25 ━━━ Hard as rock.

━━━ ❛ HOMINEM V ━━━

TONY STARK



A regañadientes me había dejado poner algo en la muñeca para tratar de inmovilizarla. Siendo sincero, el dolor no me molestaba tanto como todo lo demás. Eran alrededor de las cinco de la mañana, aún no había amanecido y nadie se había movido ni un poco lejos de la sala. En el primer laboratorio estaba Cho, que seguía sin detener los esfuerzos que hacía sobre el cadáver de Beverly. En el otro estaba Victoria, al pendiente del bebé. Me hubiera gustado unirme a ella en ese momento, pero había una especie de fuerza invisible que me alejaba del sitio tan pronto como me daban ganas de acercarme a ese bebé.

Vi que le había puesto ropa. Un diminuto conjunto de color blanco que Beverly había comprado a la semana de enterarse que estaba embarazada. La realización de eso me hizo sacudir la cabeza, conmocionado. ¿Por qué no podía acercarme a mi propio bebé? ¿A mi propio hijo?

Sentí un pinchazo en mi brazo izquierdo.

—¿Mmmhmm? —alcé la cabeza, encontrándome con el rostro cauteloso de Natasha. La pelirroja soltó un suspiro.

—Análgesico para el dolor. No te preocupes, ya nos encargamos de revisar toda la medicina. Sólo la de Beverly estaba envenenada.

Era un poquito tarde para ponerse a revisar las cosas, pero supuse que era algo bueno que lo hicieran. Hice un leve asentimiento en su dirección.

—Tony —alargó ella, estirando su mano hasta mí para hacer que me levantara del sofá—: Tienes que ir a ver a ese bebé. Necesita por lo menos el calor de uno de sus padres.

Estaba seguro de que ella tenía razón. Pero no podía hacer el esfuerzo, simplemente no podía. Las ganas no me faltaban, porque en serio quería ir a verle el rostro por primera vez al cosito, pero no podía caminar hasta allá. Las piernas me pesaban unos cincuenta kilos más en cuanto pensaba ir hasta donde él se encontraba.

Y tampoco podía decir mucho. Era como tener algo atravesado en la garganta.

—No puedo hacerlo, Nat.

—Es un niño muy bonito —esbozó una tenue sonrisa y me sobó el brazo—. Está todo rosado, parece una bola.

Me aclaré la garganta.

—¿Lo cargaste?

—Así es, lo mucho que me permitió Victoria. Ella y Steve parecen un par de guardianes alrededor del parásito. Si yo fuera tú me preocuparía por un secuestro.

Resollé. Casi parecía que sus palabras estuvieran hechas de cuchillos afilados, listos para enterrarse en las orillas de mi cuerpo para hacerme sangrar. Qué situación para más espantosa. Le eché una torpe mirada a mi muñeca rota, tratando de moverla, pero lo único que sentí fue una punzada de dolor agudo atravesar mi mano.

—¿Qué hay de la Volkova? —ignoré deliberadamente sus intentos por hacerme poner atención al parásito, así que ella bufó pero terminó por responder lo demás.

—Wanda pudo entrar a su cabeza —suspiró—. No nos mintió. No vino con intención hostil, no está ligada a su padre y no tenía ni idea de lo del veneno. Sin embargo, el secreto que escondía es bastante impresionante.

Negué con la cabeza y me levanté del sillón, de forma muy, muy lenta. Romanoff retrocedió un paso hacia atrás.

—No me importan sus secretos. ¿Alguien ha podido analizar el veneno? ¿Cómo, en todos los infiernos, pudieron ponerlo ahí?

—Visión está haciendo un arduo trabajo para extraerlo de la medicina —me respondió, empezando a caminar conmigo—. Una vez termine, lo analizaremos. No debería tomar tanto tiempo.

Eché los hombros hacia atrás, tratando de estirar un poco las extremidades pues comenzaba a sentir calambres.

—Me gustaría examinarlo yo mismo —contesté en voz baja. Natasha asintió.

