45 ━━━ Hurricane drunk.


TONY STARK


Harper cruzó la puerta. Dejó el abrigo sobre el perchero de la entrada, le dio un abrazo a Halley a modo de saludo y luego reparó en mí.

—Te ves bien —observé. Ella se encogió de hombros y se apoltronó a mi lado en el sofá.

—Yo siempre me veo bien.

Escuché a Halley reírse por lo bajo, lo que provocó una sonrisa en el rostro del monstruito. Seguidamente, un torbellino naranja bajó corriendo las escaleras con una mochila en la espalda, un abrigador suéter azul, jeans y zapatos de correr.

—Estoy lista —le avisó Vera a Halley—. ¿Podemos pasar por casa de Ned antes de irnos? Quedó en prestarme la tarea de matemáticas que es para el lunes.

—Por supuesto, Judas.

Sacudí la cabeza para esconder la media sonrisa.

A Halley le había dado por decirle Judas a Vera por dos razones: la primera era que la de cabeza naranja la había traicionado, sustancialmente, diciéndole a Natasha que había sido Halley la que había roto la puerta del baño del lugar en el que se estaban quedando. La segunda era porque también me había dicho a mí que Halley se había comido mis waffles sin gluten en el desayuno de hace dos semanas.

Me puse de pie.

—Voy a buscar a Edward —le dije a Harper—. ¿Sólo te lo llevas por la tarde?

La castaña también se levantó.

—Puedo quedármelo hasta mañana si no tienes problema alguno.

Atisbé el matiz vacilante que adoptaron sus palabras. Aquello fue como un balde de agua fría, así que tuve que aclararme la garganta antes de contestar.

—Yo...

—No quiero que se quede sólo —me interrumpió Halley—. Me va a tomar dos días ir, dejar a Vera con Steve y regresar. Harper, ¿no puedes quedarte tú con él?

Harper torció el gesto.

—Es que tengo una... situación con...

El rostro de la rubia chispeó con entendimiento. Asintió una sola vez y se inclinó para tomar las llaves del auto que reposaban sobre la mesa junto al sofá.

—Cierto. Olvidé por completo a tu cosita.

—Yo puedo quedarme con él.

Todas volvieron la cabeza hacia el origen de la voz menos yo. Ya sabía que estaba en la cocina.

—¿Segura, Pep? —quiso saber Hals. Había adoptado esta nueva postura un tanto sobreprotectora y no le gustaba que las cosas se le salieran de control. La rubita había madurado tanto en su ausencia, cada día me sorprendía un poco más—. Los abuelos también necesitan ver a Edward y sé que Harper también tiene cosas que hacer, al igual que tú y...

Pepper la interrumpió.

—Puedes confiar en mí, Halley.

—Si están conscientes que no soy ningún bebé, ¿verdad? —intervine por primera vez, alzando las cejas—. Estoy bastante grande como para cuidarme solo. No necesito a nadie respirando en mi nuca. Yo estoy bien, no es de mí por quién deben preocuparse. Yo sí estoy aquí.

A las cuatro mujeres les cambió el semblante. Reconocí una a una las emociones que atravesaron sus rostros como estocadas; Harper se entristeció ante la indirecta, porque no había que ser un genio para saber de quiénes estaba hablando yo. Por un segundo me pareció ver cómo los ojos de Vera se llenaban de lágrimas y eso me hizo sentir culpable, pues sabía muy bien que ella lo llevaba de la misma manera que yo. Espantosamente, en pocas palabras. La expresión de Pepper era ambigua, pero la de Halley demostraba comprensión.

—Tony... —comenzó Pepper.

—No hay nada que pueda hacer. Sí, ese cuento viejo ya me lo sé. Hace año y medio lo están repitiendo y no solamente a mí.

Porque por egoísta que quisiera ser y por mucho que deseara enfocarme únicamente en mi pérdida, resultaba que no era yo al que sólo le dolía. Rogers la llevaba igual o peor que yo, y si nosotros dos la llevábamos mal, entonces Vera la llevaba cien mil veces peor. Y eso no estaba bien. Supongo que nuestro humor se debía a la fecha a la que nos estábamos acercando.

El próximo viernes Vera cumplía diecisiete, y al día siguiente era el cumpleaños número dos de Edward.

Me gané una mirada insondable por parte de Harper porque era obvio que estaba escuchando mis pensamientos, y como si acaso pudiera hacer lo mismo, medio segundo después Vera echó a correr fuera de la casa y acabó dando un portazo.

