7. El castigo de los impuros

La fila avanzó con orden marcial y cabezas gachas. La algarabía se había apagado casi de sopetón, reemplazada por el mutismo y la consabida aceptación, por la conformidad que Adelaide quería derribar a golpes. Tomó un estoicismo comparable con aquel de su padre en épocas de guerra, cuando vio partir a conocidos, amigos y familiares lejanos. Los vio partir y jamás volvieron, perdidos en campos de batalla extranjeros. Extraños.

Y Adelaide, su Adelaide querida —querida, sí, a pesar de todo— había reunido todas las chances de sufrir un destino similar.

Se sumó a la fila, perdiendo de vista a David en el proceso. De alguna manera había logrado inmiscuirse entre los primeros, plantando una sonrisa complaciente que convencería a aquellos que quisieran permanecer sumidos en el engaño. Las dulces mentiras que les vendían debían ser suficientes. Debían justificar sus actos. Debían servir para eliminar de sus memorias los detalles escabrosos. El sabor de la depravación debía disimularse. Así se contentaban. Así continuaban asistiendo a sus ceremonias, a sus ritos de pasaje, a las celebraciones anuales enfundadas en vicios y perversiones que ensalzaban como virtudes y hechos milagrosos.

Esto era Silent Meadows, a fin de cuentas.

Mordiscos dolorosos. Expresiones agriadas. Tironeos. Salpicaduras. Agua que no bastaba para lavar la brutalidad que los imbuía a atiborrarse de los suyos. Llanto celestial disfrazado de consagración. Piel y huesos y vísceras desparramadas. Sangre. Sobre todo, había sangre. Escurriéndose por las canaletas. Cayendo al entarimado. Embadurnando rostros, dientes, lenguas, labios, pecheras, manos. Tiñendo la tierra de horror y desconsuelo.

—Bendito seas. —Patricia otorgaba los trozos con sus dedos, dibujando cruces sobre las frentes de los fieles. Bendecía a cada uno, aunque no tuviera autoridad divina. Era un sacrilegio. Uno más que añadir a la lista de pecados imperdonables que condenarían a este pueblo.

Adultos y un puñado de adolescentes de expresión anodina se alistaban para la masacre. Develaron su salvajismo por unos segundos, degustaron las delicadezas de la violencia y continuaron con su camino, como si aquello no hubiera pasado. Como si fuera un simple espejismo nacido del ardor y la locura.

También los niños se alimentaron. Aquellos con la edad adecuada consumieron su parte sin ayuda de sus padres. Los más pequeños, sin dientes que pudieran destrozar los órganos, recibían porciones minúsculas con el permiso y vigilancia de sus progenitores, quienes se aseguraban de que esos tiernos pedacitos de dolor fueran digeridos.

Nadie se negaba.

Nadie podía hacerlo.

David, en ese raro tris de sinceridad, en ese desliz fuera de su molde, le había revelado la pieza fundamental. La piedra fundacional de lo que era Silent Meadows: sus aprendizajes, sus herencias, las líneas transmitidas de generación en generación.

Poco sabía ella de las historias que se habían contado en noches frías de invierno, frente a la lumbre, mientras la amenaza de hambrunas y enfermedades incurables asomaba por el horizonte. Ancianos habían imbuido de miedo a sus hijos y a sus nietos, y ese hábito se había extendido hasta la época actual. Afuera, los temerosos de Dios visitaban la iglesia los domingos, buscando el favor y el perdón. En Silent Meadows, se entregaban a sus fábulas y ficciones nacidas de la necesidad más virulenta.

Habían tenido periodos de oscuridad absoluta. Temporadas de pérdidas constantes, de desafíos que habían franqueado con lo justo. La fe los había movido, despertado. Era lo que los había sustentado en vigilias extenuantes, en madrugadas de paños helados y estados febriles. La peste se había adueñado del terreno y de aquellos que lo habitaban. Y cuando no eran los cuerpos los que resultaban perturbados, eran los campos. Patricia lo había mencionado: la aridez visitaba a Silent Meadows durante lapsos severamente largos. Las plantas perecían junto a quienes con dedicación y amor las habían sembrado. El sueño se derrumbaba.