—Estás en todo tu derecho, pero primero deberías ir a echarle un vistazo al parásito. Y también a Be...

Le hice un ademán con la mano para que no lo dijera. En cuanto atravesamos la sala y quedamos frente a ambos laboratorios, la mirada de todos se posó en mí. Qué horrible se sentía eso. ¿Por qué nadie parecía dispuesto a dejarme arder en mi propio infierno? Todos tenían que intentar sacarme de las llamaradas, ninguno quería dejar que me quemara. Y yo moría de ganas por hacerlo. Por terminar de hundirme en ese jodido pozo de sufrimiento que yo mismo había creado. Al fin y al cabo, ¿cuál era el punto?

Sentí una punzada de culpabilidad: el parásito era el punto. Muy buena la hora en la que decidiste morirte, Beverly Blackwell. ¿No pudiste hacerlo antes de estar embarazada? Claro que no. Porque así eran las cosas, ella tenía que dejar todo ese remolino de emociones encima de mí para luego desvanecerse. Siempre regresaba, pero, ¿y ahora? Dudaba mucho que lo hiciera. Si hubiera muerto yo, en lugar de ella, las cosas habrían sido mucho más fáciles. Beverly no iba a tener una crisis existencial con respecto a su propio hijo. Ella sabría exactamente qué hacer y cómo reaccionar ante esta situación. ¿Por qué no me daba un poco de su resistencia? Y no sólo la física, sino la emocional. Era impresionante como se las apañaba para ser un pilar equilibrado después de haber pasado por tantos desgarres. Incluso ahora, después de muerta, seguía siendo mucho más fuerte que yo.

—No está muerta, ¿podrías dejar de repetir eso como un loro? —me espetó Maximoff, con el ceño tan fruncido que seguro se le iba a quedar así para siempre.

—Es mi cabeza, tengo derechos.

La castaña rojiza siseó, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en rendijas.

—Tony —me llamó Steve, saliendo del segundo laboratorio con Victoria flanqueandole detrás—. ¿Estas listo para venir a ver al pequeño bebé?

Negué con la cabeza rápidamente. Necesitaba que alguien en ese jodido lugar respetara mis derechos.

—¿Cuál es el problema? —bramé, con la voz cavernosa—. Sólo hacen las cosas más difíciles. Dime, Steve, ¿Beverly tiene algún signo vital? ¿O su estúpida insistencia en decir que está viva se reduce al vago esfuerzo que hace Cho sobre su cadáver? No me hagan las cosas más difíciles. No me den falsas esperanzas cuando todos sabemos que en el cuerpo de mi muñeca no hay ni una gota de vida.

Y entonces... ¡Auch! Sentí un ardor insoportable en la mejilla izquierda.

—Dios, esperé años por una buena razón para hacer eso —murmuró Victoria, viéndose la mano con la que me acababa de abofetear.

—¿¡Cuál es tu problema, anciana!? ¿¡Acaso ya estás senil!?

Victoria me puso mala cara. Pero vaya que sí tenía un buen gancho derecho, la mejilla me dolía fatal.

—Deja de ser un necio, Anthony —me gruñó—. Hace horas que Natasha y yo tratamos de decirte que Beverly no está muerta. Su corazón aún late, idiota. Sólo está inconsciente.

Solté una exhalación quebrada, y de pronto sentí que el pecho comenzaba a dolerme de nuevo. Sin embargo, no pude responderle. Rogers se apresuró a hablar después de ella.

—Ha sido suficiente de esa actitud, Tony. ¿Cómo crees que se sentiría Beverly si viera el rechazo y el desprecio con el que estás tratando a su hijo?

Eso había sido un golpe bajo, sobretodo viniendo de señor perfección. Este sería el momento perfecto para que se abriera un enorme agujero de gusano alienígena en el techo y me tragara.

