4. La paz de los moribundos

Un rugido bajo se extendió por la callejuela. El claro retumbar de un tambor fue acompañado por el alegre ritmo de unas panderetas mientras unas diez personas aparecieron con bandejas repletas de diversos platillos. Parecía una imagen digna de un libro de historia del medioevo, las mesas extendiéndose más allá de lo que Adelaide podía captar, el bullicio tomando el puesto de rey y comandante. Tan diferente a la solemnidad que había caracterizado a la ceremonia recientemente finalizada.

Todavía lucía las marcas de aquello. Las costras rojas serpenteaban por sus muñecas y manchaban su rostro, tensándolo cada que su expresión mudaba. No se atrevía a borronearlas, a pesar del asco que le generaban. Ojos curiosos se posaban en ella y Patricia siempre estaba a un movimiento de distancia, una figura imperecedera. Si no ella, su fiel compañero David ocuparía el puesto para acribillarla con sus inspecciones, calando en lo profundo de su alma.

Y no los perturbaba. Los actos de esta noche no habían provocado sino júbilo en el público. La mujer sentada a su lado —¿Shirley? ¿Dorothy? Alguno de esos nombres le pertenecía, pero no podía poner el dedo en ello. ¿Importaba?— discutía acalorada , aunque con buen talante, con el hombre sentado a su izquierda. Mientras, frente a ella transcurría una charla incomprensible entre otro hombre, de cabello entrecano y voz penetrante, y quien suponía ser un familiar suyo.

Adelaide no le seguía la corriente a ninguno. Había quedado perpleja. Azorada. El tema de conversación que primaba en su fuero interno era el desastre que había ocurrido y no podía debatirlo con nadie. Solo ella. Sola. Sola, sola, sola como en un principio. Era una herencia pesada que arrastraba desde Riverbridge. Desde su nacimiento en una madrugada lluviosa y agitada, en un hospital que había cesado operaciones escasos meses más tarde.

Parecía que su toque era venenoso. Llevaba con ella la fatalidad y el desastre como armas. Como aliados. Como enemigos. Todo se desmoronaba cuando ella aparecía. El matrimonio de sus padres había tomado un giro hacia la vastedad de la catástrofe. Su matrimonio había terminado de forma abrupta, arrancado de raíz antes de que incluso prendiera. El futuro que había planeado para ella, las elecciones que había querido tomar, los sueños que había decidido perseguir... Todo ello colapsaba tras los golpes de augurios ruines y de ultratumba.

Allí estaba el resto del mundo, riendo y hablando y viviendo como ella no podía hacerlo. Sin preocupaciones que los aquejaran hasta apagarlos. Sin pavor que los inmovilice. Sin dolor que los lance al llanto. Sin voces pérfidas que arañen su raciocinio y se inmiscuyan en cada hueco, en cada espacio, en cada respiración. Adelaide era una sombra vagando sin rumbo fijo, atemorizada por lo que había a sus espaldas y por lo que tenía frente a ella.

Más vale malo conocido que bueno por conocer. Otro de los tantos refranes a los que era adepta su madre. No les había prestado la menor atención en su momento, cuando salía con uno de ellos en lo que Addie consideraba situaciones inapropiadas. Pero no podía sacarlos de su cabeza ahora que Grace ya no estaba con ella. Quizás había sido injusta con ella.

Quizás la rechazaba porque era en ella en quien se veía fielmente reflejada.

Era eso lo que, inconscientemente, la enfurecía. Grace representaba todo aquello de lo que había pretendido alejarse. La falta de personalidad propia, la falta de injerencia, la falta de voto. La sumisión constante y sin afrentas. La servidumbre a la que se sometía, bajando su vista. Condenada a una existencia en silencio y de rodillas.

Como Silent Meadows. Su nombre calaba hondo, adquiriendo un significado diametralmente opuesto al que le había asignado en sus vacaciones idílicas. El paraíso en el que había habitado durante sus periodos de descanso y en sus recreos diurnos no pasaba de ser una creación suya. Una invención para llenar sitios vacantes, para compensar las calamidades que habían enviado en su dirección —¿dioses? ¿demonios?— y en las que navegaba desde tiempos inmemoriales.

La realidad había fragmentado lo que había imaginado y lo había tornado en otro tormento en el que zozobraba, a punto de irse a pique y no ser capaz de volver a la superficie.

