Capítulo 33
Un resplandor naranja se elevaba desde la urbe, coloreando el cielo nocturno. Era tarde y el movimiento humano escaseaba. La vista desde las barrancas naturales que rodeaban la población, conmovía al joven vexiano. Nada en Vexia se comparaba con aquella aglomeración de viviendas y personas. Ellos no vivían tan juntos unos de otros, ni en cantidades semejantes, y la que tenía en frente era al menos diez veces más grande que la ciudad que dejara atrás.
Por su parte, se la había pasado encerrado entre paredes; primero del palacio luego, la prisión. Y desde que llegó a la Tierra, se mantuvo siempre en pequeñas colonias ubicadas en poblaciones de pocos miles de habitantes. Nada lo había preparado para contemplar algo como aquello.
Habiendo transcurrido casi dos días completos desde que dejara a Lena, por algún motivo, sentía que le hubiera gustado tenerla a su lado y compartir esa visión con ella. Contuvo el impulso de bajar al poblado a recorrer sus calles y admirar de cerca sus edificios. Siempre había visto con malos ojos las obras humanas, la arquitectura tan burda y oscura; sin embargo, comenzaba a encontrar la belleza en su rusticidad, en el equilibrio de sus líneas, el balance de sus luces y sombras. Era curioso que hubiera empezado a percibirlo recién ahora.
Sacó su alfombra, la colocó en el suelo ceremoniosamente y se sentó a meditar. Una zambullida de una hora en el Gran Poder sería suficiente para recobrar fuerzas y reanudar el viaje. Aún demoraría varios días en alcanzar la frontera, no tenía tiempo que perder. Cerró sus ojos y su piel fue tornándose iridiscente.
Todo se oscureció y como siempre, visualizó un túnel. Lo siguió en sus pensamientos viendo diferentes escenas de sus vivencias, presentes y pasadas. De repente, las imágenes en su mente se distorsionaron. ¿Dónde...? Sacudió la cabeza tratando de aclarar sus pensamientos y librarse del "ruido" que estaba causando interferencia en la comunicación con los ancestros. ¿Dónde estás? Era una voz conocida, colándose en su trance. «Aläis, dime ¿dónde estás?». Sonrió con sus párpados todavía cerrados. Hacía días que anhelaba oír esa voz. Sin salir del estado en que estaba, abrió y cerró lentamente sus ojos, captando el paisaje que tenía enfrente. «Búscame en lo alto de la barranca», pensó, y transmitió el mensaje junto con la instantánea de la panorámica nocturna. «Entendido».
El reencuentro fue emocionante. Sus brazos entrelazados, las frentes unidas y la piel de ambos refulgiendo rítmicamente. En esa conexión que los convertía en uno solo, sintieron que todo volvía a ser como antes. Excepto que todo había cambiado.
Aläis abrió los ojos y observó el rostro de Umäin con una sonrisa apenas asomando en sus labios, pero enseguida recordó por qué había alejado a su kiodäi y se puso serio. El otro, pensó en lo mismo.
—Debemos hablar —dijo y Umäin mostró un destello de alegría en su mirada.
—He desconfiado de ti, mi kiodäi. Estoy avergonzado y arrepentido.
El vexiano de cabello renegrido y ojos color lavanda no podía creer lo que oía y su semblante se ensombreció.
—Pero ¿qué dices, Aläis? Te he fallado. Tienes todo el derecho de desconfiar de mí, porque no he sido honesto contigo.
El de la melena gris y ojos heterocromáticos entornó sus párpados.
—Puede que mi secreto supere al tuyo.
—No es una competencia, mi kiodäi —respondió el otro, con una sonrisa ladeada, aunque en apenas un instante, una cierta tristeza invadió sus ojos.
Se sentaron con la imponente vista de la luminosa capital extendiéndose a sus pies.
—Debo contarte la verdad sobre mi origen... —empezó a decir Aläis—. Sé que debería haberlo hecho antes, solo que...
—No te molestes... Ya lo conozco.
—¿Cómo...?
—Lena...
—¿Ella te lo contó? —preguntó crispado ante la perspectiva de una nueva traición.
—No. En realidad, fue Somäi. Aunque fue involuntario. Él lo leyó en su mente y yo en la de él...
Se hizo un silencio en el que ninguno sabía qué decir. Al final, Aläis preguntó.