Seguía teniendo esa odiosa sensación de algo atravesado en la garganta, algo que te quiebra y te jala por dentro, pero que al final no es nada físico. Es algo peor, oh, mucho peor. Te duele el corazón, y ese es un mal que no se le desea a nadie. Un mal irreparable e inquebrantable.

—No lo desprecio —me esforcé por responderle al final—. Y no es su hijo. También es mío, no se hizo sólo.

—¡Pues eso mismo digo yo! Mueve el trasero hasta el laboratorio. Vas a conocer al parásito o te juro que te yo misma te llevaré de las orejas —dijo Victoria, exasperada.

—No. Quiero ver a Beverly primero.

Si lo que ellas decían era verdad, si el corazón de mi muñeca seguía latiendo, si en verdad no había dado su último aliento, entonces tenía que ir a verlo yo mismo. Primero que nada. Pero, internamente me dolía lo mucho que le estaba rehuyendo al coso. Era algo involuntario, no era como si deliberadamente quisiera alejarme de él. Es que en serio no podía hacerlo. Una parte de mí sentía que le fallaba a Beverly, puesto que ambos debimos conocerlo al mismo tiempo y juntos. No así. No podía ir a verlo, a tocarlo, mientras que ella estaba tirada como un cadáver en aquella camilla de hospital.

—No puedes pasar —me respondió Natasha—. El sitio está infestado con el hedor del veneno. Cho está haciendo uso de la medicina extraña que dejó Thor antes de irse, esa que le dio cuando se envenenó con el brazalete.

¿Acaso el universo estaba conspirando en mi contra para que fuera a ver al bebé? ¿O todo era un plan de ellos? Como fuera, parecía que no tenía muchas opciones. Supuse que ya no me dejarían huir.

—Esa medicina la ayudó antes —recordé, esforzándome por reducir el matiz esperanzado que había en mi voz—. ¿Creen que lo haga de nuevo? Digo, no fue tanto la última vez, pero debería servir.

Steve alzó las cejas.

—Cho espera que sí. Hace tres horas que no se separa del cuerpo de Beverly, está haciendo todo lo que está a su alcance para hacerla reaccionar.

—Pero —prosiguió Victoria—, también nos explicó que su cuerpo se sumió en una especie de sopor ante el dolor que atravesó. En realidad, el brazalete estaba tratando resguardar la poca vitalidad que le quedaba, así que la durmió. Nunca, en mis cientos de años de vida, había visto un veneno actuar de forma tan letal. Mucho menos en alguien con la fuerza de Beverly, me parece increíble...

Inspiré profundamente para calmar el dolor de mi pecho. Ahora no podía tener otro ataque de ansiedad.

—El que puso el veneno ahí no lo hizo para advertirnos o para mostrarnos algo —dije, muy amargado por ese hecho—. Lo hizo para asesinarla casi instantáneamente.

—No deberíamos preguntarnos el «quién», sino el «cómo» —murmuró Natasha, llevando las manos a su espalda.

Ella tenía un buen punto. Asentí.

—Sí, estoy casi seguro de que el tío Vladi es el responsable. ¿Quién más haría algo así?

Un siseo proveniente del segundo piso nos llegó a los oídos. Harper Volkova apareció al pie de las escaleras con rostro perturbado. Qué maldita bruja, ¿leía el pensamiento o tenía un oído agudo?

Torció los ojos en mi dirección.

—Es completamente obvio que mi padre está detrás de todo esto —nos dijo, en tono siseante—. Y sólo hay una manera de librarnos de ese suplicio: matarlo. Me ofrezco como voluntaria.

—Sin ofenderte, bruja no pronunciada, pero estoy seguro de que Beverly va a reclamar ese puesto cuando despierte —le dije.

¡Vaya, cómo sonaba eso! Mi muñeca iba a despertar, entonces. Un ramalazo de emociones variadas me golpeó el corazón en ese momento, barriendo un poco de la desesperanza que sentía. Pero aún había una pequeña posibilidad de que no despertara, y entonces me veía aplastado por la desolación y el luto de nuevo.

