|Capítulo 00|
Crueldad.
"Te dejo ir, aunque me duela el alma.
Tus lágrimas queman más que mi dolor.
El filo del amor nos ha separado.
Vale más tu vida que mi último abrazo."
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03 de mayo, 1889.
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Las risas infantiles llenaban el lugar, de por sí ya lleno de luz y vida. El sol brillaba intensamente, cual joya, en el amarillento cielo de la tarde. La suave y fresca brisa movía el largo y verdoso césped al unísono con el par de cabelleras castañas, y ambos niños corrían como las almas libres que eran.
-¡Judy, espérame! -exclamó uno del par, con voz jadeante, mientras trataba de igualar la velocidad de la niña quien corría ágilmente frente a él. Al menos tanto como sus pequeñas piernas se lo permitían.
La pequeña no se detuvo. Giró su cabeza, dejando que su mirada se encontrara con la de su hermano, al escuchar su exclamación. Le ofreció una sonrisa con aires retadores, antes de seguir su carrera tras el singular conejo de dorados pelajes que relucían ante el sol. Llevaba persiguiéndolo desde hacía un rato, y el animal, con sus saltos ágiles y desesperados, parecía decidido a escapar de las risas y pasos infantiles que lo seguían de cerca. Sin embargo, lejos de perder a la decidida niña, esta aumentaba su velocidad, dejando atrás a su hermano.
-¡Vamos, solo un poco más! -animó la niña.
-¡Hermana!... ¡No puedo! ¡Mis piernas...! ¡Se me caen...! gritó el menor con la voz entrecortada, su pecho subiendo y bajando en un desesperado intento por recuperar el aire. Sus pasos torpes terminaron en un traspié que lo llevó al suelo, golpeándose con fuerza la rodilla derecha. Un chillido agudo escapó de sus labios al sentir el ardor del rasguño que decoraba ahora su piel.
Mientras él se quedaba atrás, la pequeña castaña aprovechó el momento. En un último esfuerzo, se lanzó al suelo con determinación, atrapando al esquivo conejo entre sus brazos. No le importó ensuciarse la ropa con tierra; su victoria era suficiente. Aun sosteniendo al tembloroso animal, se puso de pie de manera torpe y apresurada, sacudiendo ligeramente sus rodillas antes de correr hacia su hermano caído.
-¡Mira qué bonito! -exclamó con una sonrisa amplia, agachándose junto a él y extendiendo el conejo para que lo viera. Su voz tenía un tono cálido, casi maternal, intentando calmar el llanto contenido del pequeño, que ahora sorbía los mocos y se frotaba las mejillas con las manos. El pobre conejo, por su parte, temblaba en las manos de la niña, moviendo su pequeña nariz con rapidez y mirando a su alrededor con los ojos desorbitados.
-Perdón... -sollozó el niño, dejando caer la mirada mientras sus pequeñas manos apretaban los pantalones llenos de polvo. -Soy muy débil para jugar contigo... Es mi culpa.
La castaña suspiró, y con un movimiento lento se inclinó para abrazarlo.
-No, Akemi. No es tu culpa, lo siento mucho por haberte hecho correr tanto. -Su tono se suavizó, mientras acariciaba con delicadeza los enmarañados cabellos de su hermano. Después de una pausa, añadió con una ligera sonrisa: -Aunque creo que mamá nos va a dar un buen sermón cuando vea cómo estamos. ¿Puedes caminar?
El pequeño levantó la mirada y asintió con timidez, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.
-Si, si puedo caminar... No quiero que pienses que soy un inválido, Judith. -A pesar del tono entrecortado, intentó sonreír débilmente.
La niña rio suavemente, aligerando un poco el ambiente tras aquel susto. Con cuidado, colocó al conejo en las manos de su hermano.
-Aquí, abrázalo un rato. Estoy segura de que también necesita tranquilizarse. -Ambos intercambiaron una mirada cómplice mientras el pequeño aferraba al animal con ternura. Luego de un rato así, Judith ayudó al menor a ponerse de pie, dejaron libre al animalito, y emprendieron camino de regreso a su hogar.
