Capítulo 27
El anciano Ronsoj permanecía con la mirada perdida, sentado en el amplio sofá de la casa de Umäin. No se había movido ni pronunciado palabra alguna desde que el dueño de casa y Niko, lo habían traído.
Los más jóvenes lo observaban desde un extremo de la habitación e intercambiaban miradas en silencio. Tras una prudencial espera, Umäin le acercó un vaso con agua que dejó en la mesita auxiliar, al alcance de la mano del viejo. Éste se limitó a mirar el recipiente por un instante y luego volvió a su estado casi catatónico.
Niko no aguantó más, se aproximó y poniéndose en cuclillas frente a él, trató de cruzar miradas con el alienígena.
—Ronsoj, ¿verdad? ¿Ese es tu nombre, puedo llamarte así?
El vexiano reparó por un segundo en los ojos verdes del humano y con una mueca de desprecio, apartó la mirada para fijarla nuevamente en un punto en el aire, viendo a la nada.
—«Ronsoj» es el nombre de familia —explicó, Umäin—, lo que ustedes llamarían «apellido». Cuando su linaje fue repudiado por el Monarca, sus nombres propios se perdieron, y con ellos, su identidad individual. Desde que su clan los expulsó, es como si no existieran; ahora sólo se los conoce como los «Ronsoj»... a todos ellos.
—Eso es un poco cruel... —reflexionó, Niko.
El anciano volvió a fijar sus rojos ojos en los del humano y esta vez le sostuvo la mirada, como sondeándolo.
—Será mejor que mantengas la distancia —le advirtió, Umäin—, no es seguro para ti que estés tan cerca de él.
El viejo Ronsoj siguió viendo fijo a Niko y el vexiano del cabello renegrido y mirada lavanda, acudió a separarlos.
—¡Estoy bien! —sonrió, Niko, al ser levantado de un brazo por Umäin—. Solo que sus ojos me recordaron a los de mi abuelo, en sus últimos años.
—¿Tu abuelo tenía los ojos rojos?
—No, me refiero a que tenía la misma tristeza y nostalgia en su mirada; había visto demasiadas cosas durante su vida, que escondía más historia tras ella de la que pudiera exteriorizar... justo como la de él.
Umäin miró al decrépito vexiano y no pudo vislumbrar lo que Niko describía con tanta emoción; él sólo veía a un repudiado Ronsoj.
—¿Dónde están los otros? —lo interrogó con severidad—. La última vez que percibí su rastro, había tres de ustedes. ¿Dónde están los otros Ronsoj?
El vexiano de los ojos rojos tenía otra vez la mirada perdida y no respondió. En ese momento, comenzó a sonar un celular y el joven humano se apuró a contestar.
—Les pedí que no me llamen... ¿Qué?... Pará, Agus, más despacio. Calmate un poco que no se te entiende nada... ¿Qué Lena tiene un qué?...
Niko se alejó para continuar la conversación en privado y, al cabo de un par de minutos, regresó a la habitación. Lucía algo pálido.
—¿Qué ha sucedido? ¿Tus amigos están bien?
—Creo que tenés que hablar con ellos en persona. Algo grave pasó.
Umäin notó lo perturbado que estaba Niko, el que lo miraba esperando su aprobación. Por su avanzado cerebro alienígena cruzó el pensamiento de «¿cuántas personas más pensará traer a mi casa?», pero no dijo nada, sólo le brindó un breve asentimiento. El otro de inmediato volvió a llevarse a la oreja el celular que aún tenía en su mano derecha.
—Está bien, vengan. Y traigan al hermano.
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En algún lugar de Vexia, 40 años atrás (aprox., en años terrestres).
—Esta conclusión no puede estar bien, Marakamäe —dijo el vexiano investido con la máxima autoridad de Vexia.
Le devolvió la tablilla de cristal donde estaba el informe que acababa de leer.
—Lo hemos probado todo y repetido cada estudio numerosas veces, tanëo, y siempre arroja el mismo resultado —respondió la científica vexiana de mediana edad y mirada azul claro, avergonzada por lo ineficaz de su investigación.
—Si esto es correcto, significa que...