Y seguían riendo. Ellos seguían felices, ajenos a su angustia y a su terror, demudado en la certeza de que Silent Meadows era un paraje más que dejar como un reflejo difuso en su espejo retrovisor. Tomaría sus pertenencias, tiraría las llaves de su casita y regresaría al polvo y la incertidumbre de una larga, larga ruta bajo las ruedas de su Studebaker. Lo haría, sí, cuando el sol se alzara por el este y los fantasmas nocturnos buscaran refugio.

Entretanto, debería continuar con su farsa y festejar la pompa de lo que tenía vistas de ser la última cena. Bandejas humeantes con trozos de carne dorados y jugosos, recipientes rebosantes de ensalada de patatas y huevo, guisantes en cuencos plateados, vegetales de todo tipo en cazos y tazones, pan recién horneado desperdigado por la mantelería y en paneras metálicas... Las cantidades ingentes de comida servida eran incongruentes con la humildad y sacrificio del que habían ostentado. Era un lujo que no coincidía con la representación que habían llevado a cabo.

—Adelaide, ¿verdad? —preguntó el comensal a su derecha, echándole un brevísimo vistazo. Estaba demasiado ocupado sirviéndose una porción de cada alimento a su alcance como para dedicarle su entera atención. En cambio, el plato de Addie apenas contenía una ración que la mantuviera en andas hasta la mañana. Tal vez debería tomar un poco más ella también, reservarlo para el desayuno y evitar el trajín de tener que conseguir algo previo a marcharse. Porque debía marcharse, sin mirar atrás.

—Sí, así es. —Ya no le quedaban sonrisas que pintar en sus labios delicados, maltratados por un nerviosismo que se empeñaba en ocultar.

—Un gusto conocerte, Adelaide. —Masticó sus palabras a la par de un trozo de carne sanguinolenta, dándole una imagen extraída de una pesadilla—. Puedes llamarme George. Soy el dueño de la tienda de reparaciones. ¿La del cartel rojo oxidado? Al final de la calle secundaria, esa misma.

—La recuerdo. No he pasado por allí hoy, pero estoy convencida de haberla visto antes. —Le aseguró, removiendo lo que había en su plato. Su hambre había sido sustituida por un monstruo de otra calaña que roía su estómago. Era la amenaza creciente de mareos lo que hacía que apilara ensalada en su tenedor y lo llevara hacia su boca. Pero, a diferencia de George, Adelaide masticaba concienzudamente, con una lentitud impresionante.

—¿Sabes? Es toda una sorpresa que hayas llegado hoy al pueblo. De entre todas las fechas que podrían elegido, no me lo creo que se hayan decidido por esta. Debe ser la primera vez que ocurre en el tiempo que llevo viviendo aquí... Y es bastante, por si no es evidente. Treinta y cinco años, para ser precisos.

—¿No es temporada de recibimientos? —Margaret le había confirmado que era la época indicada para realizar la mudanza. Lo había mencionado como si fuera lo usual, lo común. Que George contradijera aquella versión solo le hacía más ruido y le generaba mayores resquemores de los que ya contaba en su haber.

¿Por qué la habían atraído?

¿Por qué habían movido hilos con la velocidad de una experta hilandera para que entrara a Silent Meadows?

¿Por qué Adelaide Brown había roto su esquema?

Ella aún no atinaba a dar con una explicación plausible. Ni para su incorporación, ni para el rito que había presenciado. Si la fortuna se manifestaba y le otorgaba su auxilio, cuando despertara en unas horas no achacaría lo ocurrido a un delirio. No se dejaría llevar por las ansias de pertenecer a un sitio, de que su paisaje admirado fuera el Edén prometido. La magia que la había seducido era un espejismo, una fabricación cuyo origen no deseaba conocer. Sí, cuando saliera el sol... Cuando el astro tocara con sus rayos la explanada, Adelaide borraría sus huellas de Silent Meadows y acarrearía con ella su humillación y sus culpas.

—No, no realmente. Es extraño, pero ¿quién soy para juzgar las decisiones del Concejo de los Altos? —Se encogió de hombros y se abalanzó sobre el siguiente bocado, demostrando una carencia de modales de la que Addie no había sido testigo en los años precedentes. Su entorno hubiera puesto el grito en el cielo de haber presenciado semejante desfachatez de parte de un hombre adulto. O de cualquiera, si había que ser honestos. Muy a su pesar, Adelaide debía admitir que le afectaba casi tanto como a ellos.