La mayor de ambos hermanos estuvo comiéndose la cabeza todo el camino de regreso a casa para pensar en una solución al pequeño incidente que habían tenido. Por desgracia, los cables no le dieron y no se le ocurrió ni una mísera excusa que fuera creíble. Se resignó a su destino con una profunda exhalación, intentando prepararse mentalmente para el regaño que la aguardaba. Cuando se dio cuenta, ya se encontraban a escasos metros de la cabaña de madera donde vivían, y el cielo se había vuelto un poco más oscuro, señal de que ya era tarde.
-¡Chiquillos, ahí están! ¿Dónde se habían metido? -exclamó un hombre al ver a los dos menores acercarse a la pequeña choza de madera. Era pelirrojo y de barba recortada, ojos cafés algo achinados y que vestía harapos sucios de tierra (tal vez porque se encontraba plantando en el huerto).
-Buenas tardes, Bartroy...-dijo la mayor de ambos, mostrándose algo avergonzada al ver el cambio de expresión de Bartroy. Pues el hombre reparó en las mejillas raspadas de Akemi, su rodilla herida y también los rastros de sangre en su boca. -¿Está ma'?
-Ah, Judy. Que le diré. Angie lleva un buen rato buscándolos a ustedes dos. -suspiró Bartroy. Judith encogió sus hombros, pegando su barbilla a su pecho mientras veía con timidez al cónyuge de su madre. Akemi, por su parte, comenzó a jugar con sus pulgares, evitando la mirada del adulto -Alguna torta se habrán mandado ¿Ah? Ya los ví. Pero bueno, ni modo... al menos están bien.
-Voy a estar súper castigada, lo sé. -la niña hizo un puchero, hundiendo sus manos en los bolsillos de sus shorts marrones. -Nos vemos en mil años, cuando acabe mi sentencia.
Bartroy soltó una risa seca, y se quedó observando con una pala apoyada en su hombro, a los dos niños adentrarse en la casa.
No pasaron ni cinco minutos cuando el hombre de barba escuchó gritos de una enfurecida dama y los reclamos y excusas de una niña, aparte del ya usual llanto del único hijo de Angélica. Algo preocupado, pues ya sabía en qué solían acabar las discusiones entre esos tres, decidió abandonar su labor en el huerto y adentrarse en la choza de madera. No sin antes limpiar la tierra de sus botas en la alfombra de la entrada principal, claro está: Angélica fue muy clara la última vez que no se limpió antes de entrar, y prometió que lo haría dormir en el cobertizo de la casa para la próxima.
Al encontrarse dentro de la cabaña, el olor a pastel de carne recién hecha invadió sus fosas nasales. La sala de estar resultaba acogedora y cálida gracias a la chimenea de ladrillo que protagonizaba la habitación de rojizas paredes. En los dos sofás acolchados a un lado de la chimenea, se encontraban sus hijos, Connie y Yuki. Hermanastros de Judith y Akemi.
-¿Están en la cocina? -Quiso saber Bartroy. Su hija, Yuki, se encogió de hombros sin dejar de comer sus palomitas de pollo.
-Eso creo. Llevan un buen rato gritando. No es que me importe mucho, pero ajá. -Respondió la muchacha, indiferente.
No sea malcriada, Yuki. Compórtese. -La muchacha resopló en respuesta, rodando los ojos. -Mucho hacen ya comiendo cómo y cuándo les viene en gana en esta casa, muestren un mínimo de decoro. Usted también, Connie. -añade Bartroy, dirigiendo sus ojos a su hijo mayor que se encontraba en el otro sillón al lado de su hermana.
Yo no he dicho nada. - Este, aludido, levantó los brazos en señal de rendición.
-Solo les estoy recordando, que deben ser respetuosos con ellos. Sé que son difíciles de tratar, Judith, sobre todo. Pero bueno... Agradecería que intentaran llevarse bien.
-Ya, pa, tranquilo. Ni que mordiéramos, no somos perros.
Bartroy rodó los ojos ante la broma de su hijo, dejándolos solos para dirigirse a la cocina, dónde seguían escuchándose gritos. Al entrar, lo primero que vio fue a su novia, casi esposa, Angélica.