Igual que se había derrumbado el de Adelaide. Ellos crearon historias para alimentar su fuego y traerlo a la vida. Adelaide, en cambio, alimentaba los chispazos que habían surgido en su alma, prendiendo el espíritu dubitativo que anteriormente se había adaptado a los comandos ajenos y a las órdenes de cada pecador y beato. Ese que la compelía a pasar desapercibida, a entrar en el baile de simulaciones y farsas por montón.

Pero la bilis que se acumulaba en sus tripas crecía efervescente y marcaba un punto sin retorno. Un quiebre. Había venido a la caza de migajas de autonomía, de independencia, y la habían tomado como presa. Una que lucharía con garras y dientes y aullidos para vencer al cazador.

No adorarás sus dioses, ni los servirás, ni harás lo que ellos hacen, sino que los derribarás totalmente y harás pedazos sus pilares sagrados.

El versículo resonó fuerte en su mente y en su corazón. Las suaves olas que se formaron en su interior se sincronizaron con el diluvio y las inclemencias que azotaban a Silent Meadows. Adelaide sería una de ellas, rabiosa e implacable como el agua y los truenos. Limpiaría con sus actos aquellos de los transgresores. Compensaría el daño causado con saña y ferocidad si así lo disponía la llamada.

Aquello era. Ese debía ser el motivo de su presencia en Silent Medows. La razón por la que había sentido una unión irremediable e irrefutable con este lugar. No el esposo que había perdido. No las memorias que había conservado en cofrecitos de madera y de cristal. No la opresión que recaía sobre ella en Riverbridge. No el cansancio, ni el hartazgo, ni la sensación de hallarse incompleta y en el sitio equivocado. La verdadera llamada la reclamaba para poner fin a una era de tragedias. Para barrer con la miseria. Con los engaños. Con Patricia y los cuentos que retocaba con infinita gracia para convencer a sus seguidores para que estos no se dispersaran y se apartaran del rebaño.

Este era el rol que había sido asignado para ella. No el de discípula. No el de esclava. Era quien debía romper con el ciclo.

Sería la libertadora. La verdadera santa.

Boquitas pintadas de bermellón enturbiaron sus pensamientos. Niños, jóvenes, adultos y viejos... Todos embadurnados de la crueldad que en Silent Meadows se disfrazaba de vocación de servicio y buenaventura. Las cruces se multiplicaban, las vísceras escaseaban y los cadáveres fingían dormir en sus lechos de metal y desgracia. Adelaide recorrió los ángulos y cavidades, se detuvo en las aperturas, en las exposiciones burdas de carne, tejidos, cartílagos y huesos. Jaulas blanquecinas protegían la vacuidad de una vida extinta. Donde hubo un corazón latente quedaban tiras de índigo y desamor. Donde hubo pulmones henchidos de orgullo asomaba un abismo rasgado.

—Es tuyo el fruto de la bondad. Bendito seas —repitió Patricia, dibujando otra cruz más. La mujer se persignó y se retiró por la punta contraria, bajando los escalones con extremo cuidado. Abajo la recibieron sus familiares: un hombre que no pasaría de los cuarenta años, pero con un semblante que hablaba de siglos de tribulaciones; un niño de unos diez, transitando por la confusa etapa entre una niñez que se esfumaba y una incipiente pubertad; una bebé apenas visible entre las capas de tela y el sombrerito que hacía las veces de paraguas.

A pesar de la tormenta que no paraba, que no daba respiro, aquellos que ya se habían alimentado —menudo desayuno había sido este— permanecieron allí, aguardando. Era una espera que nunca acababa, observando a quienes todavía no habían probado el premio anual. Las expresiones no variaban demasiado, todas ellas marcadas por un resabio de hastío y de un asco conocido, arraigado.