—Bien hecho, genio —masculló Halley antes de salir corriendo en busca de la pelirroja.

Las dos restantes solo atinaron a guardar silencio. Me pasé una mano por el rostro, exasperado, y dejé escapar el aire por la boca. Estuve a punto de irme escaleras arriba para buscar a Edward cuando Mirana, la niñera, apareció con él tomado de su mano.

—¡Ay, pero si es el niño más lindo del mundo! —exclamó Harper, usando esa voz infantil que hace la gente cuando le habla a los bebés—. Hola, mi azulito. Ven a darle un beso a la tía Harper.

—¡Titi Har! —chilló Edward de vuelta.

Se soltó del agarre de Mirana y echó a correr en dirección a la castaña que lo estaba esperando con los brazos abiertos, lista para envolverlo en un enorme abrazo. Lo levantó del suelo y empezó a mecerlo en el aire, provocando que él se carcajeara con ganas.

Edward estaba tan grande, era una cosa impresionante. No hablaba perfectamente bien pero lo estaba intentando, y cada vez más se le pegaba alguna que otra palabra que yo decía. Gracias al cielo aún no me había escuchado maldiciendo en voz alta o iba a infartar a medio mundo, especialmente a los abuelos. Pero el cambio no era solo ese, su apariencia física también se había alterado. Ya estaba del tamaño de las rodillas de Vera (y la tomaba como referencia porque era la más bajita de todos), su cabello ya no era una maraña negra y oscura como el de su madre, más bien había adquirido un color castaño oscuro como el mío. Los ojos si no habían cambiado nada: seguían siendo la copia exacta de los zafiros originales.

Era una cosa agridulce mirar a mi hijo.

Era sentirme bien estando con él, sabiendo que me necesitaba y que yo lo necesitaba a él. Era cuidarlo, velar por él y asegurarme de que no le faltara nada. Pero también era doloroso recordar que le faltaba algo, quizá lo más importante, y que yo no podía hacer nada para cambiar eso. Que estaba atado de manos por todos lados, que la ausencia me dolía, me quemaba y me desgarraba por dentro. Era quedarme en blanco cuando Edward me preguntaba dónde estaba mamá. Por ese lado, el jodido rubio patriótico de Rogers la tenía más fácil. Vera ya estaba grande, ya comprendía toda la situación y no tenía que hacer malabares para encontrar la respuesta que pudiera considerarse correcta.

Y es que no había ninguna respuesta correcta. No había nada, absolutamente nada. Era solo un simple vacío interminable y aterrador... solo eso.

—¿Papi?

La voz de Edward me sacó del ensueño. Se removió en los brazos de Harper y se estiró para que yo lo cargara. Pepper le hizo una muequita graciosa, a ver si le prestaba atención, pero él la ignoró. Estaba seguro de que el espíritu de la madre lo había poseído.

—¿Vas con la loca de tu tía? —le pregunté con una sonrisa. Él soltó una risita burbujeante.

Titi loca no —puso una mano en mi rostro y empezó a balancearse, tarareando una canción infantil que reconocí como la de los dibujos animados que le gustaba ver—. Papi, ¿y mami? —dejó escapar de repente.

Estuve seguro de haber escuchado algo quebrarse dentro de mí. Él no se dio cuenta de lo mortal que me había resultado su pregunta, más bien me estaba sonriendo, así que yo traté de devolverle el gesto de la mejor forma posible. Me acerqué y deposité un beso en su frente, sin saber muy bien qué decir.

Gracias al cielo Harper se acercó a sacármelo de los brazos.

—Vamos, azulito —le dijo mientras lo dejaba en el suelo de pie y le tomaba la mano—. Despídete de tu papá que tú y yo vamos a visitar a los abuelos.

Edward asintió, complacido.

—¿Tephen?

—Sí, azulito, también veremos a Stephen. Asegúrate de ponerte muy llorón para que le den ganas de morirse. Si logras sacarlo de quicio te consigo chocolate.

Rodé los ojos y crucé los brazos.

—Tienes que dejar de usar a mi hijo como arma jode personas —le dije.

—¿Qué dices? —Harper se puso una mano en el oído y simuló estar sorda. Tomó de un tirón el bolso de Edward de las manos de Mirana, arrancó su abrigo del perchero y salió disparada hacia afuera con el niño—. ¡No puedo oírte, está muy oscuro aquí! ¡Adiós!

