8. La rebelión de los indecentes

A David no se le había conocido, hasta hoy, un gramo de desobediencia e indisciplina que anidara en él. Siempre dispuesto a prestar su ayuda, así fuera con desgano de por medio, se lo reconocía por su rectitud y fidelidad. Cumplía con aquello que debía hacer y, con una obstinación que llegaba a causar tirria, sobrepasaba con creces las metas que le habían forzado a cumplir. David era el ordenado, el serio. El sumiso. El tapete ricamente adornado de Silent Meadows.

El respeto que le demostraban en su vida diaria era eclipsado por las pullas que se habían desperdigado como la pólvora cuando él no se encontraba presente. En su niñez, solía ser la burla del grado, avasallado por la fuerza física de unos y el intelecto de otros. Era dolorosamente promedio y lo que había conseguido venía, como en el caso de Patricia, por el lado de sus padres.

Padres a los que no había conformado. Era una criatura enfermiza en sus primeros años. Después, se transformó en un adolescente lánguido y raquítico al que se le dificultaba generar lazos amistosos con sus congéneres. En cambio, su hermano menor brillaba en la esfera social. No importaba que no fuera un haz en las clases, ni que fuera él el destinado a pertenecer al Concejo de los Altos. Todo se opacaba con los logros ajenos.

¿Y de qué le sirvieron? Ese hermano ya estaba muerto. Había jugado con sus reglas, sin enterarse de que Silent Meadows funcionaba a su antojo y se cargaría a aquellos que no lo comprendieran. A quienes lo retaran. A quienes violaran sus normativas. A quienes desecharan las costumbres enquistadas en cada hogar. Eso David lo había dilucidado con prontitud. Por algo se amigaba con los márgenes y se contentaba con la mediocridad que a sus familiares irritaba. Al igual que Adelaide, volaba bajo. A diferencia de ella, David lo había aceptado. Creía que esa era la manera de sobrevivir sin que lo devoraran los lobos. Esconderse a plena vista, hallar el equilibrio que lo condenara a una existencia pacífica, tranquila. O algo similar. Con eso bastaba.

Ya no. No había tranquilidad que durara mucho en un poblado tal. Conocía muy bien a su gente, a los paradigmas que eran reyes y señores, a sus cabecillas. Él mismo era una... De título y renombre, pero no más. Sus votos tenían casi tanto valor como el que emitiría un pueblerino cualquiera. Sus opiniones se las guardaba bajo siete llaves que llevaban perdidas desde larga data.

Hoy había descubierto donde habían ido a parar esas benditas llaves.

Hoy encaraba a Patricia y se atrevía a lo indecible. A lo que los demás miembros esquivaban.

Hoy era su pescuezo el que estaba bajo la guillotina.

—Que el perdón los embargue cuando el otro plano los reciba. Santa Elena, he aquí los pecadores que han de enfrentar su castigo. Todo acto tiene sus consecuencias. El amor se paga con gracia, la rebeldía se cobra con sangre. Toda transgresión tiene su pena. Que Santa Elena sea la jueza y nosotros la mano que imponga justicia. —Patricia ignoraba a propósito el ambiente sombrío y la falta de entusiasmo en sus seguidores. Pero no podría ignorar los susurros. Ni los gritos.

—¡¿Qué clase de justicia asesina a inocentes?! —La voz de Adelaide era rasposa. El esfuerzo que había hecho se hacía notar en los círculos violáceos bajo sus ojos, en la vena que pulsaba en su cuello, en su estado desaliñado. Era una obra de arte destrozada, un monumento a la desazón.

—¡Silencio, penitente!

—Patricia, detente. Detén esto ahora. No podemos hacerlo. No es el momento. No es lo que nos han enseñado.

—David... Tú también guarda silencio. Ese al que estás tan habituado. La situación es apremiante y debemos proceder...

—No debemos hacer nada, Patricia. La ceremonia del Castigo no debe ocurrir hoy y no puedes disponer de ella como tú prefieras. —Por fin, David demostraba que no era un espíritu partido. Su corporalidad hablaba de una contención que se estaba derrumbando. Y él sabía tanto, tanto, que Patricia debía temer. El momento en el que las compuertas se abrieran y dejaran paso a todo aquello... La hundiría a ella y a todo el pueblo. El deslave sería un regalo en comparación.

—¿Y tenemos que hacer lo que tú dispongas? —Escupió ella, rubicunda. La lluvia había decidido amainar por unos minutos. Justo aquellos en los que Silent Meadows ardería.

—¡Sabes muy bien que te estás propasando! El Concejo ya te lo ha advertido y no quieres escuchar. No oyes a tus consejeros. No oyes a tu pueblo.