La mujer señalaba acusadoramente con el dedo índice a su hija mayor, mientras está le respondía con tono hostil y zapateaba. Por otra parte, Akemi se encontraba en una de las sillas del comedor, llorando. Bartroy suspiró: por muy acostumbrado que estuviera a esas discusiones familiares, siempre le resultaba tedioso tener que lidiar con ellas.
-¡No estás escuchándome, mamá! ¡Nunca lo haces! -reclamaba la niña de ojos rojizos. Se provocó un silencio incómodo luego de que la niña soltara aquella frase. Angélica dio media vuelta, con las manos en sus caderas mientras fruncía los labios.
-¡Usted no me hace caso, Judith! Sabe bien que su hermano no puede salir de casa, especialmente en esta época del año. ¿¡Que hago yo si le da un ataque de tos y ustedes se escapan!? ¿¡Que quiere!? ¿¡Matar a su hermano acaso!?
-¡Se va a morir acá encerrado si ni siquiera lo dejas vivir como debería! -Judith apretaba los ojos, como si de esa forma pudiera evitar el escape de sus lágrimas.
Esto aumentó el llanto de Akemi, quien se cubría las orejas para no escuchar a su madre y hermana discutir. Bartroy se acercó al pequeño niño y lo cargó en sus brazos, acunándolo en un abrazo. De repente, el olor a pastel de carne no parecía tan delicioso en medio de aquella situación.
-¡Yo te dije que fue un accidente, jamás pondría en riesgo la vida de Akemi! Pero nunca escuchas... Yo no te importo para nada. -Judith agachó la cabeza para no dejar que la vieran llorar, sin embargo, su voz rota la delataba. Bartroy intentaba meterse en la discusión, pero Angélica no se lo ponía fácil.
-No sea ridícula, Judy, usted sabe que me importa muchísimo. Usted y Akemi por igual. Son mis únicos hijos, dígame ¿Cómo podría no quererlos yo a ustedes? -Angelica suspiró con frustración. -Pero usted sabe bien que Akemi ha pasado muy enfermo estos días, al igual que yo. ¿Verdad que si, Bart? -la mujer volteó la cabeza, buscando apoyo en su pareja.
-Pues yo...
-¿Vio? El concuerda conmigo. -lo interrumpió la rubia. Suspiró, negando con la cabeza. Judith los miró a ambos, juntando sus labios en un puchero mientras cruzaba sus brazos.
-Yo sé ¿Sí? Yo entiendo todo eso, Pero es que tu actitud no ayuda. Ni tampoco como me tratas.
-¿Ahora de que está hablando?
-...¿Sabes que, mamá? Da igual. No vas a cambiar aunque te lo dijera.
-Judith...
-Voy arriba a leer. O dormir. Lo que pase primero. Buenas noches. Buenas noches, Bartroy.
-Buenas noches, Judith... -suspiró Bartroy, viendo a la menor alejarse de su madre para subir las escaleras de madera vieja que rechinaban con cada paso dado. -Angie, te amo y lo sabes, Pero eres muy dura con ella.
-Es que ¿Qué querés que haga, Bart? -la mujer de tez clara y cabello rubio cenizo miró a su pareja, llena de frustración. -He intentado de todo ¡De todo! Ella se rehúsa a colaborar, lo hace todo tan complicado y sin necesidad.
-¿P-Puedo ir con Judy arriba? -Preguntó con voz entrecortada Akemi, quien tenía los ojos rojos en consecuencia del llanto.
Angélica asintió, y el niño empezó a correr hacia las escaleras. Se tropezó con el primer escalón, pero antes de que Angélica fuera a socorrer a su hijo, este se incorporó con mucha dificultad del suelo y retomó su camino. La mujer pelirrubia suspiró, sentándose en una de las sillas del comedor y acariciando su cien.
-No sé qué puedo hacer, Bart. -dice ella, con voz cansada. -Tiene apenas 10, no comprendo por qué se ha vuelto tan rebelde. Se porta mejor con usted que conmigo.
