Capítulo 17
Agus y Sebas ingresaron a la terminal por una de las entradas frontales. De inmediato se separaron. Ambos tenían cara de preocupación y, aunque trataban de no ser demasiado evidentes, fallaban de la manera más alevosa: se chocaban a la gente que se cruzaba a su paso porque miraban en todas direcciones menos por dónde iban y se asomaban a cada puesto comercial y a las boleterías, ante el desconcierto de los empleados. Recorrieron todo a lo largo el interior de la estación de ómnibus, dos veces. Al final, se juntaron en el centro, frente a una de las salidas que conducía hacia el área de los colectivos.
—¡Los baños!
Exclamaron a la vez y se dispusieron a emprender la marcha con destino al sector de sanitarios. En eso, una de las puertas vidriadas que daban a las dársenas y que estaban cubiertas de carteles por lo que no permitían ver hacia afuera, se entreabrió y el brazo de un hombre con gorra tomó a Sebas por el hombro y de un tirón lo sacó hacia las plataformas.
—¡Eh! —gritó éste sorprendido, en tanto Agus se fue tras él con toda la intención de atacar a trompadas al que se había metido con su amigo. Cuando los alcanzó, el desconocido ya lo tenía contra la pared y, para su sorpresa, se fundió en un breve abrazo con Sebastián. Esto sofrenó los ánimos de Agustín que no entendía qué estaba pasando. Entonces, el de gorra se dio la vuelta, y bajo la visera, Agus descubrió a un magullado Niko.
—¡Boludo! —dijo, mientras lo abrazaba también por un momento—. ¿Qué pasó? ¿Por qué tanto misterio?
—¿¿Y qué te pasó en la cara!! —inquirió Sebas, entre la preocupación y la mofa.
—Ese fui yo...
Los recién llegados voltearon hacia el lugar de donde provino la voz y se pusieron serios y en guardia al encontrar a un vexiano de ojos lavanda y cabello negro azabache, que sonreía con sorna. Estaba de brazos cruzados y apoyaba uno de sus hombros en la pared de vidrio.
La gente iba y venía por el andén, tanto humanos como algunos pocos vexianos, preocupados por abordar los ómnibus que partían, o descendiendo agotados, después de un largo viaje, de los coches que llegaban. Ninguno se percató de la escena que estaba desarrollándose al costado de una de las puertas.
—Tranquilos. Él es Umäin y está de nuestro lado.
—¿De qué lado hablás?
—Si te dejó la jeta así siendo un aliado, menos mal que no está del bando contrario...
Umäin soltó una risita.
—Me agradan tus amigos.
—Escuchen, les voy a contar todo. Los cité acá porque la policía me busca y es un buen lugar para pasar desapercibido, con el plus de que tiene muchas vías de escape y está más cerca del sector a dónde vamos. Se les iba a complicar para llegar solos, por eso vinimos a buscarlos.
—Pero, ¿qué carajo está pasando, Niko? Nos estás asustando.
—Vengan. Umäin nos va a llevar a un lugar seguro para que hablemos.
El aludido encabezó la marcha, seguido a una cierta distancia por Niko quien, protegiendo su identidad con la visera sobre el rostro, caminaba con la vista fija en el piso. Los otros dos se miraron extrañados y se apuraron a alcanzarlo.
Agus se puso detrás de él.
—Lo llamaste al elfo antes que a nosotros... ¿Vos realmente confiás en él? —le susurró al oído, tratando sin mucho éxito de no demostrar que estaba celoso.
El tatuador lo miró por encima del hombro izquierdo y asintió. La respuesta no lo tranquilizó; de todos modos, no dijo nada y siguió caminando, escoltado por Sebas, que parecía divertido con la situación y era el que mejor disimulaba de los tres.
Atravesaron todo lo largo de la dársena para salir por uno de los accesos laterales. Cruzaron la avenida y tomaron por una callejuela sin asfaltar, bastante sombría. A media cuadra más adelante, un automóvil sedán esperaba estacionado bajo una acacia.
—Ustedes suban al auto, que yo voy en el baúl.
—¿¿Qué!! —exclamaron los amigos a la vez.
—Tranquilos, ¡no es mi primera vez! —dijo Niko, con una sonrisa, y se introdujo en la cajuela que Umäin había abierto segundos antes.
