2. El murmullo de las noches
Los puestillos apostados a los costados de la calle principal habían desaparecido. Los turistas, cantando por lo bajo, habían vuelto a sus automóviles y abandonado el paraje, llevando a cuestas a sus niños tumultuosos y al montón de recuerdos y memorabilia que habían comprado por impulso. Los farolitos, ya apagados, habían sido reemplazados por las estrellas más brillantes que Adelaide hubiese visto. Habiendo vivido en entornos de ciudad, el cielo nocturno siempre había sido un lienzo descolorido, con algún manchón perdido entre las nubes.
Seguía un tanto confundida y alterada por lo que le había ocurrido en la tarde. Recuperó el conocimiento horas después, su cuerpo agarrotado y cargado con un tipo de tensión que le sabía ajeno. No se había desmayado ni siquiera en su primer día de prácticas, cuando derivaron a un paciente con una herida abierta que dejaba expuesta su tibia y el rosado salvaje de su musculatura rasgada. Ni una queja había pronunciado, ni una mínima marca había aparecido en su rostro. Ni el asco, ni la impresión, ni la urgencia la compungieron o afectaron en lo absoluto. Se movió con la gracia de una bailarina que audicionaba para el papel de su vida, dejando una grata impresión con el personal y, aun más importante, con el doctor de turno.
Temía que, por el contrario, la opinión que de ella tuvieran en Silent Meadows se viera afectada por su ausencia. Sus planes habían incluido asistir a los eventos una vez que hubiera desempacado lo que, sin dudas, necesitaría en el corto plazo y después de haber dormido una corta siesta para reponer energías. No le hubiera venido mal probar un bocado o dos, pero no había tenido chance siquiera de llegar a su propio cuarto.
Lo confirmaba entonces: todo aquello que se había guardado para sí —a falta de contar con quien compartirlo— había encontrado, por fin, un modo de soltarse de los grilletes que ella misma impuso al obligarse a enfrentar una existencia sin su compañero. Sus preocupaciones, sus miedos, su ansiedad, su padecer... Habían escurrido por la madera y empapado su hogar. Incontenibles, habían creado un pozo profundo al que Adelaide cayó, tironeada por los fantasmas que jugaban en el fondo y la invitaban a quedarse con ellos por este día y los que le sucedieran.
Mientras que la excitación alcanzaba la cúspide en la plaza central, avivada por quienes la habían recibido con partes iguales de amabilidad y algo que todavía no podía descifrar, puertas adentro se desataba una tormenta silenciosa que solo a ella la tenía como víctima. La gente reía y bailaba y se divertía entre algodones de azúcar y canciones cuyas letras desconocían al tiempo que ella era rehén de las sombras que existían en su mente. Devorada por las penurias que creía haber encerrado en un lugar adecuado, incluso ahora seguía sintiendo trazas de aquello que la consumió hasta desfallecer.
Sus ánimos habían mermado y la alegría pueril de un principio había perdido su efervescencia. Apesadumbrada por una sensibilidad que juraba que no la caracterizaba, se movió con lentitud y organizó lo que requeriría cuando regresara. Porque, claro que sí, se aventuraría a salir a pesar de su turbulento y endeble estado.
Sin dar pie a segundas consideraciones, acomodó sus ropas, peinó su cabello con sus dedos y atravesó el umbral, echando un último vistazo a la urna que colocó sobre la mesa ratona, justo en el centro de la sala de estar. De casualidad no había terminado abierta y con sus contenidos desperdigados al caer. Cuando despertó, la había encontrado justo en donde había estado: junto a su corazón, sostenida firmemente.
Luego de aquello, su voluntad de quedarse junto a John —rememorando lo que habían tenido y relamiendo sus heridas— volvía a presentarse con una intensidad inusitada. No obstante ello, el querer integrarse a Silent Meadows y el querer mostrar un interés genuino eran deseos más intensos y apremiantes. Y el querer estar acompañada por personas reales y evitar la soledad dada por ausencias desoladoras era aquel que llevaba las de ganar. De esa soledad ya había tenido suficiente por una vida y otra más.
