24 ━━━ Another lesson.
━━━ ❛ HOMINEM IV ❜ ━━━
TONY STARK
—¡Cho! —grité—. ¡Que alguien busque a Cho!
Antes de que Beverly pudiera precipitarse de nuevo hacia abajo, la sostuve de nuevo en mis brazos. Ambos estábamos de pie sobre el charco de sangre, pero eso era lo que menos tenía importancia. Ella seguía borbotando sangre por la boca, como si estuviera a punto de convulsionar. Su rostro estaba tan blanco como un papel y el cuerpo le temblaba tanto que parecía estar congelándose.
—¡Sam, corre de prisa, necesitamos a Cho ahora mismo! —le gritó Rogers al moreno.
—Llama a Victoria, Visión —gritó Natasha de vuelta.
Me quedé helado durante una milésima de segundo, y luego entré en acción como los demás. Natasha se apareció frente a mí como un torbellino y me ayudó a sostener a Beverly, que no paraba de estremecerse como un pez fuera del agua. La pelinegra abría y cerraba la boca en un intento de gritar, pero no vocalizaba nada en absoluto y así era imposible saber qué quería decirnos. Natasha la zarandeó un poco, pero lo único que obtuvo en respuesta fue otro chorro de sangre que salió de la boca.
Mis manos estaban enrojecidas por su sangre, tanto que en un mínimo instante su cuerpo se resbaló de entre mis manos. No sé cómo Rogers pudo sostenerla tan rápido.
—Necesito que me den espacio... —escuchamos a Helen atravesar la puerta, con la respiración agitada. Detrás de ella venían tres muchachas y un muchacho más, parte de su grupo de doctores—. Tony, déjame pasar... Steve por favor...
Escuchaba las palabras como si fuera un zumbido lejano. Sabía que estaban hablando conmigo pero no me inmuté ni hice un mínimo esfuerzo por comprender su significado ni lo que me estaban pidiendo.
—¿Qué está pasando? —le pregunté a duras penas. La doctora se volvió a mirarme con ojos suplicantes.
—Se está asfixiando. Tony, tiene los mismos síntomas del envenenamiento del brazalete.
Me dio la impresión de que me hubieran inyectado agua helada en las arterias.
—¿Cómo...
Mi pregunta se vio interrumpida por un gruñido gutural que se originó a mis espaldas. Con mucha dificultad dejé de mirar el, ahora pálido, cuerpo de Beverly, para volverme hacia los que permanecían detrás de nosotros. Al girar mi cabeza capté el movimiento casi imperceptible que hizo Natasha al dar una zancada en mi dirección, ya que parecía haber escuchado lo mismo. Cuando nos giramos, sin embargo, nos encontramos con algo de lo más extraño.
—¡FUISTE TÚ! —bramó Maximoff contra Harper Volkova. La castaña rojiza hizo su característico movimiento de manos, dando paso a la bruma escarlata que emanaba de ellas, y acto seguido mandó a volar a la otra muchacha contra la pared del fondo.
Harper tardó en reaccionar. Desde el suelo, alzó la cabeza con gesto taciturno y trató de incorporarse. Wanda no quería dejarla levantar, así que volvió a usar sus poderes y pronto el cuerpo de Harper se vio cubierto por la bruma escarlata de la sokoviana. Ella ahogó un grito de dolor.
—Wanda —la llamé, pero ella no se giró—. ¿Tuviste la oportunidad?
Sabía que entendería mi pregunta sin necesidad de hacer otra especificación. No asintió pero tampoco se negó a la posibilidad, simplemente dejó escapar un siseó entrecortado de sus labios. Rogers se paró a mi lado en un santiamén.
—Tony, ¿qué pasa con ella?
—Wanda no puede leerle el pensamiento.
El cuerpo del rubio se tensó junto a mí. Quise soltar una buena cantidad de maldiciones, pero antes de que pudiera hacer otro comentario al respecto, la Volkova gruñó desde el suelo.
—No fui yo —se defendió con pesar. Una risita sarcástica emanó de la garganta de la sokoviana.