El mandatario suspiró y cerró sus ojos del color del cielo nocturno; era muy duro como para decirlo en voz alta. Su linaje se remontaba a los albores de la civilización de Vexia. Sus ancestros habían llevado a la raza vexiana a lo más alto de su evolución espiritual, social y tecnológica. No podía creer que sería él el que en poco tiempo vería a su especie perecer y perderse para siempre en la oscura vastedad del universo.
—...significa que lo que le está pasando a Vexia... —trató de terminar la frase del monarca, pero éste la interrumpió.
—¡No lo digas! Nadie debe saberlo, Marakamäe.
—¿Tanëo?
—¡Nadie debe saberlo! Me encargaré de tranquilizar al pueblo, de llevarles palabras alentadoras sobre lo próxima que estás de encontrar la cura, gracias a los grandes avances en tu investigación. Y tú seguirás trabajando...
La científica palideció; no se atrevía a preguntarle al monarca qué era lo que pretendía que hiciera si ya no quedaba nada más por hacer.
—Si este planeta no tiene lo que necesitamos para purificar nuestra sangre, lo hallarás fuera de él. Harás lo que sea necesario, pero la regenerarás, así tengas que escudriñar en todos y cada uno de los planetas conocidos y más allá, hasta encontrar la solución... Dejo el destino de Vexia en tus manos.
—Sí, tanëo.
El soberano se marchó incluso antes de oír su respuesta y momentos después, los demás científicos ingresaron al laboratorio y retomaron sus experimentos, con los que buscaban la cura en toda clase de vida animal y vegetal vexiana.
La investigadora líder sumergió la tablilla en una solución ácida que la desintegró en instantes y se unió a su grupo. Tenían una urgente exploración espacial que planear y debía encargarse de que el equipo trabajara con la mayor discreción y rapidez posible; a su raza, no le quedaba mucho tiempo.
Al llegar a la edad adulta, las mujeres vexianas sufrían de esterilidad en número creciente y los nacimientos de sexo femenino, se venían reduciendo ciclo tras ciclo de manera alarmante. A ese paso, en tantos ciclos como dos vidas, Vexia perdería toda capacidad de reproducirse.
Su estrella era la causante. La naturaleza del astro no era nociva y podía provocar mutaciones inocuas, lo sabían. Pero la histórica exposición de la raza, había afectado sus genes por acumulación. Por lo que lo más lógico, era emigrar a otro planeta, aunque no sin antes saber que existía una esperanza de mejoría, una forma de revertir las secuelas de la irradiación. El soberano no estaba dispuesto a someter a su pueblo a un éxodo semejante, solo para verlos perecer lejos de su hogar. Si iban a morir, sería en Vexia.
Sin embargo, para Marakamäe, el fracaso no era una opción. El monarca le había dado autorización para salvar a su especie a cualquier precio y ella estaba dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias con tal de evitar su ruina...
Y eso era lo que había hecho por los últimos cuarenta años: trabajar en pos de los mejores intereses de Vexia, lo que incluyó fraguar una invasión a espaldas del Concejo de Vexia y convertirse en la líder que la crítica situación demandaba.
Su predecesor creía tener lo que hacía falta para gobernar, no obstante, en el momento crucial, demostró ser indigno, débil. Ella era la única capaz de devolverle a Vexia la grandeza de épocas pasadas. Y para ello, a veces, debía hacer las cosas por sí misma, porque nadie más estaba a la altura.
Le había sucedido antes, cuando tuvo que asumir la Regencia y le volvió a pasar ahora, con los Ronsoj. Parecía que podían ser útiles, que su rencor hacia el antiguo gobernante de Vexia, el que los había repudiado, sería suficiente para motivarlos a realizar la tarea asignada. Sin embargo, probaron ser sólo la triste sombra de los fieros guerreros que otrora ostentaran el linaje.
Desde su habitación en el último piso del edificio más alto de la ciudad, la Regente observaba las iluminadas calles vacías y pensaba en que la Tierra estaba dándole una segunda oportunidad para concluir lo que iniciara en su planeta, y al fin, atar el último cabo suelto, con sus propias manos.
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Habían caminado cerca de tres horas y media por el último túnel, el tercero de ellos, tan oscuro, desierto y lleno de toda clase de bichos rastreros como el anterior para, finalmente, desembocar en un montecito a la vera de un arroyo serrano. Lena agradecía llevar calzado cómodo, aun así, estaba agotada.
