|Capítulo 03|

Hatsuriho.

"Acechando como tiburones, atraídos por mi sangre

El temblor de mi cuerpo delata mi debilidad.

Un paso en falso me costará todo.

Floto a la deriva en un océano que exige devorarme."

...

Odiaba madrugar. Desde niño, prefería mantenerse en su cómoda cama cubierto por sus sábanas de suave seda hasta al menos mediodía. Sin embargo, no tomó en consideración el hecho de que en este momento, estaba en medio de un país cuya guerra civil parecía inminente, y aquellos soldados rebeldes se levantaban a primera hora de la mañana para empezar a organizarse.

Siendo franco consigo mismo, tampoco es que hubiese podido conciliar el sueño. Entre los ronquidos de Ángelo, los disparos de los soldados durante la noche, y sus sentimientos encontrados por lo que había escuchado antes de huir despavorido, solo consiguió descansar durante unas tres horas. Únicamente para despertar con una horrible jaqueca, acompañado por un muy mal humor. Salió de la tienda donde había pasado toda su mala noche, inhalando profundo el fresco aire en un vano intento por relajarse.

Raymond les ofreció desayuno antes de marcharse. Pero él fue el único que se negó a comer. No le apetecía, estaba cayéndose del sueño, y eso sumado a su mal humor por lo resentido que se encontraba con Aina... no era una buena combinación. Aina se extrañaba al verlo, porque cada vez que intentaba conversar con su hermano, este entrecerraba sus ojos y fruncía los labios, dando una respuesta tajante antes de alejarse.

El pecoso notaba, obviamente, las muecas que Aina le hacía ante su mala actitud, pero no reclamó nada por motivos que no era capaz de entender. Aunque quien si reclamó algo, fue Ángelo. Este se acercó a Akemi para codearlo, aprovechando que Aina se había encaminado a buscar unos caballos para emprender su camino hacia un destino que el castaño no conocía, ni quería conocer.

-¿Qué diablos te sucede, bastardo? -susurra el rubio, con su ceño fruncido y su nariz arrugada. Akemi lo ve de reojo, con dos sacos negros bajo sus orbes celestes, como señal de cansancio. -Tu mal humor está contagiando a Aina, ¿qué te sucede?

-¿Por qué te lo explicaría? -dice con desdén. Pero su tono, arrogante, desde la percepción de Ángelo, solo lo molesta más. -Para empezar, no somos amigos. Y estoy seguro de que sabes lo que mi hermana se trae entre manos.

-¿De qué demonios estás hablando?

-No finjas demencia, yo no soy ningún imbécil para ser tomado del pelo. -Akemi levantó su barbilla, encarando al de orbes verde esmeralda, quien imitó su lenguaje corporal. -Tú y tus amigos esos tendrían que saber perfectamente que mi hermana no dijo más que mentiras allá, en ese inmundo barco. No quería traerme de vuelta por extrañarme, me quería de vuelta para no se qué de un ritual.

Contrario a lo que Akemi esperaba, Ángelo alzo las cejas y dejó su boca entreabierta, con un pequeño grito ahogado escapando de esta. Dio dos pasos hacia atrás, y después, miró a sus costados. El pecoso vio de reojo, pero no había nadie alrededor. El rubio volvió a caminar frente a él, tomándolo sorpresivamente de los hombros.

-¿Cómo que un ritual? ¿Qué coño me estás diciendo?

-Yo n-no tengo idea. -admitió, incómodo por el abrupto cambio de actitud en el más bajo, quien parecía aterrado. -Los escuché anoche. A mi hermana y a los otros dos, Lilieth y...

-...Kirotsu. -culminó Ángelo. Su mirada verde se desvió al suelo, volviendo a tensar su expresión a una de nervios. -Pero, espera ¿tú como escuchaste todo eso?

-Me sentía mal, no podía dormir. -(Por tus ronquidos de animal...). -Así que me levanté a buscar aire fresco, y terminé escuchando la plática entre esos tres.

-...Es extraño que Aina no notara tu presencia. O Kirotsu, si quiera.

-Mencionaron a una tal Louisa. Que debían decirle que los preparativos para el ritual los cancelarían hasta que yo me "hubiera enterado". -hizo las comillas con sus dedos.

-Carajo... debí suponer que mi hermana tramaba algo cuando empezó a escaparse en la noche. -Ángelo chasqueó la lengua. -Creo que sé qué es lo que quieren hacer. No es exactamente algo que... ¿cómo decirlo? Algo que aprobarían los dioses de nuestra religión.

-...Mizagawa. -el nombrado desvió la mirada, quitando sus manos de los hombros de Akemi para poder abrazarse a si mismo. -¿Qué quiere hacer mi hermana conmigo? Si lo sabes, por favor, dímelo.

-Es una suposición. -aclaró el rubio, cerrando sus ojos unos breves momentos. Infló su pecho para dar una profunda exhalación después, y volvió a mirar a Akemi con la preocupación pasmada en su mirada. -Así que promete que no vas a alterarte. ¡Mucho menos decirle a alguien que te dije algo! Recuerda que puedo matarte.