—Alguien cambió la medicina que ha estado tomando Beverly por veneno —le dijo en voz ronca, sin liberar su cuerpo—. Te puedo asegurar que ninguno de nosotros lo hizo. ¿Qué estás escondiendo, Harper Volkova? ¿Qué eres en realidad y por qué no me dejas entrar en tu cabeza?
El rostro de la muchacha, que aún yacía en el suelo, se iluminó con sorpresa. Estaba mal pegarle a una mujer, pero me dieron ganas de borrarle la expresión con un puñetazo.
—No te la vas a acabar si fuiste tú quién le hizo esto a Beverly —mascullé, caminando hasta donde estaba Wanda, que seguía sin soltarla.
—¿Qué le hicieron? —cuestionó Harper, en un hilo de voz, como si lo que acababa de decir Wanda no acabara por hacer click en su cerebro—. Se está muriendo, ¿no es así?
Esa pregunta fue lo que me trajo de vuelta a la realidad. Una realidad que me había dejado pasmado al suelo. Me estremecí cuando escuché un jadeo de dolor proveniente del laboratorio.
—Beverly ha entrado en trabajo de parto —gritó Cho, sin dejar de hacer su trabajo en el cuerpo de la pelinegra.
—Eso es imposible —le dije, con la voz rasposa. Me dio la impresión de estar a punto de sufrir un aturdimiento.
Tan pronto como solté aquello, el cuerpo de Victoria atravesó la sala como un huracán. ¿Acaso se había venido volando? Pasó a toda velocidad por enfrente de mí y más pronto que tarde ya estaba dentro del laboratorio, del lado izquierdo de Beverly que aullaba y se quejaba en la camilla. Pese a toda la desesperación y el shock en el que me había inundado, di una zancada hasta donde ella se encontraba y me incliné en su lado derecho. El estómago me llegó a los pies en cuanto le vi el aspecto que tenía: parecía una muerta. Su piel se veía amoratada por alguna razón desconocida, mientras que el rostro lo tenía en blanco, cerca de perder la conciencia. Parecía a punto de desmayarse, como si no tuviera energía, sin embargo, cuando sus ojos se encontraron con los míos, ella se removió en la camilla.
Temblando como diapasón, estiró sus brazos hasta mi rostro y lo tomó entre sus agotadas manos.
—Mi bebé... Tony —hizo un esfuerzo para que las palabras fluyeran de manera correcta y yo pudiera entenderla, pero era difícil para ambos. Sus ojos azules estaban enguajados en lágrimas y negaba con la cabeza a una buena velocidad—. Por favor, prométeme que vas a salvar al bebé. Por favor, Tony.
Me estremecí cuando sus manos apretaron con fuerza mi rostro. El corazón se me pegó a las costillas, palpitando tan precipitadamente que temí saliera disparado de mi pecho.
—No a uno sólo, a ambos. Muñeca, por favor, tú eres la más fuerte de los dos, ¿qué va a ser de él sin ti? No puedes dejarlo.
Beverly volvió a temblar, haciendo que su cabeza bailara de un lado a otro sin parar. Las lágrimas de sus ojos se intensificaron y pronto hubo una mueca de angustia en sus labios.
—¡No, a él! Te lo ordeno, Tony Stark, tienes que salvar a mi bebé. Nuestro bebé. Se está muriendo, se está muriendo... No lo dejen morir, por favor. No lo dejen morir.
—No, no, no, no....
¿Acaso se me había trabado la lengua, o estaba demasiado aturdido como para decir algo coherente? Sentía que los pies se me habían quedado atornillados al suelo, presos de una desesperación y un pavor tan grande como latente. Todo lo demás se volvió minúsculo, sin importancia. Nada más era relevante.
Las dos cosas que amaba con mi vida se estaban muriendo, y yo no podía hacer nada para evitarlo.
Algo tibio me rozó el brazo, a duras penas fui capaz de mover la cabeza para ver de qué se trataba. Era Victoria, que se había movido hasta donde se encontraba la doctora Cho para ayudarla a cargar una silla. La doctora se posicionó en medio de las piernas de Beverly, que ahora se encontraban desnudas y estiradas hacia arriba. La parturienta volvió a soltar otro alarido, esta vez apretando mi mano izquierda con fuerza. Apretó y apretó, hasta que se oyó un ligero chasquido. Me había partido la muñeca. Ignoré el dolor de la mano y continué apretando la suya, con fervor y temor.