Después de cerrar, éste se dirigió a la puerta del conductor, la abrió y se sentó detrás el volante. Agus y Sebas en tanto, permanecieron parados donde estaban, todavía impresionados por haber visto a Niko desaparecer dentro del maletero del auto.
Umäin los observaba por el espejo retrovisor. No pensaba que fueran a decidirse pronto. Suspiró, encendió el motor y se dispuso a darles un poco de motivación: por la ventanilla abierta, les gritó:
—¿Suben o necesitan más tiempo para pensarlo? Sería una pena que su amigo se asfixie por la demora.
El viaje fue breve pero incómodo. Agus y Sebas, ubicados en el asiento trasero, no dejaron durante todo el trayecto de mirar fijamente el reflejo de los llamativos ojos de Umäin en el espejo.
Cuando el vexiano tornó el vehículo hacia la derecha para ingresar al asentamiento alienígena, los amigos se miraron de reojo con algo de temor.
—Tranquilos. Martes y jueves no comemos humanos... Espera ¿qué día es hoy?
Cuando llegaron a su vivienda, tras recorrer el largo camino sinuoso, Umäin aún se reía solo, recordando sus caras de pánico. Descendió y sin perder tiempo, destrabó la tapa y ayudó a Niko a salir de la cajuela.
—¿Estás bien, amigo? —preguntó con cierta ansiedad, Agustín.
—Estoy bien, no se preocupen. He pasado bastante tiempo escondido en baúles en mis años de pendejo... —y señalando la casa de cristal que tenía enfrente, añadió— la veo diferente.
—Sucede que no es el mismo lugar donde nos conocimos: éste es mi hogar —. Y dirigiéndose a todos, agregó— ¡Bienvenidos!
Niko acompañó a Umäin al interior. Sebas y Agus, se quedaron afuera, observando alrededor. Por lo que podían ver con la escasa luz de la luna que se filtraba entre el follaje, estaban en medio de un bosque y solo se distinguían algunas luces a cierta distancia entre los árboles. De todos modos, debía de tratarse de otras viviendas vexianas, así que no les servirían para ir a pedir auxilio ni refugiarse.
—¡Ey! ¿Qué esperan? ¡Entren! —les gritó Niko desde el interior.
Tragaron saliva y lo siguieron.
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Aläis dejó a Lena aguardando en una garita cercana mientras se dirigía al hotel a buscar sus pertenencias. Habían estado sentados en la parada de colectivo durante hora y media.
Al principio, a él no le pareció buena idea estar tan expuestos, pero ella insistió en que la mejor manera de pasar inadvertidos, era a simple vista. Después de colocarse el buzo con capucha que guardaba en la mochila, se tranquilizó un poco y se concentró en modificar la percepción de los que se acercaban al lugar a esperar por el transporte urbano, para que no les prestaran atención.
Cuando la calle se veía casi vacía, emprendió el camino hacia el establecimiento donde pasara la noche anterior.
El conserje, un hombretón con ropas sueltas y escaso cabello en la coronilla, lo vio entrar y lo saludó con poca cortesía.
—Habitación treinta y dos —enunció, ocultando lo mejor que podía con la capucha sus rasgos característicos y el violeta de sus ojos—, me retiraré ahora.
El encargado del hotel lo miró con suspicacia y ladeando la cabeza señaló el letrero que mostraba el horario de entrada y salida: era al mediodía.
—No se hacen devoluciones —dijo con desdén.
—Está bien...
—¿Tenés pertenencias en el cuarto?
—Así es.
El hombre suspiró dando una ojeada hacia el interior de su oficina donde el sánguche de lomito recién salido del microondas, lo esperaba para cenar.
—Te acompaño a ver que esté todo en orden —dijo.
Abandonó la recepción y lo siguió por las escaleras hacia el tercer piso.
Cuando llegaron, Aläis ingresó solo a la habitación, dejando al conserje esperando en el pasillo. Caminó hasta el ropero empotrado, abrió la puerta corrediza y procedió a desatar el pañuelo que llevaba anudado en la muñeca. Se agachó y lo extendió en el piso de cemento del placar. Introdujo medio cuerpo por la abertura y, tras retirar un trozo de zócalo de madera, recuperó la alfombra ancestral que había dejado oculta antes de irse. La depositó con delicadeza en el centro de la tela y con esmero la envolvió, doblando los extremos hacia adentro. Colocó de nuevo la pieza de madera en su sitio, se incorporó y encajó el valioso paquete en la cintura de su pantalón, para luego reacomodarse las prendas superiores.
