Capítulo 14

—Llevo a Lena a su casa, que no se siente bien y vuelvo en un rato. Tengo algo que hacer, pero regreso antes del cierre. Si alguien me busca, que vuelva mañana.

—Claro, andá tranquilo —Agus le guiñó un ojo—. Nosotros te cuidamos el boliche.

—Tómense todo el tiempo que necesiten... —agregó, Sebas, levantando las cejas de manera sugestiva.

—¿Estás lista? —Preguntó a Lena, mientras salía meneando la cabeza, con el casco en la mano y disimulando la sonrisa tras ver las caras de picardía que tenían sus amigos. «Éstos no cambian más», pensó.

—Sí, vamos. ¡Chau, chicos!

Agus y Sebas respondieron el saludo. Cuando se hubieron marchado se miraron y asintieron con amplias sonrisas de satisfacción en los labios.

—Y... ¡cruzaron el disco!

—¡Qué buenos que somos, la puta madre! ¿Y si dejamos la barbería y nos ponemos un curro de casamenteros?

—Primero nos tendríamos que conseguir una minita bien buena cada uno. Por el tema del marketing, digo.

—Sí, tenés razón...

Niko puso en marcha la moto y le extendió el casco a Lena.

—Gracias.

Una vez abrochado, se subió tras él y lo tomó por la cintura. Una molesta sensación en la nuca la perturbó. Miró alrededor, pero era la siesta y la calle estaba desierta a esa hora.

—¡Lista! —exclamó, para que Niko arrancara.

La motocicleta aceleró y Lena se balanceó hacia atrás por la inercia lo que la llevó a abrazarse más fuerte de la espalda del muchacho.

Un desconocido los observaba desde el interior de un auto con vidrios polarizados. Cuando se alejaron, puso el vehículo en marcha y los siguió sin acercarse demasiado, para que no lo notaran.

Llegaron en cuestión de minutos al edificio donde vivía Lena. Ella se bajó y devolvió el casco.

—¿Querés que te acompañe? —Preguntaron los dos a la vez. Rieron.

—No, andá a descansar. No te preocupés.

—Bueno, ¿después me contás qué pasó? No voy a poder dormir tranquila si no sé cómo te fue.

—Dale, en un rato te llamo, ¿sí? Andá, te espero a que entrés.

Ella le dio un beso en la mejilla y cruzó la calle. Una vez en la entrada, se giró y lo saludó con la mano. Niko aceleró y al llegar a la esquina, dobló en dirección norte, hacia las afueras de la ciudad, donde se encontraba emplazado el barrio vexiano.

Lena renegó un momento con la cerradura que a veces se trababa y cuando logró girar la llave, abrió la puerta de un tirón y la frescura del interior la envolvió. Suspiró aliviada. Subió la escalera con pesadez. «Maldito calentamiento global», pensó, al tiempo que se recogía el cabello en un rodete. No daba más de cansancio, pero necesitaba una ducha, no podía meterse en la cama transpirada como estaba.

Llegó a su departamento en el cuarto piso y al querer tomar el picaporte, se dio cuenta de que estaba abierto. Levantó la vista, al tiempo que la puerta comenzaba a abrirse y se encontró de frente con unos conocidos ojos rojos.

Desesperada, giró sobre sus talones para salir corriendo, sin embargo, no llegó muy lejos: su cara impactó en el pecho del vexiano de ojos lilas, que le cortó el paso hacia la escalera. Con sus grandes manos le atenazó los brazos.

—¡Soltám...!

Un brazo la rodeó desde atrás y le cubrió la boca, ahogándole el grito. El alienígena de ojos rojos de pronto se encontró pegado a su espalda. Pudo sentir el calor que emanaba de su piel. Con la mano libre, la agarró por la cintura y la arrastró hacia atrás.

Lena se resistía con todas sus fuerzas, inútilmente. Mientras era llevada de espaldas y en andas, hacia el interior del departamento, tiraba patadas al vexiano de los ojos lilas que los seguía de cerca; quería borrarle la sonrisa burlona de la cara, pero no lograba alcanzarlo.

