0. El fantasma del recuerdo

Silent Meadows le hacía honor a su nombre. Emplazado a cientos de millas de distancia de los suburbios, el pueblo parecía cargar con el silencio de los olvidados y el de todos sus muertos. En aquella mañana de julio de 1952, ese mismo silencio pareció durar más que de costumbre. Se extendía por las calles e impregnaba cada recoveco, sofocando el ambiente con sus influjos.

Hasta que abrieron sus puertas.

En una lenta procesión, los habitantes salieron y mostraron su faceta más alegre. Ahuyentaron a los espíritus que caminaban entre los suyos y le dieron la bienvenida a otra camada de turistas bulliciosos. Serían ellos quienes expulsaran al resto... O quienes trajeran nuevos.

Adelaide —Addie, como le gustaba llamarla a él— y John habían planeado el viaje durante el pasado mes, haciéndose un hueco entre las obligaciones que permeaban sus días. Obligaciones que amenazaban con consumirlos, con arrastrarlos a un mutismo que quebrantaría sus espíritus y pondría en peligro su matrimonio. Tan fresco, tan reciente... Y, aún así, las aves de mal agüero parecían cernirse sobre ellos.

Fue Addie la que tuvo la idea. La rumió por una semana, pensando y repensando en cómo planteársela a su esposo sin que se sintiera empujado a cumplir con sus deseos ni atacado por sus recriminaciones. Y de ellas tenía unas cuantas. Sin contar la poca, sino nula, ayuda que prestaba en las tareas hogareñas, John apenas le hablaba al llegar de su trabajo. A veces, cuando el hastío la superaba, se sentía como su ayudante. Una sin paga.

Había dejado su puesto como enfermera en el hospital público para dedicarse enteramente a las labores de una ama de casa hecha y derecha. A construir una familia, como lo dictaban las normas de la época. Servir a su marido como correspondía, tener un hijo lo más pronto posible y prepararse para el que siguiera. Y otro más, por si acaso. Lo dejó todo para ser una esposa y madre ejemplar.

Pero no lo era. Los niños no llegaban y sus horas en la residencia Brown semejaban una tortura inacabable. Extrañaba tener algo más que ropa para lavar y planchar, platillos que preparar y tantas banalidades que atender. Era obvio que su sentido de servicio no había muerto con el anillo que John había colocado en su dedo anular el verano pasado, en una ceremonia a la que habían asistido sus familiares cercanos y unos cuatro confidentes. Seguía allí, presente con una fuerza devastadora. La clase de fuerza que corroía sus adentros y que retorcía sus entrañas al preparar la cena o al dedicar una sonrisa para recibir a su marido después de una dura jornada. ¿Cuánto más sería capaz de soportar en nombre del amor? Se aburría a consciencia y así debía conformarse... O eso le decía su madre y el corrillo de amigas que mantenía. Y los videos educacionales, cómo olvidarse de ellos. Siempre quedaba alguno por ver, con una tanda nueva de instrucciones sobre cómo proceder ante los hombres, ante las mujeres, en el ámbito casero, en las salidas fuera del barrio y en cada bendito instante.

Amaba a John, eso lo tenía por seguro, mas amaba su individualidad también. Rescindir una de esas cosas en favor de la otra la conflictuaba. Cumplir con lo que se esperaba de ella se le antojaba como una sentencia a vivir bajo la sombra de alguien más, en la complacencia de volar bajo y no tener metas. O, en su caso, de pisotear aquellas que tenía y sepultarlas bajo almidón y las últimas ofertas del mercado de Riverbridge.

Pasaba tardes masticando sus inquietudes, sus frustraciones, frente al televisor u oyendo la radio. Mientras arreglaba cuellos de camisas y aseaba el salón, trataba en vano de entretenerse con la programación de turno. Esperaba que los personajes que aparecían en la pantalla fueran a tapar las voces que se la pasaban hablando en su cabeza, pero nunca lo hacían. Por el contrario, I Love Lucy tenía la magia y el talento único de hacerla sentir incluso más miserable. Y la música... La música avivaba sus deseos de rebelión con sus notas de rock and roll. No era de sorprender que los padres, e incluso sus coetáneos, no la soportaran.

A pesar de sus molestias, siempre recibía a su John con un cariño incomparable y, cuando era dado, se sentaba a escuchar cada historia que traía de su oficina. Preguntaba en el momento acertado y demostraba un interés absoluto que solo a él le dedicaba. Fue todavía más atenta esa noche, antes de robar su protagonismo y proponer la visita a Silent Meadows. Serían sus primeras vacaciones como matrimonio asentado y, como le dijo oportunamente, creía que ayudaría a fortalecer sus lazos. Les daría un breve respiro del encierro que los oprimía, de sus jaulas de concreto y metal.