—Necesito descansar —dijo la muchacha con una exhalación, al tiempo que se arrojaba de espaldas sobre la maleza, sin preocuparse de la suciedad ni los insectos que pudiera haber.
Sus acompañantes hicieron lo mismo. Los tres quedaron tendidos boca arriba, contemplando el espectáculo que ofrecía el cielo nocturno, sin luna y por completo despejado. La inmensa Vía Láctea sobre ellos, los sobrecogió con una dosis de perspectiva.
Lena no sabía dónde estaban con exactitud porque el curso de agua que daba nombre a la ciudad que la vio nacer, poseía numerosos afluentes y no tenía forma de identificar cuál de ellos era el que discurría a un costado del lugar en que se encontraban. Lo que sí sabía, era que le había exigido a su cuerpo más allá de lo que su estado físico le permitía.
Empezó a sentir que sus piernas se acalambraban y reconoció internamente que no había sido una buena idea detenerse de golpe. No obstante, tampoco tenía fuerzas para levantarse.
—¿Y ahora? ¿Hacia dónde? —preguntó, al borde de la inconsciencia.
—Ahora debemos volver a la ciudad...
—¿¿Qué!! —la noticia la despertó como un baldazo de agua fría— ¿Decime que me estás cargando, Somäi? ¿Caminamos todo esto para nada?
—No para nada. Tomamos el túnel que más cerca nos deja de donde debemos ir.
—Somäi, no puedo regresar—intervino Aläis—. Entiendo que mi kiodäi te envió para convencerme de retornar y pocas cosas deseo más que concedérselo; sin embargo, debo continuar alejándome. Tengo que marcharme o pondré a todos en peligro, al mismo Umäin, a Lena... incluso a sus amigos, a los que ni siquiera conozco.
Sin saber por qué, Lena se encontró sujetando la mano de Aläis, que estaba tumbado a su lado. Al momento, se dio cuenta de su indiscreción y suavizó el agarre de los dedos, muy despacio esperando que él no le diera importancia, pero el alienígena volteó la suya y entrelazó sus dedos con los de ella, impidiendo que se apartara.
Giró su rostro hacia donde estaba; apenas si podía distinguirla en medio de la oscuridad, en cambio Lena lo veía muy bien debido a la tenue iridiscencia de sus mejillas que se habían encendido como reacción al contacto.
Somäi admiraba las constelaciones, dándoles privacidad, aunque no podía evitar percibir a la perfección la angustia de Aläis por sus sentimientos encontrados hacia la humana: quería permanecer a su lado a causa del irrefrenable deseo de protegerla que lo dominaba, el mismo que lo obligaba a separarse de ella por igual motivo, quizá para siempre.
Su edad y experiencia y el hecho de que fuera jefe de un clan, lo dotaban del poder necesario para manipular la mente del más joven y obligarlo a cambiar su decisión, con todo, realmente no quería hacerlo; Aläis le importaba demasiado, aún podía ver en él a aquel niño al que le habían arrancado su familia y sometido a una vida de encierro y privaciones. Lo apreciaba mucho más de lo que podía reconocer.
—Escucha, Aläis, te propongo lo siguiente. Emprende tu camino y yo me ocuparé de escoltar a Lena para que regrese a la ciudad de forma segura. Hablaré con tu kiodäi, él te alcanzará. ¿Estás de acuerdo?
Lena guardó silencio. No se atrevía a intervenir sabiendo que la dirección que él tomara podía determinar si vivía o moría. Se limitó a apretar su mano brevemente al tiempo que pensaba «lo entiendo».
Aläis volvió su rostro al cielo, cerró sus párpados y el resplandor de su semblante se fue apagando. Relajó su mano y la apartó de la de ella con suavidad, acariciándola con la yema de los dedos.
—Estoy de acuerdo —dijo.
El ambiente se cargó de tristeza, no obstante, ninguno se atrevió a pronunciar otra palabra. Instantes más tarde, Lena se quedó profundamente dormida, vencida por el cansancio. Por la mañana, cuando la claridad de las primeras luces del día la despertó, Aläis hacía horas que se había marchado.
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