Capítulo 7
Umäin se levantó de la cama, todavía atontado. Se alegró de no tener que ir a trabajar ese día, porque no había dormido bien; una pesadilla lo despertó a media noche y, aunque pudo volver a conciliar el sueño, lo hizo de manera intermitente. La llamada de Aläis dejó en claro que su tiempo de descanso se había acabado.
La ducha fresca le quitó la somnolencia y pasó un par de minutos bajo el agua desenredando su cabellera azabache, lo que le sirvió para despejar la mente. Al salir del baño, se entretejió el pelo en una única trenza, mientras su cuerpo desnudo se secaba al aire.
Recorrió la habitación tratando de no hacer ruido; lo último que quería era volver a despertar a su compañera. Ya la había molestado bastante dando tantas vueltas en la cama durante la madrugada. Y luego, la llamada al celular, que se olvidó de silenciar antes de acostarse...
Se acercó muy despacio, suavemente apoyó la frente sobre la de ella y se concentró en reconfortarla. Cursaba el último mes de embarazo, y estaba pasándola muy mal. Antes de dejar el cuarto, buscó el jean y las zapatillas que usara el día anterior y eligió una remera gris de una pila de ropa lavada, planchada y perfumada, que aún estaba en la bolsa de la lavandería. Salió al pasillo y se calzó todas las prendas.
Abandonó la vivienda con sigilo, cuidando de no ser visto y se dirigió al norte, hacia el centro. Ingresó a la cochera donde había dejado estacionado su vehículo, y desde allí condujo hacia las afueras de la ciudad. Por fortuna, la urbanización donde se centralizaba todo el movimiento de recursos vexianos del país, estaba próxima. Manejando a buena velocidad, debería llegar en menos de dos horas y media a la oficina de empleo donde trabajaba Julián.
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Vexia, Palacio Real, 22 años atrás (aprox., en años terrestres).
—¡Siempre supe que llegaría el día que me traicionarías, Marakamäe...! —le gritó desde el suelo, con la voz quebrada, mientras abrazaba el cuerpo inerte de su esposa.
—Eso prueba que no eres más que un idiota que se creyó infalible.
—... pero, por el Gran Poder, ¿cómo pudiste lastimarla a ella...? —balbuceó.
Las lágrimas se desbordaban de sus ojos azules, del color del cielo nocturno, mientras acariciaba suavemente la mejilla de la mujer, como si esperara que se despertara de un profundo sueño.
Pero no dormía: estaba muerta. Ella se había encargado de asesinarla y ahora era el turno de él.
Un desgarrador alarido surgió de la garganta del monarca cuando lo atacó. Arrodillado en el piso como estaba, se tomó la cabeza con ambas manos, dejando que el cadáver de su compañera de vida, resbalara hasta el suelo.
Se aproximó hasta casi tocarlo. Concentraba toda su energía en provocarle dolor. No cesaba de gritar, se resistía; pero estaba débil, no soportaría mucho. Y ella era muy poderosa.
Cerró los ojos y se dispuso a dar el golpe de gracia. Apretó los párpados y tras unos momentos, todo acabó.
Sin embargo, no hubo silencio. Al perder la concentración, la sala se inundó con el ruido de la lucha que se estaba librando afuera. Golpes, disparos, gritos. El motivado ejército a su servicio estaba acabando con los guardias.
A pesar de ser los únicos que tenían permitido portar armas, los soldados no lograban recuperarse tras la sorpresa del primer golpe. Se detuvo un momento para deleitarse con el sonido de la batalla. Esperaba que como resultado, no hubiera sobrevivientes, así el traspaso de poder sería limpio, sin las inútiles dilaciones que generaban las audiencias y ejecuciones.
Caminó hacia el interior del palacio, que pronto sería suyo. Aún faltaba un integrante de la familia del cual debía encargarse.
Ingresó en la habitación del infante. Estaba en penumbras, pero pudo sentir su presencia. Se ocultaba ahí, en alguna parte. Sus pasos no generaban sonido alguno sobre la alfombra de suave piel que recubría el suelo.
Se acercó al lugar de descanso, donde la energía era más intensa y, con cuidado, levantó las mantas y luego el jergón, el que desprendió el perfume de las hierbas aromáticas con las que estaba relleno...