Para Adelaide, este era el primer acercamiento a lo que implicaba el ser un habitante de Silent Meadows. Para ellos era el cantar del día a día, las experiencias vividas y revividas en cada estación. Era una repetición en cadena a la que se habían acostumbrado en su mayoría... Y que una minoría que crecía con fuerza había abrazado y anteponía a cualquier cosa. Y a cualquier persona.

Los restos profanados eran una prueba de ello. El circo que continuaba su función era un testimonio irrebatible. Animalillos con grilletes cumplían con las órdenes que el domador vociferaba y ejecutaban sus trucos al ritmo de los aplausos y la enajenación reinante. Los actores sonreían al público y se desplazaban con la maravillosa gracilidad que daba la veteranía.

Y ahora le tocaba a ella, la novedad en esta gala. Patricia no cabía en sí. Su emoción se hacía contagiosa para aquellos que la admiraban y pavorosa para quienes estaban atrapados en el sinfín de expiación y ofrendas en el nombre de un ente superior. Sus ojos abultados tenían el brillo del encanto, del pecado concebido, del poder obtenido. Sabía que llevaba las de ganar. Sabía que era ella, y nadie más, la que dominaba a Silent Meadows con un puño de acero. Sabía que no había quien se le plantara, ni quien se replanteara lo que estaban haciendo. ¿Cómo rebelarse ante lo único que se conocía? ¿Cómo cambiar cuando el mero concepto de ello les era foráneo? Ignoraban las costumbres de los de afuera, de aquellos como Adelaide. Jamás habían puesto pie fuera del pueblo, salvo quienes habían abandonado por voluntad propia sus antiguos hogares para aventurarse a formar parte de esta comunidad.

Addie no entendía las razones por las que alguien decidiría quedarse. Silent Meadows era un territorio de guerras. Una batalla diaria que desembocaba en un final funesto. Las maravillas que la habían conquistado no eran más que espejos de colores y puestas en escena preparadas para los turistas. Para quienes no averiguarían jamás lo que ocurría tras las puertas y cortinas cerradas. Los campos floridos, el riacho cristalino que se hallaba a poca distancia y el paisaje circundante que abundaba de verdes frescos eran una trampa. Y vaya que la habían atrapado a ella.

Su mirada se cruzó con la de Patricia y, a pesar de la sensación desagradable que le causaba, la mantuvo fija en ella.

—Adelaide, querida. Seas bienvenida a nuestra familia. —Su sonrisa no se borraba y Adelaide deseaba, con una intensidad que la asustaba, sacársela de un zarpazo. Mordió su lengua y apretó sus dientes, moliendo, moliendo hasta sentir dolor y hacerse una con él—. Tú también tienes derecho a probar los frutos de la bondad. Te recibimos con los brazos abiertos, ahora tú recíbenos a nosotros. Sé una más. Sé una sierva de Santa Elena. Camina junto a ella, junto a su pueblo. —Patricia sostuvo el trozo de materia viscosa y sanguinolenta frente a Addie, justo bajo sus narices.

Ni siquiera la lluvia era capaz de enmascarar la pestilencia de la carne. Hedía a muerte. A lo prohibido. Las arcadas aparecieron sin aviso previo y se sucedieron hasta que la bilis se abrió paso a través de su garganta. Adelaide se dobló y colocó sus brazos alrededor de su abdomen, escupiendo a los pies de Patricia todo lo que su estómago revuelto devolvió en espasmos recios. El ácido perforó su camino a la superficie, obligándola a toser y carraspear para deshacerse del escozor que impregnaba sus vías respiratorias.

—Nunca —dijo entre hipidos y espasmos. Su valentía fragmentada se reconstruía con cada respiración que abrasaba su interior. Con la duda que había asaltado a Patricia en ese instante preciso. Con el murmullo creciente de los presentes. La tensión se elevaba y la vestía de un triunfo momentáneo. Breve, fugaz. Necesario—. Ni hoy, ni mañana. Caminaré en soledad si la compañía me obliga a matar.

