodo porque había albergado la mínima esperanza de que toda la devastación hubiera llegado a su fin cuando Hela y Cyrano fueron desterrados. Tal parecía que Asgard y Olympia estaban igual de condenados que sus gobernantes.
—La mandas lejos pero tú permaneces aquí —continuó diciendo—. ¿Qué pasará contigo? Victoria no tiene ni idea... —no fue capaz de terminar la pregunta.
Althea renegó. Levantó los dedos de su mano derecha y una serie de puntos refulgentes explotó en el aire, denotando la forma de un camino irregular. Algunos puntos eran claros, pero otros eran muy oscuros y desiguales. Eran altos y bajos.
—El tiempo se escribió hace mucho, solo soy su colaboradora. Lo ayudo a seguir su camino —contestó, desdibujando la línea dorada que había comenzado a expandirse entre ellas.
Frigga negó de forma imperceptible. Ella, que había sido criada por brujas, sabía perfectamente todo lo que tejía Althea de manera tan minuciosa. Comprendía el motivo detrás de su desesperación y también las erradicas decisiones que tomaba, aunque no las compartiera en absoluto. De los dos era su esposo, Odín, el que poseía mayor capacidad de convencimiento para con la rubia, y sin embargo él tampoco hacia mucho por orientarla mejor.
—Una madre nunca debería dejar a sus hijos —musitó Frigga una última vez, con la voz cargada de reproche.
Sin embargo, ninguna de las dos pudo reaccionar apropiadamente de nuevo. La puerta se abrió de manera ostentosa, un par de guardias reales de Olympia se hicieron a un lado y el Padre de Todo entró con la capa dorada moviéndose detrás de sí al caminar.
—Debería si no es buena para ellos —contestó estrechamente hacia su reina.
Frigga entrecerró los ojos y esbozó una tenue sonrisa tranquila hacia el hombre del parche.
—Si tú lo dices —concedió sin ánimo alguno de discrepar.
Althea observó cómo Frigga daba media vuelta y se marchaba, reparando en la niña antes de irse, y sintió algo muy parecido a la agonía quemar los bordes de su pecho.
Pero su expresión no se alteró ni por un instante, mucho menos cuando se recompuso y se volvió para encarar al hombre que ahora estaba con ella.
—¿Quién es? —quiso saber de inmediato.
Althea suspiró.
—Una mortal.
—¿Por una mortal descongelaste a Zafiro?
—La mantendrá a salvo.
—Todo esto es tu culpa —Odín la señaló—. Tu irresponsabilidad sobrepasó los límites, Althea. ¿Traer a otra hija al mundo cuando ni siquiera pudiste hacerte cargo de tu primogénita? ¿Sabiendo todo lo que te precede y lo que hiciste? Solo le estás poniendo pausa a una guerra inevitable y a un desenlace que no se puede cambiar. Tú lo sabes y yo también lo sé. Tus hermanos...
La rubia negó frenéticamente. Ella no era sus hermanos, ella no era Cyrano, mucho menos Amethyst. Ella tenía motivos para actuar de la manera en la que lo hacía, y probablemente su descendencia se encontrara en peligro y también por su culpa, pero estaba haciendo todo lo que tenía en sus manos para mantenerlas a salvo. Eso era mucho más de lo que Cyrano había pedido hacer con la suya, algo que Amethyst era incapaz de sentir porque estaba sola.
Ella no era sus hermanos, y nunca lo sería.
Desde el principio de los tiempos había contado con el apoyo del Padre de Todo, incluso cuando Olympia era más grande y no había caído, antes de que decidiera tomar decisiones arriesgadas e insensatas.
Incluso ahora, cuando ella misma lo había puesto todo en peligro al cometer un acto de traición a un ser despiadado y rencoroso, Odín también la había ayudado. Althea sabía todo lo que había hecho, sabía que había cometido muchísimos errores y que el más grande de todos había sido dejarse descubrir como la responsable de la desaparición de la Gema del Alma.
—Sé lo que estoy haciendo —contestó ella, apretando los dientes unos contra otros con dolor.
Odín alzó una ceja.
—Tratando de estirar un tiempo que no tienes —repuso con sequedad—. ¿Por qué lo hiciste, Althea? ¿Por qué tener otra hija en medio de todo este desastre? Lo único que conseguiste con eso es agregarte otro punto débil, y él te conoce muy bien. Te conoce mejor que nadie. Tú sabes que cuando el momento llegue, nosotros no estaremos aquí.
La pregunta resonó en su cabeza de manera repetitiva, aunque ella ya conocía la respuesta. Sacó la vista de encima del hombre y se movió cuidadosamente por la habitación, hasta llegar a la pequeña y brillante cuna dorada en la que reposaba la menor de sus hijas.
Althea deslizó los brazos en su interior y la sostuvo, juntó su mejilla con la suya y cerró los ojos momentáneamente. Una chispa de electricidad le recorrió la piel al hacerlo y cuando parpadeó, se encontró con unas largas pestañas siendo abatidas hacia arriba para dejar entrever un par de orbes azules. No eran topacio como los suyos o avellana como los de su hermana; estos tenían el color de un zafiro.