Planteó sus ideas con cuidado, caminando sobre la cornisa, en puntillas de pie. Rehuía su mirada, pero él la obligaba a alzar su vista con un simple toque amoroso. Cada que esta caía, sus dedos rozaban su mano o el contorno de su mandíbula, despertando las chispas de ese amor que los había unido. Seguía vivo en lo profundo de su pecho. Eran sus prisiones las que amenazaban con que se marchitara.

Ella lucharía.

Él no se rendiría.

A la postre, resultó ser que sus miedos estaban injustificados. Su esposo aceptó de buen grado y puso manos a la obra para poder tomarse con prontitud un descanso necesario. Un cambio de aire les vendría excelente, según sus dichos, y disiparía las rispideces que él no dejaba de notar. Porque, si bien Addie mantenía sus formas y prefería callar, John no era ni ciego ni tonto. Conocía a su esposa desde que era una adolescente —cuando se cruzaban por los pasillos de la secundaria y desconocían que sus caminos terminarían irremediablemente entrelazados— y podía captar las leves muecas de su rostro cuando estaba descontenta, cuando algo perturbaba su espíritu.

Podía notar lo feliz que era al adentrarse en el pueblo, con una sonrisa plena curvando sus labios y el brillo en su mirada refulgiendo como hacía tiempo no ocurría. Él sonrió a su vez, de manera sincera y no de aquella acartonada destinada a sus superiores y familiares en convites de los que, en general, desearía no formar parte. Por fin estaban solos, en un lugar alejado del ajetreo diario, del alboroto, del gentío, sus rumores y sus rencores. Con una población de menos de trescientos habitantes, Silent Meadows era para ellos un oasis de paz y tranquilidad.

Campos de flores se esparcían a lo lejos y, más allá, podían atisbarse las líneas de arboledas hasta donde alcanzaba la vista. Las casitas se amuchaban en un sector del pueblo, justo al oeste, mientras que gran parte de los negocios se encontraban en el centro, donde unos pocos transeúntes parecían estar reunidos. Era un precioso día de verano, con el sol en lo alto y una brisa ligera que envolvió sus cuerpos al salir del automóvil.

El mismo automóvil —un Studebaker de un celeste pálido, pulido hasta el hartazgo— que Adelaide manejaba ahora, dos años después y en una mañana calcada a la de ese verano, ya sin su marido. Sin embargo, aunque ya no estuviera a su lado, seguía aferrada a su memoria y a los recuerdos de ese viaje. El único que pudieron realizar antes de que John partiera.

Había sido una sorpresa para todos. Su porte y actitud generales indicaban una salud estupenda. No hubo ninguna señal, ningún aviso que los previniera de aquello que se llevaría a su John. Su querido, querido John... Una madrugada de noviembre se robó el que sería su suspiro final. Adelaide no tuvo chance de poner sus conocimientos en uso ni de llamar a quien pudiera brindar ayuda. Para cuando arribó el equipo de emergencias, su pecho ya no se alzaba y sus ojos miraban a la nada, velados por una fina película blancuzca. Estaba muerto y no había maniobra que fuera a traerlo de vuelta con ella.

Era impensado que algo así ocurriera y ella se negaba a aceptarlo. ¿Cómo era posible que hubiesen cortado el hilo de su vida tan temprano? ¿Qué haría con los sueños e ilusiones que habían dibujado durante las noches, cuando ya nadie los estaba mirando? En su tierno noviazgo, se habían atrevido a demandarle al futuro un millar de promesas. Su boda no era sino el comienzo de la senda que recorrerían juntos, una que se ampliaría con el correr de las décadas por venir. Al cabo que él apenas tenía unos recién estrenados veinticinco años que cazaban perfecto con sus veinticuatro. Y esos veinticuatro estaban manchados.

Arruinada. No había otra palabra para describir cómo había quedado. Una viuda tan joven tenía un minúsculo puñado de oportunidades que una mujer de mayor edad no tendría, pero era innegable que su situación había ido a peor desde todo punto de vista. No podría siquiera entregarse al llanto con total libertad ni hacer un duelo como correspondía, no cuando debía reintegrarse a una fuerza laboral que renegaba de su género. Debía mantener una casa por demás grande para una sola moradora y expensas diversas que a las claras no alcanzaría a cubrir con el magro sueldo que le ofrecerían.

Así que lloró por tres días, sin detenerse. Lloró hasta ahogarse, hasta sentir el dolor acumulado en sus venas explotando y atravesando cada poro, hasta que sus músculos emitieron quejidos variopintos y su garganta se negó a proseguir. Lloró con el alma, lloró en cada sala, de pie y acostada, junto a la ventana y en el vano de la escalera que llevaba a su cuarto. Lloró sin control y sin tapujos. Vació su corazón a través de la purificación del llanto bajo el amoroso abrazo de la soledad.