Cerró la puerta sin llave, causando apenas un leve crujido, y caminó por las baldosas desparejas, traicioneras bajo el velo de la oscuridad, tratando de amigarse con sus músculos maltratados. Un ligero temblor envolvía sus movimientos, su hambre y sed pasando factura de veinticuatro horas que se manifestaban como veinticuatro años mal llevados. Su estómago rugía su malestar fuerte y claro, pero Adelaide decidió ignorarlo ante lo que se presentaba a unos metros de donde estaba.
Ya retirados las tiendas y los quioscos que habían plagado ambos lados de la calle, quedaba solo el escenario central que habían construido en la plaza. Apenas conformado por un par de tarimas, lo que verdaderamente llamaba la atención era la figura que se alzaba en él con el esplendor reservado a los símbolos de ídolos y santos. Addie se quedó observando a una distancia prudente, amparada por la lobreguez reinante. Sus ojos recorrieron ávidos las líneas femeninas de la estatua y, después, las de los presentes. Formaban una masa apretujada y, para su sorpresa, demasiado silenciosa. Casi como un fresco recién pintado, los habitantes del pueblo se mantenían quietos y con sus bocas cerradas en un mutismo reverencial.
No podía comprenderlo aunque hiciera un esfuerzo garrafal. Y, si bien sus intenciones primigenias incluían el involucrarse en el entramado social de Silent Meadows, en un instante como aquel se daba cuenta de lo fuera de lugar que se hallaba. Fuera de sitio, fuera de sus aguas. Fuera de sí.
—Adelaide, aquí estás... Llegas justo a tiempo para las plegarias. —La voz la sacó de golpe de su retahíla mental. Se volteó con rapidez, un arcoíris de rayas y puntos borrosos apareciendo en su campo visual.
—¿Plegarias? —Atinó a preguntar en un susurro. Su boca estaba pastosa y un regusto ácido permeaba su lengua. Quizás debería haber ido a su lecho y sepultado sus huesos hasta el amanecer. Ya no podría hacerlo, no con Patricia esperando que se sumara al grupo de amantes silentes.
—Cuando nuestros visitantes se retiran, tenemos nuestra propia celebración, reservada para quienes habitan en Silent Meadows. Solo nosotros, conocedores de la historia, podemos participar en ella y rendir homenaje a nuestra guía y protectora.
Un haz de luz apenas llegaba a iluminar a su interlocutora, marcando los valles de su semblante, dotándolo de sombras grotescas que perturbarían el espíritu de píos y pecadores. Addie evitó su mirada, sintiendo el peso de un centenar de insectos arrastrándose por su piel. Sí, debería haberse quedado dentro, en su universo quebrado. La noche no traería más que un ramillete de pavor y pesadillas atados con un lazo.
—Yo... ¿Es apropiado que yo asista también? Soy una recién llegada, casi tan ajena como quienes ya se han ido.
—Por favor. Será un placer que nos acompañes en esta ceremonia, Adelaide. Hará que tu proceso de integración sea mucho más sencillo y sin problemas, estoy segura. Así que no te sientas intimidada por ello. Eres una de nosotros, no lo olvides. Ya te hemos acogido como una hermana de hoy en adelante.
Su discurso no la tranquilizó. Si acaso, logró mellar en ella e impactar negativamente. Su insistencia, aunque bienintencionada en apariencia, sonaba a un intento por engatuzarla. La bienvenida que le habían dado durante la mañana ya se le había antojado por demás extraña y exagerada. Y la escena que se le presentaba no distaba de ello. Sus instintos estaban en alerta, a un paso en falso de gritar que huyera al igual que había escapado de Riverbridge. Mejor infierno conocido que infierno por conocer, ¿no era esa la frase que su madre le había repetido en sus vanas tentativas de que no dejara su ciudad?
Tal vez tuviera razón.
Tal vez sus temores fueran infundados y sus conclusiones no pasaran de ser un juego macabro de su psiquis.
No tenía cómo saberlo... Ni tenía porqué dejar expuestas sus cavilaciones. Así los tantos, le dedicó una sonrisa ínfima a Patricia y caminó junto a ella, el sonido de sus zapatos creando un eco que reverberaba en sus oídos y competía con el bisbiseo dentro de su cabeza.