—¡Es un sacrificio al que están dispuestos quienes aman de verdad, Adelaide Brown! ¿Qué clase de impertinencia es esta? ¿Acaso no querías unírtenos? ¿Acaso no te alegrabas de estar aquí? —Su emoción se tornó violenta, dándole a sus dichos un filo de peligro. Uno que la tenía a Addie de objetivo, de receptora. Los verdugos se arrimaron a ella, circundando a ambas contendientes. Un muro de oscuridad y enemigos con afán de intimidar a la advenediza que había opuesto resistencia.

—Antes. La ignorancia era fiel amiga. O traidora, depende de dónde se lo mire. Pero ahora sé. Ahora vi. —Y añoraba ese pasado en el que no lo había hecho. Aquel en el que Silent Meadows era un rejunte de recuerdos felices y vibrantes. Donde el rojo que inundaba su mente era el del moño de una chiquilla jugando en el parque. Donde el miedo provenía del inminente regreso a la rutina diaria de la que ella y su John habían tratado de librarse.

—Debería haberlo sabido... —Patricia negó y, reticente, lanzó el bocado a la calle. Era una semilla que no había prendido. Un fallo inaceptable. Era una vergüenza pública que no perdonaría—. Aquellos como tú no tienen lugar en este pueblo. El Concejo lo había advertido y no quise oír. Decidí darte una chance. Darnos una chance a todos. ¡Y así lo pagas! —Lo que dijo descolocó a Adelaide. Iba en directa oposición a lo que había afirmado ayer—. Una mujer como tú y de tu clase... ¿Qué piensas que ocurrirá contigo? Te abrimos las puertas a pesar de ser una paria. Te dejamos entrar a riesgo de que nos contaminaras con tu sola aparición.

Escupía las palabras. El odio que la embargaba era tan fuerte como el apremio que dominaba los impulsos de Adelaide. Armada con su postura y su actitud, se daba cuenta de que estaba en grave desventaja. No había cuchillos de su lado, ni aliados. Porque ¿quién arriesgaría el pescuezo por una recién llegada? No valía la pena. Sin plan que la guiara más que su instinto de supervivencia, Addie se percató tardíamente de que estaba acorralada.

Y el círculo se cerró sobre ella. Con un mínimo gesto de su ama, las garras se cerraron sobre sus frágiles muñecas. Pero no la aplacaron. Se resistió y su brusquedad salió a flote. A codazos, a empujones, resbalando y perdiendo sus zapatos... Intentó zafarse de ese agarre a los gritos, a empellones mal dados. Otros grilletes la tomaron y la asieron de sus caderas, de sus antebrazos.

—Quieta, Adelaide. —El susurro de George en su oído crispó sus nervios ya enardecidos. Se retorció y luchó, aunque sus intentos fueran infructuosos.

—¡Déjenme ir! ¡Todos ustedes han perdido la cabeza! —Era inútil y lo tenía en claro. No entrarían en razón. Esta era su razón. Esto es lo que eran.

—¿Dejarte? Oh, Adelaide, querida mía. Nadie abandona Silent Meadows. El compromiso que tenemos lo cumplimos hasta la muerte. Y hasta la muerte lo cumplirás tú también. —Uno de los dedos de Patricia trazó su mejilla, su uña arañando su piel. No complacida con ello, agarró su mentón y hundió sus dedos para sostenerla. Adelaide sacudió su rostro y, viéndose superada en fuerza, volvió a esputar. No a sus pies, esta vez.

—Si la muerte me lleva, yo los llevaré conmigo. A todos, ¡a todos!

—Criatura estúpida... Nadie va a reclamarte. Los animales se comerán tu cuerpo y lo que quede será sepultado por la naturaleza. Pero servirás de ejemplo. Servirás a Silent Meadows, lo quieras o no. Es lo que todos hacemos. —Limpió el escupitajo con una de sus mangas, su sonrisa siniestra regresando a sus labios. Contaba con el apoyo de sus secuaces y con la complicidad de los habitantes que no se atrevían a poner un freno a la matanza.

Esto es lo que somos.