La llevaron hasta la cocina y, sin destaparle la boca, la sentaron en una de las banquetas del desayunador. El que la sostenía le habló al oído.

—Escúchame, voy a liberarte. No grites o sufrirás.

Despacio retiró su mano ardiente y transpirada de la boca de Lena. La piel de la palma, adherida con sudor, se fue despegando poco a poco de sus labios y el olor a mentol que despedía, la embriagó al punto de marearla y provocarle falta de lucidez. No entendía por qué no podía salir corriendo.

El alienígena se puso frente a ella y se agachó hasta quedar a su altura; la miró fijo a los ojos. Su cara estaba tan cerca que podía distinguir en detalle el patrón de sus pecas: eran más grandes en la frente e iban disminuyendo de tamaño hacia la nariz. Y como si sus ojos color rojo sangre no fueran lo suficientemente intimidantes, tenía minúsculas manchas refulgentes en la línea de pestañas, albas como el cabello, que contribuían a darle un aire aún más amenazador.

Un extraterrestre salió del interior del departamento. Era el otro que ya había visto antes en la calle, pero no se percató de su presencia hasta ese momento. Por lo visto, anduvo revisando sus cosas, porque traía un papel en la mano.

—¿Qué tenemos aquí?

—Es un CIP. Puede ser él.

El vexiano más viejo tomó la ficha e inclinándose otra vez, la puso frente a los ojos de Lena, que seguía como atolondrada.

—Lo buscamos a él. El vexiano que te dio su sangre. Dime dónde está y nos iremos.

—No sé nada... —balbuceó, con gran esfuerzo, luchando contra el irrefrenable impulso de revelarles la dirección que había leído en el registro de Niko.

—No es necesario que lo protejas. Es un asesino. Solo recibirá lo que se merece —insistió.

El de cabello renegrido y aguados ojos lilas que se había quedado en la puerta de la cocina, se aproximó. Sus movimientos bruscos evidenciaban que había perdido la paciencia.

—Empieza a hablar —siseó, sacudiéndola del brazo.

Sus ojos demasiado claros empezaron a tornarse oscuros, como las nubes cuando se forma una tormenta, sólo que en cámara rápida. Frunció el ceño y las pecas se le iluminaron. Entonces Lena percibió un dolor agudo subiendo por su columna, que fue aumentando su intensidad hasta hacerle dar un alarido.

—No grites —ordenó con voz calmada el de ojos rojos, y su garganta enmudeció.

Las entrañas se le revolvieron y vomitó lo poco que tenía en su estómago sobre el desayunador.

Con los ojos inundados de lágrimas, trató de bajarse del asiento, pero su cuerpo no le respondía. Se precipitó al suelo y golpeó de lleno con el torso, haciendo que el aire abandonara sus pulmones.

En vano se esforzaba por levantarse; sus brazos estaban entumecidos y no lograba manejarlos. Trató de gritar cuando el vexiano de los ojos ahora grises, la tomó de los cabellos y le levantó la cabeza para que los mirara, pero sus cuerdas vocales no emitieron sonido.

—¿Dónde podemos encontrar a este «Lásgole»? —la interrogó el más viejo, agitando el trozo de papel en su mano— dinos, mas no grites.

Lena otra vez sintió el impulso de responder. Con toda la voluntad que logró reunir apretó la mandíbula, oponiéndose a la compulsión de hablar.

Esta vez la punzada inició en la planta de los pies. Sintió como si un par de estacas se introdujeran muy lento en su carne y cuando creyó que el dolor remitía, éste aumentó de intensidad y comenzó a moverse hacia los talones para luego a subir por la parte trasera de sus piernas. Avanzaba como un calambre, sólo que veinte veces más agudo.

El vexiano le soltó los pelos y la observó mientras se retorcía en el piso, sin poder gritar. Con sus dedos rígidos arañaba las baldosas y las golpeaba con las manos en garras, impotente ante la poderosa fuerza que dominaba sus músculos y su voz.

—Perderemos nuestra mejor pista si muere, dadäe —dijo el vexiano que había traído la ficha.