—Ella sería mi redención —susurró sin mirar hacia arriba—. Mi oportunidad de hacer las cosas bien...
—Y aún así lo único que hiciste fue condenarla a una vida ignorante.
Althea tragó saliva.
—Viniendo del hombre que tiene a su primogénita encerrada en el Hel —masculló entre dientes, con un ligero temblor en la voz—. El mismo hombre que se llevó al hijo de Laufey como una ofrenda de paz. El que dejó a una niña indefensa en manos de Layland para asegurarse que una guerra no tocara Asgard.
—Y no soy yo el que abandona a sus hijos, ¿o sí?
La diosa de las almas inspiró y sonrió con cansancio. No podía seguir estirando el tiempo, cuanto más pasara en esas tierras, más rápido podrían encontrarla.
—Victoria no quiere regresar a Asgard, no quiere dejar Midgard —continuó diciendo Odín.
—Ya lo sé.
—Tienes que hacerla regresar.
—Hace mucho tiempo aprendí a no ir contra la voluntad de Victoria, no le gusta que la manden. Hay que ser persuasivos —convino Althea en voz baja.
Odín apretó los labios.
—Victoria no debe saber que trajiste a su hermana de vuelta —le respondió de manera hosca—. Ya sabes lo que pasó la última vez que se tocó ese tema.
Una bocanada de aire volvió a escaparse de entre los labios de la rubia, solo para que después pudiera depositar un casto beso sobre la cabeza de su hija menor.
—Es hora —susurró.
Odín le dedicó una última mirada furibunda antes de salir de la habitación.
Los mismos guardias que anteriormente se habían movido para dejarla pasar ahora traían consigo a una mujer de cabello oscuro y ojos del mismo color. Althea la recordaba, recordaba el característico tono refulgente que tenía su alma y también la mirada apacible que adornaba su cara. La recordaba más aún porque Nadine Volkova era la causante de que su mejor soldado estuviera tan apegado a una tierra ajena como lo era Midgard. Pero ese era otro tema; la historia del soldado que se enamoró de la mortal no era uno que a ella personalmente le interesara demasiado y que, sin duda alguna, no iba a relatar.
Porque Nadine también recordaba algo. Recordaba haber despertado esa mañana tranquila, haber ido a visitar a sus padres y después, haberse encontrado con Max aunque ese no era un día habitual en el que habrían acordado verse. Lo recordaba a él como la razón por la que se alejó de su trabajo perverso y por la que decidió acercarse a sus padres nuevamente y distanciarse de su hermano. Lo recordaba como su salvación, y si él era todo eso para ella, lo menos que podía hacer era aceptar la petición que le hacía. Después de todo, ¿qué podría salir mal? Si tan solo era una niña...
Ella podía cuidarla, tenía los medios y también la habilidad. También podía quererla, pues por achaques del oficio no podría tener la suya propia. Ella podía hacer esto, porque ahora quería hacer las cosas bien, porque Max estaba con ella. Nadine podía, estaba segura de eso.
—Maximus te dará todas las indicaciones, Nadine —reiteró, tomando la conversación con ella dónde la había dejado horas antes. Puso la palma de su mano contra el rostro de su hija y los bordes de su pecho ardieron otra vez, lo que solo la hizo apresurarse a entregársela a la mujer de cabello oscuro—: Manténla a salvo —ordenó—. Enséñale, oriéntala. Es fuerte, Nadine, pero no la dejes saberlo.
Nadine asintió una sola vez, pero antes de que pudiera echarle un vistazo a la bebé sintió la leve presión de la mano de Althea contra su cuello. Se estremeció por el gélido tacto y se sorprendió aún más cuando algo del mismísimo color del oro y resplandeciente se abrió paso entre sus dedos, que luego fueron colocados en el cuello de la niña.
—¿Qué hace? —preguntó sin aliento.
Althea no la miró.
—Escondiéndola.
Nadine frunció el ceño sin comprenderlo, y se halló igual de confundida cuando, tras pasar los dedos por el cuello de su hija, una mancha oscura comenzó a dibujarse a tomar la forma de una línea muy fina. A la pelinegra le dio la impresión de que le hubiera quitado algo y se lo estuviera dando a ella.
—¿Alguna vez vendrá a buscarla? —le preguntó a la rubia con demasiada curiosidad.
Althea la miró fijamente.
—Cuando llegue el momento, y ese momento no es ahora.
Nadine Volkova accedió a cuidar a la niña, pensando y aferrándose a la idea de que Max estaría con ella. Pero el destino le dio una cruel volcada a su esperanza cuando, tan solo tres años más tarde, ejerciendo la labor de protegerla como se los había pedido Althea, el general Maximus de Olympia entregó su vida por la de Zafiro, dejando a Nadine sola y a cargo de la criatura.
Pero Nadine solo había acordado a cuidarla por él, y ahora que no estaba, ¿qué iba a pasar con ella?
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