Lo amenazó, golpeando el medio de su pecho con su dedo índice. Akemi ni se inmutó, y se limitó a asentir frenéticamente con la cabeza, de modo que Ángelo pensó que su cabeza se desprendería de su cuello en algún punto.

Volvió a mirar, dudoso, a sus costados. Hasta que se animó, y se acercó un poco más al pecoso de rizado cabello castaño, quien se inclinó hacia adelante para poder escuchar mejor lo que el mas bajo tenía que decir.

-Aina lleva un tiempo con la descabellada idea metida en la cabeza de querer comunicarse con las antiguas diosas de Séfora. -susurró. Había vuelto a tomarlo de los hombros, y desviaba su mirada al suelo. Estaba alerta ante cualquier persona que decidiera hacer acto de presencia. -Y lo sé porque ya lo ha intentado en el pasado. Tu y ella tienen sangre real de la familia real de Hittarou, los Reiss. Pero hay otros herederos de las otras naciones además de ustedes.

-Cierto... ella me lo había mencionado. -un suspiro salió de la boca del pecoso. Ángelo asintió con la cabeza.

-Makoto Ogawa de la familia real de Mitsukko, y Máriah Monroe de la familia real de Tsukuttan. Aun no encontramos herederos de la familia Fritz de Karum, nación del aire, pero estamos en ello. Como esos dos, junto a Aina, tienen sangre real, tu hermana quiso poner a prueba una antigua profecía.

-¿Invocar a las diosas mediante el ritual del que los oí hablar?

-No te hagas una idea errónea, no piensan sacrificarte. Pero quieren que sacrifiques tus principios religiosos para que los ayudes a llevar a cabo el ritual de invocación. Personalmente, siendo tú, les haría caso. No creo en las diosas, por tanto no puedo decidir por ti ni dar mi opinión. Pero ¿quién sabe? Quizás nos sorprendas a todos.

Ángelo se alejó levemente de Akemi, quien trataba de digerir todo lo que acababa de escuchar.

-P-Pero ¿por qué yo? Dijiste que hay otros de sangre real. Entonces ¿Por qué yo?

-Porque tanto tu hermana como los otros no tuvieron éxito. Si, se supone que por ser de la realeza, deberían poder establecer un vínculo con los antiguos dioses. Pero no han tenido resultados, así que quieren intentar contigo.

-¿Qué me harán si fracaso?

El rubio se encogió de hombros, enterrando sus manos en los bolsillos de su pantalón. Akemi suspiró, sintiendo ansiedad y con su mente haciéndose mas de mil escenarios donde su hermana lo mandaba a mejor vida si fracasaba con el ritual.

-...Bueno, supongo que me iré ahora que aclaré tus dudas.

-¡Espera! -Ángelo no había dado ni un paso, cuando sintió su mano ser jalada por Akemi. Levantó la cabeza, viéndolo por encima de su hombro con el ceño fruncido por una visible confusión. Akemi bajó la mirada, avergonzado. -Sé que empezamos con el pie equivocado, así que quiero pedirte una disculpa formal.

-Oye, oye. No hagas eso. -El rubio movió sus manos, en señal de negación. Sus mejillas se sonrojaron levemente al ver la reverencia que el pecoso le ofrecía. Rascó su nuca, desviando la vista unos momentos. -Pero te agradezco. Supongo que también lamento haberte casi asesinado... y haberte cortado tu cachete. A veces dejo que me ganen las emociones.

Akemi se cubrió con su mano la pequeña herida mencionada, en su rostro. Negó con la cabeza, restando importancia al asunto.

-Eres la persona en quien mayor confianza tengo ahora, por irónico que parezca. -Un sonoro "Tsk" y una sonrisa amplia y divertida se apoderó de la expresión de Ángelo. Los labios del pecoso se curvaron levemente, contagiado por el gesto del rubio. -¿Es posible que podamos seguir hablando en otra ocasión?

-¿Así piden los de la realeza amistad? -Pregunta el rubio, arqueando la ceja y sonriendo. Divertido por la extrañamente reconfortante situación. Akemi rio por lo bajo, y se encogió de hombros.

-Tal vez. -se limitó a decir. -¿Aceptas mi amistad?

-Si me dejas golpearte como lenguaje de cariño, entonces sí. No veo por qué no.

Ángelo le palmeó el hombro, antes de alejarse a paso apresurado. Al instante en que desapareció de su campo visual, la sonrisa del castaño se borró, y su mirada se volvió fría.

-Idiota.

Se acomodó las mangas de su suéter, viendo el anillo que estaba en su dedo anular. Su ceño se frunció levemente al ver el objeto, y decidió desprenderlo de su cuerpo. Lo tomó con cero delicadeza y lo guardó de mala gana en su bolsillo. Se alejó de donde estaba antes, pensando en cómo podía aprovechar la información que Angelo le había dado. Planteándose seriamente la idea de ganarse la confianza de otros para cerciorarse de que no se le escapase nada.

Mientras caminaba de vuelta al centro del campamento de rebeldes, el significado de ese anillo en su dedo comenzó a golpear en su cabeza. Recordaba el día en que Junta se lo había obsequiado, y no se lo había quitado hasta entonces porque le gustaba lo sofisticado que era.