—Tú no tienes ni voz ni voto aquí —le contestó Victoria, lanzándole una mirada mortífera—. Acordamos guardar el secreto de tu país, pero nada más. Fue tu presencia en primer lugar la que mandó a Beverly a la camilla.

Bueno, ahora sí me había dado curiosidad lo del secreto de la arpía. ¿Qué cosa tan grande podía esconder para que todos estuvieran conmocionados por eso?

—No es mi culpa que sea sensible —se defendió—. Nunca vine con intención hostil y ahora les consta. Me han tratado como una arpía desde que llegué, me han pisado, golpeado, amenazado e incluso casi me degollan. En ningún momento peleé de vuelta, así que ya pueden quedarse tranquilos, porque no tengo ninguna intención de hacerle daño a Beverly. Me sorprende lo protectores que son.

—Cállate —le espetó Victoria—. No me agradas para nada.

—Pues ya somos dos entonces.

En ese momento, Visión apareció en la sala con un frasco de vidrio en la mano. Lo observaba con detenimiento y perspicacia, como si le causara mucha conmoción. Wanda levantó la cabeza cuando lo vio pasar, y una expresión de sorpresa se abrió paso por su rostro. El frasco estaba repleto de un líquido negro.

—Señor Stark —me llamó—. He logrado extraer de manera exitosa el veneno de la medicina. Huele de manera desagradable.

—¿Podemos tocarlo?

—Sí, señor. Para eso lo puse en el frasco.

La señorita «moy bog» estiró el cuello en dirección a Visión. Miró el frasco por un largo segundo y luego soltó un alarido, como si de sólo verlo le hubiera dolido algo. Entonces, jadeó:

—Es imposible que ese veneno llegara a las manos de Vladimir sin ayuda. Es veneno de Sulls, la planta de la muerte. Y sólo crece en el jardín personal de la reina de Hiron. ¡Pero qué cosa tan horrible!

Tragué saliva.

—¿A qué te refieres con «veneno de Sulls»? ¿Qué trabalenguas es ese?

—¿Quién es lo suficientemente valiente como para robarle algo a esa reina? —específico Victoria—. Es despiadada y cruel, a juzgar por tus recuerdos.

Harper le puso mala cara a la castaña.

—Y también es mi amiga, muestra algo de respeto. Pero, tienes razón, no sé cómo hizo mi padre para obtener este veneno. Aunque... —se detuvo súbitamente a mitad de la oración y levantó la cabeza en dirección a nosotros, conteniendo la respiración—. Puedo hacer la cura. ¡Sí, claro que sí! Lo estudié muchas veces en la escuela, el veneno de Sulls es contrarrestado con la sangre...

—¿Sangre de quién? —instó Rogers. Escuchaba la palabra sangre y se alteraba.

La castaña meneó la cabeza, indecisa.

—La sangre debe ser compatible con la de ella... Así que tendrá que ser la mía. El veneno de Sulls se usa para desvanecer la fuerza de un ser, no importa lo fuerte que sea. Puede tumbar al mismísimo Thor si se aplica la cantidad necesaria. Tan letal como efectivo, en la mayoría de los casos.

Sentí que la cabeza me iba a explotar. ¿De qué demonios estaba hablando esa loca? Y lo peor era que yo parecía ser el único que no entendía nada, pues los demás asentían como si estuvieran en clase y les hubiera quedado grabado el tema en el cerebro.

—No entiendo nada —mascullé irritado.

Harper sacudió la cabeza, restándole importancia.

—Que luego te expliquen tus compañeros. Ahora concentrémonos en esto —le echó un ojo al frasco—. Quítale la tapa, rojo.

Visión la miró, como si estuviera analizando el apodo que le acababa de dar, pero terminó por quitar la tapa del vidrio. La castaña tomó una bocanada de aire antes de dirigirse a Natasha.

—Pásame ese cuchillo con el que casi me cortas el cuello —le pidió. La interpelada rebuscó entre su ropa y sacó la cuchilla filosa que horas antes había usado en contra de ella.