Abrió los párpados, casi pudo percibir el aroma que la envolviera en aquel momento. A pesar del tiempo transcurrido, recordaba exactamente cómo lo había encontrado: acurrucado en el suelo; minúsculo, insignificante. El niño que podía arruinarlo todo, estuvo a su merced pero, aún con su inmenso poder, no podía matarlo. No sin violar el orden natural impuesto por el Gran Poder y arriesgarse a recibir un castigo equivalente por parte del universo.
No tuvo más remedio que dejarlo vivir, al menos, hasta que llegara a la juventud y su muerte no pudiera afectarle.
Así que hizo lo único que podía hacer: lo entregó al guardián del calabozo, junto con una considerable cantidad de cristales, suficientes como para comprar su silencio y su consciencia y para que sus documentos mostraran un nombre inventado y una historia falsa.
Así lo volvió el «traidor de Vexia», de identidad clasificada, que debía ser mantenido en lo más profundo de la prisión, aislado y sin derecho a visitas. Y cuando fuera mayor, debía morir. Ella misma se encargaría de ejecutar su condena.
Sin embargo, y pese a todas las precauciones que tomó, se le había escapado entre los dedos. Y ahora estaba intentando arruinar lo que había logrado en la Tierra.
Iba a matarlo; «tenía» que matarlo, y para ello necesitaba el apoyo de los clanes...
—Señores Representantes, los he reunido aquí hoy para tratar un tema de vital importancia. El «traidor de Vexia», el que escapó de su ejecución justo antes de la gran emigración, está en la Tierra y quiere destruirnos...
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El tránsito estuvo tranquilo por ser sábado. Cruzó el peaje, sin la demora habitual que implicaba responder el interrogatorio de la policía. Esta vez, solo abonó la tarifa y pasó su brazo izquierdo por el lector de clave CIP; aunque no hubiera nadie que cuestionara el motivo del viaje, los desplazamientos alienígenas siempre quedaban registrados.
Sin contratiempos, arribó a la central de empleo vexiano a la hora prevista.
No más aproximarse al lugar que buscaba, notó mucho movimiento de gente, especialmente agentes del orden. Intentó acercarse pero fue detenido por uno de los uniformados, que le impidió el paso.
—Circulá, no queremos problemas —le gritó, haciendo señas con los brazos para que avanzara.
—Disculpe. Mi amigo tiene su oficina aquí y estoy preocupado por él. ¿Podría decirme qué ha pasado?
El policía lo miró sorprendido. Un alienígena llamando "amigo" a un humano no era algo que pudiera decirse habitual. Se aproximó a la ventanilla y escudriñó el interior. El aroma a menta que se despendía del negro cabello del vexiano, lo abrumó.
—La oficina del asesor fue saqueada durante la noche; forzaron la entrada y está todo revuelto. Pero no había nadie, así que no hay nada que lamentar.
—Muchas gracias, señor.
Avanzó a paso de hombre, debido a la cantidad de curiosos que se atravesaban en frente del auto y, en cuanto tuvo liberado el camino, se alejó del lugar. Evidentemente, no era una casualidad que Aläis tuviera un mal presentimiento.
Necesitaba saber si Julián estaba bien, aunque desconocía dónde encontrarlo. Estacionó el coche en una calle poco transitada, sacó su celular y en un impulso marcó al jefe Somäi.
En el acto se arrepintió, pero la llamada ya estaba en curso y aunque cortara, iba a quedar registrado. Por lo que esperó que lo atendiera.
—¿Hola?
—Venae, jefe Somäi. Le habla Umäin.
—Sunae, Umäin. No es necesaria la formalidad, puedo ser jefe, pero pertenecemos al mismo clan.
—Se agradece, Somäi.
—¿A qué se debe esta comunicación? No es habitual de tu parte.
—La oficina del señor Julián Rissi fue atacada anoche. Acabo de enterarme y pensé en informarle.
—Espera... —Se oyó como si estuviera en movimiento. Al cabo de un minuto aproximadamente, volvió a hablar—. Ya es seguro. ¿Aläis está bien?
—Sí, él está bien.