—¿El Concejo de los Altos?

—Ya veo... No te han explicado cómo funcionan las cosas por aquí, ¿no es cierto? Bueno, no importa mucho. Ya te irás enterando. Y no es algo de lo que tengas que estar muy avispada, tampoco.

—¿No es nuestro deber civil involucrarnos? Bueno, quizás no mi deber en particular...

—Oh, no hace falta que te expliques. —La interrumpió, colocando a un costado sus cubiertos y poniendo sus manos sobre su regazo. Al girarse en su dirección, Adelaide pudo notar que aparentaba una edad menor a la que había mencionado—. Patricia y David se encargan de la mayor parte de lo que ocurre en Silent Meadows. Y está bien así. Las jerarquías funcionan, el pueblo evoluciona. Nos mantenemos. Aunque la gente escasea por aquí. Supimos tener más habitantes.

—¿Qué pasó con ellos?

—¿Qué pasó? La vida. La muerte. Lo mismo de siempre. Enfermedades incurables, ancianidad, accidentes. Horas que habían llegado, destinos sellados. —Su gesticulación era exagerada al expresarse. Todo en él parecía serlo, desde la forma en la que hablaba con soltura y sin un mínimo asomo de formalidad a su actitud general y su apariencia. Contrastaba con el resto, con el orden estricto que regía en Silent Meadows. George era, en definitiva, una singularidad—. Los nacimientos ya no se dan muy a menudo y la población envejece. Supongo que tiene sentido que seamos cada vez menos.

Adelaide meditó sobre esta última pieza de información. En las diversas entrevistas que tuvo, ninguno había mencionado aquello. Incluso habían dado la impresión de que el caso era el contrario: había muchos interesados, pero no suficiente espacio. La existencia de una propiedad lista para habitar había sido tratada como un milagro, como una anormalidad que debía asir antes de que otro se hiciera con ella y robara sus chances de ser parte de la comunidad. De ser parte de su culto retorcido y de la red de mentiras que la habían atrapado en el medio de la nada. La misma red por la que había abandonado todo.

¿Y qué había obtenido con ello? Nuevas dudas, nuevos miedos y la necesidad irrefrenable de lanzarse a la carretera y perderse por los caminos. Algún día volvería a encontrarse, pero no sería en este lugar.

—Normalmente, las mudanzas ocurren a finales del año, antes de que el invierno golpee. A veces hay familias rezagadas que ingresan con la primavera, cuando la nieve no ha terminado de derretirse y hay restos de ella en los tejados. Es cuando Silent Meadows rebosa de encanto, si me lo preguntas. Ya lo verás.

Ya lo verás. No se cansaban de repetírselo. ¿Qué vería exactamente? Con lo que había presenciado ya le alcanzaba para esta existencia y la que le continuara. ¿Cómo podían ser parte de esto sin reservas? Lo aceptaban sin problemas, sin juzgar, sin reparos. ¿Acaso eran todo lo que habían llegado a conocer? Adelaide se inclinaba por descartar que hubiese quienes llegaran al pueblo tal cual lo había hecho ella y abrazaran todas sus peculiaridades sin un atisbo de resistencia.

Pero ellos no habían arribado al pueblo de la misma manera.

Ella estaba sola.

Ella podría ser una víctima.

Ella no lo permitiría.

—Estoy segura de que lo haré —mintió con descaro y sin avergonzarse por recurrir a eso. Salió naturalmente, con la fluidez de quien tiene abundante práctica en ese campo. Y, de hecho, la poseía. Fingir era un arte que había refinado con cada conversación, con cada encuentro, en cada salón.

—Te acostumbrarás a esto, claro que sí. Aquí entre nosotros... —Bajó el volumen de su voz y se acercó a ella, aunque no demasiado—. No creo que haya sido buena idea lanzarte a la vigilia de Santa Elena. Los demás tuvieron oportunidad de prepararse y participaron a sabiendas de lo que requería cada ceremonia. No me gusta, ¿sabes? Hacerlo a las apuradas no conlleva ningún bien. No, no. Se nota tu tensión.

