01 ━━━ Merchant of death.
━━━ ❛ MOMENTUM I ❜ ━━━
—El miedo te hace sentir algo, ¿cierto? Te recuerda que sigues con vida, le da un nuevo significado a la pérdida e incluso puede forjarte como persona. Una de las mayores y más grandes búsquedas de la humanidad, desde hace muchísimo tiempo, ha sido la erradicación parcial, o completa, de la parte de nuestro cerebro que nos hace temer. Pero eso se escucha mal, ¿verdad? ¿Qué seríamos sin un poco de miedo? Sin ese pequeño interruptor que nos recuerda constantemente que tenemos algo que perder. Asustarse está bien, lo que no está bien es dejar que el miedo nos defina. A veces nos mantiene a salvo, pero a veces tenemos que superarlo. Es un deber individual que yace dentro de todos nosotros.
Me incliné hacia adelante, con los brazos y las piernas cruzadas.
—¿Por qué estamos hablando de miedo?
—Por tu renuencia a hablar de eso en primer lugar —resolvió ella con asentimiento de cabeza severo—. Beverly, ya te he preguntado tres veces a qué le temes.
—Y yo no he respondido porque no le tengo miedo a nada —repetí, de nuevo.
La doctora Kelsey Johns negó con una expresión cargada de desaprobación. Era una mujer de edad avanzada, de cabello blanco y piel arrugada que estaba empleando el tiempo de su —y mi— noche libre para psicoanalizarme. Una psiquiatra amiga de la familia que solo estaba haciendo esto como un tipo de reacción colateral a las preocupaciones infundidas de Hannah Blackwell.
Increíblemente divertido, ¿no?
—No hay tal cosa como el miedo a nada —continuó diciendo—. Bevs, estamos haciendo esto para ayudarte.
—No —levanté el dedo índice—, estamos haciendo esto porque mi abuela cree que estoy loca, lo cual no es el caso. Soy doctora, ¿sabía? No tendría licencia para practicar medicina si estuviera loca.
La doctora Johns movió los dedos de su mano derecha contra su rodilla; un repique corto que simuló concentración.
—Hannah cree que has estado bajo una carga de estrés pesada últimamente, ¿está equivocada?
—No estoy estresada —le aseguré.
—Voy a necesitar que seas honesta, Beverly.
Me dejé caer contra el espaldar del cómodo sillón blanco que estaba en el medio de su consultorio y respiré hondo. La doctora Johns no era una mala persona, de hecho, ella era excepcional. El problema era yo.
No en un tipo de situación «no-me-gusta-hablar-sobre-mis-sentimientos», eso hubiera estado bien si el momento no fuera tan malo. La renuencia viene frecuentemente del estrés, y sí, dije que no estaba estresada pero la verdad era que sí lo estaba. Bastante.
Consideré mi respuesta por un largo y tedioso minuto.
—Bueno, quizás sí estoy un poco estresada —concedí, a lo que ella asintió—. Pero tengo todo el derecho de estarlo. No pasa diario que te enteras que un tipo de organización nazi y terrorista te tiene en su radar y que, además, tu madre, quién también resulta ser una espía y asesina desertora de la desaparecida Unión Soviética, tiene que ver con todo eso. Despertarte y saber que quieren tu cabeza, o más específicamente tu muñeca, puede ser un servomotor de estrés bastante efectivo.
La doctora Johns no alteró ni un solo músculo de su cara.
—El sarcasmo y las mentiras son el nivel más infantil con el que se lidia con el estrés, Beverly. Estás mal.
Ella pidió honestidad, y eso fue lo que le di.
—Estoy perfecta —corregí.
—Para mí, estás asustada por algo —volvió a decir—. Sé que tu padre murió cuando tú aún eras una niña, y eso por sí solo puede ser un canalizador potente de temores, ¿lo has considerado? La manera en la que expresas tu ansiedad mediante una retorcida y macabra metáfora de caos y persecución en la que tú eres el objetivo incluso puede denotar pánico. Y tu trabajo... Tú eres una brillante cirujana, Beverly. Todos los días estás rodeada de sangre, pérdidas y dolor ajeno. Eso puede ocasionar un daño terrible a tus nervios. Me da la impresión de que es a la muerte, lo cual es una reacción completamente normal y justificada tomando en cuenta tu historia familiar y lo que haces para vivir. Tus abuelos no se están haciendo más jóvenes y tu madre está fuera de la ecuación. Tenerle miedo a la muerte es algo natural.
Le clavé la mirada con cierto aire hostil.
—Si le voy a tener miedo a algo, cosa que no tengo y ya le he repetido hasta el cansancio, no va a ser a la muerte, doctora Johns. Yo no tengo miedo de morir y ciertamente no me da miedo que alguien más muera. Es parte de la vida.
—Eso puede hacerte daño —señaló. Su tono de voz, de pronto, se tornó austero.