Buscó a David entre la gente, la desesperación calando en lo más profundo de su ser. Hallarlo no supuso consuelo alguno. Lo que lo hubiera impulsado a ayudarla se había esfumado ya y no se pondría a sí mismo en la línea de fuego para defenderla a ella. Era el segundo al mando. Era parte de la propia estructura que la estaba arrinconando, de aquella jerarquía que quería verla hecha trizas después de haberlos rechazado.

—Pensé que habría alternativas, Adelaide... Te di el beneficio de la duda. Continué con los planes para demostrar que Santa Elena da refugio bajo su ala a toda persona que pruebe su valía. —Sacada de su guion, la muchedumbre no decidía cuál sería su accionar. Su pasividad y su sorpresa eran lo que la fundía y moldeaba como la masa informe que Adelaide había conocido hace un milenio o un día, daba igual—. Demostraste no tener ni la capacidad ni la fidelidad para aceptar a La Suprema y sus mandatos. Demostraste que el Concejo no se equivocaba. Una viuda sin hijos... ¿Qué futuro tiene?

Ninguno. En Riverbridge se había conformado con el primer puesto de trabajo que se le había propuesto, a sabiendas de que los empleadores le dedicarían una mirada apenada y la dejarían ir. A su edad y en sus condiciones, sin ahorros y sin perspectivas de avance, ya estaba arruinada. Su imagen pública no tenía salvación.

No tenía salvación.

Volvió a procurar zafarse de los múltiples agarres, pero no había forma. Su debilidad se vertía de sus brazos, de sus piernas, de músculos esculpidos por años de necesidades y anhelos y castigos y premios que siempre sabían a poco. La falta de descanso le pesaba. Los alimentos que había consumido en el banquete le habían otorgado los últimos resquicios de fortaleza moribunda hacía tiempo y de ellos ya nada quedaba en su interior. A estas alturas, era su testarudez y su arrogancia los que la incitaban a combatir. A resistirse.

Era el dolor. El dolor que la asolaba día y noche y que había intentado aplacar al venir a Silent Meadows. Era este el que la hacía rabiar, el que despertaba el odio más virulento. Burbujeaba en sus venas, la incendiaba, quemaba el recorrido de pies a cabeza y vuelta a lo que la sostenía. Era su ansiedad por alcanzar la felicidad perdida lo que la obligaba a plantar cara.

—No lo hay. Pero te daremos lo que mereces. Le daremos uso a tu existencia, haremos que valga de algo. —Patricia pellizcó sus carrillos y el bordó de capilares reventando los coloreó en instantes. En su furia ciega, Adelaide lanzó un mordisco al aire, esquivando por poco los dedos de su enemiga. La asqueaba el sacrificio, mas hubiera arrancado sus extremidades de raíz si la hubiera cazado. Y se la hubiera zampado con gusto—. Creo que tendremos que adelantar lo que habíamos previsto para el día de mañana.

Los asistentes estuvieron cerca de soltarla y los demás abrieron sus bocas en un ahogo colectivo. Los rituales se respetaban a rajatabla y todos ellos tenían fechas específicas, marcadas en cada calendario. Eran las mismas fechas de hacía cientos de nacimientos y muertes, las mismas que había impuesto un don nadie del que ya no quedaba registro ni en los libros más recónditos de la solitaria biblioteca de Silent Meadows, visitada por aquellos que no hallaban con qué entretenerse... O aquellos cuyo entretenimiento debía ocurrir tras estanterías empolvadas y en el secretismo de las letras grabadas por tintas llenas de plomo sobre páginas a medio corroer.

Asomaron dudas. Asomaron disgustos. Asomaron arrugas en bocas curvadas, en muecas que hablaban por sí mismas, en entrecejos de otrora amigos. Era un puntillo de esperanza para Adelaide. Uno al que no sabía cómo asirse ni cómo podría aprovechar para orientarlo a su favor.

