5. La buenaventura de los fieles
Los nubarrones habían robado la claridad del amanecer, atenuando los colores en una muda paleta de blancos sucios y el plomizo tono del concreto. El negro crepitaba tras las colinas que se hallaban a la distancia, dibujando líneas toscas en un cielo de aspecto torvo. Adelaide era una mancha más en el paisaje. Una figura diminuta en aquella vastedad. Una que pasaba inadvertida, su vestimenta apagada amalgamándose con el empedrado y la tormenta que amenazaba con romper de un instante al otro.
No había dormido en lo absoluto. El más ligero atisbo de luz natural la había sacado de su estupor y la puso entonces en movimiento, empujada a rejuntar sus pertenencias en un revoltijo sin ton ni son que lanzó a su maleta sin cuidado. Salió a la calle ni bien tuvo todo listo, asegurándose de que la costa estuviera despejada a cada paso que daba. Como un roedor huyendo de una calamidad, Adelaide se escurrió por las veredas impolutas de Silent Meadows, sin provocar más que un leve susurro de telas al viento. Recorrió una corta distancia, hasta donde había dejado estacionado su automóvil el día de ayer.
Y no estaba. El Studebaker había sido tragado por la tierra y, en su lugar, había dejado las huellas inconfundibles de sus ruedas. Las analizó atónita e incluso se tomó la molestia de seguirlas, desesperada. Angustiada. Derrotada. Los surcos se transformaban en vestigios imperceptibles que se confundían con la calzada de adoquines prolijamente colocados. Addie se resistió a levantar su vista, pero tuvo que hacerlo.
Detrás de ella, la entrada a Silent Meadows se alzaba ominosa entre pilotes de piedra caliza. El polvo del camino se agitaba en remolinos y la ventolina silbaba una de sus canciones de ultratumba. Una melodía de periodos remotos, de temporadas ajenas. Acordes de historias que habían sido escritas décadas atrás, tonadas de muertos que deseaban retornar. En el medio, Adelaide. Siempre a contracorriente. Siempre en la encrucijada. Y, frente a ella, un pueblo que dormía. Un equilibrio endeble que el canto dulce de un pájaro quebrantaría.
La actividad y el ajetreo propios del inicio de una jornada se hicieron escuchar. El pánico se asentó en el fondo de su estómago y sus extremidades bramaron su descontento. Pesadas, como si sostuvieran más que un cuerpo frágil y enjuto, la tensión que las dominaba sobrepasaba el umbral de dolor que Adelaide resistía.
Desfallecía. Su respiración era errática. El latir de su corazón retumbaba en una carrera que semejaba tener un destino atroz. Su sangre borboteaba en sus venas, pulsando en un vibrato que rasguñaba sus tejidos blandos. Sus manos temblaban, sus pies se negaban a avanzar. Volver por donde había venido era una fatalidad. Era la admisión de que Silent Meadows la sostenía en sus garras. De que no era dueña de su libertad.
Y jamás lo había sido.
Así eran las cosas. Así se había pensado el mundo. Así lo habían construido, para que las reglas fueran cumplidas y todos ocuparan sus moldes. Sin quejas. Sin revueltas. Callados y con expresiones cordiales, llenas de gozo, hasta el último aliento. Hasta que otro los reemplazara y el ciclo se repitiera, in eternum.
Había roto el molde que en un principio la había contenido. Lo había descartado sin reparos y se creyó independiente y soberana. Tonta ella. Tontos todos aquellos que optaban por ese camino. El de los inconformes, el de quienes no entienden que solo hay un recorrido. Un itinerario que los guiaría por las curvas y recodos que conformarían su suplicio en este mundo dividido.