—¡Chau papi! —gritó Edward, fascinado con que Harper lo jaloneara. A mi hijo le gustaba el escándalo y los indicios de violencia, santísimo.

A veces me preguntaba si acaso Harper cuidaba a Edward o Edward cuidaba a Harper.

Suspiré. Me refregué los ojos y eché a andar en dirección al bar. Saqué la ya empezada botella de escocés, vertí el contenido en uno de los vasos de vidrio y tomé un sorbo. Detrás de mí escuché los zapatos de tacón de Pepper resonar mientras se acercaba. No me tuve que girar para adivinar que me observaba desde el umbral con las manos en las caderas.

—Tony, ni siquiera es mediodía —recriminó. Giré sobre mis talones y le dediqué un mohín inocentón.

—Ah, pero en alguna parte del mundo es medianoche. Técnicamente no me estoy saltando ninguna regla.

—Técnicamente vas a bajar ese trago —acortó la distancia entre nosotros y me quitó el vaso de las manos, dejándolo sobre la barra de madera pulida—. Ni siquiera has comido, mucho menos has dormido...

—Estoy bien. ¿No me estás viendo? ¡Me veo más guapo que nunca!

Pepper negó con la cabeza, pareciendo reprobar mi comportamiento. Por supuesto que lo hacía, por supuesto que todos lo hacían.

Pero ellos no tenían ni idea, ni una mínima idea de lo que estaba pasando o cómo se sentía. Por supuesto que el innombrable podría comprender mi situación, después de todo era la misma, pero por supuesto que no íbamos a tomar café y luego sentarnos a hablar al respecto. Lo manejábamos de manera diferente, porque aunque el dolor fuera el mismo, las formas de lidiar con él eran totalmente opuestas.

—Haré el almuerzo —avisó la rubia rojiza, lista para dejar la habitación—, y luego podemos hablar.

Asentí sin decir mucho.

Entendía que todos querían ayudar, en serio lo hacía, pero todo era tan difícil. De verdad, ¿cómo se las arreglaban para respirar bien? ¿O acaso era yo el único que se sentía así de asfixiado? Porque si solamente era yo, entonces tendría que comenzar a temer la posibilidad de morir de un paro respiratorio. En cualquier momento mis pulmones tiraban la toalla y dejaban de esforzarse por buscar oxígeno si continuaba así. Me dejé caer de espaldas contra el sillón y me pasé una mano por la cara y después por el pelo. Me pareció haberme sentado sobre algo, así que me removí para sacarlo de debajo de mi trasero. Observé el cuadrado azul y me dieron ganas de apuñalarme.

Era el anillo. Seguramente lo había dejado ahí hace tres noches cuando no lo solté ni para ir al baño. Como una especie de reacción involuntaria, el solo observar la piedra me trasladaba inmediatamente a todo lo que había pasado. Me ponía a recordarlo con suma lucidez.

Hace año y medio, Victoria apareció en la puerta de la casa con Halley. Nosotros no habíamos sabido de Halley en el largo transcurso de cuatro años, cuando guindó el armamento y dio un paso atrás por motivos mayores y muy necesarios. Desde ese entonces no tocábamos el tema como deferencia hacia Romanoff y lo que había sucedido entre ellas. Por eso me tomó por sorpresa cuando se apareció aquí con Victoria, y si tomaba en cuenta la racha de inestabilidad por la que estaba atravesando Beverly días antes, debí haber sido un poco más intuitivo y comprender que algo muy malo estaba pasando. Pero, en su lugar, decidí confiar en ambas y creer que todo estaría bien. Así que emprendimos camino a Grecia. Las hermanitas divinas hicieron lo suyo y atravesaron el portal, dejándonos a Halley y a mí detrás, aguardando su regreso.

Un regreso que nunca sucedió.

La noche que Olympia desapareció y se llevó a mi mitad con ella, yo tenía ese anillo en mi bolsillo. Pensé que ya era tiempo, que habíamos pasado por cosas lo suficientemente malas y necesitábamos anclar. De manera muy ingenua creí que era el momento justo para que pudiéramos estar en paz. Fui absurdo, al parecer.