—¡No tengo por qué oír esto! —Y lo tenía. Por mucho que se resistiera a ello, la realidad terminaría por aplastarla—. Discípulos míos, ¡traigan a los Castigados! Adelaide Brown, tú serás la primera. Que tu traición sirva de ejemplo y nos recuerde a todos que el camino de Santa Elena es la senda verdadera.

Fue George quien cargó con ella y la llevó hasta el centro del escenario. El mismo que había actuado de salvador, ahora la ponía en el sendero de los condenados. Y Addie lo empujaría con ella.

—¿Traición? ¡Yo no he traicionado a nadie! Pero quizás deberías preguntarle a tus marionetas... Ellas son las traidoras supremas. —La sonrisa que curvó los labios de Adelaide era grotesca, a la par de las que había lucido Patricia. Vistas de cerca, una al lado de la otra, era curioso observar las similitudes en sus facciones, en sus curvas, incluso en el tono y el color de sus voces. Parecían dos frutos caídos del mismo árbol—. Empezaría con George, si me lo preguntas. Me han dicho que reparte papelillos con secretos y recomendaciones para sobrevivir a este pueblo.

La confusión entre los asistentes era patente. Parecía ser que, además de basarse en el miedo impuesto, las fundaciones de Silent Meadows estaban compuestas de un sinfín de tramas que entretejían embustes, ficciones y calumnias en igual proporción. Los niveles de sorpresa e incredulidad variaban de expresión en expresión, pero era evidente que nadie hubiera imaginado que la ceremonia oficial desembocara en este desastre.

Era demasiado tarde para el control de daños, para barrer bajo la alfombra los problemas que bullían en la superficie. No había forma de que Patricia se salvara de este cimbronazo. Ni ella, ni los miembros del Concejo, ni aquellos que tenían un recorte de poderío dentro de los estratos de Silent Meadows. Las preguntas, tarde o temprano, asomarían de sus escondrijos y saldrían a la luz. No habría quien se quedara callado. No esta vez.

—Atacar a uno de los nuestros no te librará de tu castigo, Adelaide. —Sus palabras carecían de la potencia que habían poseído antes. El desánimo empezaba a hacer mella en Patricia. El desánimo y algo que nunca admitiría: pánico. Presentía que el castillo de naipes que había construido se estaba derrumbando... Con ella adentro.

—Yo soy una de los suyos. Tú misma lo dijiste, Patricia. Me diste la bienvenida y me marcaste con tu propia sangre. Y lo hiciste en el nombre de tu santa, de aquella que aborrecería tus prácticas. ¿Vas a darle la espalda ahora? ¿Vas a ir por tu cuenta?

—¡Palabras vacías! La rechazaste a ella y a nuestras creencias. Querer usarlas para tu propia conveniencia solo añade un sacrilegio a la lista de tus errores y afrentas. Adelaide Brown, este pueblo te abrió sus puertas y te acogió con los brazos abiertos. Tú nos recibiste con tus espinas.

Las miradas se repartían entre ella y Adelaide. David subió al escenario y colocó una mano sobre el hombro de Patricia, tratando de ganar su atención. Presionando hasta arañar sus huesos avejentados. Los verdugos se apartaron hacia las orillas, quedando junto a la mujer que había traído la bandeja con los cuchillos ceremoniales. Todavía la sostenía, aguardando que las armas regresaran a donde pertenecían. Sabía que no lo harían. En su mutismo de muerte, palpaba los humores caldeados que se levantaban entre el público. Pero, sobre todo, en quienes estaban en el centro de la escena. Bastaría un insulto, un entredicho que se sumara, un movimiento dudoso para que se desatara un infierno que opacaría a la tormenta que había arreciado hasta hacía unos instantes.

Patricia ponía su ahínco en mantener la compostura y no perder los estribos. Debía transmitir la estabilidad y la solidez de siempre. Debía hacer honor a su calidad de líder. Debía dejar en claro quién era la que mandaba. Si llegaban a poner en entredicho su capacidad de liderazgo, si se lanzaban a poner en tela de juicio su mandato... No podría recuperarse. No podría regresar a lo que había sido. Demasiados años había invertido en Silent Meadows, armando la imagen que la pintara como quien deseaba ser, apuntalando su seguridad presente y futura, como para que la amenazaran de semejante forma. Que lo hiciera alguien como Adelaide aportaba una razón más para indignarse sobremanera.

—No sigas con esto, Patricia. Sabes que no te conviene.