-Pues... Ella tiene un punto, cielo. -Bart contempla a su pareja, sintiendo lastima por ella, y se sienta a su lado en otra silla de madera. -'Mor, usted le exige mucho a Ju. Se porta como se porta porque usted la hizo así.
-¿"Asi" cómo?
-Angie, hace 3 años le dijo que tendría que heredar el trono de tu familia cuando cumpliera mayoría de edad.
-Pues sí, es su responsabilidad...
-La de una niña no. -Angélica abrió la boca, tratando de replicar, pero no se le vino a la mente ningún argumento. -El deber de una niña es ser una niña: alegre, inocente y vivaz. Pero vos le metiste esa idea en la cabeza y está molesta por ello. Usted sabe bien, 'mor, que Judy es una chiquilla tan indomable como el viento mismo, ella desea forjar su propio camino. Podés darle 2 opciones a elegir, y ella creará una tercera. No hay forma de controlarla, pero como ella sabe que querés hacerlo, se mantiene a la defensiva.
-Por Makíea... -la rubia ceniza suspiró, sintiendo terribles ganas de romper a llorar. -¿Tan mal la he tratado?
-No quiero sonar grosero, mi cielo. Pero temo que te volviste la persona que más odias en este mundo. Al menos con Judy...
Qué horror... soy tan horrible... había olvidado lo mucho que odiaba que madre también me tratara así: como si yo no fuera más que el recipiente de una futura reina. Oh, Makíea. Cuánto le he fallado a mi propia hija...
Los ojos cobrizos de la mujer se llenaron de lágrimas que recorrieron lo ancho y largo de su pálida tez, y Bartroy no dudó en abrazarla con empatía, besando su cabeza y tomando su mano con delicadez. En esos momentos, ni el frío de esa noche era capaz de apagar la calidez que producían sus corazones, que tocaban una melodía casi imperceptible al son de sus respiraciones, más que contentos por la compañía mutua.
-No importa equivocarse, un error no define lo que es una persona. Lo que importa es lo que uno hace por remediar ese error: lo que uno hace por ser mejor.
En el segundo piso de la vieja casita de madera, en una de las alcobas más grandes, se encontraban el par de hermanos. Judith, tendida en su cama mientras le leía por octava vez esa semana el cuento del momento para Akemi: "El Cachorro Nacido del Alba". A su lado, su hermanito, acurrucado a su par, leía por sobre el hombro de su hermana mayor, escudriñando el rostro con cada párrafo que escuchaba ser leído por la voz de su hermana. La habitación era amplia, de paredes color avellana decoradas con fotos enmarcadas y dibujos infantiles, tenía dos camas grandes y acolchadas por sábanas suaves y coloridas. También había un pequeño estante rojo donde había al menos una treintena de libros (todos de Akemi) y muchos juguetes de madera y manualidades de papel desparramadas por todo el suelo (cortesía de Judith). Una gran ventana cuyas cortinas rojizas se movían a causa del frío viento que hacía esa tarde, ofrecía una vista gloriosa a un naranjo con tonos violetas, y la silueta de la una redonda que apenas y se dejaba ver.
-..."El cachorro de pelaje sucio y enmarañado contempló con ojos tristes a su manada, cuya decepción se reflejaba en sus gélidas y hostiles miradas, acompañadas de gruñidos de amenaza como advertencia para que no se les acercara. -Ya no perteneces aquí. -Le dijo el alfa de la manada. -No puedo ni siquiera llamarte mi hijo, cuando has decidido servirles a esas bestias malévolas y de horrible corazón mal llamados humanos. Cuánto me has decepcionado..." -Judith frunció el entrecejo e hizo una mueca de disgusto, sin quitar sus ojos rojizos de la página del libro. -No lo entiendo, y eso que he leído esto hasta el cansancio. ¿por qué tiene que tratar tan mal a su propio hijo?
-Ya te lo dije, el cachorro decidió estar con los humanos en vez de su manada, pero como aun es pequeño no entiende por qué lo están rechazando.
-Ni yo tampoco, sonso. Por eso te pregunto.