Todo se fue en picada después de esa noche. No encontramos respuestas ni nada que pudiera ser de ayuda; daba la impresión de que se hubieran desvanecido en el aire, o como si nunca hubieran existido. Como si nunca hubieran existido. Ni siquiera Harper y su magia pudieron hacer algo, y eso que ahora tenía un «amigo» en otro rango de poderes. Yo no lo conocía, pero Harper aseguraba que él tampoco había sido capaz de encontrar algo relevante. También tratamos de buscar a Thor por todos lados pero —vaya novedad—, no lo encontramos. Estábamos completamente perdidos. La marquita que Halley tenía de Olympia desapareció. Vera no vio nada al respecto, ella solamente dejó de ver. A estas alturas no comprendía a la perfección el funcionamiento de su habilidad, pero ella me había comentado que estaba ligada a los saltos temporales y que, por ende, algunas cosas se le escapaban, como era este caso.

Sólo pudimos esperar. Esperamos, esperamos y seguimos esperando, pero ninguna regresó. Tal vez debimos hacernos a la idea de que la posibilidad de que no estaban y no iban a volver era la más plausible, ¿pero cómo le decíamos a Vera que su mamá ya no iba a regresar con ella? Incluso aunque se lo imaginara, confirmar sus temores tenía que ser la tarea más cruel y despiadada que se le pueda imponer a alguien. ¿Y cómo afrontaba el hecho de que Edward, de repente, se había quedado sin mamá? ¿Cómo lo sometía a eso, cómo lo dejaba crecer sin ella? Simplemente no pudimos hacerlo, ninguno pudo hacerlo. Así que, inútilmente, guardamos el mínimo atisbo de esperanza de que en el algún momento, algún día no tan lejano, ellas estarían de vuelta. Que cruzarían la puerta y volverían a ponernos a todos de cabeza.

Pero yo sabía, en lo más profundo de mi alma, que probablemente eso no pasaría. Y ese conocimiento quemaba.

En algún punto tuvimos que adaptarnos, lo poco que pudiéramos. Halley regresó para quedarse y pasaba toda la semana conmigo y Edward. Los viernes, justo como hoy, llevaba a Vera con su padre pues todos los fines de semana sin falta lo pasaban juntos, dondequiera que fuera. Harper iba y venía, ya que ella también tenía asuntos que atender, y honestamente tampoco la estaba pasando mucho mejor. Se le notaba en la cara lo que extrañaba a Beverly. Sin embargo, el monstruito se comportaba tan bien como podía. Me visitaba seguido, me ayudaba con Edward y lo más importante era que estaba al pendiente de los abuelos, justo como Bevs solía estarlo siempre.

Vera estaba... respirando. Había desarrollado una necesidad arrolladora de querer estar con su padre todo el tiempo, así que para ella era una tortura china los cinco días de la semana que debía pasar aquí gracias a la escuela. El joven Peter Parker me había preguntado si existía algo en el mundo que él pudiera hacer para no verla tan triste pero, de nuevo, no supe qué responder. Ya sabía que Vera le dañaba las camisas con sus lágrimas, todos los días, y él estaba siendo lo suficientemente amable como para ayudarla en todo este tortuoso proceso en el que añoraba tener a su mamá de vuelta.

Con bastante frecuencia Edward repetía la palabra «mami», y obviamente me dejaba estático en el sitio. No creí que existiera alguna forma en la que él pudiera recordarla, es decir, apenas era un bebé de medio año cuando Beverly desapareció. No podía recordarla, ¿o si? Y si acaso existía la posibilidad de que lo hiciera, entonces ese tendría que ser el motivo por el que preguntaba por ella casi a diario. Era palpable si tomaba en cuenta el linaje que tenía ese niño detrás, y no hablaba precisamente del mío. Estaba fuera de mi elemento en cuanto a eso, y me hacía extrañarla más y más cuando lo pensaba. Porque si la recordada, entonces iba a ser mucho más doloroso para él afrontar la perdida. Si no tuviera memoria alguna de su madre la percepción de ese hecho podría volverse apacible e incluso soportable, pero por supuesto que ninguno de los dos tenía tanta suerte y la posibilidad más remota era la que iba a hacerse realidad.