—No te conviene a ti, David. No te conviene a ti... —Se desembarazó de su toque con un movimiento certero, girándose para enfrentarlo cara a cara—. Ya que estás aquí, no hará falta que uno de ellos te traiga. —Hizo una señal con su dedo índice para que una de sus parcas se aproximara. Tomó unos segundos interminables que una de ellas lo hiciera, dubitativa. La figura de la mujer se desdibujaba entre las capas de su atuendo arrugado y pesado, cargando el peso del agua que la había calado, de su cobardía y de sus yerros.

—No hablas en serio.

—Claro que sí. Era cuestión de tiempo, hermano mío. Tus aportes en el Concejo de los Altos supieron ser valiosos, pero de esas épocas solo queda el susurro del viento y las fotografías en el estudio. De ti quedan los recuerdos, y es en ellos en los que nos enfocaremos al darte tu última despedida. Una merecida.

—Has perdido el rumbo completamente, Patricia... No puedes permitirte esto. Piénsalo... Lo que hagas hoy, se reflejará en ti en los días por venir. La decisión por la que te inclines y lo que surja de ellas será tu redención o tu perdición. —Adelaide no podía creer la calma con la que se expresaba David. Pero, si sus nervios alterados le hubieran dado la chance, hubiera notado pequeños detalles que dejaban traslucir una intensidad creciente. No era la única naufragando en la tormenta. No era la única peleando por resurgir.

—Santa Elena proveerá a mi alma el descanso necesario. Mostrará la piedad merecida. A mí y a todos nosotros, hermanos y hermanas. —Extendió sus brazos, volviendo a la personalidad salida de un teatro céntrico, robándose el papel principal. Su vida era una producción, una fabricación calculada para satisfacer a los espectadores mientras acopiaba las glorias ajenas y ocupaba el trono en la cumbre del amor popular.

Un amor inexistente. Una ilusión que alimentaba en cada celebración, en cada acto del Concejo. Se regocijaba en la aprobación ajena, una que había conseguido por medios cuestionables y en el nombre de su santa. Y de su sangre.

Siempre terminaba en sangre. El rojo lo corrompía todo, del primero al último. Las manos de un pueblo entero estaban teñidas de él, en menor o mayor medida. Incluso los niños, otrora inocentes, tenían manchas que mostrar. Era Adelaide quien conservaba esa pureza. La delicadeza de no haber derramado bermellones y bordó, salvo los propios.

Mas Silent Meadows reclamaba su cuota de dolor y ni ella escaparía de tal fatalidad.

—Santa Elena, madre de todos... A ti nos entregamos, al abrazo de tu compasión y eterna misericordia. Perdónanos en carne y alma, en nuestras noches de vigilia y durante nuestros días de austeridad y abstinencia. —Patricia comenzó su oración, atropellando la voluntad de los fieles acérrimos y de aquellos que empezaban a replantearse el proceder de ella y de los escalafones altos. La mayoría, sin embargo, seguían sometidos por las creencias que habían marcado sus días y no oponían reacción alguna.

Observaban callados, aguardando una orden precisa que determinara lo que debieran hacer a continuación. Necesitaban de una guía, de alguien que con destreza sorteara las dificultades que suponía la vida en una localidad apartada de las villas y ciudades vecinas. Necesitaban a la Patricia de antaño, o a su madre —por siempre rememorada como la mano derecha al servicio de Santa Elena, llena de gracia—, para navegar las problemáticas diarias y hallar esperanza. Eran un rebaño que, sin su pastor, estaría condenado al fracaso y la completa extinción.

Pero el rebaño requería una autoridad robusta. Una que no tambaleara ante las primeras ráfagas de subversión. Una que no fuera a colapsar con el peso de sus secretos, de las argucias llevadas a cabo para erigirla. Quizás no lo captaran ahora. Quizás tomara días, semanas, meses para que la máquina se pusiera en marcha y la suspicacia enfermara a cada una de las ovejas. No había cómo preverlo, aunque había una respuesta evidente: tomara el tiempo que tomara, los habitantes de Silent Meadows habían sido testigos de aquello que tendría que haber permanecido tras bambalinas. Y esa imagen sería imborrable.

Así que en silencio seguían y el rezo de Patricia pasaba por oídos sordos y bocas mudas. No había coro que la acompañara, que duplicara su vigor. No había sentido de pertenencia. No había comunidad. Había confusión e interrogantes. Había incertidumbre y perplejidad. Había una condena que nada tenía que ver con el castigo del que Patricia hablaba con tanto fervor.