Harper se arremangó el suéter negro hasta el codo. En su piel pálida, justo en su antebrazo, había una cicatriz larga y descolorida del grueso de un dedo. Ella hizo caso omiso a eso y se rasgó las venas de la muñeca con el cuchillo, no sin antes solar un quejido. Inclinó su mano para que las gotas de sangre resbalaran dentro del frasco que Visión estaba sosteniendo.

—Eso debería ser suficiente —susurró.

Le pasó el cuchillo de nuevo a Natasha, y con el brazo aún chorreando con su sangre, hizo un movimiento con sus dedos y una bruma de color negro emanó de ellos. Apuntó al frasco y entonces éste pareció sufrir una sacudida desde adentro, una leve explosión en el que la sangre y el veneno se fundieron en uno sólo.

Me pareció increíble lo que acababa de ver. La arpía era una bruja. En serio era una bruja. De esas que hacían pociones y magia con las manos. Qué familia más loca la que tenía Beverly. ¿Acaso mi parásito también tenía un don secreto? Esperaba que no.

—Ya está —dijo al fin, hizo otro movimiento de dedos y la herida de su muñeca se cerró por completo—. Ahora sólo tienen que dárselo a mi prima, y esperar que haga efecto.

—Tienes que enseñarme a hacer eso —le murmuró Sam Wilson, embelesado con la Volkova. Sólo recibió una mueca en respuesta.

No le veía sentido a nada, pero supuse que tampoco tenía mucha importancia. Si eso que Harper acababa de hacer ayudaba a traer de vuelta a mi muñeca, entonces no pondría objeción ni me comportaría de forma quisquillosa al respecto.

Moría de ganas porque aquella pequeña esperanza que todos me obligaron a sentir fuera real. Que la posibilidad de tener a Beverly de vuelta fuera tan latente como ellos la decían. Pero no podía sacarme de la cabeza la imagen del parto apresurado, de ella sufriendo y el bebé al borde de la muerte. Aquello había sido una completa pesadilla que no quería volver a revivir, porque me había roto el corazón por completo. Si tenía suerte entonces todo mejoraría pronto. Si tenía suerte, repetí las palabras de forma triste. ¿Cuándo había estado la suerte un poco de mi lado? Siempre se alejaba de mí, como si fuera la peste. Y si suerte era lo que necesitábamos para hacer reaccionar a mi muñeca, quizás estábamos perdidos. Hice un esfuerzo por respirar bien. Sentía que tenía un reloj interno, cuyas manecillas se movían de manera impaciente, contando los segundos para que me diera otro ataque. No podía venirme abajo, no otra vez. Pero el sentimiento de culpabilidad y desolación parecía incrementar con cada momento que pasaba, como si fuera un recordatorio constante de todo lo que había perdido, de la forma estrepitosa en la que había fallado.

Escuchamos de pronto un lloriqueo repentino. El corazón me latió precipitadamente con nerviosismo. Los ojos llameantes de Victoria me observaron, aguardando mi reacción.

Ya estaba: me habían acorralado, ya no podía huirle más. Tenía que ir a verlo.

—¿Tony? —me llamó la castaña, con una nota de duda en la voz. Hasta ese momento no me había dado cuenta que casi todos se habían esparcido a diferentes lugares de la sala.

Faltaba muy poco para el amanecer. Respiré hondo.

—¿Vamos? —le pregunté, sintiendo como el estómago me llegaba a los pies.

Victoria esbozó una tenue sonrisa y asintió con mucho ánimo. Me tomó la mano con fuerza y me jaló hasta el laboratorio, a la raíz del llanto.

Algo muy pequeño estaba llorando dentro de la encubadora. De inmediato captó toda mi atención, todos mis pensamientos, como nada nunca había logrado hacerlo. Observé con mucha precisión la manera en la que Victoria lo sacaba con cuidado de la encubadora y lo mecía en sus brazos, intentando calmar el llanto. Acunó su cabecita contra su pecho y lo acomodó de forma grácil, ágil. Era toda una experta.