El de los ojos rojos, viendo que no estaban obteniendo nada, asintió. Tocó el hombro del verdugo, y éste suavizó el gesto de su rostro. Sus ojos oscuros se le aclararon de inmediato y volvieron a ser lilas, casi translúcidos. Con una exhalación, Lena relajó su cuerpo, que quedó desmadejado en el suelo. Las lágrimas se le escaparon por la comisura de sus ojos y formaron un pequeño charco bajo su mejilla, aplastada contra el mosaico.

—Es fuerte, pero se quebrará. Que descanse unos minutos y volveremos a empezar —dijo el que parecía un conejo blanco, y abandonó la cocina, seguido por su hijo.

—Por favor... —balbuceó, Lena.

El alienígena de ojos lilas no la miró. Tomó una manzana de la frutera que estaba sobre la heladera, se sentó en la mesada y se concentró en devorarla saboreando cada bocado.


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La moto avanzaba despacio por la callecita principal del barrio vexiano. Era un camino asfaltado que recorría el asentamiento, metido entre medio de una zona boscosa. A pesar del ruido del motor, pudo percibir que el sonido del viento en los árboles bloqueaba todo ruido del exterior. Como no había veredas, los habitantes caminaban por la calle. Se cruzó con un par de ellos, que voltearon a mirarlo cuando pasaba. Niko saludó con un asentimiento de cabeza, sin obtener reacción de parte de los alienígenas que se limitaron a detener su marcha y seguirlo con la mirada.

Continuó avanzando y, cada treinta o cuarenta metros, encontraba de manera alternada a ambos lados del camino, senderos que ingresaban a las viviendas. Estaban identificados con carteles en los que había símbolos vexianos y debajo, podían leerse las correspondientes traducciones.

Los nombres evocaban acontecimientos históricos, del tipo de «La llegada», «La gran inmigración»; reyes, como «Rey Zuquiäe», «Reina Danäi», entre otros, que no logró identificar, pero que supuso podrían haber sido lugares de su planeta, o el nombre alguna batalla o quizá el de las naves de su flota.

No había números de orden por lo que siguió andando con la esperanza de que, tarde o temprano iba a topar con la casa buscada. El camino se conformaba de incontables curvas; era para agradecer que no tuviera bifurcaciones o aquello sería un laberinto. Finalmente, dio con la dirección que figuraba en su registro. En la trascripción al español se leía «Un nuevo amanecer». Tomó el sendero privado hecho de grava y se dirigió a la vivienda, situada unos veinte metros hacia el interior del bosque.

Se detuvo frente a la que sería la puerta principal y apagó el motor. Descendió de la motocicleta y dejó el casco sobre el asiento. Se aproximó a la residencia hecha casi en su totalidad de vidrio, y notó que tenía todos los paneles vítreos abiertos, sin embargo, parecía desierta.

Golpeó las manos y esperó. Era increíble que el dueño hubiera salido y dejado todo así, sin la más mínima medida de seguridad. «¿No tendrá miedo de que le entren a robar?», pensó.

Se aproximó a la puerta y llamó «¡Holaaa?», pero nadie contestó. Cuidando de que sus pies se mantuvieran fuera del límite de la vivienda, se inclinó hacia adelante, metiendo medio cuerpo en el interior y observó en todas direcciones. No se veía a nadie.

Se enderezó y estaba a punto de llamar otra vez cuando, de soslayo, vio en la pared de cristal el reflejo de un vexiano parado muy cerca, detrás de él. Se dio vuelta de inmediato, justo a tiempo para recibir una trompada que lo arrojó de espaldas como dos metros dentro de la casa, dejándolo inconsciente.



Boliche: establecimiento comercial de poca importancia.

Cruzaron el disco: expresión usada en las carreras de caballo que significa que los competidores trasvasaron la meta, llamada disco.

Curro: actividad por la que se gana dinero sin hacer ningún esfuerzo.

Golpear las manos: aplaudir para llamar la atención en una casa o propiedad, a fin de ser atendido. Se realiza en lugar de golpear la puerta o tocar el timbre, debido a la imposibilidad de acceder a ellos, o por su ausencia o mal funcionamiento.

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