—¿Estás molesto?
—No, en absoluto. Lo fui intuyendo con los años. El hecho de que mi padre y muchos otros estuvieran dispuestos a dar su vida para rescatarte y traerte a la Tierra a salvo, casi que lo convirtió en certeza. Enterarme por Somäi no hizo más que confirmar mis sospechas. Aunque no lo creas, ya no soy aquel pequeño inocente que conociste a través de las rejas de la prisión.
—¿Y no te disgusta que se lo confiara a Lena antes que a ti?
Umäin suspiró.
—Supongo que si no la conociera, estaría mortificado. El reunirme con ella ha sido como encontrar otra versión de ti en muchos aspectos —sonrió, nostálgico—. Entiendo que hayas sentido la necesidad de compartir y conectar con alguien tan... similar a ti. Y si me lo preguntas, opino que deberías quedarte con ella, hacerla tu compañera.
Aläis, que tenía la vista perdida en algún punto del cielo nocturno que cubría la ciudad, volteó a mirarlo, contrariado y negó enérgicamente.
—Imposible. Ella es... terrícola —dijo, masticando las palabras, no obstante enseguida su semblante se suavizó—. Debo reconocer que ha provocado sentimientos en mí que no he sabido controlar. Emociones humanas que no son propias de nuestra raza. Siento que puedo haber agraviado al Gran Poder con mi accionar; incluso le pedí que me acompañara, estaba dispuesto a llevarla conmigo al otro lado del planeta... Pero ella no aceptó. Y creo que ha sido lo mejor.
Su kiodäi podía sentir su desazón. Colocó la mano en su hombro para reconfortarlo. Cerró sus ojos y su rostro se volvió un espectáculo de luces, solo opacado por el resplandor de la capital que tenían en frente. Tras un par de minutos, Umäin abrió sus párpados, lo que fueron perdiendo el brillo hasta quedar otra vez de su color natural.
—Es terrícola... —repitió, Aläis, reprendiéndose por experimentar aquellas confusas emociones.
—Lamento no haber estado junto a ti para ayudarte a sobrellevar estos sentimientos. Sé que pueden ser abrumadores al principio, sin embargo, esa sensación luego se disipa y da lugar a toda una nueva forma de ver la vida. La nueva existencia a la que debemos adaptarnos en este planeta junto a una especie que nos ha adoptado. Ya no podemos mantenernos al margen y auto-segregarnos. Debemos amoldarnos y parte de ello involucra establecer lazos y abrazar nuevas formas de relacionarnos y sentir.
Su kiodäi lo miró extrañado.
—¿De qué hablas? ¿Dices que debemos de renunciar a nuestra herencia vexiana y volvernos más humanos? —Se puso de pie, molesto—. No creo que perder nuestra esencia sea la respuesta.
—No estoy diciendo que debamos perder nuestra esencia, sino modificarla. Dejar de pretender que podemos mantenernos inmutables, cuando lo que somos está estrechamente relacionado con Vexia, nuestro hogar. Por si no lo has notado, ya no estamos allá. Nos arrancaron una parte muy importante de nuestro ser y está en nosotros permanecer incompletos o elegir llenar ese vacío con algo nuevo, con lo que nos ofrece la Tierra y sus habitantes.
—¿Qué te ha pasado? Estás hablando de permitir que la cultura humana nos convierta, nos cambie. Nuestro número es insignificante en comparación, abrirnos a la cultura terrestre sólo hará que nuestra esencia se diluya, la civilización vexiana desaparecería en poco tiempo, aplastada por la enorme humanidad. ¿Eso es lo que postulas?
—Creo que estamos afectando a los terrícolas tanto como ellos están influyendo en nosotros. Es mutuo, simbiótico. Cuanto más estemos en contacto con ellos...
—¡Basta! No sé qué te ha sucedido en el tiempo que estuvimos separados, pero no puedes estar hablando en serio —. Umäin se incomodó cuando Aläis volvió a sentarse junto a él y le apoyó la mano en el hombro—. Déjame reconfortarte. Estoy seguro de que, estando más tranquilo, verás las cosas con mayor claridad y rectificarás tu sentir.
Umäin liberó su hombro del agarre de Aläis, se incorporó y se alejó un par de pasos, ante la incrédula mirada de su kiodäi.