"¿Realmente eso es lo que quieres"

"¿Realmente disfrutas de fingir indiferencia?"

"¿O acaso solo pretendes que no te importan para no extrañar a nadie?"

Aquellos pensamientos en su cabeza detuvieron su caminar en seco. Sus ojos temblaron levemente, amenazando con derramar lágrimas. Aun así, nada le salió. Apretó sus puños con impotencia, volviendo blancos sus nudillos. Detestaba sentirse tan herido y confundido a la vez.

-Ahí estás, enano.

El pecoso salió abruptamente de su trance al escuchar la voz de aquella a quien llamaba "hermana". Levantó su mirada del suelo, encontrándose con el rostro cicatrizado y la mirada rubí de Aina, quien le sonreía con calidez.

-Los corceles están listos, es hora de continuar nuestro camino para llegar a Hatsuriho antes de mediodía. -le dijo la castaña. Akemi se limitó a asentir con la cabeza, pero la silenciosa respuesta y su semblante tan serio hicieron que Aina quisiese preguntar: -¿Estás bien, hermano?

-Sí. Solo estoy cansado, no pegué ojo anoche. -con tanta naturalidad como su rostro le permitía, sonrió pese a su descarada mentira. La mujer lo escudriñó con su mirada, entrecerrando los ojos. Aquella mirada juzgadora puso a Akemi de los nervios.

-¿Estás seguro? ¿No hay nada que quieras decirme?

Casi duda, pero logró mantener su tono de voz tranquilo.

-No.

-En ese caso, toma tus cosas y mueve esas patas, que para algo las tienes. Tenemos que llegar pronto a Hatsuriho, de lo contrario iniciará el primer turno de los guardias diurnos, y tendremos problemas.

-¿Hatsuriho?

-Ya verás. -Aina se alejó, levantando el mentón y sonriendo por encima de su hombro a su hermano. -Te va a encantar.

Quiso refutar sus palabras, pero no tenía ni siquiera ganas de llevarle la contraria. Por tanto, se limitó a seguirla.

Antes de partir, la gente del campamento se reunió para despedirlos. El grupo se reunía bajo el manto de una mañana tranquila, la paz del paisaje verde y exuberante contrastaba enormemente con la oscura realidad de la guerra que acechaba más allá de las fronteras. El sol se filtraba suavemente entre los árboles, iluminando los campos de hierba que se extendían hasta donde la vista alcanzaba, mientras las aves trinaban de fondo su ya conocida canción.

El señor Raymond, con su rostro arrugado y canoso cabello, se tomó la molestia de bendecir un poco de agua que yacía en un cuenco de madera, sostenido por uno de los miembros más jóvenes de su pequeño "ejército", si pudiera llamarse así. Con un rosario de cuarzo rosa, bendijo a los cinco, uno por uno. Él ultimo siendo Akemi. Quien miraba con una ligera mueca de disgusto, debido al contacto físico, cada movimiento del anciano. Su mano izquierda estaba suspendida a la altura de sus costillas con el rosario de cuarzo colgando de sus dedos, y su mano derecha la elevaba, mostrando sus dedos índice y corazón, que previamente había mojado con el agua bendita.

-En el nombre de Makíea y de Moh-Rrat... -El hombre movió la mano derecha y, con calma, trazó una cruz con el agua bendita en su frente. Bajó a su pecho, y repitió la acción. -...De sus hijas, y de los espíritus misericordiosos... Al castaño le temblaban levemente las manos, movía sus dedos con ansiedad y fruncía sus labios. Raymond finalizó con dos cruces más en cada uno de sus hombros, y tomó las manos del pecoso para que sostuviera con las suyas, el rosario. -...Rezo para que los protejan de los peligros que los acecharán. Rezo por una vida plena para todos. Rezo para que regresen sanos y salvos. Que así sea, en el nombre de la sagrada familia.

Finalmente, el jorobado anciano lo soltó. Tanto él como el joven pecoso se ofrecieron una mutua reverencia, y Akemi volvió al lado de su hermana y sus compañeros -cabe destacar que Keiichi y Ángelo se habían estado riendo en silencio ante las graciosas muecas de incomodidad del castaño durante el rezo de Raymond-.

-Muchas gracias, señor Raymond. -Aina inclinó su cabeza levemente, sonriendo al anciano. Este le devolvió la sonrisa de la misma manera.

-Les deseo la mejor de las suertes. Eviten a los soldados tanto como puedan, pero si tienen la ocasión, denles una buena paliza de mi parte. -dijo Raymond, su voz grave, pero cálida. Aina rió, asegurándole que así sería.

-Lo haremos, ¡nuevamente, muchas gracias! Siempre contamos con su ayuda. -respondió Evelyn, con su habitual energía, un brillo en sus ojos.

Tras ensillar a sus caballos, los soldados, junto a su confiable líder, se despidieron de forma cálida y alegre. Movían sus manos mientras les deseaban buenos deseos. Raymond los veía marcharse, apoyado en un viejo pedazo de madera que servía como bastón.