—Es tarde ya. —George había aparecido al igual que anoche, sin hacer ruido, sin dar indicios de su presencia hasta que él era lo único que podía ver Adelaide. Su altura considerable acaparaba la mayor parte de su campo visual y su proximidad abría en ella las compuertas al pavor. Qué lo había inducido a ayudarla era un misterio. Uno más que añadir a la lista interminable que circulaba en su mente—. Te lo dije. Lo intenté. Lo intenté y fallé de nuevo. Nunca funciona —habló entre dientes, para sí mismo. La ignoraba como si no estuviera allí. Como si no hubiera ido por ella. Como si se refiriera a una situación que no involucraba a Addie, una en la cual no tenía que inmiscuirse. Era su tono, la mueca que tiraba de la comisura de sus labios, la energía que exudar.
—¿A qué te refieres? George, ¿de qué demonios hablas? Y ¡¿dónde está mi auto?!
—Baja la voz, por todo lo que es santo. Patricia no tardará en salir a hacer sus rondas. Y David está fuera, olisqueando el terreno. ¿Acaso no podías emprender tu marcha anoche, mujer estúpida? —Su voz erupcionó a borbollones, cargada de un enfado y una frustración que habían estado cocinándose durante quién sabía cuánto. Seguro no una madrugada, ni un par de estas. Addie le lanzó una mirada asesina, pero no discutió con él. ¿Qué caso tenía? Quería irse de allí. Quería irse y no había forma de que lo hiciera.
No había lugar al que pudiese llegar a pie. Así fueran unos pocos kilómetros, no le alcanzarían las fuerzas. El insomnio había causado estragos en ella, algunos evidentes y palpables, otros corriendo bajo su piel macilenta. No obstante, no era la falta de reposo lo que causaba su agitación y las debilitantes emociones que la llenaban. Un torrente indómito y bravío de voces chillaba en su cabeza, clamando por su atención. Por su acción. Ese mismo torrente era el que la estaba ahogando con sus pedidos y reclamos. La dejaban congelada en su sitio, imposibilitada y con dificultades para asir la realidad y actuar en consecuencia.
—No tenías que esperar. No tenías que pasar la noche aquí, Adelaide. Pero no hay cómo retroceder al día de ayer ni sacarte de aquí. Asumo que en el taller ya se habrán encargado de tu automóvil. Y no se te ocurra intentar hacerte con otro o tratar de pedir ayuda por teléfono. Es inútil.
—¿Por qué... —No alcanzó a terminar lo que tenía para decir. De refilón le pareció ver a Patricia, aunque no podría asegurarlo. Tampoco importaba. Si no era ahora, aparecería tarde o temprano. Y ella seguiría allí, devanándose los sesos para hallar una forma de liberarse de estos nuevos grilletes que le habían colocado alrededor de sus muñecas. Apretando, apretando más fuerte, más fuerte, royendo su humanidad y lacerando su espíritu.
—Hay solo un teléfono en todo el pueblo y ya te imaginarás dónde está. No hay manera de que puedas acceder a él. Y, aunque lo hicieras, no tienes a quién llamar. No hay quien pueda llegar a tiempo.
—¿A tiempo para qué?
—Ya lo verás, Adelaide. Ya lo verás.
La Tierra había detenido sus movimientos. La vida en Silent Meadows no era más que una visión difusa y fantasmagórica, una fotografía mal tomada, una pieza de antaño desdibujada. Sus habitantes circulaban por las calles repitiendo patrones aprendidos y repetidos hasta el hartazgo, complaciendo a sus superiores. Y los superiores observaban todo desde sus puestos en lo alto.
Adelaide también controlaba lo que sucedía, parcialmente oculta tras la cortina que cubría la ventana del cuarto de estar. Sus ojos inyectados rehuían el contacto directo, pero se afanaban en asediar a quienes caminaban en zonas cercanas. Allí, dónde más sino en la casita de ensueño devenida en mal, sentada en una silla de madera que chirriaba con cada oscilación del peso de su cuerpo y que se sacudía hacia adelante y atrás en un vaivén inquietante. Sobre su regazo, envuelta en el amoroso toque de sus delgados brazos, estaba la urna en donde John había hallado su paz eterna.