Y la mención de aquello la tensó aun más. Se cuadró de hombros e intentó relajar las arrugas que se habían formado en su entrecejo. Respiró despacio, reteniendo el aire durante segundos interminables, buscando un sosiego que le era esquivo. Si George se había percatado de su estado, no le quedaba otra que asumir que todos los que se hubieran cruzado con ella lo habían hecho.

Pero siempre había excusas valederas. Podría achacárselo a ser nueva, a no haber esperado ser llamada a asistir, al cansancio, a las pérdidas sufridas, al trajín de haberse mudado sin ayuda de nadie, de haber tenido que enfrentar todo por su cuenta. ¿Quién le llevaría la contraria? ¿Quién se lo negaría?

—Algún motivo ha de haber. Lo desconozco, claro. —George volvió a centrarse en su plato medio lleno, machacando la pila de puré de patatas con su tenedor. Quienes los rodeaban seguían sin prestarles mucha atención, enzarzados en sus propias pláticas—. No soy quién para juzgar, de todos modos. Si así lo han decidido, debe haber una razón que lo apoye.

—¿Como cuál? —Se arriesgó a preguntar, llevándose otro trozo de comida a su boca.

—No lo sé. ¿Algo en ti? Eso es posible. Caray, eso tendría sentido. Debes haber dicho algo que los convenciera. Además, la casa de los Bennett ha estado deshabitada desde... Sí, desde esa noche de tormenta. Lo recuerdo, lo recuerdo bien... —Permaneció pensativo y sin emitir sonido por un buen rato. La mujer que había estado discutiendo con el hombre ubicado a su izquierda se había callado y quienes estaban sentados enfrente por fin la observaron. A él y a ella por igual, como si quisiesen descifrarlos.

—¿Qué sucedió entonces?

—Hubo una inundación. Fue el deslave... De un momento al otro, las calles eran ríos. La gente gritaba... Me acuerdo de eso, sí. De los gritos. Retumbaban por encima de los truenos y el ruido de la lluvia contra el empedrado y los tejados. —Se preparaba para relatar lo ocurrido y las suaves líneas que se habían formado en su frente dejaban entrever que buscaba la manera correcta de contarlo. Lamentablemente, lo frenaron de antemano.

—¿Conseguiste una nueva víctima para contar esa historia, George? Déjala a la pobre, acaba de unírsenos. No hay necesidad de revivir los horrores del pasado.

—Solo respondía a su pregunta, Shirley.

—No dejes que George te lleve por ese laberinto, Adelaide. Lo que ocurrió con los Bennett fue un accidente horrible, pero no es algo que debas oír. No hoy.

George amagó con retomar su historia, mas la señal inequívoca que le dio Shirley hizo que lo repensara. Y ya no dijo más. Su vivacidad se apagó como la llama de una vela consumida, dando un último chispazo previo a que se esfumara. Bajó su cabeza y se giró para quedar enfrentado con su plato y la comida que quedaba en él, sus intenciones muertas y enterradas. Era Shirley la que parecía haber ganado esa soltura que lo caracterizaba, la que había robado el foco que brillaba sobre ella.

—Hoy es un día de alegría y agradecimiento. Debemos dejar a nuestros fantasmas atrás para festejar un presente próspero y venturoso —dijo Shirley, su tono de voz dulzón en extremo. Era la clase de dulce que servía para atraer a moscas y disimular el sabor amargo del veneno.

Adelaide no respondió. Recurrió a una sonrisa por defecto, carente de sentimiento, y asintió en su dirección. Sin importar la opinión de Shirley, era este un presente que no existiría sin aquello que pretendía olvidar. Y eran los espectros de Silent Meadows los que gritaban en la oscuridad.

Un minuto antes de las doce de la noche, los convidados abandonaron sus puestos. Las banquetas chirriaron al levantarse, un ejército de pisadas retumbando sobre el empedrado. Cada uno se dirigió a su hogar, un puñado de ellos con aspecto contrito, otros resistiéndose a finalizar la jornada, la mayoría resignados a regresar a su rutina.

Addie no era de ninguno de esos grupos, aunque su disimulo la pintaba con las mismas pinceladas y trazos utilizados en el común de la gente. Su semblante pasaba inadvertido bajo el abrigo de la negrura circundante. Lo único que la distinguía era su andar apresurado y la imperiosa necesidad de encerrarse en su casa por las próximas horas. Sus piernas cortas casi tropezaban en su carrera, los tacones bajos repiqueteando en notas agudas que solo ella escuchaba. Enfrascada en el ir y venir de sus pensamientos, en la distancia que la apartaba de las cuatro paredes que la protegerían durante la madrugada, Adelaide no notó la presencia de alguien más. Alguien que caminaba con un ritmo calcado al suyo, pero sin generar sonido alguno.