El grupo comenzó a caminar hacia el bosque, adentrándose en la espesura verde. La atmósfera era curiosamente tranquila y silenciosa, exceptuando el sonido de los animales y diferentes criaturas asomarse con curiosidad ante la presencia de aquellos humanos. Los árboles se mecían suavemente con la brisa, el suelo cubierto de musgo y hojas caídas, creando un entorno casi idílico. Las sombras que proyectaban las ramas se alargaban con cada paso, como si la naturaleza misma intentara ocultar la hermosa vida que yacía bajo su manto protector.

Akemi sentía una espina de incomodidad ante las miradas que sentía sobre su persona. Era cierto que las haditas, los íncubos, los hierrizos y las cacatúas lunares, eran inofensivos. Pero resultaba inevitable sentirse juzgado ante aquellas acusadoras y silenciosas miradas.

-Es irónico, ¿no? -comentó Akemi, con su voz usualmente fría y distante. -La guerra consume todo, pero aquí parece que el tiempo se hubiera detenido, ajeno a lo demás.

-Nunca he entendido eso. -responde Aina, caminando al frente. Se escuchaba casi tan aburrida como su hermano menor. -Supongo que tiene que ver con algo que madre solía decir: "Los humanos destruyen y mueren. La naturaleza crea y vive". Suena irreal, si lo piensas.

-Incluso el mundo de la naturaleza y la magia es cruel y despiadado. -bosteza Keiichi, su expresión siendo tan apática y sombría como siempre. -No existen fronteras como tal. Al final de todo, no somos demasiado distintos entre sí. Todo es un ciclo de crueldad y muerte.

-Eso suena bastante a poesía melancólica. -respondió Evelyn, con cierto tono juguetón en su voz. -¿Seguro que no eres un poeta en secreto, Keiichi? Aunque eso de pensar que todo es un ciclo... puede que tengas razón. Pero a veces solo hay que buscar un lado positivo a las cosas.

-Define "positivo". No recuerdo nada positivo que haya pasado desde que empezó la colonización.

-Mejor dicho, "invasión". Porque no han hecho más que asesinarnos.

Todos se quedaron callados. De repente, el ambiente ya no resultaba tan mágico y sereno como antaño, siendo reemplazado por uno de absoluta incomodidad y tensión.

-A mí me parece que no hay nada positivo aquí, como dice Kaneko. -rompió el silencio Akemi, manteniendo su indiferencia intacta. -Hay que estar muy trastornado para pensar que hay algo de positivismo en una guerra que le ha arrebatado la vida a las personas de manera indiscriminada.

-Déjala, Reiss. -interrumpe Ángelo, quien hasta entonces se había mantenido callado. -Ella viene de un mundo donde todo se lo resolvían. ¿No es verdad, Evelyn? ¿O necesitas llamar a alguien para que responda por ti?

-Deja de fingir que me conoces, cretino de mierda. -resopla la chica, apretando las riendas de su corcel. Akemi la ve de reojo, pues la azabache iba al lado suyo. -No tienes idea de lo que fue ser yo en un mundo donde las mujeres son objetos con el único fin de servir a los hombres y tener a sus hijos.

-Y tú no tienes idea de lo que es ser un niño de 5 años que ruega por piedad a su madre para que no mate a piedrazos a su hermana menor. -le espeta el rubio, haciendo a la mujer chasquear la lengua. Claramente, sin argumentos contra aquello.

-Dejen de comparar quien tuvo, o tiene, una peor vida. -regaña Aina, viendo a ambos por encima de su hombro. Al momento, Ángelo y Evelyn agacharon sus cabezas. -No es culpa de nadie toda la mierda que nos pasa. Tampoco es motivo para andar llorando. Yo también la pasé mal de niña, Keiichi lo sabe mejor que nadie, y no ando por ahí victimizándome. ¿necesito continuar?

-No... -responden al unísono, incomodos.

-Entonces cierren la boca de una maldita vez. -decretó la castaña, volviendo a girar su cabeza al frente. -Lo dije antes y lo vuelvo a decir, somos una unidad: tenemos que estar juntos si queremos conservar nuestras cabezas.

A partir de ahí, en el resto del trayecto no volvió a tocar ese tema. Aina conversaba con Keiichi a la cabeza del grupo, mientras Akemi trataba de ignorar las miradas de reproche que Evelyn y Ángelo intercambiaban entre sí. El silencio no era para nada reconfortante para ninguno de los miembros. Así continuaron caminando, cada uno en su mundo. El sol, sin embargo, provocaba un insoportable calor que los obligó a descansar a orillas de un río.

-Calma, calma. Tranquilo, muchacho. -siseó Aina, acariciando el cuello de su blanco corcel. Este resopló en respuesta, sacudiendo su melena grisácea.

Lo guio, tirando de sus riendas, al lado de los otros 4 caballos, amarrados a una estaca que Keiichi clavó al suelo. En lo que ella ataba al animal, los otros estiraban sus cuellos para beber del agua del río. Un poco más lejos, Akemi lavaba sus manos y refrescaba su rostro. Keiichi cambiaba la venda de su ojo izquierdo con ayuda de Ángelo, quien le reprochaba por la suciedad de las vendas viejas. Mientras Evelyn, ayudada por un telescopio, verificaba los alrededores.