—Necesito que me escuches, Beverly —la llamó Cho—. Tu vida y la de tu bebé están en juego, ¿me estás escuchando? El veneno que te aplicaron es letal. Tus órganos empezaron a colapsar de a poco, y yo no puedo salvarlos a ambos. Toda esta tecnología es inútil ante lo que está sufriendo tu cuerpo. Tienes que ser fuerte, muchacha, lucha por tu vida que yo voy a luchar por la de tu bebé.
Otro alarido brotó de la boca de la parturienta, demasiado agonizante para coordinar con palabras.
—Mi bebé... No, por favor, no...
No era consciente de nada más que el latido desbocado de mi corazón contra mis costillas. Sentía la sangre ir mucho más deprisa detrás de mis orejas, como si estuviera a punto de darme fiebre. Mi muñeca y mi bebé... No...
Alguien me zarandeó para que volviera a tomar consciencia. Rogers.
—Beverly, escúchame por favor —la llamó Victoria—. Te prometo que tu bebé va a estar bien, pero no puedes dejarlo sin ti. Tienes que luchar por él.
La pelinegra volvió a negar con la cabeza, incapaz de hacer otra cosa. Apreté su mano, sintiendo el dolor punzante de mi muñeca rota, y ella reaccionó moviendo los ojos en mi dirección, pero era obvio que no veía nada. Al instante se le cerraron. Volví a inclinarme hacia ella, soltándole la mano y acunando su rostro entre mis manos.
—Muñeca, no te rindas —le pedí en un murmuro, muy cerca de su rostro—. Eres más fuerte que esto. Tienes que luchar, por él, por nosotros. Abre esos ojos, muñeca, abrelos para que puedas conocer a nuestro hijo. Te lo ruego, Beverly Anne, regresa. Vuelve conmigo y dale la vida a tu hijo. Él te está esperando.
Entonces, de pronto la encontré tomando mis manos de nuevo. Me apretó la muñeca rota, y con la que le quedaba libre busco a ciegas la mano de Victoria, que estaba del otro lado, y también la apretó, pestañeando para abrir los ojos. Ella estaba buscando de donde apoyarse. Estaba lista para comenzar a pujar.
—¿Lista? —preguntó Cho, desde su posición—. Puja, Beverly. ¡Puja!
Y así lo hizo.
Un sonido chirriante salió de sus labios. Un grito agudo de dolor, como si se estuviera desgarrando de alguna manera. El rostro se le puso rojo de puro esfuerzo, casi llegando al purpúreo en sus mejillas, y apretó con ímpetu el agarre en mi mano. Continué ignorando el dolor, concentrando en ella y en Cho, que había cortado algo con un bisturí entre sus piernas. Beverly continuó aullando por lo que me pareció una eternidad. El sonido de su respiración sugería que se estaba asfixiando, pero no dejó de pujar. Apretaba los dientes con fuerza y cerraba los ojos en un intento de aminorar la carga, pero sabía que estaba sufriendo en el alma. Una hilera de sangre le brotó de la nariz, así que estiré la otra mano y la limpié con mi palma.
Mi mirada se intercalaba. Un segundo en el rostro de mi muñeca, y otro en la abertura de sus piernas, esperando encontrarme con un cuerpo pequeño y chillón. Pero, algo pasó. Beverly seguía gritando de dolor, pero Cho había dejado de hacer algo en medio de sus piernas. Tardé dos segundos en entenderlo: ya había salido el bebé. Y, sin embargo, por mucho que la aguardé, la calma nunca llegó.
—¡Sácalo de aquí, Victoria, ahora! ¡Llévalo al otro laboratorio, necesita una encubadora! ¡AHORA! —le gritó a la súper mujer, que soltó la mano de la madre y echó a correr fuera del laboratorio con un bulto entre sus brazos.