—Es una tradición que se practica desde hace más de dos siglos. —Comenzó a explicar Patricia con un tono conversacional y amigable. Adelaide no lo compraba. Al contrario: se sentía en especial cohibida, como si se hubieran inmiscuido en lo recóndito de su privacidad para acceder a aquello que le generara inquietudes... y usarlo para beneficio propio—. Rezaremos a Santa Elena y renovaremos nuestro pacto con Ella. Y tú iniciarás el tuyo. —Asintió mientras una pequeña mueca, similar a la sonrisa que ella le había ofrecido, curvaba su boca.
—Pero... ¿Qué debo hacer? No pretendo dar la impresión de ser una persona desagradecida, desde ya. Es que... No he tenido chance de indagar demasiado en su folclore. Y, he de admitir, no creo estar preparada para afrentar un evento del que poco conozco —reconoció Addie, al parecer hablando con sus zapatos. ¿Sonaría como una excusa barata?
—Adelaide, todo irá bien. Tu iniciación no requiere nada salvo tu presencia y un corazón abierto. Te lo prometo. Todos nosotros hemos atravesado ese momento y aquí nos ves, ávidos por continuar regocijándonos en esta fe. Si Santa Elena no estuviera convencida de que es lo indicado, no hubieras permanecido en Silent Meadows. No hubiéramos abierto nuestro hogar para permitirte formar parte de él.
» Por si no lo has notado, el sitio es reducido y preferimos cultivar relaciones fuertes que mantengan a los habitantes de Silent Meadows unidos. Como te he dicho cuando llegaste, el último residente data de hace aproximadamente cuatro años. Tu arribo es digno de agasajo por sí mismo —explicó haciendo ademanes suaves y calculados, dirigiéndose a Adelaide cual si fuera un pajarillo que podría salir volando si no se le obsequiaba el tratamiento correcto.
—Si no es mucha indiscreción el preguntar por ello, ¿cómo es que eligen a quiénes son aptos para vivir en este pueblo? Me he planteado este interrogante mientras manejaba. Antes de ello, también.
—Sabes de las entrevistas porque fuiste partícipe de cada una. Bien, tenemos un Concejo que se encarga de votar por quienes sean propuestos. En tu caso particular, Adelaide, la votación fue muy sencilla y careció de inconvenientes. Todos la aprobamos.
¿Por qué?
¿Qué es lo que tenía ella que otros no? ¿Qué había dicho para obtener su favor? Cuatro años sin nuevos ingresantes era un periodo demasiado largo, sobre todo para un pueblo tan pequeño. Sin gente que rompiera su monotonía y trajera consigo la novedad de un foráneo, a Adelaide se le hacía improbable que Silent Meadows pudiera florecer en todo su esplendor. La población envejecería, eso era un hecho irrefutable. Tomaría unas pocas décadas, si acaso, para que golpearan un punto sin retorno.
¿Sería por ello que la habían seleccionado? No poseía información sobre otros, si es que había otros para empezar, pero sabía sobre su caso. Y una mujer sola y sin hijos podría representar, para ellos, una esperanza y no un crimen. La ocasión perfecta para concertar una flamante unión para consolidar su pertenencia. De todas formas, esas no eran más que conjeturas de una mente que se apresuraba por devorar teorías y extraviarse en los sinuosos recorridos de la incertidumbre.
—Y estoy muy agradecida por ello, Patricia. En verdad, aprecio mucho lo que han hecho por mí. Desearía haber asistido esta tarde, y lamento no haber conseguido hacerlo, pero me encontraba indispuesta.
—No tienes porqué justificarte, Adelaide. Has tenido una jornada larga y ardua. Además, no era obligatorio que tomaras parte en ese festejo. Es algo que preparamos para los turistas en especial. En lo que respecta a nosotros, el invitar a terceros, el dejar entrar a desconocidos, nos sirve para recordar dónde estuvimos, de dónde venimos y a lo que hemos llegado.
» Lo que prosigue es, sin embargo, el súmmum del Día de la Emancipación, preparado solo para aquellos que vivimos bajo el techo que Silent Meadows nos provee. Es una efeméride privada por motivos razonables que asimilarás con tu intervención, Adelaide. Ya lo verás. —Le aseguró Patricia, colocando una de sus manos sobre su hombro izquierdo. Un detalle, un toque insignificante. Uno que se sintió como el peso de una avalancha de rocas cayendo sobre ella.
