La noche en el faro

Con un café sobre la mesa y la pantalla de mi ordenador en blanco, el repiqueteo de mis dedos contra las letras da forma a mis pensamientos bajo la imagen de letras negras en el monitor:

«¿Conoces la verdadera historia de las sirenas? No, no me refiero a esa de la hija del gobernante del mar que se convierte en humana porque se enamoró de un príncipe al salvarlo de un naufragio, hablo de aquella donde el mito se volvió leyenda.

En la antigüedad, había historias de sirenas tan variadas como las flores de los campos. ¿Sabías que antes la gente creía que las sirenas también podían convertirse en mujeres pájaro? Eran las encargadas de llevar al Cielo las almas de quienes naufragaron, abrigados por el dulce arrorró de su canción.

También había sirenas que no tenían cuerpo de animales, sino que eran idénticas a los humanos y solo se diferenciaban de nosotros porque podían respirar bajo el agua, ya que eran hijas de los dioses.

Existieron mitos en los suelos que pisaron los vikingos que las mencionaban como mujeres hermosas con cola de pez, capaces de arrancarse la piel para vivir entre nosotros. Cuentan que debajo tenían un par de piernas con las que podrían visitar a los humanos, y se dice que quien poseyera la piel de la cola de una sirena se convertiría en su dueño, e incluso podría ordenarle cualquier tipo de humillación u obscenidades, llegando al extremo de poder casarse con ella; pero si la sirena recuperara su cola, inmediatamente abandonaría a su familia para volver al océano, sin importarle esposo, hijos ni nada más que el irresistible llamado del mar.

A mí me contaron esta versión cuando mi madre se marchó. Por eso, de niña preferí creer que  ella era una sirena que había oído aquel embriagador sonido para volver a la tierra que amaba. No es raro que haya crecido aprendiendo a abrazar con fuerza todo lo que amo, para que el llamado de un amor más fuerte que el mío no me los pudiera arrebatar. Qué lástima que tuve que pasar por tantas cosas para entender que la forma correcta de mantener a una persona junto a mí es hacer precisamente lo contrario...»

De pronto, un sonido abrupto viene a interrumpir mis pensamientos:

—Salyra, ¿saldrás otra vez a buscar empleo? —grita mi padre desde el comedor, alejándome de aquel mundo de fantasías en que me sumerjo cada vez que escribo mi blog.

—Sí, papá. Hoy iré con Fer.

Soy consciente de que la sola mención de mi exnovio de la universidad pone a mi padre en un estado de disgusto tal que con frecuencia lo hace enmudecer, pero eso es precisamente lo que quiero en este momento. Odio que me insista tanto con aquello de conseguir empleo.

Él quiere que haga algo provechoso con mi vida, pero ¿cómo podría ocurrir eso? Vivo en un pueblito de la costa de Brasil, en América del Sur, separado de las grandes ciudades por caminos rodeados de mucha vegetación. Este sitio está tan apartado que hasta pareciera ser una extensión más de la selva antes que una urbe civilizada. No sería raro que unos cineastas vinieran a grabar ese tipo de películas de tesoros legendarios y ciudades perdidas de antaño, y luego huyeran espantados por la comezón de algún mosquito o por las aburridas anécdotas de los pescadores. ¡Hay animales de los más raros aquí! Lo que no hay es trabajo.

Quizás podría inventarme un negocio nuevo... ¿será que los turistas estarían dispuestos a pagar por escuchar a los monos aullar a las horas del sol o a los loros responderle cuando la luna se acerca? Yo podría ser su guía a un espectáculo natural inefable, pero ¿quién estaría dispuesto a disfrutarlo?

En este lugar todo es pobre pero mágico. Por las noches, el zorro más grande del mundo, el aguará guazú, recorre las praderas atrapando ratones con sus dos patitas delanteras, las cuales son largas como cañas de pescar, y lo hacen parecer un hombre lobo a los ojos asustadizos de los viajeros. Por las mañanas, el océano silba canciones de amor, ¡lo he oído! Todo aquí tiene un secreto que contar, por eso aún no me he marchado.

He estado en este sitio casi toda mi vida, ¡y me encanta!, pero últimamente hay algo que no me deja descansar tranquila: desde que Yoel, mi hermano, se fue con su novia a vivir a Europa, siento que las cosas se están poniendo cada vez más raras. Papá y yo nos quedamos solos, pero él no está en todo el día, de manera que ya no tengo nadie que me diga dónde ir o qué hacer. Al principio creí que esta nueva libertad sería buena, pero ahora me aburro mucho.

¿Qué hace una mujer de veintiún años con mucho tiempo libre y nada con qué ocuparlo? Bueno, pues trato de mantenerme activa en mi blog y conseguir algún trabajo en marketing digital ocasional, que es lo que estoy estudiando, pero siempre acabo por salir a nadar o a visitar a mis amigas en sus respectivos trabajos. Suelo ir a la costa todos los días a conversar con una de ellas que se llama Gabriela, cuyo hermano es guardavidas, y ambas nos entretenemos haciendo saltos con volteretas desde los lugares más altos hacia el agua y conversando con los turistas que nos parezcan lindos siempre que Gastón, el hermano de Gabriela, no nos esté vigilando. Es un chico dulce, pero muy sobreprotector con su hermanita. Siempre creí que sabía algo que yo no, pero no puedo imaginarlo.