En seguida, abrió la puerta dándole paso al humano quien, al ver que no tenía equipaje más que la mochila que traía, lo miró de arriba abajo con incredulidad.
—Parece que no falta nada, está todo en su sitio... —comentó, tras una minuciosa revisión del cuarto y el baño—. De hecho, está más limpio y ordenado que cuando entraste.
Bajaron las escaleras y Aläis suspiró aliviado, todo estaba saliendo bien. Como siempre pagaba por adelantado, solo restaba entregar la llave en la recepción y podría marcharse. Por algún motivo, lo acosaba la intranquilidad desde que llegó; tenía la sensación de que algo podía complicarse. Pero era evidente que su poder extrasensorial le había fallado esta vez.
El conserje se fue tras el mostrador y se dispuso a cargar la baja en la computadora, al tiempo que Aläis le extendía la llave magnética, cuando una voz estridente a su espalda, lo sobresaltó.
—¡Mi amor! Como te tardabas, entré a buscarte.
El hombre elevó con disimulo ambas cejas sin levantar la vista del teclado. Aläis, que se había quedado de piedra, tragó saliva y se giró lentamente justo para atajar el cuerpo de Lena, que se arrojó sobre él a abrazarlo.
—¡Mi vida! ¡Te extrañé!
—¿¿Qué haces!! —le susurró, al quitársela de encima, con los ojos en llamas y las mejillas de todos los colores.
—Estoy improvisando —respondió ella de igual modo, ignorando por completo su evidente estado de desesperación, para luego continuar hablando normal—. ¿Ya nos vamos?
—Solo falta una firma acá —interrumpió el hombre de la calvicie incipiente, alcanzándole la hoja que acababa de salir de la impresora que tenía a un costado.
Aläis respiró profundo varias veces para intentar calmarse y apagar el letrero luminoso en el que se había convertido su rostro en ese momento. Se volvió hacia el mostrador y realizó un garabato en el papel.
Lo que pasó a continuación, sucedió tan rápido que, ni con sus extraordinarios poderes, pudo preverlo.
Cuando apoyó de nuevo la lapicera en la mesa después de firmar, el conserje le recibió el formulario y con la otra mano, lo agarró por la muñeca con firmeza. Con una velocidad inaudita, aprovechándose del instante de sorpresa que tomó a Aläis desprevenido, sacó un lápiz óptico que guardaba en el primer cajón y de una sola pasada, leyó el CIP que escondía bajo la manga izquierda.
Sus mejillas refulgieron de furia transformándole los rasgos de forma temible, lo que hizo que el hombre diera un paso atrás, presa del susto. Aläis recuperó su mano de un tirón. En seguida, se percató del mechón de cabello que caía sobre su pecho y que se había escapado por el abrazo de Lena. Con un ligero movimiento, lo reunió con el resto debajo de la capucha.
—¿Por qué hizo eso? —cuestionó ella al hombre.
—Perdonenmé, chicos. No tengo nada en contra de las relaciones interraciales —se excusó, levantando ambas manos a la altura del pecho—, les deseo lo mejor. Pero estoy obligado a declarar a todos los huéspedes vexianos. Caso contrario, me pueden clausurar.
—¿Podés borrarlo? —le preguntó Lena, ante la cara de sorpresa del humano, que miró a Aläis con extrañeza.
—¡Calla! —Respondió, furioso. —Ya has hecho suficiente; no lo empeores.
Y de inmediato, la tomó por el brazo y la sacó de allí, haciendo oídos sordos a sus quejas.
Caminaron un buen rato en silencio.
—No entiendo por qué no hiciste lo mismo que en el quiosco: agarrar el aparatito ese y borrarle toda la información con la mente —rezongó, Lena, cuando creyó que ya era seguro hablarle.
—Ese «aparatito» tiene tecnología vexiana. No almacena datos en sí mismo, ni en un servidor local, sino que se transmite de manera automática a la central de control de la NUII. Su sistema es inviolable. Es por ello que cuando mi identidad ha sido comprometida, siempre evito los controles, hasta conseguir un nuevo CIP.
La miró con intensidad; en sus ojos había una mezcla de ira y desesperación.
—Ahora saben dónde encontrarme.
Jeta: cara, rostro.
Baúl: cajuela; maletero del automóvil.
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