—¿Quieres cargar a tu hijo, Tony? —me dijo, inclinándome al pequeño bulto.

Me resultó más difícil de lo que quería admitir comprender aquello. Hijo. Me era muy complicado siquiera pensar en esas palabras. El pobre me parecía tan... lejano. Distante. Experimenté algo muy parecido al pánico, y tuve que hacer de tripas corazón para aceptar lo que mi amiga me ofrecía.

—Uhm —pestañeé—. ¿Sí?

La castaña entornó los ojos.

—Ven, abre los brazos.

Me estremecí cuando el pequeño cuerpo del parásito chocó contra mi cuerpo, y cuando Victoria lo acomodó entre mis brazos por fin pude verle el rostro.

Y de repente nada más tuvo importancia.

Era justo como Natasha lo había descrito: una bola rosada. Su pequeño ceño estaba fruncido y sus ojos, como era de esperarse, estaban muy cerrados. Su boca estaba ligeramente abierta y soltaba suaves quejidos, pequeños llantos al tiempo que se trataba de remover en mis brazos. Era muy pronto para decir si tenía algún tipo de parecido a alguno de nosotros, pero ponía mis apuestas en que había sacado el gen Stark. Imité la postura de Victoria y comencé a mecerlo con cuidado, para que dejara de quejarse. ¿Cómo había podido rehuirle a él? ¿A mi hijo? Era tan pequeño y diminuto, tan frágil y desprotegido... Necesitaba a su papá. Y a su mamá. Los necesitaba a ambos.

Podía arreglármelas hasta que Beverly despertara. Estaba seguro.

—¿Él está bien? —le pregunté a Victoria, a lo que ella asintió.

—Estaba muy cerca de cumplir los ocho meses, y en la mayoría de los casos es muy peligroso un parto prematuro. Sin embargo, y pese a todo lo que atravesó mientras seguía en la panza de su mamá, éste pequeñín se aferró con garras y dientes a la vida. Respira por si mismo, así que no hubo necesidad de usar oxígeno suplementario. Los pulmones trabajan adecuadamente para el tiempo en que nació, pero tomará tiempo para que entren en el rango de lo «normal».

—¿Y para comer? ¿Cómo haremos para alimentarlo?

—Es un poco complicado —hizo una mueca—. La leche materna es indispensable para los bebés prematuros, pero como no sabemos cuánto tiempo Beverly estará inconsciente...

La miré con los ojos bien abiertos.

—¿Qué vamos a hacer entonces, Vi?

—No te precipites. Verás, en estos casos, el cuerpo de Beverly debería producir la leche materna que el bebé necesita. Con más vitaminas, calorías y proteínas, además de que esto es lo que lo va a proteger de futuras infecciones. Su sistema inmunitario no ha madurado aún, hay que tener mucho cuidado con él.

—Pero no está Beverly para amamantarlo —le recordé, un tanto ansioso. Ella asintió.

—Para eso hay fórmulas especiales —explicó—. Aún no determinamos si debe ser alimentado con una sonda o será capaz de soportar lo tradicional.

Hice una expresión de horror.

—¿¡Le van a poner una sonda!? ¡Se va a partir a la mitad! ¿No ves lo diminuto que es?

—Si aún no desarrolla la capacidad de succión, sí. No se va a partir, Tony. Te lo aseguro. No podemos dejarlo llorar tampoco. Al menos no por ahora, porque al llorar pierde mucha energía que necesita para su desarrollo. Es muy frágil.

Era demasiada información que procesar. Me rompí la cabeza para que todo quedara guardado de forma adecuada. No quería olvidar nada de lo que Victoria me estaba diciendo, pues era muy importante. Continué meciendo al bebé, hasta que su llanto se aplacó por completo. Iba a necesitar todos los cuidados posibles.

Moví una mano para acariciar el pequeño rostro del parásito. Qué cosa más bonita que era.

