Capítulo 2 | Un largo viaje en metro.

        Cuando metí la oxidada llave dentro de la muy también oxidada cerradura, y la puerta se abrió con un horrible chirrido el fuerte olor a moho y humedad invadió mis sentidos. Mi nariz se arrugó en disgusto y un pesado suspiro salió de mis labios entreabiertos.

Había llegado a San Francisco el jueves pasado, tan solo dos días antes, y esta había sido la primera vez que dejaba a mi padre solo por unas horas y me disponía a conocer el lugar que posiblemente sería mi hogar por los próximos años. Era una ciudad preciosa, no tenía nada que extrañar de Yorkshire en donde anteriormente solía vivir con mi madre y su novio rico, que casi podría nadar en dinero. Empezando por el clima, en la ciudad británica el frío era mucho más intenso que en esta parte de California, no extrañaría la nariz colorada, ni los labios resecos, y mucho menos los dedos entumecidos y las náuseas que causaba en mi estómago el olor de la calefacción.

Mi madre, Donna, separó de mi padre en el primer momento en que vio la oportunidad, porque según ella él no podía darle la vida que tanto quería y merecía, pero decidió esperar quince años para hacérselo saber. Por lo cual abrió sus piernas al primer ricachón que apareciera en la puerta.

Mi padre, Robert Johnson, empezó con su vicio al alcohol cuando yo aún era muy joven, el ardiente licor ingresaba a su organismo como ladrón asaltando una joyería; sabía que eso iba a encadenarlo por siempre pero preferiría eso a dejarlo. Quizás esa fue la principal razón de que yo ahora a los diecisiete años tuviera a mis padres en lados opuestos del mundo y sin dirigirse ni una sola palabra.

Decidió dejar Inglaterra en el momento en que Ryan, el novio de mi madre, apareció en nuestras vidas. Desde el primer instante supe que era un buen hombre, que trataría bien a mi madre y le daría todo lo que necesitara, y yo estaba más que bien con eso, pero desde muy pequeño me enseñaron a seguir a mi corazón, y lamentablemente allí no estaba. El hombre alto y de mirada verdosa se había ganado la confianza de mi madre, pero no mucho la mía, a pesar de sus infinitos intentos. Me encontraba reacio a aceptar el hecho de que mis padres no compartirían una vida juntos nunca más, y lamentablemente Ryan se encontraba en medio de todo ello.

Mi madre ya tenía a alguien que la mantuviera, mientras que mi padre apenas podía mantenerse en pie, sentí que mi lugar correspondía con él. A los diecisiete se me otorgaron alas para cumplir un papel de ángel guardián para él.

Mi madre, y Ryan, estuvieron completamente de acuerdo en que me fuera a vivir con mi padre. Al parecer yo no era tan buena compañía para ellos, como lo eran ellos para mi, aún así Ryan se encargó de todos los gastos del viaje y todo el papeleo de tutoría, ya que al aún ser menor de edad tenía que tener a alguien pendiente de mi, pero en este caso sería yo quien estuviera pendiente de mi tutor, mi padre. Se encontraba bastante enfermo desde hace algunos meses, y hallaba la manera de hacer que no pareciera la gran cosa, aunque yo supiera que era todo lo contrario.

El día en que llegué a Estados Unidos fue quizá el más extraño e incómodo de mi vida, todos me miraban con el ceño fruncido, haciéndome saber que no era muy bienvenido aquí. Probablemente por mi acento inglés o mi manera de caminar nada comparada con la del resto de la población aquí, yo era algo más ordinario en mi forma de ser, y ellos mucho más refinados.

Mantuve la calma entre cada frágil aliento que abandonaba mi cuerpo para perderse entre las infinidades del mundo exterior, con miedo a lo que pudiese encontrarme allá afuera.

Y me encontré a mi mismo bajando del metro aferrándome a mi pequeña mochila con las pocas pertenencias que tenía, justo como si mi vida dependiera de ello. Ella había sido mi única compañía en todo mi viaje de miles de kilómetros, además de mi vieja guitarra en su desgastado estuche, la tenía siempre a mi lado con todo mi mundo en ella.

Caminé algo tembloroso por las calles desconocidas, iba ahora sin rumbo por la vida. Me sentía vacío, perdido y vulnerable en una ciudad que no me conocía. Recibí varias miradas duras, y otras de lástima por el estado en que se encontraba mis viejos pantalones ya rasgados por el pasar de los años, simplemente no nos alcanzaba el dinero como para darnos el lujo de comprar ropa nueva todos los meses.

Varias sonrisas fueron dadas también en mi dirección por esas pocas personas de corazón noble que aún habitan la tierra. La que más aprecié fue la de una mujer que rondaba los cuarenta, se acercó a mi y posó su mano sobre mi hombro, ¿era tan obvio que no sabía a donde ir? La miré algo aturdido y ella sólo sonrió. Me preguntó a donde me dirigía y le dije que no lo sabía, sólo tenía un pequeño pedazo de papel rasgado con el número de teléfono de mi padre.

La mujer me guió a un teléfono público y me tendió algunas monedas brillantes recién sacadas de su bolso de marca.

Negué con la cabeza. —Yo tengo algunas.

—Cariño, las necesitas más que yo.

Sin esperar mi aprobación introdujo las monedas en el aparato y marcó el algo borroso número por tantas veces que pasé mis dedos sudados por él.