La mujer que estaba a su izquierda hizo ademán de querer discutir, pero optó por guardar silencio. David se colocó junto al escenario y, yendo contra su buen juicio, habló. Habló como no lo hubiera hecho antes, sujeto a las normas que sus padres le habían entregado. Lo habían instruido para ser una mascota fiel y servil, para cumplir con lo esperado. Como habían hecho con Adelaide. Como habían hecho con todos. Eran fichas de un juego más grande, de algo que superaba a Silent Meadows, sus órdenes, sus estratos, sus castigos y sus recompensas.

—No hemos preparado el servicio, Patricia. No tenemos las herramientas listas para su uso, así que no creo que sea propicio. No con este tiempo, tampoco. La lluvia no permitirá que se realice como corresponde —arguyó de forma respetuosa. Patricia, sin embargo, lo tomó como una ofensa personal. Otra afrenta con la que lidiar.

Y ya lo tenía entre ojos. A él y a unos pocos más que conformarían las filas de los Castigados. Ella también había sido adoctrinada y adiestrada para cumplir con el rol que se le había designado por mero derecho de sangre. Y tenía demasiada experiencia como para no darse cuenta de los roces que habían surgido en los últimos meses. Su suspicacia, a veces, era subestimada. Y el alcance de su poder también.

Los pajaritos cantaban y daba la casualidad de que siempre le dedicaban sus canciones a ella.

Lo que todavía no había averiguado era que los pajaritos y sus cantos se replicaban en otros oídos y sus súbditos más confiables quizás, solo quizás, no lo fueran tanto.

—Tendrá que hacerse así. Las dagas ceremoniales están disponibles —replicó Patricia secamente—. El perdón de Santa Elena nos será dado cuando Silent Meadows se deshaga de las malas hierbas. —Continuó y se dirigió directo a sus vasallos, volteándose para poder mirarlos a todos ellos—. Los Castigados serán apresados y los Castigos serán aplicados. ¡Hemos de dar el ejemplo!

—Ejemplo... Estando en semejante falta. —La vocecilla de George le cortaba el aliento. Adelaide se giró unos pocos grados, aquellos que podía permitirse. No llegaba a verlo, pero sentía su respiración pegada a su nuca. Si fuera unos centímetros más alta, propinarle un golpe con su coronilla hubiera sido una posibilidad.

—Patricia, eso no es lo que se ha acordado en el Concejo. Así no es como nos manejamos —insistió David, su frustración avejentándolo un par de años con cada palabra que añadía.

—¡El Concejo! David, David, David... El Concejo podrá haber acertado en sus opiniones respecto a Adelaide, te lo concederé. He pecado de ilusa al considerar que alguien de su calaña se adaptaría a nuestro modo de vida, sobre todo así de rápido. Debería haber aceptado que lo rechazados, los parias, los otros... No son aptos. No están listos para caminar entre nosotros. ¿Pero el resto? Ya ha perdido el rumbo y debemos remediarlo. —Juntó sus manos en un singular aplauso, salpicando agua. Su disgusto, su animadversión, su coraje, todas las emociones que había encapsulado para seguir con su actuación ahora yacían expuestas.

Los estratos bajos callaban como correspondía. ¿Qué dirían si se les permitiera pronunciar sus inquietudes y lo que pensaban? Se quedaban al margen, rigiéndose por los límites que se les habían impuesto. Desconocían las internas del grupillo que los dominaba. El Concejo de los Altos era tan inalcanzable como la propia santa a la que veneraban. La igualdad que pregonaban distaba de ser real y la hermandad entre ellos no era tal. Lo sabían, sí. Algunos decidían ignorarlo y continuar con el modelo que tan bien les había funcionado. Otros renegaban para sus adentros, amilanados por las consecuencias que una migaja de resistencia y que un leve indicio de rebelión traerían consigo.

Otros, los menos, planeaban en las sombras. Silent Meadows se afanaba por presentarse como un pueblito vivaz en donde su gente no tenía qué esconder ni de qué preocuparse. Atraían a los turistas con promesas de tardes de ensueño y festivales dedicados enteramente a la generosidad que imperaba allí, a las bondades por las que querían ser reconocidos y a la dulzura que derrochaban sus habitantes.