—¡Tony! —me gritaron desde afuera—. ¡Beverly está recuperando la conciencia!

Levanté la cabeza con sorpresa y me quedé paralizado. ¿Lo había oído bien?

—Dámelo, dámelo —Victoria me quitó rápidamente al bebé de los brazos.

Tan pronto como lo solté, di una buena zancada fuera del laboratorio para salir corriendo en dirección a Beverly. Había sido Natasha la que me había gritado, y ahora también permanecía de pie frente al otro laboratorio en el que Cho estaba completamente inclinada sobre el cuerpo de la pelinegra como si estuviera buscando algo en su nariz. Pobre Helen, de verdad que tenía un aspecto espantoso. Estaba toda desgastada, pues de todos nosotros, había sido ella la que más trabajo había tenido. No se rindió ni por un segundo y en su apariencia estaba la prueba del arduo esfuerzo que hizo para mantener a Beverly con vida.

¿Cómo iba a poder agradecerle alguna vez eso? Incluso yo había perdido toda la esperanza, pero ella había seguido luchando.

La doctora soltó un grito de satisfacción.

—¡Sí, el antídoto funciona a la perfección! —gimió—. Oh, Beverly, muchacha. Estás recuperando la consciencia.

El cuerpo demacrado de Beverly se removió incómodo en la camilla. Sus ojos aún seguían cerrados, y había una clara mueca de dolor en sus facciones, pero se estaba moviendo.

¡Se estaba moviendo! No estaba muerta como yo pensaba. Aún había vida en su pecho, aún seguía con nosotros. No la había perdido, no había tenido que llorarla ni lamentarme por siempre. Estaba ahí, había sido más fuerte que nadie, había luchado contra la misma muerte y la había vencido. No se rindió, volvió para conocer a nuestro hijo y para estar con él.

El latido de mi corazón anduvo con más virulencia. Me apresuré para acercarme a la camilla, pasando por en medio del grupo de doctores de Cho, que se movieron para abrirme espacio. Y la vi. Estaba pálida, demasiado para que significara algo bueno. Sus labios estaban tan blancos como la cal, pero los movía en un intento de respirar mejor. Su pecho subía y bajaba irregularmente, como si apenas estuviera acostumbrándose al aire que llenaba sus pulmones. Bajo la luz de los focos, su piel se veía amoratada y su nariz estaba roja. Me incliné sobre ella buscando su mano para tomarla, y estaba fría como una panela de hielo.

—Va a estar bien, Tony —me dijo Helen en tono cansado—. Funcionó. Lo de su prima funcionó.

Respiré hondo. Ahora también le debía algo a la arpía.

—Gracias, Helen. Muchas gracias, en serio. Gracias por salvar a mi Beverly.

Ella tomó una bocanada de aire, exhausta.

—¿Qué clase de médico sería si dejo morir a mis pacientes en el primer intento? No tienes nada que agradecerme.

Beverly intentó pestañear. La respiración había retomado una cadencia más o menos normal, y aunque su cuerpo seguía estremeciéndose, ya no le costaba aspirar el aire. Cho me puso una mano en el hombro.

—Ya hice todo mi trabajo —me sonrió tenuemente—. Ahora todo está de parte de ella.

Le devolví el gesto, menos entusiasta. Mi atención volvió a concentrarse en Beverly, que seguía removiéndose. Entonces, de pronto me encontré con su mano apretando la mía. Por suerte era la mano rota, no iba a dejar que me partiera la derecha también. Hice un esfuerzo por ignorar la punzada de dolor que sentí.

Escuché pasos detrás de mí.

—¿Ya despertó? —me preguntó Natasha.

—¿Por qué sigue temblando? —prosiguió Wanda, como un eco.

—Lo estará —contesté en un murmuro—. Es fuerte. Mi muñeca es muy fuerte.

La satisfacción repentina que me llegó al alma al pronunciar esas palabras fue inminente. No podía creer todo lo que había pasado en unas pocas horas, y me abrumaba la realidad que ahora enfrentábamos. Pero, más allá de todo eso, me alegraba saber que ella estaba viva. Por una vez me gustó estar equivocado.