Pepper era lo suficientemente cordial como para visitarme a diario, estaba al pendiente de Edward, de sus necesidades, de las mías y también de todo lo relacionado con Stark Industries. Para mi sorpresa, consiguió equilibrarlo todo lo necesario como para que nada se le fuera de las manos, y debía admitir que lo estaba haciendo muy bien. Yo agradecía eternamente su ayuda, por supuesto que sí. El problema venía con Edward, que parecía un pequeño remolino bipolar a su alrededor. El noventa por ciento del tiempo la ignoraba, y cuando no lo hacía era porque la rubia rojiza lo sobornaba con algún dulce para ganarse un poquito de su atención. ¿El resultado? El hijo de Beverly le batía las pestañas como si fuera la cosita más inocente del mundo, le sonreía y le agradecía con la más fina de las educaciones, aceptaba el azúcar procesado y luego la ignoraba de nuevo, como si ella nunca hubiera estado ahí.

Ese hijo mío se las traía, en serio que sí. Era un futuro rompecorazones en potencia. Me pregunté de dónde lo habría sacado, pero mi subconsciente me dijo que lo más probable era que estuviera relacionado conmigo, así que tiré el pensamiento de inmediato.

Mi brazo izquierdo comenzó a doler levemente, así que me puse de pie. Guardé la cajita con el anillo en el bolsillo de mi pantalón, y aunque lo que quería era alejarme de ese sentimiento tan devastador que me comía vivo, al salir de la estancia me encontré de frente con el pasillo. Y en ese pasillo habían portarretratos.

Tomé en el que ella salía sola, tragué saliva y pasé los dedos por encima de la foto. Las oleadas de dolor ya eran insoportables de por sí, y siempre pensaba que era imposible que doliera un poco más. Pero me equivocaba, así como me equivocaba siempre. Dolía más y más, y eso me hacía preguntarme si acaso el dolor algún día se detendría o si por azares de la vida sería yo el que aprendería a vivir con el.

Respira, respira. No hay espacio para ataques de pánico. No hay tiempo para tus traumas. Respira.

—Perdóname —susurré muy bajito, hablándole a la foto—. Perdóname, muñeca. Te dije que te quitaría el miedo y que no dejaría que nada malo te pasara... y te fallé. Perdóname. Pero tú también rompiste nuestra promesa, muñeca embaucadora. No regresaste conmigo.

Me ardió la garganta, como si hubiera estado bebiendo ácido. Me dieron ganas de rascarme el cuello hasta sangrar.

—Tony...

Pepper me estaba llamando, así que dejé la foto de nuevo sobre la mesita y me volví hacia la rubia rojiza. Le dediqué la expresión más tranquila y serena que pude idear, esperando que funcionara y me librara de tener que hablar de esto de nuevo en voz alta. Me sentía mejor cuando se lo decía al terapeuta, porque me daba la impresión de que cuando trataba de hablarlo con las personas cercanas a mí me dolía más. Se sentía así porque, en ocasiones, era como si sus penas también las tuviera yo encima. Como si me sintiera responsable por todo lo que estaba pasando, y yo solo quería evitarles un mal mayor. No quería que ellos sufrieran, si tenía que sufrir solo yo pues adelante, pero no todos. Por eso prefería hablarlo con un «extraño», porque sus sentimientos estaban completamente desligados a los míos. Así podía entumecerme y aturdirme mientras me convencía a mí mismo que dolía menos.

Pero no, nunca dolía menos. Nunca dolería menos.

—¿Todo bien, Pep? —le pregunté con un atisbo de sonrisa. Ella frunció los labios.

—Yo debería preguntarte eso a ti. Le estabas hablando a la foto.

Simulé no estarme viniendo abajo. Eché los hombros hacia atrás, caminé hasta ella y la tomé de los brazos.

—¿Eso que huelo es el almuerzo?

—Tony...

—Estoy bien. Nunca he estado mejor —ladeé la cabeza—. ¿Quieres que ordene postre? Hay una pastelería que entrega a domicilio, es la favorita de Vera y podemos guardar unos dulces para Edward y...

—¡Tony!

Me giré a mirarla otra vez. Ella me estaba observando con una expresión de que no sabía qué decir para hacerme sentir mejor, pero intuí que lo estaba intentando. Es decir, yo sabía que esto tampoco era sencillo para Pepper, después de todo no es que su relación con Beverly hubiera sido flores y arcoiris, pero al menos se soportaban. O al menos trataban de soportarse, por mí.

—¿Qué? —Arrugé la nariz.

Pepper dejó caer los brazos y también los hombros, como si estuviera exhausta.

—Eso no es sano —señaló en voz baja, vacilante—. En algún punto vas a tener que dejarlo ir. Ella no va a regresar.










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