Todos engaños. Todas mentiras.

Silent Meadows estaba lleno de pecadores. Calificaban a las ciudades como el lecho de los vicios y de las imperfecciones, sin ver la perversidad que se cernía sobre ellos mismos. La vileza que se arrastraba por las calles, los misterios que se ocultaban bajo alfombras y dentro de cajones, los cadáveres que flotaban a la superficie durante el deshielo. Silent Meadows era peor que Riverbridge y que todos los centros a los que despreciaban. Era la cuna de los males a los que pretendían no dar cabida, pero que aun así les pertenecían.

—No podemos retrasar lo inevitable. Los Castigados deben ascender al estrado y expiar sus culpas. Deben limpiar sus almas y entregarse a su destino. Es lo que Santa Elena reclama.

—¡Santa Elena no reclama nada! No hay santo que pise esta tierra maldita. ¡No hay demonio que la quiera! —exclamó Adelaide, tirando otra vez. La tela de la que estaba hecha su túnica se desgajó y un jirón de ella se deshizo en el suelo. Su piel resbaló y se soltó, por una fracción diminuta, de su captor. De nada sirvió. Los tres restantes mantenían su férreo control sobre su humanidad.

Aunque ellos también flaqueaban. Usualmente no había discusiones públicas. Si acaso, las rispideces se resolvían puertas adentro, donde no hubiese quien viera ni quien contara. En todo el tiempo que Patricia había hecho las veces de dirigente, jamás habían presenciado una contradicción semejante. Los planes no se modificaban con el correr de la marcha, a las apuradas, sin que se informara a las partes involucradas. Y lo que Patricia decía era palabra tallada en piedra.

No era de sorprender que se hubiera tomado ciertas libertades. En un principio, su liderazgo era una copia fidedigna del de su madre. Evaluaba todas las propuestas y no se cerraba en su cascarón. Respetaba a los que tuvieran disidencias y se esforzaba por llegar al punto medio que conviniese tanto al Concejo como al pueblo. Pero, después de saborear el néctar de la gloria, había entrado en un espiral de manipulaciones transgresoras que opacaban a su versión primigenia. Que opacaban a la mismísima santa elevada, a quien decía adorar. A quien pretendía imitar.

Y, a espaldas de los ingenuos, los roces no se hicieron esperar. Se compartieron miradas cómplices entre miembros del Concejo de los Altos. Se añadieron mohines a las reuniones, ocultos tras manos, pañuelos y saludos efusivos. Luego, la clandestinidad.

Papeles escondidos en libros de la tercera estantería de la biblioteca. Esos inalcanzables que nadie leía.

Charlas entrecortadas en la feria dominical. Murmullos, no más.

Juntadas de fines de semana frente a mesas de canasta y té helado durante el verano.

Los cantos de los pajarillos callaban por breves periodos y volvían multiplicados. Confusos. Absurdos. Ilógicos. La realidad se mezclaba con las ficciones fabricadas para distraerlos de lo que ocurría en Silent Meadows.

Así, Patricia pasaba por encima señales que, otrora, hubieran sido obvias hasta para el individuo más cándido del pueblo. Se le escapaban detalles y secretos dentro de ese imperio que vigilaba con mano de hierro. Y el resto del Concejo... Todos ellos, desde el advenedizo al merecedor del puesto, deberían haber reparado en que ella, aun en esas condiciones, no podría ser destronada con facilidad. Porque, a fin de cuentas, ¿no es destronarla lo que querían, lo que perseguían?

El poder no era un culpable singular. A este se unían los fallos devenidos en muertes tempranas. Se sumaban los esfuerzos vanos. Se añadían las pantomimas que nunca acababan y que no convencían ni a aquellos que deseaban ser convencidos. La desidia, el empobrecimiento, la desesperanza... Era ello lo que abriría la caja de Pandora.

Yacía ahí, al alcance de Adelaide y de David. Y, fuera con placer o reticencia, uno de ellos desataría sus monstruos e iniciaría una catástrofe.

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