—Cho... —la llamé, con la voz extremadamente quebrada. Aquello no podía ser cierto.
—¿Qué está pasando? —preguntó Beverly, como si le faltara el aire, que seguramente era así—. ¿Por qué mi bebé no está llorando? ¿Por qué no me lo han pasado?
Mi muñeca no pudo terminar de hablar. Otro borbotón de sangre le chorreo de la boca, asfixiándola y dejándola en blanco. Por mucho que quise pensar en qué estaba pasando con el bebé, no pude hacerlo. Beverly se me estaba yendo frente a los ojos. Ella jadeó, jadeó de dolor. Y temí que fuera demasiado tarde. Sus ojos ya no estaban azules: se habían sumido en un color oscuro como la noche, y tenía la mirada perdida en algún otro lugar. Pese a todo, yo la continué mirando, clavado en sus ojos.
Sentí como alguien me jalaba hacia atrás, probablemente para que Cho pudiera acercarse a ella, pero estaba apoltronado al suelo. La doctora se me metió en medio, y yo seguí sin reaccionar. Me volvieron a jalar con más fuerza y me hicieron retroceder. Entonces lo comprendí.
—¡No, Beverly, no! —le grité—. ¿Me oyes? ¡No me dejes, por favor, quédate, muñeca! No me dejes...
No supe qué pasó a mi alrededor. Sólo alcancé a distinguir el rostro fantasmagórico de Beverly, y luego escuché un último alarido que salió de su boca, una última sístole casi sin fuerza. Y nada más.
En el momento en el que mi cerebro pudo hacer click, y pudo asimilar lo que estaba sucediendo, una descarga de adrenalina me subió por la columna. Un relámpago de fuego me quemó la piel, en un intento desesperado por devolverme la razón y la consciencia. Como si no lo hubiera podido evitar, volví la cabeza de un lado a otro, buscando a alguien que me dijera que aquello que estaba pasando no era real. Pero nadie pudo hacerlo, y sólo me encontré de frente con el rostro de Rogers y Romanoff. La pelirroja avanzó hasta donde estaba yo y me tomó la mano mientras que el rubio ponía la suya sobre mi hombro. Ambos tenían expresiones de luto en el rostro, la pregunta era: ¿quién había muerto? ¿Beverly o el bebé?
¿O ambos?
Más allá de ellos, Rhodes y Sam nos miraban en silencio. El complejo rápidamente pareció convertirse en un museo, donde cada persona era una escultura que representaba diferentes niveles de tensión. Sentí un extraño sentimiento, parecido a la ira, cuando mis ojos se encontraron con Harper Volkova. Y aunque su semblante podía percibirse como triste en primera estancia, lo único que despertaba en mi interior eran unas ganas descomunales de cortarle la garganta. Porque no había que pensar demasiado para averiguar quién había cambiado el contenido de la medicina de Beverly por veneno. Era obvio que había sido Vladimir Volkova. Y probablemente ella no era su padre, así como también era probable que no estuviera involucrada en esto, pero por sus venas corría la sangre de aquel monstruo malnacido que me había arrancado lo que más amaba. De alguna manera tenía que pagar por lo que había hecho, no me importaba si primero pagaba ella y después él.
A fin de cuentas, todo esto había pasado tras ella aparecerse en la puerta horas antes. Su maldito nombre era una desgracia. Todo lo que involucraba el «Volkova» era traído desde el mismísimo infierno. Aquél nombre acarreaba una maldición tremenda, tan grande que con sólo juntarlo había llamado a la muerte. Por eso me sentí satisfecho cuando Natasha me soltó la mano y apareció detrás de la mujer de cabellos oscuros, rodeándole el cuello con un cuchillo. Tal vez yo no podía moverme bien o hacer algo coherente, pero mis amigos si podían.
—Te juro que si no le permites a Wanda entrar en tu cabeza ahora mismo, seré yo la que te corte la garganta —le siseó en el oído.