Akemi se acercó a su hermana y señaló con su pequeño dedo índice el párrafo siguiente.
-"Sin embargo, lo que el pequeño cachorro no comprendía era que los lazos que lo unían a su manada eran tan antiguos y sagrados como el viento que susurraba entre los árboles. Su decisión de acercarse a los humanos, aunque inocente y sin malicia, rompía un pacto no escrito entre las criaturas del bosque. Los humanos, con sus corazones cambiantes y manos ansiosas, traían consigo la promesa de desastres. Y así, la manada veía en el cachorro no solo una traición, sino una amenaza a su forma de vida y a la armonía que tanto valoraban."
Akemi dejó de leer y miró a Judith con ojos llenos de una mezcla de comprensión y tristeza.
-¿Ves? Ellos temen a los humanos porque siempre traen problemas al bosque. Es por eso por lo que rechazan al cachorro, para protegerse.
Judith asintió lentamente. No entendía lo que le gustaba a su hermano, ambos eran muy diferentes. Pero eran su único apoyo, por eso hacía el esfuerzo en practicar sus intereses y acompañarlo. Porque, en sus propias palabras, eso hacen los hermanos mayores. Akemi siempre trataba de jugar sus juegos cuando salían al páramo a pasar el rato, lo mínimo que podía hacer era leerle sus cuentos favoritos y tratar de comprenderlo.
-Sí, creo que lo entiendo... No es solo que lo rechacen por haber elegido estar con los humanos, sino porque temen lo que eso significa para ellos. Es triste, pero tiene sentido. -Judith soltó un suspiro, dejó el libro sobre el regazo de su hermano tras marcar la página y cerrarlo, y se permitió caer de espaldas en el colchón. Akemi la miró, curioso. Tomó el grueso libro en sus pequeñas manos y lo puso sobre la cómoda al lado de la cama de su hermana.
-A veces, me siento como ese cachorro. -Dice entonces la castaña. -No importa lo que haga, mamá no deja de rechazar lo que soy. Aun así, no planeo cambiar, pero duele de vez en cuando saber que mamá no me ama por quien soy...
-Ahora tú eres la sonsa. -Judith miró mal a su hermanito menor ante su comentario, pero este no le hizo caso y siguió hablando. -Sabes que mamá no te odia. Ella está pasando por mucho, tú lo dijiste. Tu dijiste que... no ha sido la misma desde lo de papá...
Judith calló. No deseaba mandar a callar a su hermano, pues el jamás llegó a conocer a su padre y tenía muchas dudas respecto a él. Pero a ella no le gustaba hablar de él.
-Claro que no, cómo podría... -Musitó, sintiendo un nudo en su garganta.
-Tenemos que apoyarla. Es la única mamá que tenemos después de todo ¿no?
Judith no trató de decir nada, solo asintió con la cabeza. Sin embargo, unos ruidos del exterior captaron su atención, y ambos hermanos dirigieron su vista a la ventana. Desde el piso de abajo, oyeron a su madre exclamar "¿¡Qué sucede!?" pero no le hicieron caso. Corrieron hacia dicha ventana para buscar el origen de los extraños y perturbadores ruidos, y lo que contemplaron fue sin lugar a duda aterrador.
Al asomarse, sus rostros fueron iluminados por una luz rojiza. Humo espeso se alzaba en columnas por todo el horizonte, retorciéndose en el aire y danzando en el cielo como si tuvieran vida. Personas corrían en todas direcciones, sombras que zigzagueaban entre las llamas. Sus gritos no eran simples sonidos, sino una corriente de dolor y desesperación que perforaba el silencio de la noche y erizaba la piel de los dos hermanos. A lo lejos, explosiones iluminaban el horizonte, cada destello acompañando un temblor bajo sus pies que hacía vibrar el vidrio de la ventana.