Rogers se paró a mi lado, suspirando.

—Hizo lo que le pediste —me susurró de forma tan baja que sólo yo pudiera oírlo—. No se fue. No te dejó.

Y qué alivio era saber eso.

Sin dejar de mirar aquel rostro eclipsado por su palidez, noté como empezaba a levantar los brazos. Pronto, sus ojos se encontraron abiertos. Y ya no estaban oscuros: habían vuelto a ser un zafiro.

Mi bebé —murmuró ella con voz rasposa—. Dámelo. Dame a mi bebé. Tony...

Le pasé una mano por el rostro, para que pudiera enfocar bien su vista. Ella se quejó al principio, pero luego trató de incorporarse.

—Muñeca, con cuidado. Aún estás un poco débil. El bebé está bien, te lo prometo —le aseguré.

Sus ojazos azules pestañearon confundidos. Me miró un largo segundo, y después reparó en las demás personas que habían en la habitación. Pero no desistió en su deseo.

—Mi bebé —volvió a pedir—. Ya te he visto a ti, quiero verlo a él. Lo necesito. Me acuerdo de todo perfectamente. Por favor, dame a mi bebé.

Era obvio que yo le iba a conceder cualquier petición, por absurda que fuera, pero me debatí por un instante si acaso aquello estaría bien. Estaba tan débil y tenía un aspecto tan cansado. Pero el fervor que había en sus ojos, la forma en la que lo pedía, me acorralaba.

—Aguanta un momento, muñeca —murmuré, sin soltar su mano—. Respira, concéntrate antes. Asegúrate de que puedes mantenerte despierta.

Pero ella era una buena necia. Sacudió la cabeza con vehemencia y parpadeó con fuerza para mantener los ojos bien abiertos. Se aferró con fuerza al agarre de nuestras manos, y estiró la que tenía libre hasta mi mejilla. La acarició con suavidad y murmuró:

—Trae a nuestro bebé, Tony. Por favor.

El retortijón en mi estómago creció hasta lo inverosímil. Incluso así me parecía lo más hermoso del mundo.

—Aquí está tu bebé, Bevs —le respondió Victoria, con un sonido de regocijo en sus palabras.

Beverly abrió los ojos y me soltó para estirar las manos en dirección a la castaña. No aparté la mirada de su rostro, pues me parecía fascinante lo maravillada que se veía. No quedaba rastro de aquel matiz adolorido, pareció disiparse en cuanto su vista se encontró de frente con el antiguo huésped de su panza. Estaba cansada, sabía que lo estaba, pero se esforzó por esconder todos esos sentimientos en cuanto tuvo al bebé en sus brazos. Lo apegó con delicadeza a su pecho y entonces susurró:

—Qué bonito eres, mi amor —entonó un débil canturreo—. Edward.

La miré confundido. Ella lo notó, y me dedicó una pequeña sonrisa avergonzada.

—Me gusta tu segundo nombre —admitió en voz bajita—. Va a tener el nombre de su papá, si tú estás de acuerdo con eso.

Una fuerte sensación, parecida a la conmoción y la felicidad, me llenó el cuerpo. Ella le había puesto mi nombre, y me preguntaba que si estaba de acuerdo. La pregunta ofendía.

—Por supuesto que lo estoy —le respondí, acariciándole la mejilla. Ella regresó su atención al bebé, y dejó escapar una exhalación.

—Aún me gusta tu nombre también, Steve —le dijo. El rubio se encogió de hombros.

—¿El mío? ¿En serio?

—Sí —sonrió—. Además, ustedes dos son un par de esposos. Este también es su hijo de amor, debe llevar algo de ambos.

Todos se echaron a reír, y yo hice un esfuerzo por no ser aplastado por el ferrocarril de emociones que estaba sintiendo.

—Edward Steven Stark —terminó por murmurar.


































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