—¿Por qué?
—No tenerle miedo a la muerte es algo muy peligroso, doctora Blackwell —alzó la barbilla—. Todos debemos respetar los límites entre lo que hay y lo que habrá.
Guardé silencio.
—Aprecio el esfuerzo y la consulta, doctora Johns. Sé que lo hace por mi abuela —me puse de pie—. Pero estoy bien y creo que ya terminamos aquí. Cuídese y me saluda a su hija, hasta pronto.
Dejé su consultorio con un pensamiento algo conflictivo con el que no pude ponerme de acuerdo. No me gustaba pensar en el miedo, y mucho menos en lo que eso traía. No me gustaba pensar en mí de manera básica, no disfrutaba el balance personal de lo que te hace ser humano y menos en los detalles sórdidos de una vida complicada. Ese no era mi estilo. Era más fácil mirar adelante que hacia atrás; así no se te adormecía el cuello.
Iba por el vestíbulo cuando mi celular comenzó a vibrar. Miré el número que se extendía por toda la pantalla y puse el altavoz.
—¿La cosa no fue bien con los argentinos, eh?
Jess bufó, evidentemente descontenta.
—Fue demasiado bien, diría yo. El problema es Kate —anunció, con una gota de fastidio en su voz—. No puede ni con su propia alma, y sé que tú ya estás en casa, lamento tener que llamarte para esto. Es que yo no puedo sola con una Kate Saa borracha, es como si tuviera la fuerza de Thor.
—Estoy bastante segura que ese divino dios del trueno es bastante más fuerte que una escuálida y débil veterinaria —me eché a reír mientras caminaba.
—Lo siento, Bevs. ¿Vas a venir?
—Ya tengo las llaves del auto, voy en camino.
Detestaba conducir de noche a Manhattan. La casa de mis abuelos estaba casi en las afueras de Nueva York, puesto que a ellos no les gustaba para nada el bullicio de la gente y consideraban aquella ciudad demasiado ruidosa y ostentosa, pero allí se habían criado y allí morirían, por palabras de ellos mismos. Sin embargo, yo no era muy fan de aquellas carreteras, aunque tenía que echarme un recorrido por ahí casi diariamente. En parte compartía aquel pensamiento que tenían mis abuelos, cuando un sitio desbordaba de personas no significaba nada bueno, y cuando tus sentidos se mantienen en alto la mayor parte del tiempo se vuelve tedioso, y de cierta forma, cansado. De todas maneras, el club donde estaban ellas con los argentinos no estaba muy en el centro, eso significaba que me iba a echar una escapada del tráfico.
No me molesté en marcarle a Jess en cuanto crucé la esquina adyacente al club. Intuí que me estarían esperando afuera o simplemente seguirían dentro, en los sillones, luchando con las incoherencias que hacía y decía Kate en su estado de embriaguez. Por fortuna para todos había un espacio vacío en la acera del frente del local, por lo que apagué el motor del auto y salí en busca de mis amigas. No estaban en la entrada y tampoco en las mesas o sillones de la terraza o el frente, eché un vistazo a mi alrededor y tampoco las vi cerca. No puede ser que se hayan perdido.
Cuando entré de nuevo al club éste continuaba desbordado de personas arremolinadas unas con otras. La música estaba excesivamente alta y bebidas iban y venían en manos de las camareras. Eché a andar para buscarlas, pero me fue imposible verlas. Maldije en mi fuero interno, ya estaba bastante irritada a raíz de mi consulta con la psiquiatra, esto solo me ponía de peor humor. Giré sobre mis talones y seguí buscándolas, pero me fue imposible verlas ya que un corpulento hombre de piel bronceada se había detenido frente a mí, imposibilitándome avanzar y mirar lejos de él.
—¿Bailas, preciosa?
Sentí un ramalazo por toda mi espina dorsal que me dio escalofríos. La voz densa y tosca de aquél hombre me llenó los oídos y fue capaz de inundarme de tensión en un segundo.
—Estoy ocupada —solté, moviéndome hacia la derecha para avanzar lejos de él. El hombre de piel bronceada me tomó por un brazo y me regresó a mi sitio. Lo miré con ojos desorbitados por la incredulidad y chasquee la lengua. Su mano continuó apretando por encima del codo de mi brazo derecho y apreté mis puños—. ¿Cuál es tu problema, grandote? ¿Una chica nunca te ha pateado el trasero y tienes ganas de experimentar?
—Estoy seguro de que puedes intentar patearme el trasero —se encogió de hombros, y una sonrisa blanca como la cal le iluminó el rostro, contrastando de manera perturbadora con su piel oscura—. Pero creo que a Jess y a Kate sí les gustaría bailar.