De repente, un estruendo ensordecedor sacudió la casa. Judith no tuvo si quiera tiempo de sentir el temblor bajo sus pies, cuando la fuerza del impacto la arrojó junto a su hermano al suelo, como muñecos de trapo. Fragmentos de vidrio llovieron sobre ellos, mordiendo su piel con garras invisibles. Akemi cayó a su lado, inconsciente. Se había golpeado la cabeza. Le sangraba la sien. Un dolor agudo le atravesó el costado al aterrizar a Judith, pero el grito de su madre desde el piso inferior la perturbó más que el impacto:
-¡Judith! ¡Akemi! -La voz de Angélica resonó, cargada de terror, quebrándose en cada sílaba.
El segundo impacto resonó como un trueno desgarrador. Judith observó con horror cómo las grietas se extendían por las paredes como raíces hambrientas, mientras el techo oscilaba, amenazando con desplomarse sobre ellos. Un nuevo destello rojizo iluminó la habitación, lo suficiente para que sus ojos captaran el mueble de libros de Akemi tambalearse. Esta vez pudo reaccionar, poniéndose sobre su hermano y cubriéndolo con su cuerpo. Fue cuando el mueble cayó sobre ambos, golpeándola en la cabeza.
El sabor metálico de su propia sangre inundó su paladar, mareándola. El dolor en su costado la mantuvo clavada al suelo. Denso se volvió el aire, de repente el humo invadía sus fosas nasales, sintiéndose sofocada. La voz de su madre se acercaba, quebrada por el pánico, llamándolos con desesperación mientras oía sus pisadas, que parecían lejanas aunque fuera lo contrario. Judith quiso responder, pero su garganta estaba seca, sellada por el humo y la sangre que subía lentamente a sus pulmones. A su alrededor, las llamas comenzaban a lamer las paredes, el crepitar apenas audible entre el zumbido en sus oídos. Su visión se fue difuminándose hasta que cayó en la inconsciencia.
...
Abrió los ojos lenta y pesadamente. Le tomó tiempo enfocar su visión, le palpitaba la cabeza del dolor. Un zumbido ensordecedor perforaba su oído derecho, tan agudo que parecía provenir de su propia alma. Quiso parpadear, pero su ojo izquierdo permanecía sellado por algo cálido y pegajoso que goteaba desde su frente hasta su mejilla. El sabor metálico en sus labios confirmaba lo más desagradable: sangre.
Se encontraba entre escombros prendidos en llamas, rodeada de lo que quedaba de su hogar destruido. Con un quejido ahogado, hizo el intento de ponerse en pie, pero un fuerte mareo y ganas abruptas de vomitar la hicieron caer sobre sus rodillas. Sollozó por el dolor punzante que la abrumaba, pero volvió a levantarse. Logró mantenerse de pie, pero sus piernas flaqueaban ante su propio peso. Jadeó, sintiendo dolor con cada movimiento. Sus ojos desorbitados se movieron frenéticamente, viendo todo alrededor, en busca de rostros familiares. Era una horrible situación. Se fijó, aterrada, en que todo lo que la rodeaba no cambiaba por mucho que mirase. Escombros, llamas que se alzaban desde la tierra, imponentes, y el cielo ya no era azul profundo iluminado por estrellas: era rojo como la sangre, iluminado por destellos de dudoso origen que hacían temblar todo.
El aire era irrespirable, una mezcla densa de polvo, humo y cenizas que raspaba su garganta con cada inhalación. Un jadeo se escapó de su boca, corto y entrecortado. No sabía que estaba pasando. Jamás había sentido un miedo tan genuino como el que ahora la recorría desde su espalda baja.
Se tambaleó al dar un paso al frente, cada movimiento acompañado de punzadas agudas que irradiaban desde su costado y sus extremidades. Con una mano temblorosa, trató de limpiar el sudor y la sangre que empañaban su visión, solo para descubrir que su palma estaba cubierta de suciedad y cortes. El ambiente no era para nada alentador.
Y se volvió peor cuando pisó por accidente una mano. Bajó su mirada. Se le encogieron las pupilas del horror, y un grito desgarrado, como un alarido agudo escapó de su boca.