Akemi soltó un suspiro, viendo por detrás suyo a su hermana acercarse a él. La mujer tomó asiento a su lado, gruñendo levemente mientras se acomodaba.

-¿Qué pasó con aquellos dos?

-¿Eh? Ah. -la castaña se rio un poco al entender a quienes se refería su hermano. -Lily y Kiro se fueron en la madrugada a Hatsuriho, tenían cosas que hacer.

-Mmm... entiendo.

-Si.

Ambos clavaron la vista en la cristalina agua del río, donde los rayos del sol dibujaban destellos dorados sobre la superficie, como si esta estuviera viva. El murmullo constante de la corriente llenaba el aire, y Akemi se sintió deslumbrado por la calma imponente del paisaje frente a él.

De reojo, miró a su hermana. Su rostro seguía siendo un misterio, pero algo en su silencio se mezclaba con el sosiego del lugar. El aire fresco y el aroma de la hierba mojada parecían envolverlo todo, haciéndolo olvidar por un instante que existía algo más allá de ese río que brillaba como un espejismo. Pero sabía lo que tenía que hacer, y no podía fingir que las cosas estaban bien cuando realmente, no era así. Inhaló hondo, buscando las palabras correctas para expresarse.

-La verdad... -la castaña volvió a mirarlo, sin cambiar su expresión. Akemi desvió sus ojos un momento al césped bajo sus manos. -Cuando dijiste que entendías la razón de mi escepticismo, me sentí culpable. Porque... es realmente como me siento.

Ambos compartieron sus miradas por breves segundos. Akemi pensó, por un momento, que se había molestado por lo que dijo. Al contrario, sin embargo, Aina inclinó un poco su cabeza hacia adelante, invitándolo a terminar lo que tenía para decir. El pecoso hizo una mueca, pero también asintió con la cabeza.

-Verte después de tantos años... me dejó consternado, para ser franco. Quiero decir... estuve solo, no tenía a mi familia conmigo y terminé siendo criado por una pareja de japoneses que no conocía de nada. -movió su cabeza para volver a ver hacia el río. Atrajo sus piernas hacia su vientre y se abrazó las rodillas. -Pero antes de conocerlos a ellos, estuve en un orfanato. N-No como los de acá, Ju... Aina. -suspiró, cerrando sus ojos por un momento. -La gente de allá era distante, y nos trataban a nosotros, los niños que llegaron en barco, como si fuéramos una carga... nos tomaron por locos rabiosos por acusarlos de haber destruido nuestro hogar. Ellos simplemente se negaban a creernos.

-...¿Cuánto tiempo estuvieron en el mar?

-¿Crees que lo recuerdo? Ja... -negó con la cabeza. -pasé la mitad del tiempo desmayado. Y si estaba despierto, no tenía tiempo para pensar, porque empezaba a llorar y a vomitar. Estaba solo, me dejaste solo... rodeado de gente enloquecida que lloraba a gritos al cielo por su hogar destruido.

-Sabes que lo hice para salvarte la vida. No te dejé allí de forma inconsciente, tenía tanto miedo como tú. Solo podía pensar en salvarte...

-¡Yo no quería ser salvado! -gritó, de forma repentina. Aina amplió los ojos cuando Akemi le dirigió la mirada. Había empezado a derramar lágrimas. Le temblaba la quijada. Pasó su mano por sobre sus ojos, buscando limpiarse las lágrimas. -Era un niño... ni siquiera sabía dónde estaba parado o qué diablos estaba pasando... -sollozó, cubriéndose los oídos. -Aun me acechan las pesadillas... oigo los gritos, me asfixia el olor de las cenizas, siento arcadas cuando percibo el sabor metálico en mi paladar... -las palabras le salían atropelladas de la boca, mientras sus ojos lloraban. -Yo no quería... ser salvado... yo quería estar contigo...

-Akemi... -el nombrado continuó sollozando, sintiendo los brazos de su hermana acunarlo en un abrazo. -Perdóname. Perdóname, en serio. -ella suspiró, acariciándole la cabeza mientras sentía las lágrimas del menor humedecer su hombro, donde tenía apoyado el rostro. Sentía su cuerpo tiritar con cada sollozo que daba. -Sé que no es fácil. Sé que sufriste tanto como yo en ese entonces, incluso ahora estás vulnerable frente a mi... perdóname por no haber estado contigo. Pero ya estoy aquí. Y no dudes por nada del mundo que yo estaré a tu lado, incluso cuando me llegue la hora de dar mi último aliento.

Lo tomó de los brazos y lo hizo enderezarse. Akemi continuó hipeando y sollozando, mientras Aina le pasaba los pulgares por debajo de los ojos para limpiarle las lágrimas. Le ofreció una sonrisa. Ella tenía los ojos vidriosos y entrecerrados, como si así pudiera evitar el llanto.