Y la condenada resultaba ser ella. Ella, que no aflojaba. Ella, que corría tras la lealtad que le habían demostrado durante casi tres décadas. Había sido jefa, madre, hermana, compañera. Había sido indispensable, convencida de que aquello se mantendría hasta el final de sus días. Pero en Silent Meadows nadie lo era. Aquella era la verdadera magia del pueblito que la gracia de Dios había esquivado.

—Es suficiente —sentenció David, su entrecejo fruncido, su mirada torva. Todo su lenguaje corporal gritaba desafío.

—¡Será suficiente cuando el Castigo sea proveído! —exclamó Patricia, sin filtrar el odio que la ahogaba—. Entre nosotros se hallan traidores. Nuestros propios hermanos han decidido elegir el camino de Judas. Alístense para su penitencia, Adelaide Brown, David Clark, May Wright y William Green. Uno ha renegado del legado de nuestra Santa y señora. Uno ha traicionado a aquellos que lo protegían. Uno ha deseado al fruto ajeno. Uno ha consumado el adulterio. Todos ellos han de enfrentar el escarmiento que le es dado a sus pecados.

Las capas negras deberían haber fluido y removido lo que había traído el aguacero al ir a buscar a sus nuevas víctimas. El ajetreo debería haberse sentido, la electricidad en el gentío debería haber hecho vibrar a cada alma. La emoción de no haber sido elegido debería haberse notado.

Mas las capas no emitieron ni el más leve de los arrullos. No hubo ajetreo que perturbara la quietud de los discípulos. No hubo energía que avivara sus corazones y los despertara de su letargo. Y la emoción prevalente entre culpables, réprobos e inocentes era la misma: consternación. No empujaron a sus Castigados a subir al escenario. No reclamaron la intervención de Santa Elena para velar por sus espíritus. No se encendió su sed de venganza, ni el hambre que los caracterizaba. Se miraron entre ellos. Alguno tosió, encubriendo con ello su incomodidad latente. Una de las criaturas más jóvenes rompió en llanto y se negó a ser silenciada por su madre, su berreo enturbiando la atmósfera ya alterada. Otro de los niños optó por imitar a aquel bebé, lloriqueando y rogando por volver a su hogar. Calados hasta los huesos, la población había llegado a su límite y, después de todo, lo había sobrepasado.

La molestia en todas las partes participantes era una marca imborrable que se leía en posturas, rasgos distorsionados y semblantes rígidos. Patricia podría tener seguidores devotos y feligreses que darían lo que fuera por su santa, pero ni ellos podían negar la gravedad de la situación.

Era Patricia quien lo hacía. Subió su volumen e imprimió una urgencia en su tono que era casi desgarradora, como si ello fuera a echar un manto sobre el colapso del orden establecido. Los dos infantes lloraron con más fuerza. Aquellos que habían quedado en el escenario hacían pucheros al revisar la herida abierta en sus palmas. Los ejecutores se habían quedado congelados en sus centímetros de madera y negrura delineada en escarlata. Adelaide se contenía para no realizar una movida apresurada que la colocara en jaque.

Fue David, bendito él y su reencuentro con el arrojo que nunca había demostrado, el que los empujó a actuar.

—Es tiempo de que des un paso al costado, Patricia —dijo entre dientes. La señal que dio fue atendida y se apersonaron rápidamente el resto de los miembros del Concejo. Las capas negras también se apuraron a ponerse en marcha, salvo por George y una de las mujeres, de edad cercana a la de la propia Patricia. Habían sido compañeras de colegio, íntimas amigas en su juventud, confidentes en su adultez. Era ese lazo cultivado a lo largo de lustros de alegrías y lágrimas a escondidas el que la obligaba a estar de su lado. George... Él era su propio bando. Haría lo que lo beneficiara. No por nada no había acabado en la horca ni bajo el cuchillo en sacrificios anteriores.

—Otro traidor... ¿Por qué crees que he llamado tu nombre, David?

—Soy quien guarda tus secretos. Lo sabía ya y venía preparándome para el día en que afilaras tus garras y las usaras contra mí. Tarde o temprano ocurriría. Lo sabías tú, lo sabía yo, lo sabía el Concejo en su integridad. No disimulabas muy bien tu desprecio, Patricia.

—Lo mismo puede decirse de ti, consejero mío. Rompiste las reglas. Quebrantaste el contrato de sangre que firmaste al convertirte en miembro fijo. Usaste la biblioteca como tu pequeño escondrijo para filtrar información que no debería haber salido de nuestro círculo. Te tomaste libertades que no te correspondían y aquí estás... Desafiando las jerarquías una vez más, para no perder la costumbre.