—No voy a cambiar de parecer, Aläis —suspiró—. Es mi turno de compartir mi secreto. Aquello que llevo meses manteniendo oculto de ti. Lo siento, mi kiodäi, porque soy consciente de que lo que debo contarte puede alejarte de mí para siempre; aun así, ya no soy capaz de mantenerlo en las sombras. Si reniegas de nuestro vínculo... lo entenderé.
Aläis guardó silencio. Temía a lo que Umäin tenía para decirle. Pero había llegado el momento de enfrentar lo que provocara que su kiodäi levantara un muro entre ellos.
—Al igual que tú, he pensado que el Gran Poder me castigaría por lo sucedido —empezó a explicar, Umäin—. Sin embargo, no hace más que recompensarme cada día. Sí, te está separando de mí, mas sabíamos que eso podía pasar en cualquier momento, así que no lo considero una sanción.
»Lo que quiero decir, es que ya no pienso en que esté haciendo nada malo. Por el contrario, creo que estamos ante un milagro para Vexia.
Aläis se sintió conmocionado, como si le hubieran dado una bofetada. Esa palabra, milagro, no había ningún vocablo análogo en su lenguaje. El término refería a algo sin explicación lógica, a un suceso fuera de lo común que no se podía discernir por medio de las leyes naturales y que se atribuía a la intervención de un ser superior. Y si bien ellos creían que sus destinos estaban sujetos a los designios del Gran Poder, éste nunca hacía nada ilógico. Todo hecho adjudicado a su voluntad, siempre podía comprenderse. Lo extraordinario radicaba en alcanzar a abarcar y entender la vastedad de sucesos y la intrincada cadena de causas y efectos que éstos originaban, provocando la posibilidad de que un hecho tuviera lugar.
Pensar en milagros era de humanos, una especie inferior, cuyos procesos cerebrales y tecnología, no estaban lo suficientemente desarrollados como para computar tal cantidad de variables.
—¿De qué hablas? —inquirió preocupado.
—Aläis... temo que no lo entiendas, pero es la verdad y deseo revelártela: voy a ser padre. Y la madre de mi hija es humana.
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El recinto, por completo oscuro cuando estaba vacío, se encontraba ahora iluminado a pleno, tras la invocación y los movimientos ejecutados por Marakamäe. Los guardias observaban el techo y las paredes de igual manera que lo hacía el grupo de humanos cautivos, porque ninguno de ellos había estado allí antes.
El salón ceremonial, la alta cámara revestida de plantas fatsimäe por doquier, era un buen escondite. Nadie los molestaría, ya que solo se usaba para ritos sagrados, como una coronación, el nacimiento de un heredero o la muerte de un Monarca. En esos casos, a través de una proclama, se requería la presencia de todos los Representantes y los jefes de los clanes. También podía asistir el patriarca de cada familia de Vexia. Todos se reunían para atestiguar el evento que se estuviera consagrando al Gran Poder. Sin una convocatoria, no había motivo para que alguien ingresara allí.
La Regente hizo seña al guardia más cercano de que llevaran a los cautivos al centro de la habitación, donde se hallaba el altar. Éste obedeció, no sin antes mirar a sus tres compañeros, y descubrir que ninguno de ellos parecía hallarle lógica alguna a lo que estaba pasando.
Desoyendo las quejas de los terrícolas, caminaron tironeando de sus cuerpos hasta el ara de piedra que presidía la zona central y los arrojaron al suelo, uno a cada lado de la gran roca rectangular.
Maia emitió un gemido al golpear su espalda contra la dura superficie y Sebas, sin pensarlo mucho, se fue arrastrando hasta ubicarse a su lado.
—¿Estás bien? —susurró.
La chica asintió, aunque sin mirarlo. No podía quitar la vista de la Regente. Parecía querer asesinarla con la mirada.
—Regresen a la entrada y monten guardia hasta que sean relevados —ordenó la vexiana—. Tienen prohibido hablar con nadie de lo que sucede aquí adentro. Y a todo aquel que pretenda ingresar, aprésenlo y tráiganlo ante mí.
Los guardias juntaron sus manos a la altura de los ojos, inclinaron sus cabezas hasta tocar la frente con la punta de los dedos y se retiraron por donde habían ingresado.
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