-Cuando seamos libres... tomaremos nuestras manos. Estaremos frente a ese árbol donde prometimos estar juntos, hasta que la muerte nos separe. Entonces, todo volverá a ser como antes... solo tu y yo contra el mundo.

-... ¿Lo prometes?

La castaña se rio entre dientes, asintiendo con la cabeza. Levantó su mano derecha y estiró su dedo meñique. Al verla, el pecoso también se rio un poco, agachando la cabeza.

-Promesa de meñique.

Él asintió. Imitando a su hermana, extendió su meñique y entrelazaron ambos dedos.

-Cuando lleguemos a Hatsuriho, hay un asunto que quiero discutir contigo. Te explicaré y contaré todo, ¿si? -Akemi volvió a asentir con la cabeza, murmurando un leve "sí". -Han pasado muchas cosas, seguro que ya te haces la idea.

El pecoso la contempló, sin responder nada más. Había dejado que sus emociones volvieran a desbordarse, tal como ocurrió días atrás con Satoru en el bar. Era frustrante saber que estaba tocando fondo. Que estaba en su límite. Solo quería aclarar las cosas con su hermana, no terminar llorando en sus brazos. Pero, en el fondo, ¿cómo culparse? De niños, ella siempre fue su refugio. Su lugar seguro.

-¡Aina, hay problemas!

El grito de Evelyn lo arrancó de sus pensamientos. Sus palabras llegaron acompañadas por el ruido apresurado de las pisadas de Keiichi, cuyas vendas en su rostro ya habían sido cambiadas. Ambos hermanos giraron la cabeza para encontrarlos acercándose a toda prisa. Akemi, aún con las mejillas húmedas, bajó la mirada y se limpió el rostro con las mangas de su camisa, como si intentara borrar cualquier rastro de su vulnerabilidad.

-Carajo... No me digas. -Aina frunció el ceño, sus delgadas cicatrices acentuándose con el gesto. Evelyn y Keiichi intercambiaron miradas, su silencio bastó para confirmarle lo que temía.

-Se han adelantado con la guardia... -Evelyn señaló una zona llana más adelante.

Aina se levantó de golpe y se situó junto a ella.

-Dame eso. -Le arrebató el telescopio con brusquedad, sin molestarse en disimular su mal humor. Akemi se acercó a ellas, mientras Keiichi se alejaba para desatar a los caballos, sus movimientos rápidos y mecánicos como si el peligro ya estuviera pisándoles los talones.

Desde el borde del bosque, un grupo de soldados apareció en el campo de visión. Aunque todos podían verlos, Aina lo hacía con más claridad que ninguno. Tras un instante de observación, soltó una maldición por lo bajo, chasqueando la lengua con furia contenida.

-¡Hay que irnos, ahora! -Ordenó mientras subía de un salto a su caballo gris.

-¿Por qué salieron antes? -preguntó Evelyn, con voz nerviosa.

-¿Quieres preguntárselo tú misma? -replicó Aina con sarcasmo, negando con la cabeza antes de señalar al grupo. -¡Entonces váyanse, joder! Me encargaré de esto. Ustedes lleguen a Hatsuriho.

Akemi llevó una mano a su pecho, el miedo asfixiándolo mientras observaba cómo Evelyn se adelantaba hacia los soldados. Quiso protestar, reclamar, detenerla... pero las palabras se le atoraron al ver que los hombres en sus corceles blancos se acercaban a toda velocidad, la tierra temblando bajo el peso de los cascos. Keiichi lo sacó de su parálisis empujándolo con fuerza hacia el caballo más cercano.

-¡Apúrate, no tenemos tiempo! -gruñó Keiichi, su tono casi tan áspero como el roce de las riendas en las manos de Akemi.

El chico le devolvió una mirada molesta, pero la urgencia en los movimientos del hombre lo hizo ceder. Aina, desde lo alto de su caballo, echó un vistazo hacia el bosque. Sus ojos evaluaron las distancias, cada segundo sintiéndose más corto que el anterior. Finalmente, miró a Akemi. Sus miradas se cruzaron, y él lo supo con certeza: ella no sentía lo mismo que él.

Ella no tenía miedo.

-¡Vámonos! -gritó Keiichi, montando su caballo y lanzándole una mirada a Akemi.

Sin embargo, este no se movió de inmediato. Aina, en lugar de seguirlos, giró su montura y se encaminó hacia los soldados. Akemi quiso gritar su nombre, pero Keiichi le dio una palmada brusca en la espalda.

-¡Que te muevas! -rugió.

Akemi apretó los dientes, tomó las riendas con manos temblorosas y azuzó a su caballo para alcanzar a los demás. El corazón le martillaba en el pecho mientras el sonido de los cascos tras él se mezclaba con la voz de Evelyn gritando órdenes al viento.

Cuando volvió la cabeza hacia atrás, apenas distinguió la silueta de Aina en medio de la polvareda, dirigiéndose sola hacia el peligro.

...

Otro grupo de soldados, cinco en total, emergió de la nada justo cuando los cuatro pensaban que habían escapado. La tensión se disparó en un instante.