Eso no era suficiente. Como si no lo hubiera podido evitar, di un paso en su dirección. Me miré la muñeca e intenté moverla con cierta torpeza, ignorando las punzadas de dolor. Tras eso, atiné a alzar la otra mano en el aire, esperando sentir la pieza de la armadura enrollarse sobre mi piel. Cuando lo hizo, la pelirroja dio un respingo hacia atrás de la impresión y soltó el cuello de la mujer. No se vio libre por mucho tiempo, porque pronto la tomé del mismo lugar, ejerciendo fuerza con la parte de la armadura.
—Si nos estás mintiendo —comencé, y yo mismo me sorprendí de lo quebrada que sonaba mi voz—. Si tú estás ayudando a Vladimir en esto, si estás involucrada en lo que acaba de pasar... Te juro, Harper Volkova, que yo mismo te voy a matar. Te voy a perseguir hasta el fin del cielo y del infierno y te voy a hacer pagar por todo el daño que tu padre le causó a la mujer que amo.
Los ojos desorbitados de la muchacha me miraron suplicantes. Lo más probable era que se estuviera asfixiando por la presión, pero no la solté al instante. Ella abrió la boca, buscando un poco de aire, y cuando el rostro comenzó a ponerse rojo fue que la dejé ir. Empezó a toser con las manos pegadas al cuello, luego, alzó la cabeza en nuestra dirección. Pero no pudo verme la cara, así que prefirió dirigirse hasta Natasha.
—Si la dejo mirar dentro de mi cabeza —dijo, en medio de una tos gutural—, tienen que prometerme que van a guardar el secreto. Estaría cometiendo traición a mi país.
Puras estupideces que no quería escuchar. No quería verla, no quería oírla. Todo en ella me recordaba a Nadine y a Vladimir, y la sensación de asco y odio que emenaba de eso me embriagaba por completo. Era mejor si dejaba que Rogers se encargara de esto, era muchísimo mejor si yo me alejaba de esa criatura demoníaca que era Harper Volkova. Cuando le di la espalda al resto de los Vengadores, y mis ojos se encontraron de frente con el laboratorio anexo, otra oleada de dolor lacerante que llegó al alma. Mientras que Helen permanecía haciendo esfuerzos sobre el cuerpo inherente de Beverly, un grupo reducido de los doctores que trabajaban con Cho estaban con Victoria haciendo algo en el pequeño cadáver del bebé. Me di la vuelta otra vez y me fui por la puerta con paso lento, muy lento.
Es que eso era lo único que quedaba de ambos: un par de cadáveres, víctimas de un esfuerzo sinsentido ya que era imposible traerlos de vuelta a la vida. Allí no había nada más, pero todos seguían esforzándose sobre ellos como si aún quedara una gota de esperanza.
Una oleada de fuerza, dividida entre el odio y la desolación, cruzó por mi mente, quemándolo todo y sin borrar ni un recuerdo. De la manera más insoportable de todas, en ese momento, todo lo que había pasado en los últimos siete meses acarreó en mi consciencia.
Había desperdiciado siete meses insoportables, tratando de protegerla de cualquier mal posible, incluso soportando que me odiara y haciéndole creer que ella no me importaba ni un ápice, ¿y para qué? ¿Para que de igual manera hubieran terminado por arrancarla de mis brazos justo frente a mis narices? ¿Para que me hubieran dejado pegado como un idiota mientras le absorbían la vida poco a poco? Quizás y podía ser mi culpa. Me concentré tanto en buscar a Nadine, creyendo que con ella encontraría respuestas referentes a Vladimir, que me volví ciego a lo que tenía delante. La amenaza siempre estuvo cerca, ninguno la vio venir, y fue la que terminó por arrancarle la vida del pecho a Beverly. Lo que la mató poco a poco, en silencio, sin que ninguno fuera capaz de advertirlo.
¿Por qué había desperdiciado siete meses con ella, resignándome en mi absurda creencia de que la estaba protegiendo, si aún así había terminado perdiéndola? Hubiera podido aprovechar esos siete meses hasta el infinito. Ella hubiera podido estar conmigo de todas las maneras posibles, porque yo hubiera podido hacerla feliz justo como ella se lo merecía. Pero no, yo había preferido irme por la tangente y arriesgarlo y dañarlo todo pensando que la estaba cuidado y resulta que había sido yo quién prácticamente la había terminado matando.