Al cuarto día, sus ojos se secaron y se cerró en un pragmatismo severo que hubiese despertado sospechas y alzado cejas en duda si sus vecinos la hubieran visto. Empero, nadie lo hizo. Había dejado las apariciones públicas desde el funeral de su difunto esposo, en el que se la había visto acongojada en extremo. Vestida de negro de arriba abajo, cubriendo parte de su rostro con el tocado que su propia madre había escogido para esta ocasión, Adelaide se mantuvo apartada del resto. Recibió las condolencias de manera educada, siendo que se le negaba el permiso para huir, y se retiró a sus aposentos en cuanto fue socialmente aceptable.

De allí en más, permaneció encerrada entre cuatro paredes. Dedicó horas a trazar un bosquejo de lo que sería su vida a partir de entonces, tomando breves pausas para consumir almuerzos ligeros y darse unos segundos para lidiar con sus sentimientos antes de que estos la arrastraran al abismo y la empujaran a una desidia de la que no pudiese escapar. No perdería el rumbo si se enfocaba en cualquier otra cosa que no fuera su desgracia.

Y funcionó. Por un tiempo, sus proyectos se trasladaron al plano de lo real y pudo continuar. No retomó su trabajo como enfermera, no obstante sus ganas de volver a recorrer los pasillos tan conocidos y odiados por otros, pero nunca por ella. El hospital no quería recibirla de nuevo y ella no se arrastraría ni haría una escena para recuperar el puesto del que había estado orgullosa. Se conformó con un trabajo operativo que, si dependiera enteramente de ella, no hubiera elegido. Agachó la cabeza, se tragó su pena y sepultó su ego porque ¿qué otra cosa podría hacer? Daba igual lo que ella quisiera. Tenía que tomar lo que consiguiera y reanudar la existencia que había puesto en pausa. Era eso o dejarse ir.

Lo segundo, bien sabía, no era una opción. A regañadientes, volvió a mostrarse en sociedad. Recuperó el contacto asiduo con su madre y le concedió algún que otro gusto para no darle alas a sus ocurrencias. Ignorarla iba de la mano con ser blanco de sus chismorreos y sus protestas, para las que carecía de ánimos. Le demostró que era capaz de soportar las ausencias y hacerle frente a una soltería impuesta. Aguantaría, contra viento y marea.

Aguantó. A fuerza de sacrificios varios, desgastándose en sus quehaceres y tipeando por largos periodos de corrido. Llegaba un punto en el que ya desconocía las palabras que pasaban frente a sus ojos. Dejaba de analizar el texto y simplemente tipeaba en su ruidosa máquina de escribir, evitando los errores casi de casualidad. Odiaba un trabajo tan monótono como aquel, carente de las conexiones y tratos que supo conocer y a los que se había acostumbrado. Antes, preparaba pacientes para sus cirugías y los asistía en su recuperación. En la oficina del señor Miller, en cambio, solo recibía papeles y llevaba una relación estrecha con sus implementos laborales. El ambiente estaba cargado de una tensión que nada tenía que ver con la que podría hallarse en las guardias y las demás mujeres tendían a evitar las conversaciones vanas. Esto último estaba bien para ella, que no tenía deseos de fingir amistades ni participar de ese entorno más allá de lo que le era encomendado.

Pero, después de ocupar el mismo puesto por más de un año y medio, era imposible dejar de reparar en sus actitudes y el permanente ceño fruncido que decoraba su semblante a diario. Era evidente que no soportaba sus tareas y que la mano que le había sido entregada en este juego era aquella destinada a perder. Y, por si eso no fuera suficiente para amargarla, la paga que le otorgaban no bastaba para cubrir sus gastos. La amenaza de las deudas se oteaba en el horizonte, junto con los inevitables juicios que de ella hacía la gente. Su vivienda comenzó a mostrar signos de descuido evidentes, al igual que lo hizo su apariencia. Todo en ella parecía resquebrajarse, desde las arrugas finas que aparecieron alrededor de sus ojos a la mueca agria que solía portar.

Era el recuerdo de Silent Meadows lo único que la mantenía con energías para realizar lo mínimo indispensable. Volvía a él en sus sueños y recorría sus callejuelas con el resabio de la alegría que la había acompañado junto a John. Se hospedaban en el mismo hotel, en una de las cinco habitaciones que tenían disponibles en determinadas fechas, espaciadas entre sí y fuera uno a saber el porqué. Visitaban el diner donde Linda los aguardaba con tazas de café espumoso y una porción de tarta de manzana...

