Contemplaba en silencio la lápida, el mármol frío y sombrío reflejando la desolación que sentía en mi interior. El padre ya se había retirado, y las pocas personas que asistieron al entierro de mi abuela también se habían marchado; estaba solo, una vez más, con mis pensamientos como única compañía.
Una opresión constante se instalaba en mi pecho, un dolor lacerante que experimentaba por primera vez y que me encontraba incapaz de enfrentar. Había intentado de todo para aliviarlo, pero en lugar de disiparse, el dolor seguía clavándose en mi pecho, como una garra invisible que me sofocaba, dejando un rastro de desesperación en cada respiración.
Así era yo, un torbellino de emociones, un abismo de sentimientos intensos que rara vez lograba controlar. Nunca había tenido el dominio sobre ellos; era una bomba de tiempo, esperando el momento exacto para estallar, para desatar el caos que se gestaba en mi interior. Inhalé profundamente, llenando mis pulmones de aire, como si al hacerlo pudiera ahogar el caos dentro de mí, aunque fuera por un instante.
—Gracias, abuela. Gracias por no rendirte conmigo —murmuré, sintiendo cómo mis manos se cerraban en un puño, la tensión acumulándose en mis nudillos blancos.
Ella era la única figura materna que había conocido, un halo protector que mantenía a raya a los demonios que habitaban en mi interior, evitando que tomaran el control.
No supe cuánto tiempo permanecí frente a su lápida; el tiempo se volvió irrelevante mientras me dejaba consumir por la oscuridad que se cernía sobre mí, permitiéndome así escapar del dolor que amenazaba con ahogarme. La noción del tiempo se esfumó, y solo cuando sentí un agarre abrupto en mis muñecas me di cuenta de que podría haber estado en esa posición durante horas, o tal vez todo el día.
Giré la cabeza lentamente, sorprendido al ver a un policía. No esperaba esto, no aquí, no ahora.
—Está detenido por el presunto asesinato de Bárbara Georgiou. —El nombre de mi abuela resonó en mi mente, deteniendo en seco mis pensamientos oscuros—. Tiene derecho a...
—¿Nos vamos? —Lo interrumpí con voz áspera, entre dientes—. Sé cuáles son mis derechos.
Aun así, continuó recitando sus protocolos, comenzando a exasperarme; mi paciencia tenía límites, y él estaba peligrosamente cerca de cruzarlos.
En el trayecto hacia la estación, intenté, en vano, concentrarme en algo positivo, una tarea extraordinariamente difícil para alguien como yo. No había rastro de positivismo en mi vida, especialmente ahora que mi abuela había fallecido; ella era la fuente de luz en mi oscuridad, y pensar en ella era lo único que lograba calmar el tumulto dentro de mí. Ahora, simplemente no lo hacía. Con su partida, todo se había apagado.
Al llegar a la estación, otro policía ya me esperaba. Me arrastró fuera del vehículo con brusquedad, y fruncí el ceño, sintiendo cómo la aversión crecía dentro de mí.
Odiaba el contacto.
—El policía que me trajo ya me ha leído mis derechos. Cuidado, no te pases; nunca sabemos cuándo será la última vez.
El policía se detuvo de inmediato, girando su mirada hacia mí con incredulidad.
—¿Estás amenazando a un policía? —espetó, totalmente desconcertado.
Incliné la cabeza hacia un lado, dejando que un destello de sarcasmo se asomara en mi voz.
—No, ¿cómo podría? —respondí—. Acabo de enterrar a mi abuela, y no puedo dejar de pensar que, posiblemente, hoy sea la última vez para mí. Quizás también lo sea para ti, ¿no lo has considerado?
Su mirada se mantuvo fija en la mía durante varios segundos, antes de negar lentamente.
—Estás loco, ¿verdad?
—Desde los seis años, según mi historial.
Una sonrisa fúnebre se dibujó en mis labios, lenta y sombría. El policía volvió a agarrar mi brazo, pero esta vez su toque fue menos agresivo, como si de repente hubiese entendido la fragilidad de mi estado mental. Caminábamos rápidamente hacia las celdas, o al menos eso pensé hasta que pasamos de largo.
—¿Y tú qué piensas? —preguntó de repente, desconcertándome—. ¿Crees que estás loco?
Nadie antes me lo había preguntado directamente, así que me tomé varios segundos para considerar su pregunta, explorando un rincón de mi mente que rara vez visitaba.
—Es subjetivo —respondí al final, encogiéndome de hombros con indiferencia.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Me cansé de explicarlo —dije, con un tono cansado—. La internet lo ayudará a entender.
Entramos a una sala casi vacía, solo había una mesa y dos sillas. Claro, y un enorme espejo donde algunos idiotas seguramente me observaban desde el otro lado.
—Siéntese. Un agente vendrá a hacerle algunas preguntas.
Asentí sin decir nada; ya estaba agotado de hablar.
No pasó mucho tiempo antes de que el agente llegara; apenas dos minutos antes de que la puerta se abriera de nuevo. No esperé a que se presentara, fui directo al grano.
—¿Quién me denunció? Tal vez esa persona haya visto cómo introduje el cáncer en mi abuela de una manera que hiciera metástasis y acabara con su pobre vida.
El ceño del agente se frunció de inmediato, la confusión marcando su rostro.
—¿Cómo?
—Nunca pensé que fueran tan deficientes. ¿Son ustedes los que se supone que nos cuidan? —Me lamenté, el sarcasmo goteando de cada palabra—. ¿Cómo podré dormir ahora al saber que no estoy a salvo?
—¿Por qué no te dejas de estupideces y respondes mis preguntas? —exigió, irritado—. ¿Por qué mataste a tu abuela?