Si existía algún mantra para mi vida, definitivamente sería: «cargado de buenas intenciones pero tomando las peores decisiones para lograrlo».
Error tras error. Las posibilidades siempre estuvieron en nuestra contra, una y otra vez, y yo tampoco había contribuido demasiado en eso. Yo sólo quería protegerla, cuidarla, quería librar a mi pobre muñeca de ese tormento despiadado que era Vladimir. Y no lo había logrado. Había fallado estrepitosamente en la única cosa que me había propuesto. ¿Cómo se suponía que iba a vivir con eso ahora? No, sí había algo por lo que vivir: buscar al desalmado de Vladimir, porque él no tenía derecho a existir. No tenía derecho a caminar por ahí ahora que le había arrancado la vida del pecho a Beverly y a mi hijo. ¿Cómo había logrado meterse aquí, en silencio, para destruirle la vida incluso mientras ella pensaba que él estaba muerto? Ella nunca supo la verdad. Nunca se enteró de su regreso, y aún así, con toda su ignorancia, pagó el precio más caro.
Estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad y pánico en forma. Así que me llevé una mano al pecho, apretando la zona que de repente había empezado a doler, y busqué una pared de la cual recostarme. Se me doblaron las rodillas y me vine abajo, sintiendo como el corazón estaba a punto de estrellarse contra mi pecho para estallar en mil pedazos. Y entonces, sin poder evitarlo, una lágrima resbaló por mi mejilla.
Un sonido nuevo llegó procedente del otro lado de la sala. Y no sólo uno, a ese sonido se le unieron un grupo de gritos inarticulados, parecidos a un clamor de felicidad.
El llanto de un bebé me llegó a los oídos.
—Está respirando, Tony. ¡Está respirando! Está respirando por sí mismo, no va a necesitar oxígeno suplementario —me habló Victoria, inclinándose hacia mí en el suelo—. Dos kilos y trescientos veinticinco gramos. Mide cuarenta y siete centímetros.
No pude reaccionar a eso como me hubiera gustado. El alivio que sentí al escuchar aquello fue inminente, sin embargo, mi corazón aún estaba desgarrado. Era un bebé sin madre y con un padre que no servía para nada bueno. ¿Qué cosa podía ofrecerle yo?
—Tony... —me volvió a llamar Victoria, buscando mi mano. Al ver la muñeca rota, resolló.
—¿Qué caso tiene? —le dije a duras penas—. Ya no tiene madre.
—No digas tonterías —me gruñó—. Beverly aún no ha dado el último respiro. ¿Acaso ya te rendiste?
Le dediqué la expresión más sarcástica que pude improvisar.
—Está muerta desde hace rato. Se esfuerzan sobre un cadáver. Ya no va a reaccionar porque en ese cuerpo no queda nada de vida.
El sabor amargo que me quedó en la boca después de haber soltado aquello fue espantoso. Mi amiga castaña me miró sin poder creer lo que le acababa de decir, así que sólo atinó a mover la cabeza con incredulidad. Pero, era cierto, ¿por qué querían seguir esforzándose encima de algo que ya no podía volver? ¿No era alargar más el sufrimiento? ¿Para qué tener falsas esperanzas de que podía ser revivida? El huracán ya había pasado y había destruido todo, no había dejado nada en pie, lo único que quedaba era la devastación y la soledad. Los sentimientos propios del desastre. Ahora ya no había que preparar ninguna bienvenida, ahora lo que se nos avecinaba era un funeral.
No quedaba rastro alguno de la mujer que había amado. O quizás sí, sí quedaba una parte de ella aún, pero sin ella, ¿qué caso podía tener? Se había ido odiándome, pensando que no la quería, que sólo había jugado con ella y que no me importaba ni un poco. No pudo conocer todo lo que mi corazón quería darle, no alcanzó a cargar a su bebé, no pudo sonreírle una última vez ni tampoco pudo verlo crecer. Todo se lo arrancaron antes de que pudiera tocarlo.
Mi muñeca se había ido, y se había llevado mi corazón con ella.
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