—¿Está en su vivienda del complejo?
Por más que el jefe Somäi conociera el secreto de su amigo y lo hubiera ayudado antes, Umäin no se fiaba de él. No quería confirmarle ni negarle información sobre su paradero.
—Supongo que así es —contestó con evasivas.
—Que tenga cuidado —advirtió el jefe—, veré qué puedo averiguar.
—Si le parece, puedo llegarme personalmente a la vivienda del señor Rissi para corroborar que esté a salvo.
—Está bien —le dijo tras pensarlo un momento—. Cuando se trata de Aläis, confío más en ti que en mis asistentes.
A Umäin no le sorprendió aquella confesión. Ratificaba sus sospechas sobre el entorno del jefe.
—¿Podría darme la dirección?
—Seguro, te la pasaré por escrito. Mantenme al tanto.
—Lo haré, Somäi. Sunae.
—Sunae, Umäin.
Cortó y unos treinta segundos después el teléfono le notificó la llegada del mensaje de texto con la dirección.
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Niko abrió los ojos, algo confundido. No sabía si era de mañana, tarde o noche. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba. Se había quedado dormido en el sillón del estudio, con las luces encendidas y todo. Se levantó con esfuerzo (le dolía el cuerpo) y, mientras iba para el baño, trató de recordar qué día era y cómo había terminado durmiendo ahí.
Para cuando salió, ya se acordaba de lo sucedido la jornada anterior. Lena de seguro que recién se estaba acostando, después de una noche de juerga. No, no tenía que pensar más en ella. Eso se había propuesto aquella noche. Lo que Lena hiciera o dejara de hacer, no era de su incumbencia, porque era su amiga, nada más.
Iría a su departamento y se ducharía, para sacarse la contractura. También iba a comprar algo para comer de camino; era media mañana y su estómago rugía de hambre. Apagó las luces, abrió la puerta y se topó con un par de ojos rojos que le impidieron salir.
En un momento, sintió que el aire abandonaba sus pulmones y se encontró volando de espaldas hacia el interior del salón, como en cámara lenta. Había recibido un fuerte golpe en el pecho que lo despidió hacia atrás, pero no lo comprendió hasta que dio de lleno en el suelo.
Tres vexianos ingresaron al estudio y cerraron la puerta. Uno de ellos, de cabello negro y aguados ojos lilas se quedó junto a la entrada para evitar que huyera, mientras que los otros dos, empezaron a recorrer el lugar. Buscaban algo.
—Quédate ahí, si sabes lo que te conviene —le dijo el que lo golpeara momentos antes, al pasar por su lado.
Niko permaneció en el suelo. No parecía que quisieran hacerle daño, pero se veían amenazantes y no tenía ninguna intención de provocarlos. Así que los observó desde donde estaba, sin hacer nada. Intuía que buscaban las muestras de sangre ya que, por sus características físicas, coincidían con la descripción de los que, el día anterior, habían acorralado a Lena en la calle.
El mayor, ingresó al privado y momentos después, gritó.
—¡La tengo!
En seguida, salió al salón portando los dos viales con el perlado fluido. Su expresión era de triunfo. Se reunió con los otros, abrieron la puerta y se fueron, dejando a Niko en el piso, como si se hubieran olvidado de que estaba allí.
El tatuador se incorporó despacio: ahora sí que le dolía todo, y el corazón le latía a mil. No dejó de vigilar la puerta por si regresaban, pero no lo hicieron. Se apresuró a cerrar con llave y se volvió al vestidor de inmediato. Le sorprendió ver que todo estaba ordenado. Abrió la heladera y encontró allí un tubo con sangre plateada. Se quedó mirándolo, confundido. Estaba seguro de haber visto dos tubitos en la mano del vexiano de pelo blanco y ojos rojos.
Lo levantó y lo miró a trasluz. No había duda de que era sangre alienígena, aún podría hacer sus tintas especiales.
Cuando estuvo tranquilo respecto a eso, volvió al salón y se sentó en el sillón. Recién ahí cayó en la cuenta de que, lo que acababa de pasarle, había sido lo más violento que le sucediera en mucho tiempo.
Lo bueno era que ya no molestarían a Lena.
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