El cadáver de Bartroy era un espectáculo de horror: su carne derretida y las quemaduras tan profundas que los huesos quedaban al descubierto en algunos puntos. Judith retrocedió dos pasos, su pecho subiendo y bajando en espasmos, sollozando sin control. Los estruendos aun resonaban en la lejanía, acoplando el horror con aquellos gritos de la gente del pueblo, quienes huían de un peligro que Judith aun no conocía.
Miró en otra dirección, donde yacía Yuki contorsionada de manera antinatural, su rostro desfigurado por la ausencia de un ojo y en medio de un charco de sangre, y Connie, muerto bajo un montón de escombros, su cuerpo apenas visible entre los restos de la casa. Judith sintió una arcada subir por su garganta, pero no había nada en su estómago que pudiera expulsar. Su respiración se transformó en erráticos jadeos, pero aun había dos personas a quienes le faltaba localizar. Se obligó a si misma a tranquilizarse, inhalando y exhalando profundo.
-Akemi... -su voz sonó delgada como un hilo por su adolorida y seca garganta. Giró su cabeza en todas las direcciones posibles, buscando con desespero a su hermano
Unos sollozos inconfundibles y una respiración irregular captaron su atención, y al ver hacia su derecha, distinguió a Akemi no muy lejos de ella, de pie, sujetando con fuerza su brazo del que chorreaba sangre de una herida severa que manchaba su camisa, antes azul. El terror en la mirada de su hermano menor era palpable, sus ojos grandes y llenos de lágrimas de pánico, su pecho subiendo y bajando. Judith siguió la dirección de su mirada, buscando la fuente de su temor.
Lo que vio a continuación, la dejó sin aliento. Un soldado armado, vestido con un uniforme oscuro y una máscara que ocultaba casi todo su rostro, los observaba con una sonrisa tétrica y una mirada fría y hostil. Portaba un arma que Judith nunca había visto antes, algo que parecía sacado de una pesadilla. Pudo percibir algo oscuro venir de él, y sintió escalofríos recorrerla de pies a cabeza. No le gustaba nada aquella mirada.
-¿Quien... eres? -se animó a preguntar el niño. Sin embargo, no obtuvo respuesta.
La pobre Judith se encontraba tan paralizada por el miedo y el shock que fue incapaz de moverse. Ni siquiera pudo reaccionar cuando el soldado, sin borrar su horrorosa sonrisa, tomó en mano su arma y la apunto contra la cabeza de su hermano menor. Pero no fue capaz de hacerle daño al niño.
Alguien más se movió primero.
Angélica hizo acto de presencia, abalanzándose contra el desconocido y obligándolo a disparar hacia el cielo. El disparo resonó con fuerza en el aire, pero la bala se perdió. Judith la vio forcejear contra el hombre, soltando gruñidos que asemejaban los rugidos de bestias que Judith solo conocía en sus pesadillas. Prendió fuego a sus manos, arrojando una llamarada contra el rostro del soldado, quien se vio obligado a retroceder mientras gruñía, furioso.
-JUDITH, AKEMI, CORRAN! ¡VAYAN AL MUELLE Y PÓNGANSE A SALVO! -Gritó Angélica, desgarrándose la garganta en aquel grito cargado de desesperación.
-¡Mamá...!
-¡CORRAN, ES UNA ORDEN! -Volvió a exclamar la mujer, cuyas lágrimas se mezclaban con la sangre de sus heridas. Volvió a ser tomada de los brazos por aquel soldado, ambos volviendo a forcejear entre sí.
Judith sintió un escalofrío recorrer su espalda y su cuerpo se tensó. El miedo y la desesperación la consumieron, pero sabía que tenía que proteger a su hermano. De otra forma, ¿quién lo haría? ¿quién lo salvaría? La voz de Angélica le martillaba la cabeza a la niña, pero no había tiempo de cuestionar nada.
Con el corazón queriéndose salir de su pecho, latiendo desbocado, se acercó a Akemi con rapidez, tratando de pensar en una forma de escapar de aquella situación. Ignoró su propio dolor, aun cuando vio de reojo el pedazo de madera que tenía incrustado en el costado.
-¡Vamos! -le gritó, pero el niño estaba paralizado, sus piernas temblando como si fueran a ceder en cualquier momento y sus ojos derramando lágrimas mientras veía a su mamá, luchando por sus vidas.