Había querido esparcir sus cenizas en los campos floridos de Silent Meadows. Había querido que ese fuera el último lecho de su marido, entre pasturas de un verdor casi iridiscente y capullos delicados mecidos por la brisa veraniega. Había querido demasiadas cosas, todas ellas inspiradas en fantasías que no deberían haber cruzado el umbral de la mera idea, de la utopía irrealizable, de la quimera esquiva.
Odiaba admitirlo, pero las palabras de sus padres la aguijoneaban con cada inspiración. Acribillaban sus pulmones e invadían sus pensamientos por ese entonces, cuando las aguas estaban agitadas y la tranquilidad había sido arrasada. Era en esa espera, otra distinta y a la vez tan conocida, en la que Adelaide perdió los últimos vestigios de fe. Corrían a través de sus mejillas, humedecían el borde percudido del cuello de su camisa, se perdían en los valles de su pecho. Eran diminutas cuchillas que laceraban sus carnes y la traían de vuelta a Silent Meadows. A esa silla. A esa ubicación preferencial, junto al cristal empañado. A las promesas que se hizo. Al anhelo de libertad pisoteado.
Sus dedos apretujaron la cajita laminada, dejando medias lunas dibujadas en sus laterales de madera blanduzca. Crujió bajo la fuerza impuesta por sus huesos y por su irritación, por el odio que fluía en su magra estructura. En su interior se levantaba una batalla a la que, ya fuera que estuviese preparada para esta o no, debería hacerle frente. Igual que debería enfrentarse a lo que aguardaba por ella afuera.
Desde hacía un buen rato captaba sonidos distintos a aquellos que traía la rutina. Intensos, elevados, subían en un crescendo demoledor. Golpes de una construcción próxima atravesaban las paredes. El vibrato de una voz grave y resoluta penetraba su refugio, aunque no era capaz de distinguir las palabras dichas. Los minutos se extendían como una goma elástica tironeada por dioses que se burlaban de ella desde los cielos encapotados.
La Tierra volvió a girar.
Su vaivén se detuvo.
La urna cayó a un costado y su tapa se quebró con un audible crujido.
Adelaide no la recogió. Su interés y concentración habían virado en dirección a la puerta y el golpeteo que la hacía estremecer en sus bisagras. Todavía luciendo el conjunto de chaqueta y falda que había usado ayer, sus cabellos sin haber sido peinados ni lavados y su camisa arrugada luego de las desventuras que había atravesado, Addie era una visión penosa. Un remedo de la mujer que había recorrido las calles de Riverbridge. Un remanente amargo y apagado de la niña que había correteado por parques y jardines. Las había enterrado a ambas y en su fuero interno crecía la certeza de que aquellas no serían las únicas versiones de ella que sepultaría. Quedaba esta Adelaide, enmudecida. Agotada de esquivar los obstáculos que frente a ella ponía la vida. Una Adelaide convertida en oquedad, en una cavidad ávida de alimentarse de la mala fortuna que la hostigaba.
Una Adelaide requerida. El golpeteo se hizo más audible e insistente. Era evidente que no la dejarían tranquila. Quien fuera que estuviera del otro lado, haría lo indecible para abrirse paso y llevarla con ellos. Con sus hermanos. Con su pueblo. La halarían a su ronda de locura disfrazada de amor, pasión y fe. La absorberían y escupirían sus astillas y sus quejidos.
—¡En un momento! —exclamó. De algún modo, conservó un tono de voz que no demostraba las turbulencias de sus ánimos. Sonaba... Normal. Tan normal como le era posible. Recogió la cajilla, la colocó sobre la silla en la que había estado sentada, ajustó las hebillas entrelazadas en su pelo y, por fin, abrió la puerta un palmo o dos.
—Adelaide, aquí estás. —David se asomó por el espacio estrecho que Adelaide había creado, tratando de entrar. Addie no se corrió de en medio ni amagó con permitirle el ingreso—. El desayuno comunal está por iniciar. Patricia me pidió encarecidamente que trajera tus ropas y me disculpara en su nombre. Quisiera haberlas tenido listas ayer, para entregártelas al recibirte, pero Margaret no logró terminarlas a tiempo. Lamenta... Bueno, lamentamos la demora. —Su mano y parte de su brazo franqueó la distancia que Addie había interpuesto, presentando una pila de telas finas de color blanco a la espera de que las asiera.