Ángelo miró por encima del hombro, chasqueando la lengua. Lideraba la carrera sobre su corcel bicolor, el más veloz de los que habían tomado para llegar hasta Hatsuriho. Detrás de él, Keiichi mantenía el paso, seguido de Evelyn y Akemi.

-¡Esos malditos ya sabían que estábamos aquí! -gruñó Ángelo, con la mandíbula apretada.

El silbido de una bala cortó el aire, pasando tan cerca que sintió el calor de la fricción rozarle la mejilla. Su ansiedad escaló.

-¿¡Cómo demonios nos detectaron!? Evelyn giró la cabeza con los ojos desorbitados.

Akemi apenas la escuchó. Su respiración se volvió errática mientras se aferraba al lomo de su caballo, como si con ello pudiera protegerse de lo inevitable.

-¡Después solucionamos eso, tenemos que salir vivos de aquí primero! -bramó Keiichi, golpeando las riendas de su caballo.

-¡Solo ataquemos y ya está!

-¡No seas imprudente, Ángelo! ¡Recuerda el tratado, nos matarán si tratamos de matarlos a ellos!

-¡Y un carajo! ¡Estamos a metros de Hatsuriho!

-¡ÁNGELO!

El grito de Keiichi quedó interrumpido por otro silbido mortal. Esta vez, el proyectil dio en su caballo. Un relincho desgarrador resonó en el aire antes de que el animal cayera tumbado al suelo. Keiichi apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la bestia lo arrastrara con ella, aplastándolo bajo su cuerpo inmóvil.

-¡KEIICHI, NO!

Ángelo tiró bruscamente de las riendas para dar la vuelta, pero otro disparo lo alcanzó. La bala le atravesó el hombro, haciéndolo caer con un grito ahogado. Su caballo huyó despavorido, dejando una nube de polvo a su paso.

Para sorpresa de todos, Akemi reaccionó antes que nadie. Saltó de su montura y corrió hacia Keiichi, tirando de sus brazos con todas sus fuerzas. Pero el peso del caballo lo mantenía atrapado como una losa.

-¡Mierda! -Akemi jadeó, con las manos temblando.

El sonido de un arma amartillándose lo congeló. Levantó la cabeza y se encontró con una escopeta apuntándole directo al rostro. Tragó saliva, sintiendo el escozor de la desesperación en los ojos.

-Miren nada más... -el único soldado sin casco resopló, con una sonrisa torcida y repulsiva. Sus hombres rieron con él, la burla impregnada de sadismo. -Pequeñas mierdecillas. Que buen día para matar demonios.

Los tres a sus espaldas se rieron junto a su capitán, pero Akemi los ignoró. En cambio, dirigió su mirada hacia atrás de su hombro, donde alcanzó a ver a los otros soldados empujar al herido Ángelo y a la frustrada Evelyn.

Akemi vio al rubio tratar de resistirse, logrando conectar un puñetazo en la mandíbula de uno de los soldados antes de intentar escapar hacia donde iniciaba el frondoso bosque. Apenas dio dos pasos cuando otro hombre lo sujetó por el cabello y lo estampó contra el suelo.

-¡Maldito hijo de puta! -El hombre le propinó una fuerte patada con su bota de metal, en el estómago, sacándole un quejido de dolor. Akemi frunció los labios en una mueca al ver la sangre escurrir de la boca de Ángelo. -No trates de jugar conmigo.

Evelyn se hincó de rodillas para socorrerlo, mientras veía con recelo a ambos hombres acercarse a sus compañeros.

Estaban acorralados. Cinco rifles los tenían en la mira, y Aina no estaba cerca para ayudarles.

-Cuatro pájaros de un tiro. -el capitán pasó una mano por su cabello cobrizo, su expresión de satisfacción era nauseabunda-. Aunque qué fastidio, desperdiciar mi día libre en esto...

-¡Al menos no somos bastardos malditos que arrebatan vidas como deporte, y siguen ordenes de cerdos gordos y repulsivos porque sus propias vidas son vacías y sin sentido! -pese a sus fuertes declaraciones, el cuerpo de Ángelo tiritaba por el golpe que había recibido antes.

Akemi frunció el ceño, aun sosteniendo a Keiichi. Vio con decisión a los soldados, que reían idiotamente ante lo dicho por el rubio.

-Pobre corderito, está desesperado.

-Pero todo termina aquí. -el soldado pelicobrizo cargó su escopeta, volviendo a apuntarla contra la frente de Akemi. -Me pesa no poder darles un final lento y tortuoso, pero tengo particular prisa hoy.

-No me diga... -las miradas fueron puestas en el castaño de pecas, quien sonreía por lo bajo mientras miraba a los soldados, casi sin importarle el arma que atentaba contra su vida frente a él. -Pero ¿sabe qué? No moriré. No hoy.

Antes de si quiera dejarlo decir nada, con un movimiento rápido, Akemi tomó del bolsillo de Keiichi, su revólver, con el que apuntaba el soldado a su rostro. El grito del capitán llenó el aire cuando la bala le destrozó la mano. La escopeta cayó al suelo.

-¡Maldito demonio! -gritó, dejándose caer de rodillas al suelo mientras soltaba alaridos de dolor.