David estalló en carcajadas luego de unos segundos. Carcajadas que hicieron que su cuerpo se sacudiera y que sus ojos se humedecieran.

—Tus pajaritos te han fallado si eso es lo que te transmitieron. Pero ¿qué importa? No soy quien haya cruzado el límite. Tú, sin embargo, permitiste que tu egoísmo, tu codicia y tu ambición irrefrenable guiaran tu mano. Tú eres la que abusó las libertades de su posición. Y aquí estás, abusando de tu poder una vez más, para sorpresa de quienes creían en ti y te consideraban una guía incorruptible.

—Creemos que debes retirarte. —Se sumó uno de los hombres que pertenecían al Concejo de los Altos, dando un paso adelante—. Ya se ha cumplido tu ciclo, Patricia.

—Cómo... ¿Cómo se atreven? ¡Saben perfectamente que eso no es posible! No hay sucesión mientras conserve mi vida. Y ¿a quién colocarían en mi lugar? No hay herederos. —Tiraba de hilos deshilachados, buscando recuperar su equilibrio. Pero Patricia estaba en caída libre y lo que decía alcanzaría para hundirla tres metros bajo tierra, en una tumba sin marcas, siguiendo el mismo destino de aquellos que Silent Meadows había descartado al no hallarles uso apropiado.

—Puedes retirarte con honores, Patricia. Puedes hacer esto fácil para nosotros y para ti. Cede tu puesto a cualquiera de los miembros del Concejo y date por satisfecha. Serviste a tu pueblo y, como recompensa, puede vivir los años que te quedan con dignidad. Con tu imagen intacta. —Aportó otro, utilizando un tono por demás suave. Su gestualidad invitaba a cumplir con lo que pedía, mas no había forma de que Patricia comprara tal argucia. Los conocía a todos ellos y los tenía estudiados desde que habían puesto pie en el Concejo de los Altos.

Ella los había elegido en su momento, cuando los anteriores miembros se habían retirado. Su madre había tenido a un grupo de confianza, sin conflictos internos, sin aspiraciones de encumbramiento absoluto, sin afán alguno más que el de proveer a su pueblo el bien deseado. Patricia repartió una mano que la beneficiara a ella y la pusiera en la cima. Invitó a Betsabé por su habilidad de hacerse con lo que quería, como quería y cuando quería, siempre y cuando quien estuviera por sobre ella lo autorizara. Era perro fiel, del tipo que ladraba y no mordía. Joseph y Dwight poseían riquezas e influencias a la par, además de una línea sanguínea que avalaban sus acciones y dichos. Theodore conocía cada movimiento en Silent Meadows, cada grieta, cada fisura, cada entrada y salida. Y David tenía su lugar reservado desde su nacimiento. Patricia no había logrado desembarazarse de él, a falta de motivos que apoyaran su resolución. Encontró uno, aunque demasiado tarde.

—Lo hubiera imaginado de cualquiera, menos de ti. ¿Qué dirían tus padres si estuvieran vivos, Dwight?

—Se avergonzarían de ti, eso lo tengo claro. Tu madre no se hubiera rebajado a esto. Jamás se hubiera puesto en contra de uno de los suyos. Jamás hubiera intentado modificar las reglas a su antojo. Manchas su memoria con tu actitud, Patricia. Pero estás a tiempo de retractarte. Retírate. Retírate y deja que Silent Meadows siga por la senda indicada.

—Esta es la senda de Nuestra Señora. Esta y no otra. ¿Acaso pretendes engañarlos? ¿A todos ellos? ¡Inaudito! —Su rabia calzaba con los aspavientos que hacía. Buscó apoyo en sus ejecutores, en los feligreses. Rogaba que entraran en razón y la defendieran como correspondía. Nadie, ni sus mascotas más obedientes, atinaba a reconocerla.

—¿No es lo que tú has estado haciendo? Nos has ocultado tus intenciones. Te has dedicado a localizar y recorrer vías para salirte con la tuya. Lo sabemos. —Theodore, por su parte, no conservaba ni un asomo de dulzura al meter bocado.

Adelaide se regocijaba con el espectáculo que se había desplegado. Despacio, con disimulo y precisión quirúrgica, aprovechó la distracción para probar qué tan fuerte era el agarre de George. Él estaba obnubilado, su mandíbula desencajada, su respiración errática. Dada su cercanía, sentía el latir acelerado de su corazón. Los nervios también lo consumían. Y eran esos nervios los que ella usaría a su favor, mientras quienes lideraban Silent Meadows peleaban por una pizca de poder y sus vasallos descubrían que el sueño había llegado a su fin.

Yera hora de despertar.

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