La tensión era indescriptible y tal palabra no alcanzaba a cubrir la gravedad de su padecer. Contrariada, Adelaide rebuscaba una explicación que cuadrara y justificara su ánimo voluble. La chispa que había prendido durante las primeras horas se había transformado en una hoguera que se consumió con celeridad, dejando rastros cenicientos. Tibios. Moribundos. No inflamaban sus reacciones, no la enardecían, no avivaban sus energías.
Estaba vacía. Hueca. En donde hubo emociones intensas, positivas, había un agujero negro que todo lo engullía. Quien la observara lo notaría en las minúsculas arrugas que se formaban en las comisuras de su boca y en el entrecejo. En la postura retraída, sus hombros caídos, su espalda curvada. Era la clase de imagen que la señorita Smith, su maestra en la tierna infancia, hubiera aborrecido y criticado. Aquella por la que su madre la hubiera escarmentado.
Fue automático el cambio: se enderechó con firmeza y dejó que la rigidez se cerrara y estrechara alrededor de su cuerpo. Se giró lo suficiente como para poder tener una mejor visión de Patricia y ser capaz de estudiar su presencia, de interpretar cómo se desenvolvía ante ella. Imitaría aquello que fuera apropiado. O lo intentaría, al menos. Su madre lo aprobaría: guardar las formas y exhibir una imagen armada y sostenida para la aprobación ajena era lo que una mujer de bien debía hacer.
Era uno de los motivos por los que había decidido que Riverbridge no era donde deseaba estar, con sus normas arcaicas, las rondas de chismes ridículos en las tardes, la camaradería fingida entre hombres y entre mujeres, las visitas incómodas y las indiscreciones. Por qué hallaba refugio en alguna de aquellas cosas que tanta animadversión le habían causado iba más allá de ella y su entendimiento.
Es pasajero, se decía en sus adentros. Tomaría un tiempo hasta que se hallara en este pueblo. Sus bases, sus estructuras, las fundaciones de casi tres décadas habían sido trastocadas y volcadas, lanzadas desde la punta de un acantilado desde el que Adelaide vigilaba. Sentada en el borde, sus piernas colgando y el mar rugiendo abajo, abriendo su mandíbula en oleadas espumosas... Un movimiento, un roce en la dirección equivocada, y sería ella la que caería junto a sus dogmas.
Los dedos que apretaban amistosamente su hombro no permitían que lo olvidara.
—Nos complace que nos acompañes ahora y con eso será suficiente. —Patricia no había dejado de hablar. En su estado contemplativo, Adelaide no había oído nada salvo las vocecillas que se paseaban por su cabeza y el ruido del océano que se encrespaba en sus vísceras—. El acto durará hasta que suenen las campanadas de medianoche y, después de darse por finalizado, nos retiraremos a nuestros hogares. Es un momento de reflexión intensa, un llamado a postrarnos y presentarnos ante nuestra creadora para agradecer los beneficios que nos fueron concedidos.
—¿Será similar a una misa? Lo siento... Todo esto... Lo admito, es un poco confuso y agobiante. Margaret no se centró en las minucias al respecto de esta fecha. —Puede que lo hubiera hecho y que su desconexión le hubiera impedido captarlos y conservarlos. No creía que fuera el caso. Tenía cierta noción de la conversación que habían tenido y no se había prolongado lo bastante como para que le hubiera brindado una explicación detallada de lo que el Día de Emancipación implicaba en su totalidad.
—Podría considerársela como tal, si se deja de lado el hecho de que no transcurre en una iglesia. Para serte honesta, Adelaide, nuestra visión es... Diferente. Nuestras lealtades se alinean a Santa Elena y a lo que nuestros padres y abuelos nos han enseñado. Respetamos las creencias de aquellos de afuera, pero reafirmamos las propias por sobre ellas. Dios ha pasado de largo por este terreno. ¿Y qué nos dejó? Tierras vacantes, áridas. Si no fuera por Santa Elena, Silent Meadows no hubiera progresado. Y hubiéramos sucumbido.
—Es difícil de imaginar que Silent Meadows haya sido así. Si hay algo memorable, son sus campos de flores. Por ridículo que parezca, traté de replicarlo en mi jardín... Las plantas nunca prosperaron. —Tantas cosas no lo habían hecho. Relaciones, ilusiones, proyectos: todos ellos fallidos, muertos antes de tiempo. Vaya manera de recapitular sus faltas y decepciones.