Los demás soldados se movieron, pero Keiichi fue más rápido. Keiichi, con un esfuerzo titánico, logró empujar el cuerpo del caballo y se puso en pie con un ágil salto, empezando a bloquear el paso de los hombres armados con sus brazos. Sus puños volaron como relámpagos, partiendo dientes y estrellando costillas.

-¡Lárgate, Akemi! -volvió a gritar, mientras detenía a uno agarrándolo del cuello. El castaño tensó sus hombros, sin saber que hacer. -¡Nosotros podemos arreglárnoslas, tú eres la prioridad!

-¡Sí, así que corre carajo! ¡Hacia el bosque, en línea recta! -añadió Ángelo, incorporándose pese a su herida para ayudar a Keiichi. Uno estaba tratando de acuchillar al pelirrojo en el brazo, pero Ángelo lo detuvo con un golpe seco que dio en su yugular. -¡Y no dejes de correr hasta llegar!

Todo resultaba caótico y alarmante. El joven logró ver una especie de línea amarilla con un extraño resplandor a pocos metros de él. Respiró entrecortadamente, entre pasos atropellados, esforzándose en llegar hasta aquella línea y cruzar el bosque.

-¡AKEMI! ¡Detrás de ti!

La voz quebrada por pánico de Evelyn encendió sus alarmas. Justo detrás de él, un soldado que había logrado escapar de los golpes de Keiichi se preparaba para rematarlo con un rifle en mano. Akemi, sobresaltado, tropezó y cayó de costado, golpeándose contra el suelo. Oyó otro grito, pero en su confusión no pudo reconocer quién lo había emitido.

Con el corazón desbocado, levantó los brazos para cubrirse el rostro, esperando el disparo fatal. Pero entonces, el soldado dio un solo paso. Un paso que le costó la vida.

Su bota cruzó la línea amarilla en el suelo.

En cuestión de segundos, su cabeza estalló con el impacto de una bala. El sonido cortó el aire y dejó el campo de batalla en un silencio sepulcral. Atónitos, todos contemplaron cómo fragmentos de cráneo y sesos volaban por el aire antes de caer como lluvia macabra. El cuerpo del soldado se desplomó como un árbol recién talado, y bajo su cabeza se formó un espeso charco de sangre. El hedor metálico invadió el ambiente, y con él, la certeza absoluta de su muerte.

Akemi no pudo contener un grito de horror. Incluso si se trataba de un enemigo, la visión de tanta sangre lo sobrepasaba. Comenzó a retroceder con las manos, respirando de forma errática, sus jadeos entrecortados por el pánico.

Los demás soldados se tensaron, dispuestos a atacar de nuevo, pero un sonido familiar los detuvo en seco: el clic de un arma siendo recargada.

-Un paso más y los mando al infierno.

Todos giraron la cabeza. La dueña de la voz era una mujer, como esperaban, pero más joven de lo que habrían imaginado. Se encontraba arrodillada tras un arbusto, con un rifle de francotirador aún humeante entre las manos.

-Ya se estaban tardando, imbéciles -escupió Angelo con una sonrisa burlona.

-¡Mierda, otra cómplice de la sombra carmín! -maldijo uno de los hombres enmascarados.

-No es la única -intervino otra voz.

Desde otro arbusto, un hombre de cabello blanco hasta las orejas los miraba con una sonrisa confiada. En sus manos sostenía un hacha de metal negro, inmensa, de más de metro y medio de largo.

-Es hora de que se larguen, caballeros.

-¡Ustedes, bastardos, mataron a nuestro compañero! -exclamó uno de los soldados, indignado.

Una risa sarcástica a sus espaldas les heló la sangre.

Akemi, quien era consolado y abrazado por Evelyn en su intento por calmar su ataque de pánico, levantó la cabeza y vio a la dueña de aquella escalofriante carcajada.

Se quedó perplejo.

La figura esbelta de largo cabello castaño de su hermana estaba ahí, con los brazos empapados en sangre y una sonrisa sádica curvada sobre sus labios pálidos.

-¿Qué diferencia hay con matar a uno de ustedes hoy, cuando ustedes matan a miles de nosotros en un día? - su voz era gélida, cortante. Ladeó la cabeza y sus ojos carmesí brillaron de forma siniestra, y todos estaban con los pelos de punta por los nervios. -Quizás debamos ser mas justos e igualar las cuentas.

-¡D-Demonios! -gritó con horror uno de ellos. Dejaron al pelicobrizo en el suelo, aun con su mano sangrante, y comenzaron a correr hacia sus caballos.

-¿Cuántos se necesitan para dar un reporte, Máriah?

Con los brazos cruzados tras la espalda, aina miró a los soldados tratar de huir despavoridos en sus caballos. Ya se habían alejado unos varios metros. La pelinegra se situó a su lado, aun con su arma de francotirador en mano y la expresión neutra.

-Uno. -volvió a apuntar en alto el arma y disparó dos veces.

Dos cuerpos cayeron al suelo. Solo un jinete siguió su carrera, alejándose en el horizonte.

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