Y no regresaban a Riverbridge.

Se asentaban en el pueblo que la industrialización y la mano del capitalismo brutal habían olvidado. No había muerte, ni dolor, ni espanto. No había reglas que la estrangularan, ni moldes que ser llenados. Apenas una migaja en el mapa, aislado del trajín de las grandes ciudades y de la falsedad de los suburbios, Silent Meadows se había convertido en su hogar durante las largas noches.

Hoy, después de idas y vueltas plagadas de dudas, se convertiría en su verdadero hogar.

Había tenido que pasar de las quejas y vituperios de su padre y de la expresión adusta que le ofreció su madre como respuesta. Pasar de las reacciones escandalizadas de quienes habían sido sus amigas. Pasar de la furia contenida del señor Miller al renunciar a su empleo. Había ignorado aquello que arañaba su cuerpo y trataba de mantenerla atada a una ciudad a la que no pertenecía, en un caserón que no consideraba suyo. Ya lo había dado todo para complacer a cada santo y a cada diablo, pero parecía que no los había complacido como era necesario. Si su abnegación no cubría la cuota que le era exigida, si lo que había perdido no llegaba a satisfacer su sed, ¿para qué seguir nadando en su miseria?

Le estaban robando las últimas pinceladas de juventud a cambio de unos mugrosos billetes y una colección de murmullos a sus espaldas. No era querida por quienes la rodeaban. No era valorada, ni mucho menos. Era usada, como quién sabía cuántas más... Y se resistía a sobrevivir así, anhelando el dormir para huir de Riverbridge y su gente, sus autos, sus memorias, sus fantasmas. Su pasado. Ese que estaba escrito en las paredes, en el marco de la puerta de entrada, en cada espacio.

Necesitaba otro tipo de descanso. Uno que no se esfumara al abrir los ojos.

Necesitaba irse de allí.

Necesitaba volver a Silent Meadows en carne y hueso y añoranza.

Aquello, para su deleite y buenaventura, terminó siendo lo más sencillo entre los avatares a los que se había enfrentado. Fue agotador y causa de nervios que luchaban contra ella en cada esquina. Fue, a su vez, un regalo que recibió con sus brazos bien abiertos.

Tras una serie de llamadas que se prolongaron durante semanas y que le valieron cuantiosos centavos, consiguió ganarse el apoyo de quien manejaba el mercado inmobiliario del pueblo, no sin haber hablado con otras personas antes de llegar a esa etapa. Le resultó extraño, en parte, el pasar por tantas manos y oídos. Por otro lado, ¿cómo no comprenderlos? Un entorno puro debía ser cuidado. Debía ser conservado del toque grotesco del exterior, ese mismo del que ella venía. Del que ella huía.

Se entregó a sus requerimientos e hizo su ofrenda, sin discusión. Primero se sometió a las preguntas incisivas de Patricia, una mujer salida de fines de 1800 que tenía mayor interés en su vida personal y social que la que ella misma tenía. La ahogó en un mar de interrogantes, al ritmo de la creciente vacilación de Adelaide. Sus respuestas fueron dadas con esmero, si bien con un tono de voz no precisamente certero.

Después, llegó el turno de David. Decía ser el segundo al mando, aunque Addie no comprendía en lo absoluto las jerarquías que manejaban. Pasaría de ellas por el momento, porque no tenía reparos en ocupar el escalón más bajo. No allí, donde residían sus memorias felices. Donde John estaba esperando su regreso.

Margaret fue quien le trajo las buenas nuevas: había una propiedad vacía, libre para que ella la tomara si así lo quería. Si se adaptaba adecuadamente, tenía la promesa de ser recibida en el hospital comunitario —que, según recordaba, se acercaba más a un par de salitas glorificadas como tal, reconocibles como centro de salud solo por el cartel que había en el exterior— o, si así lo prefería, podría oficiar como maestra suplente o prestar su servicio en la pequeña biblioteca de la que disponían.

No necesitó otra invitación. Se deshizo en agradecimientos que salieron a borbotones de sus labios y prometió presentarse al cabo de una quincena.

Cumplió, claro estaba. Empacó su existencia en un tris, descartó las posesiones que no cabían en sus maletas ni en el portaequipaje, vendió bagatelas para acumular dólares en su bolsillo, se despidió de los suyos —ni tan suyos, a fin de cuentas— y se amigó con la carretera.

En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, la llevó a buen puerto. O de eso la convenció su corazón al ver las primeras señales de Silent Meadows.

Respiró profundamente, sin ataduras. Respiró con codicia y evidente deseo.

Respiró y, al poner un pie fuera de su vehículo, se sintió más viva que nunca.

Viva y bienvenida.

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