—Adelaide —susurró George a sus espaldas. Su corazón dio un vuelco doloroso, lanzando una punzada estridente que se reflejó en su cara. Se ladeó apenas, sin detenerse. No podía hacerlo. Debía llegar a su residencia, a su bastión.

—¿Qué ocurre?

—No tengo mucho tiempo. Toma esto. Y cierra las puertas. Ciérralas todas, ¿me entiendes? —Sin darle un segundo para responder, colocó un minúsculo trozo de papel en su mano.

Adelaide parpadeó incrédula y observó como George se alejaba en otra dirección, perdiéndose por la calle secundaria sin reparo alguno. Nadie los había visto. Nadie se había detenido a vigilar aquella reunión clandestina. ¿Por qué lo harían? George había continuado como si nada hubiera sucedido y Addie no había abierto su boca ni ofrecido pista alguna que trastornara la conciencia de los pueblerinos. En caso de que los hubieran notado, podría inventarse una excusa cualquiera para explicar el misterio. Un gancho para el cabello perdido, un botón de su sacón extraviado, un saludo a destiempo... Cualquiera de ellas funcionaría, siempre y cuando mantuviera la calma.

Prosiguió como hasta entonces, sin permitir que el peso de lo sucedido alterara su marcha. Sacó las llaves de uno de sus bolsillos y, una vez resguardada por la soledad de su mal llamado hogar, se encargó de trabar la puerta y correr las cortinas de cada ventana. La lámpara raquítica que estaba en el rincón no alcanzaba a iluminar toda la sala, sumida en una penumbra recortada por astillas de luz mortecina.

Caminó de una punta a la otra, tanteando el papelillo que no se había atrevido a abrir. Doblado con una prolijidad que no hubiera esperado de alguien como George, apenas se asomaban restos de tinta negra por una de las esquinas. Tomó unas cuantas respiraciones, ojeando la habitación con nerviosismo. Algo dentro de ella temía que no fuera la única allí, que algo la espiara desde una de las vetas de la madera, desde debajo del sillón de dos cuerpos que había visto épocas mejores, desde los techos inusualmente bajos. George había mencionado una inundación y, ahora que tenía eso presente, podía percibir ciertas marcas inconfundibles tanto en las paredes como en los pisos.

Pero ¿qué importancia tenía ello en esos instantes? Rejuntó el valor que le quedaba y desdobló el papel, extendiéndolo y alisándolo con certera intensidad, al punto de casi rasgarlo. Tragó saliva con dificultad y, sin demorar lo inevitable, leyó las líneas de letras apretujadas y medio borrosas, trazadas con apuro evidente.

Esto es solo el principio. Mañana será la ceremonia de los Iluminados, pasado llegará el Castigo. Tienes que irte antes de que acaben contigo.

Lo leyó de nuevo. Y otra vez. Y otra. Y otra después de aquella. Releyó hasta que las palabras tenían un ritmo y cadencia propios en su mente, hasta que sus labios imitaban sus formas, hasta que su cuerpo decidió temblar y, posteriormente, sacudirse con fuerza. Consumió el designio y vomitó dolor, penuria y ruinas. Se llevó una mano a su boca, cubriendo los sollozos que amenazaban con destruirla. Sus ojos se anegaron en lágrimas y el papel cayó, deteniéndose justo al lado de sus zapatos manchados.

Pasaron minutos en un estupor sombrío. El reloj de la cocina aullaba su cuenta regresiva. Adelaide era engullida por un suplicio que ni siquiera John le había causado.

Tienes que irte antes de que acaben contigo.

Tienes que irte.

Mas recorrer la ruta durante el imperio de las Furias era otra invitación al peligro. Así que aguardaría. Abrazada a la urna en donde descansaba su marido, se quedaría a encarar una larga espera.

Recién cuando la aurora asomara sus dedos y rasgara el horizonte, Adelaide sería libre de marchar. O, por lo pronto, era lo que se repetía para no sucumbir a la agonía de saberse víctima, traicionada y esclava de la misma ilusión que le había proveído alegría. 

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