Chasqueé la lengua y negué con la cabeza, desviando la mirada hacia el espejo a nuestro lado.
—Acabemos con esto... tal vez podrían buscar en los archivos su nombre y descubrir la verdadera causa de su muerte. Claro, si desean, porque... ¿quién soy yo para exigirles algo?
—No te hagas el chistoso, Samael Dimou. ¿Por qué mataste...
—¡Basta! —Me levanté de la silla, forzando las esposas en un intento inútil de liberarme—. Vuelve a preguntarlo, y te juro que te mato aquí mismo —mascullé entre dientes, luchando por contener la furia que hervía dentro de mí—. Era mi abuela, ¿lo entiendes?
—¿Y Máximo Dimou quién era? —preguntó con prepotencia, creyendo que había encontrado una debilidad—. ¿Quieres volver a hablar sobre ello?
Me relajé de inmediato, riéndome al ver su rostro. Pensaba que había ganado, que había encontrado la grieta en mi armadura. Lamentablemente, no tuve tiempo de responder.
La puerta se abrió abruptamente, y por ella entraron Robert y Kassandra Dimou, acompañados por un oficial.
—Se terminó, Park. Todo fue un malentendido.
Fruncí el ceño y analicé la situación rápidamente. Al ver el rostro de Kassandra, comprendí de inmediato lo que estaba ocurriendo, confirmando así mis sospechas.
Me quitaron las esposas, y salí apresuradamente del lugar. No quería estar allí ni un minuto más; sabía que, si me quedaba, perdería el control, y las consecuencias serían desastrosas.
Afuera, respiraba entrecortadamente, inhalando y exhalando con rapidez mientras me alejaba. Sin embargo, las voces detrás de mí, pidiéndome que me detuviera, empezaban a alterarme. Aun así, tuve que parar, consciente de que Robert no se detendría.
—¿Cómo estás, hijo? ¿Te hicieron algo? —preguntó, visiblemente preocupado, mientras empezaba a examinarme.
—No, estoy bien... papá —respondí, sin dejar de mirar a Kassandra.
—En cuanto supe que estabas aquí, vine lo más rápido que pude. Siento no haber llegado a tiempo.
Me abrazó, y contuve la respiración para soportar el contacto.
—¿No me vas a preguntar cómo estoy, mamá? —quise saber—. No nos vemos desde hace dos años.
Kassandra parpadeó varias veces y se acercó lentamente.
—¿Cómo estás, mi niño? —susurró con voz suave, mientras extendía su mano para tocar mi rostro, pero la detuve, sujetando su muñeca.
—Me denunciaste. Pensaste que sería capaz de matar a mi abuela, ¿verdad? —Con cada palabra, apretaba un poco más su muñeca—. ¿Cómo pudiste pensar algo así?
Había creído que ella había cambiado, que confiaba en mí y en mi proceso.
—¿Qué? Tu madre no haría algo así. Samael... suéltala —ordenó, y obedecí a regañadientes.
—¿Quién fue entonces? —reproché, pero ambos sabíamos la verdad.
—Lo averiguaré. Por ahora, debemos pasar el luto por la muerte de tu abuela. Tu madre está destrozada... era su madre, después de todo.
Asentí lentamente, agotado de discutir. Sabía que él no la delataría; era una conversación sin sentido.
—¿Samuel? —pregunté.
—Tu hermano está en el cementerio.
—Si no es más, ya pueden irse a su país. Ya no tienen a nadie aquí para venir a visitar —añadí, con frialdad.
—Tienes razón, hijo. Ya no hay nada aquí. Vendrás a vivir con nosotros a Estados Unidos —anunció Robert.
Me detuve abruptamente y los miré.
—¿Por qué haría algo así?
—Porque así lo quería tu abuela —interrumpió Kassandra—. Está en su testamento, también te dejó todos sus bienes. Pero solo podrás disponer de ellos cuando cumplas diecinueve años. Hasta entonces, nosotros nos encargaremos.
¿Me lo había dejado todo a mí? —pensé, desconcertado.
¿Cómo pudo hacer tal cosa? Sabía que yo era un desastre, incapaz de manejar sus bienes. Se lo había dicho en reiteradas ocasiones cuando ella tocaba el tema.
—Era la voluntad de tu abuela, Samael —me recordó papá.
No podía negarme, aunque odiara la idea de vivir con ellos. Le debía al menos esto a mi abuela, después de todo lo que hizo por mí.
—¿Tendré que volver a estudiar?
A pesar de los problemas que tuve años atrás, me gradué un año antes de lo habitual; siempre fui un maldito genio, aunque la inteligencia en personas como yo era un desperdicio.
—Es necesario que valides el último año.
Bueno, al menos sería una distracción, algo que me alejaría de la presencia de Kassandra más tiempo del necesario.
—Lo haré solo por mi abuela, pero no quiero que se entrometan en mi vida... ¿entendieron?
Ambos asintieron lentamente.
—No habrá ningún problema si vas a terapia y tomas tus medicamentos —añadió Kassandra.
La miré con odio puro. Me acerqué lentamente.
Odiaba gastar mi tiempo con ella, pero a veces era necesario.
—Si realizaras tu papel de madre correctamente, sabrías que llevo un año sin medicarme y sin ir a terapia. Pero, ¿cuándo has hecho algo bien? —cuestioné, manteniendo la mirada fija en la suya hasta que, finalmente, apartó los ojos.
—Solo me preocupo por ti —susurró cuando me alejaba.
No era cierto. Hacía mucho que había dejado de preocuparse, y a mí de importarme.
De nuevo con esta historia ya corregida.
Besitos
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