—Gracias... —dijo Addie, en un intento de sonar sucinta y no desprovista de ganas. Ganas le sobraban, aunque estuvieran invertidas en algo diametralmente opuesto.
—Es en el salón de actos. Sabes cómo llegar a él, ¿verdad? —Lo notaba entonces: David estaba agitado. Y no por haber corrido a su encuentro, ni por haber tocado la puerta como un desaforado. Aquí estas. Aquí. Estás. ¿Acaso la habían visto? ¿Acaso sospechaban? La futilidad de sus tentativas debía permanecer en secreto. Por su bien. Por el de ellos.
—Sí, sí. Lo recuerdo a la perfección. Iré a colocarme esto. —Señaló lo que le había traído y, antes de que le respondiera y probara extender la conversación, cerró la única vía de contacto disponible y echó la llave.
Se quedó junto a la entrada durante un rato, estrujando lo que creía —y confirmaría— que era una túnica contra su pecho. No se apartó sin antes haber comprobado que David ya no estaba del otro lado, deseoso de que saliera. Deseoso de confirmar que ella se había quedado donde debía y que acataba lo que se le encomendaba. Se escabulló como un ratoncillo que se inmiscuye por las alcantarillas, apenas causando un murmullo al desplazarse.
Adelaide no ocultó su presencia. Pisoteó con fuerza, marcando su camino. Incluso cuando desechó sus zapatos, pateándolos hacia un costado, clavó sus pies en el parqué para generar el mismo sonido seco. La tranquilizaba. No ese aquí y ahora que la espantaba, no la casa que servía de asilo temporario, no el pueblo que exprimía su energía vital. La calmaba su propia existencia. No por mucho ni en gran medida, teniendo en cuenta sus circunstancias y el peligro que reptaba por su espina dorsal, abrazada a ella como una criatura necesitada. Pero estaba viva y eso significaba que aún poseía la capacidad de luchar.
Frente al espejo del cuarto de baño, a medio desvestir, Adelaide se aferró al lavamanos. Su reflejo se burlaba de ella, ofreciéndole una prueba irrefutable de su estado general. Su cutis grisáceo, la arruga enquistada en su entrecejo, los labios resecos y partidos, sus hombros encorvados, el filo de sus clavículas a un milímetro o dos de cortar su piel, el dibujo de su esqueleto creando ángulos extraños... Era la imagen de alguien desahuciado, de alguien roto, de alguien corrupto.
De alguien que pelearía, porque ya se había rendido demasiadas veces y su alma dolía. Todo en ella ardía por rebelarse y dejar de consentir los maltratos, los abusos, las afrentas. Los hilos de los que habían estado tironeando sus padres, el resto de sus familiares, sus amigos, la sociedad entera... Se habían tensado por demás, superando sus límites. Se desgastaron, deshilacharon y rompieron. Cayeron a sus lados, rozando sus costillas. El cosquilleo la recorrió de pies a cabeza al probar sus extremidades laceradas ya sueltas.
Solo quedaban un par de hilos por cortar. Y los tajearía uno a uno, vestida de blanco, en el altar de sus mentiras.
El salón estaba repleto. El silencio era un recuerdo lejano de una noche que aparentaba haber ocurrido en sus imaginaciones más retorcidas. Voces burbujeaban en cada rincón. Graves, dulces, agudas, rasposas. Había algo que tenían en común: expresaban un júbilo palpable, casi contagioso, en aquel mar de blancos y gris perlado. La mayoría llevaban túnicas idénticas a la que Adelaide vestía. Unos pocos resaltaban por llevar colores vistosos. Chillones. Comparados con los demás, se apreciaba en ellos una decisión arriesgada —y equivocada, si Adelaide tuviese voto en lo que a ello refería— que desentonaba de forma chocante. Los negros y rojos de lo que aparentaban ser unas casullas reformadas eran tremebundos, pero se percibía que quienes las llevaban explotaban de orgullo.