—No había especie que diera fruto aquí. Es una historia larga y oscura, donde muchos nos abandonaron. Los fundadores resistieron en un páramo marchito para llenarlo de vida. Y nosotros perseveramos. Nutrimos Silent Meadows con esfuerzo y sacrificio. Damos todo por esta tierra y ella nos recompensa a cambio. Hoy lo festejamos. Hoy nos detenemos para regocijarnos en lo que hemos conquistado. Ya lo verás —insistió y le dio otro apretón antes de apartarse.
Adelaide, por supuesto, no estaba convencida de que fuera a ver lo que Patricia visualizaba. Seguía embebida de ese afuera, de ese otro al que Silent Meadows se resistía, del cual se separaba. Y, pese a que invertía su empeño en disimularlo, esa otredad brillaba como las estrellas de las que estaba admirada. Ser acreedora de una propiedad allí no la hacía menos extraña.
—Comenzaremos con las oraciones y tendremos un banquete al finalizarlas. Compartiremos entre todos los regalos de Santa Elena y será una maravillosa forma de que te involucres en las actividades del pueblo y conozcas a su gente. ¿No lo crees, Adelaide?
—Sí. Sí, estoy segura de que así será. —No lo estaba y no había quien fuera a creérselo. Empero, Patricia no se lo recriminó ni recalcó la ausencia de convicción. Le dedicó un gesto afable, consolidando su papel de madre y regente.
—David te entregará uno de los libros, no te preocupes. Será una gran noche para todos. —Addie no tenía idea de qué libro hablaba, pero no pudo preguntar al respecto. Igual que había aparecido, Patricia se escabulló sin dejar rastros de su presencia.
Y, tan rápido como ella se hubo ido, David se ubicaba en el espacio que había dejado. Le extendió una copia de un compendio de unas pocas páginas. Las luminarias que habían colocado en el tablado no aportaban la suficiente luminosidad para que pudiera analizarlo al detalle. Sin embargo, el simple tacto de sus cubiertas desgastadas, ribeteadas de pliegues profundos, dejaban en evidencia que había sido usado incontables veces. ¿Cuántas manos habrían rozado sus hojas amarilleadas? ¿Cuántas más lo harían en un futuro?
—Todos los rezos y cánticos están compilados en ese volumen —le dijo a las apuradas, viéndose inquieto. A diferencia de Patricia, su conducta inspiraba otra clase de dudas que se apartaban del miedo. De cierta forma, le recordaba a sus épocas de oficina, trabajando a destajo para un jefe que no apreciaba en absoluto a sus subordinados.
—Gracias. Trataré de seguir el ritmo como los demás.
—Sí... Sí, eso estará bien. Eso esperamos.
El gesto que le dedicó distaba de concordar con lo dicho. Aunque quisiera ceñirse a los tratos que a Addie le eran dispensados —para los que Patricia tan cortésmente se esforzaba en dar el ejemplo—, se notaba que David guardaba sus reservas. La rigidez en su andar, su actitud corporal, el tono que había empleado y su mirada huidiza... Todo ello le daba la certeza de que su disposición servil y agradable no eran más que una pantalla. Si tuviera que apostar por ello, Adelaide casi se decantaba por afirmar que no se había ganado su simpatía y que preferiría que ella no estuviera allí. Y en eso, vaya casualidad, coincidirían ambos.
Nada tenía que ver con su falta de inclinación por los ritos religiosos. Había... Algo más. La persistencia con la que Patricia había hablado de sus convicciones era apabullante. Cómo se expresaba y su empecinamiento la descolocaban. Fanatismo. Eso era. El fanatismo que pregonaba molestaba a Adelaide, generando una incomodidad que había sentido con anterioridad, pero no en semejantes niveles.
Se contentaría, pues, con la cena que darían a continuación. Lidiaría con los rezos y las alabanzas tal cual lo había hecho en sus últimas visitas a la iglesia, mascullando por lo bajo y contando los minutos que faltaban para que acabara. Aceptaría las bendiciones, estrecharía manos con sus compañeros y besaría mejillas como si fuera un juego. ¿Qué mal podría hacer?
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