Tuvo que jalar con cero delicadeza el brazo del menor para hacerlo caminar, pues este estaba tan paralizado como ella. Ni siquiera se atrevió a mirar hacia atrás al escuchar el ruido sordo de un disparo a sus espaldas, y se limitó a correr junto a su hermano con las pocas fuerzas que le quedaban. Todo esto mientras el fuego continuaba devorando todo a su alrededor, lamiendo vorazmente y aumentando el caos. El humo en el aire les produjo una horrible tos.
-Cómo pasó esto... ¿Cómo pasó esto? -repetía Judith entre lágrimas, sin dejar de correr. A su lado, su hermano, corría con ella, Pero parecía inconsciente. Con su mirada perdida y las lágrimas rodando por sus mejillas pecosas...
Akemi, en su inocencia, no comprendía por qué corrían, solo veía el terror en los ojos de su hermana y sentía el horror apoderarse de su corazón. Cada paso era un acto de pura confianza hacia Judith, en quien confiaba y confiaría siempre sobre todas las cosas. Y ella lo sabía, por eso no pensaba rendirse todavía.
Con la poca agilidad que le permitía tener su cuerpo, Judith corría tan disimuladamente como podía, evitando el centro del pueblo, dónde estaba concentrado todo el caos. No fue nada fácil para los hermanos ponerse a salvo. Se vieron obligados a correr por sus vidas durante más de una hora, tirarse al suelo y pretender ser cadáveres del montón que había desparramados por todo el piso, esconderse entre otros escombros y correr, correr, correr sin cesar...
La última locación a la que su madre les dio la orden de ir fue al muelle. Lugar donde estaban todos los barcos pesqueros. Tal vez Angélica creía que tendrían oportunidad de salvarse si salían del país, Pero Judith no podría saberlo con certeza, aunque sonaba obvio.
Por desgracia, no podría saberlo en ese momento. O tal vez... nunca.
-Ha-hay mucha gente, mierda... -frunció los labios, forzándose a mantener su fachada de valentía y no romper en llanto ahí mismo. Inhaló, después exhaló, en un vago intento por calmarse. Su mirada se fijó en la aglomeración de personas que se amontonaban en la orilla del muelle. -No hay forma de que quepan todos, con mucha suerte, podrás subir tú.
Akemi no le respondió, seguía sin procesar lo que estaba sucediendo. Al darse cuenta de esto, Judith se puso frente a su hermano de cuclillas y colocó sus manos sobre los hombros del niño.
Akemi, mírame.
-¡N-No! -gritó de forma ahogada repentinamente. Comenzó a sollozar, su cuerpo tiritaba y su respiración sonaba aguda. -No quiero... Judy, no-no me dejes. Hermana, no me dejes solo... Tengo miedo... Mamá... -sollozó el pequeño, con la cara invadida de lágrimas, mezcladas con polvo y sangre seca.
-Yo no puedo acompañarte, Akemi. -la voz de la niña se rompió al hablar, y las lágrimas se acumularon por el rabillo de su ojo. -Tengo que encontrar a mamá y salvarla de ese hombre. Pero no puedo hacerlo sino sé que estarás a salvo. No tengo ni idea a dónde lleva este barco, Pero sé que es más seguro que aquí.
-Tengo miedo... Judy... V-Ven... No quiero...
-Lo sé, lo sé... -Judith abrazó a su hermano, sintiendo como el pedazo de madera se enterraba aún más en su costado, pero sin estar dispuesta a separarse del menor. Ambos sollozaron con fuerza, aferrándose al otro. -
-¿Lo-Lo prometes? ¿Por el meñique?
-Por el meñique. -aseguró Judith. Su hermanito la miro dudoso, pero aceptó, y tomó el dedo meñique que su hermana le ofrecía con su propio dedo y cerraron aquella promesa. Entonces, Judith lo abrazó con fuerza de nuevo, sin saber que sería la última vez que ambos hermanos se verían.
Y la próxima vez que lo hicieran, ninguno de ellos sería el mismo.
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