Addie, por su parte, había bloqueado toda expresión por la que fuera a fugarse su arrebato. De nuevo se escondía tras una máscara que imitaba aquellas que usaban los devotos. Una copia estropeada y sin valor cuya falsedad se vislumbraba al inspeccionarla con una pizca de minuciosidad. Pero ¿quién lo haría? Estaban inmersos en su propia fantasía. Al igual que ella. Otra feliz coincidencia.
George era el cabo suelto en la ecuación. Leía en ella lo que tendría que guardarse como un inexpugnable secreto. La separación que había entre uno y el otro se volvía ínfima cuando ocurría un choque de miradas. Ella rogaba por su discreción. Él compartía su aflicción y el regusto ácido de la derrota. Ya lo verás, había dicho al apartarse de ella, dejando un mundo de asuntos sin zanjar y tópicos acallados. Lo que estuviera en el menú del día no iba a saberlo hasta que Silent Meadows lo definiera. Si había algo que los lugareños compartían, ese era su proceder críptico y la intensidad de este. Eran fuego y Adelaide era gasolina, prendiendo la llama de aquello que estaba muerto.
—¡Bienvenidos, hermanos y hermanas mías! —Patricia jugaba su papel de líder con la maestría de un veterano, de quien ha repetido discursos similares durante una eternidad. Le quedaba hecho a su medida y era manifiesto que lo amaba.
Amaba ser el centro de lo que ocurría en el pueblo, la voz cantante, la luminaria, la estrella guía.
Amaba ser el ejemplo del que el habitante promedio se alimentaba, por el que se persignaba y prometía un cambio que no venía. O uno que no se acercaba lo suficiente.
Amaba la autoridad que le daba en Silent Meadows.
Amaba el protagonismo, ser ama y señora, ser reina del feudo.
Amaba su estatus y el halo de magnificencia que la rodeaba.
Amaba ser intocable. Impoluta. Inmaculada.
Dos escalones la distinguían de sus vasallos. Por encima de ellos, su lenguaje corporal hablaba por sí solo. La seguridad, la fluidez, la naturalidad de cada milímetro desplazado, la entonación y el volumen que manejaba, la dicción cristalina, su visaje transparente que invitaba a confiar... Patricia era la postal de la perfección, de la meta a alcanzar. Y lo tenía resabido y tan en claro que era difícil considerar que aquella mujer tuviera incertidumbres o residuos de aprensión. ¿Qué podría sobresaltarla cuando su existencia se figuraba planeada de inicio a fin? ¿Qué sería capaz de destronarla, de colmarla de pánico, de atestarla de la clase de terror que la haría caer? ¿Qué la vencería cuando era hecho conocido y obvio que poseía las cartas ganadoras?
—Santa Elena nos convocó en esta mañana a honrar a los nuestros. A quienes lo han dado todo por su pueblo. Quienes viven y respiran Silent Meadows. Quienes se han sacrificado en nombre del bienestar común. Hoy darán su última pieza. Hoy serán reconocidos por amigos y familia por igual. Hoy se sentarán a los lados de su Santa y velarán por nosotros. —Brazos y manos se alzaron en el aire súbitamente. Se ataron, dedos juntándose con palmas, codos chocando con sus vecinos. Adelaide mordió sus mejillas, un hilillo de sangre resbalando por su lengua con el roce brusco de sus dientes.
—Es a nuestros hermanos que hoy veneramos, benditos ellos. Bienaventurados —respondió la congregación. Sus ojos brillantes se enfocaron en los cinco vestidos de rojo granate y, con una adoración que hubiera helado a sacerdotes y ateos, se doblaron en una reverencia duradera.
—Agradecidos estamos con ellos. Los elevamos hoy al puesto que se merecen, junto a su Creadora. Nos congraciamos con Santa Elena a través de sus ofrendas y de la abnegación con la que se han entregado a servir a su tierra. Es hoy, hermanos y hermanas, el día en que el Cielo prometido se encontrará más cerca. Es hoy el instante en el que Silent Meadows rebosará de la bondad de sus elegidos.