Media hora más tarde, luego de las algo enredadas indicaciones que mi padre le dio a la mujer, me despedí de ella con un abrazo tímido. Sabía que las palabras no serían suficientes para agradecerle todo lo que había hecho por mi. Mi padre me esperaba en la puerta y sonrió cuando mis brazos se enredaron a su alrededor, su calor corporal me invadió y jamás me sentí más en casa. Le dio las gracias a la mujer repetidas veces, la cual respondió que no había sido un problema.

Los ángeles ayudan a otros ángeles.

Esa tarde, ambos nos sentamos en el frío suelo de madera de la pequeña pero acogedora casa, sólo disfrutando de la compañía del otro.

Ahora me encontraba allí, retirando la llave y la arrojándola sobre la caja de cartón que simulaba ser una pequeña mesa. La casa no era una mansión, pero es todo lo que necesitábamos; una pequeña cocina con un microondas, una sola estufa y un refrigerador, dos habitaciones que juntas harían en sola de tamaño normal y un baño al final del pasillo. Pero a pesar de todo, estábamos bien así.

Me dirijo a mi habitación mordisqueando una rebanada de pan algo rancio sacado del pequeño refrigerador, pero al menos era algo comestible, no me quejaba en nada. Y es que cuando tienes hambre, cualquier cosa te parece un banquete.

Mi familia nunca disfrutó de los lujos de una gran cena, por lo cual aprendí a acostumbrarme y apreciar lo poco que teníamos. Era poco, pero era mejor que nada. Tengo un techo bajo el que dormir y algo para comer, algunas personas no tienen nada y son mucho más felices de lo que yo lo soy, y me siento afortunado de lo poco que tengo.

En lo único que he podido pensar últimamente es en el empleo que tendré que buscar para poder mantenernos a flote a mi padre y a mi. Dejó su empleo hace un año aproximadamente, más bien fue echado, por sus constantes faltas y el gran porcentaje de alcohol en su cuerpo. El trabajo de mi madre como camarera nos mantuvo por un tiempo, pero llegó un momento en que no era suficiente para pagar las deudas, por lo cual entré al mundo de las apuestas.

Nos reuníamos todos los viernes en el sucio callejón justo a la media noche y las cartas se repartían. En ese callejón aprendí que había que ensuciarse las manos y sudar a chorros para obtener lo que querías, y que además, la vida era algo que se te podía arrebatar en menos de un segundo.

Vi como algunas personas derramaban su último aliento sobre el gélido piso que guardaba cada uno nuestros secretos, y nadie decía ni una sola palabra. Así era la vida allí.

De ocho participantes yo era el único completamente sobrio esas noches, los demás no estaban lo suficientemente conscientes como para concentrarse en el juego, llevándome toda la ventaja y la envidia de muchos. Con Finn siempre a mi lado.

Jamás creí que sería tan bueno en un juego que ni mucho sentido tenía, y lo agradezco porque con eso pasamos una buena temporada. Me conocían como el rey del poker en el barrio en que vivíamos, pero para mi era sólo un trabajo, ni siquiera lo disfrutaba del todo. Luego de pagar todas las deudas, reuní el dinero que quedaba y se lo entregué a mi padre en el mismo instante en que supe que iba a irse. No me arrepentí de haberlo hecho, después de todo, todo lo que hacía era para mi familia.

Me apoyé en la única ventana de mi habitación, observando la oscuridad de la noche, y viendo como las casas se perdían entre ella. Una ráfaga de aire frío se coló en la pequeña habitación y supe que ya debían ser pasadas las doce. En la casa todas las luces estaban apagadas por lo que supuse ya mi padre se encontraba durmiendo, sólo esperaba que no haya sentido la necesidad de recurrir al alcohol nuevamente para tener una buena noche de sueño.

Vagamente, caminé hacia mi cama, un colchón fino con algunas mantas encima para darme calor. Me recosté y aprecié el sentimiento de tranquilidad que la ciudad me proporcionaba. Tomando la vieja guitarra de madera que se apoyaba sobre el suelo, me acomodé mejor y la coloqué sobre mi regazo.

Esta guitarra me traía los mejores recuerdos de mi vida, fue un regalo de mis tíos cuando cumplí los ocho y desde ese momento la he cuidado como a un tesoro. Aprendí a tocarla por mi mismo en la soledad de mi habitación en Yorkshire, mis dedos se congelaba y entumecían por el frío clima pero nada me impedía tocar. Era mi única distracción de los problemas de la vida.

Pasé mis dedos sobre las finas cuerdas, llenándome de placer al sentir la dulce melodía. Estaba un poco desafinada y le faltaba una cuerda, sin contar la incolora y rasposa madera, pero después de todo era mi tesoro. La música era mi escape de la soledad en que estaba acostumbrado a vivir.

Quise desesperadamente rebuscar en mi mochila por ese intacto paquete de cigarrillos que yacía allí desde aquel trece de abril, tentándome, perderme en él y no mirar atrás. Pero fui débil y cobarde, y simplemente no pude hacerlo.

Y así pasó la noche, entre lágrimas, preguntándole a las estrellas que hubiera pasado si mi padre no hubiese recurrido al alcohol desde un principio, ¿hubiese eso cambiado el presente que tenemos ahora?, y por supuesto, suaves y melancólicas melodías dirigidas a la luna.

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