Me enderecé y sentí la tensión recorrerme la columna. Sólo esas palabras fueron suficientes como para que se me dispararán todos y cada uno de los sentidos y músculos de mi cuerpo; con un nudo en el estómago le clavé la mirada de manera seca al corpulento moreno, poco a poco fui abriendo los dedos de mi mano, sintiendo aquella característica sensación de serpenteo envolver mi mano y mi muñeca. Él apretó con mucha más fuerza el agarre al percatarse de aquello.
—Yo no lo haría si fuera tú, Beverly —murmuró con voz queda—. Alguien quiere verte.
—Dame a mis amigas. Ahora.
—Ellas también te están esperando —me soltó y se dio la vuelta, sin siquiera esperar a que le respondiera algo. Lo único que vi fueron sus anchos hombros apoderarse de mi visión en ese momento, avanzó unos cuantos pasos lejos de mí antes de gritar por encima de la música—: ¿Vienes o no, preciosa?
¿Ve, doctora Johns?, refunfuñé para mí misma. Tengo razones suficientes para estar estresada.
Cada músculo de mi cuerpo entró en tensión cuando las escaleras del club se desvanecieron y frente a nuestros ojos apareció una imponente puerta de hierro. El vestíbulo en el que se encontraba estaba en penumbra, a penas y se visualizaba el piso con poca precisión para caminar y no tropezarse con algo. El moreno seguía delante de mí, con la vista clavada en semejante puerta, como si estuviera esperando que ésta se abriese mágicamente. Sentí una suave descarga caliente atravesar la sangre de mis venas y no podía ayudarme más que con cerrar los puños. De no ser porque Jess y Kate estaban quién sabe dónde, y este moreno sabía dónde estaban, hace rato que me habría largado lejos de todo este circo. Demonios, ¿acaso no tenían algo mejor que hacer? Dormir, por ejemplo.
—Él estuvo esperando bastante rato para verte —anunció el moreno, tras darle tres golpecitos seguidos al hierro de la puerta. No lo estaba viendo, pero estaba segura de que había sonreído después de hacerlo—. No eres alguien fácil con la que tratar, ¿lo sabías? Además de muy escurridiza.
—Estoy segura de que los atributos de mi personalidad no son por lo que me estabas buscando —mascullé de mala gana—, ¿o sí?
Una tosca risa se abrió paso por sus cuerdas vocales e inundó la penumbra del pasillo. Aquello era demasiado irritante, ¿en serio estaba disfrutando aquello? Estaba tratando de hacer la vista gorda acerca del posible problema en el que no sólo me había metido yo, y aquél mastodonte de perturbadora sonrisa estaba disfrutando cada minuto de esto.
—¿Qué es tan gracioso?
—Es muy divertido ver a una Blackwell retenida, sin poder mostrarse como le gustaría —replicó sin dejar de reír, luego se giró a verme—. Tus amigas no tienen ni idea, ¿cierto? Eres afortunada, Beverly. Ellas están dormidas. Consideralo como un favor.
La dediqué la expresión más sarcástica que pude improvisar. En ese momento cada una de mis terminaciones nerviosas comenzaron a trabajar de forma exagerada. Me aguanté las ganas de atestarle un puñetazo en aquella retorcida sonrisa y me conformé con respirar hondo. La gigantesca puerta de hierro se abrió delante de nosotros y el moreno dio una zancada dentro de ella, haciendo un ademán con la cabeza para que le siguiera la pista.
Nos hallábamos en un inmenso salón de apariencia normal e intensamente iluminado. En el techo, distribuidos irregularmente, habían al menos una decena de luces fluorescentes de un resplandeciente color azul. Aquél salón resultaba incluso más escalofriante que el anterior pasillo que estaba en penumbra eterna. Habían alrededor de unos quince hombres equipados con armas de extraña apariencia en los alrededores. Sin embargo, lo que logró llamar la atención fue un hombre de edad media y robusto, que llevaba puesta una bata de doctor de un color gris plomo.
—Monroe, al fin llegaste —se dirigió al moreno que seguía delante de mí—. El Herr Strucker me está esperando, ¿no pudiste apurarte más? —dirigió su mirada detrás del hombro del moreno y la clavó en mí. Alzó una ceja con sorpresa y una sonrisa torcida le iluminó el rostro—. Oh, veo que has traído el encargo.
Alcé una ceja.
—¿De qué se trata todo este circo? —murmuré con la voz cavernosa. El doctor continuó mirándome de manera inexpresiva y asintió con la boca ligeramente abierta.
—No eres fácil de atraer, Beverly Blackwell —su voz me dio escalofríos—, por suerte tus amigas han sido de ayuda. Ahora, sólo necesito una cosa de ti...
—Si tengo que pedirlo de nuevo no va a ser amablemente —lo interrumpí—: Deme a mis amigas en este momento.
Una sonrisa torcida se abrió paso por su rostro.
—Me temo que aquí no se trabaja así.
Lo siguiente que sentí fue un calor recorrerme la columna y después todo se volvió negro.
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