—A Santa Elena los encomendamos. Benditos ellos, bienaventurados.
—Dorothy, Betty, Charles, Robert, Barbara... Acérquense, todos ustedes. Es la hora. Su unión con Santa Elena se hará oficial. —Las manos se soltaron. Las cabezas se alzaron. Los aplausos no tardaron en surgir.
Adelaide seguía la actuación mecánicamente, el sudor trazando surcos a través de su espalda. A pesar de que la tela de algodón era ligera, esta se pegaba a ella como una segunda piel. Con disimulo, trató de tirar de la falda y ajustar el calce de la prenda, pero se había prendido sin planes de separarse y el escozor que le causaba sumaba a su malestar general. Su capacidad de ocultar su confusión, sus nervios, su pánico, su rechazo y el odio incipiente que empezaba a despabilarse dentro de ella estaba puesta a prueba.
Como los cinco que habían subido al escenario. Complacidos y alegres cuando estaban junto a sus camaradas, hubo un cambio tangible en su comportamiento cuando se colocaron próximos a Patricia. Incluso allí mantenían una clase de alejamiento que solo los ascendidos obtendrían en un pueblo como este. Era un contraste patente que Adelaide bebía con la sed de quienes buscan respuestas que están más allá de los accesos que se les han dado. Desde su puesto, en la mitad del salón y con unos cuantos hombres fornidos delante de ella, su capacidad de análisis se hallaba mermada. Pero se veía. Se sentía.
La alegría se transformaba en ansiedad frente a los presentes. Los de arriba se mostraban en cierto grado dubitativos, sus labios temblorosos en sus intentos por mantener las mismas sonrisas que se habían dibujado cuando eran felicitados por sus conocidos. Cuando todavía estaban con ellos y formaban parte de esa masa de siervos indistinguibles, salvo por las ropas que les habían asignado. Pero, quedaba claro, esas vestimentas tenían un significado cargado de una gravedad que Addie averiguaría pronto. Una gravedad que no solo a ella afectaba. Los de abajo, como sus sacrificados, habían sufrido cambios. La excitación había mutado en ansia y tribulación.
Se notaba en las muecas reservadas.
Se esbozaba en las espaldas curvadas y los hombros retraídos, en las posturas semirrígidas que se echaban hacia adelante. No con entusiasmo. No con la emoción de quien algo bueno espera.
Se adivinaba en la vibración del aire, en la corriente eléctrica que los aguijoneaba, en las respiraciones contenidas.
Se plasmaba en el contento vivaz de Patricia, que rozaba lo asqueroso. Mostraba sus dientes en una sonrisa espeluznante que no llegaba a sus ojos. Y en ellos se escondían los temores de sus seguidores. En ellos se entrevía el placer que le generaban.
En ellos se atisbaba el infierno de Adelaide.
—Bienvenidos, iluminados. Hoy serán el lucero de Silent Meadows. Resplandecerán como nunca y se sentarán en la cúspide para velar por nosotros, ahora y siempre. —Patricia se dirigió a su público y no a sus adorados, a quienes elogiaba con una dulzura enfermiza.
—Ahora y siempre —respondió el pueblo, fundido en un solo tono, pujando sus convicciones para que estas taparan la vacilación generalizada.
—Que su bondad se vea recompensada.
—Ahora y siempre.
—Santa Elena, Señora de estas tierras, extiende tu mano y recibe a tus discípulos. Ellos ya están preparados.
Con esto dicho, Patricia bajó los escalones y se dirigió a la entrada. Las cinco víctimas la emularon y, tal cual animalillos guiados por su madre, salieron del salón. El portón quedó abierto de par en par y, de dos en dos, engulló a los vasallos que los persiguieron, rompiendo con la serenidad del terreno. Así las calles se vistieron de blanco.
Luego llegaría el luto.
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