También me gusta estar con Malena, una chica nueva en la ciudad que se volvió cercana a nosotras hace muy poco tiempo, aunque ella no puede disfrutar las vacaciones de la universidad plenamente porque tiene que ayudar a sus padres en su pequeña panadería, una labor demandante por demás.

A veces, mis amigas se enojan mucho conmigo porque soy la más despreocupada, y cuando ellas están ocupadas creo que las molesto; pero eso es solo porque las quiero. Querer a alguien no debería convertirnos en un peso, pero no me sale querer sin incomodar, no sé cómo hacerlo. A Malena no le gusta que ande husmeando la panadería porque un par de clientes se quejaron de haber encontrado pelos negros en sus galletas, y todos en la familia de Male son pelirrojos. Ella sabe que se me caen de tanto andar de chusma. Con Gaby pasa lo mismo: se pasa todo el día vendiendo bebidas en el bar frente a la playa, soñando con ocupar el puesto de su hermano, como guardavidas, y cada vez que Gastón le permite ayudarlo cuidando que las personas no naden más allá de la zona permitida, vengo yo a querer ser parte y termino haciendo que él se arrepienta.

Él es muy atento en su trabajo, pero es porque todo el mundo lo está mirando: sus jefes, sus compañeros de trabajo, los turistas; pero por sobre todo, las chicas. Es bastante mayor que los chicos con los que suelo salir, y además tiene la cara toda barbuda, pero de que es lindo... es muy lindo. Más de una vez, siendo más niña, lo he desafiado a una carrera nadando, y cuando por fin me la aceptó, le gané con tanta diferencia que acabó por decir:

—Oye, no pensaba que se te daría tan bien en el agua.

—Me la paso practicando —respondí hinchada de orgullo.

—Es verdad. Siempre estás por ahí, revoloteando como una de esas mariposas pálidas alrededor del fuego.

—¿Mariposa pálida? —No entendí para nada su analogía, pero el chico destacaba por ser un poeta obsesivo y de malos recursos, de manera que decidí ignorarlo.

—Quizás, cuando crezcas, podrías probar si te animas a ser guardavidas.

Y eso hizo que Gabi no me hablara por todo un verano. Ella de verdad quería ser como su hermano.

Esto de querer pasar el tiempo con las chicas, que ellas tengan cosas que hacer y terminen enojándose conmigo, pasa más veces de las que me gusta reconocer. Male trabaja mucho, Gabi siempre está tratando de parecer más responsable de lo que realmente es cuando su hermano la mira, y yo me aburro como una marmota, así que es bastante frecuente que las haga enojar, aunque no haya sido esa mi intención. No obstante, de vez en cuando nos apartamos alguna noche para hacer nuestras travesuras infantiles, tal como lo hicimos justamente hoy.

Para esta velada, Gabi y yo hemos acordado encontrarnos en el faro abandonado a fin de empezar nuestra propia leyenda de fantasmas: planeamos prender luz en el faro todos los jueves desde hoy hasta que los niños del pueblo comiencen a fabular cosas, y así atraer turistas y volvernos más famosas que Sherlock Holmes. Es estúpido, lo sé, pero se vale soñar.

Estaba muy entusiasmada porque los planes con mis amigas suelen terminar un cincuenta porciento de las veces en un desencuentro, y casi siempre termino paseando por la costa, mirando estrellas y silbando canciones de tango cuya letra desconozco para no tener que insultarlas; pero esta vez Gaby me prometió que sería diferente, y que podríamos conversar sobre un muchacho con el que se estuvo mensajeando desde hace unos días. Llegué allí feliz, a pesar de haber tardado unos minutos más de lo pactado, pero mi amiga nunca apareció. Le llené el celular de mensajes hasta que, después de casi media hora esperándola, me confesó que su hermano le había pedido que lo suplantara en la silla del guardavida toda la mañana del día siguiente mientras él reparaba una pasarela del lugar, y que por la emoción se había olvidado de decirme que no vendría ya que se tenía que dormir temprano.

—¿Es en serio? ¿Me estás dejando sola, en medio de la playa, tan solo para dormir unos minutos más?

—Perdón, Sal, pero te estoy dejando para ser guardavidas. Tú sabes que eso es lo que más quiero.

—¿Entonces por qué no le pides a tu hermano que te haga entrar y ya?

—No es tan fácil; tiene que salir de él.

—Pues hay cosas que están saliendo de ti y que a mí no me dan gracia para nada.

Y tras decir esa ambigua frase, corté el celular sin esperar respuesta. Ofendida, me paseé por la orilla sintiendo la espuma fría acariciar mis pies, quejándome de lo tonta que me sentía por haber ido hasta allí a hacer algo tan inmaduro, quejándome de mis amigas que parecían no tener tiempo para estar conmigo y de mi padre que exigía demasiado de una chica que le daba lo mejor que era capaz y tarareando ritmos que ni siquiera eran del folclore de mi país; hasta que, de pronto, algo extraño llamó mi atención: a lo lejos, en medio del mar, una luz titilaba como si un barco se estuviera quemando.

Me acerqué tanto como pude al punto en cuestión, encontrándome en una zona de la playa bastante aislada, rodeada de dunas y vegetación. Desde allí, observé el punto brillante acrecentarse en tanto una canción tan triste que pareciera el silbido de algún alma en pena endulzaba el ambiente con una tonada meliflua y melancólica la cual logró erizarme los pelos de la nuca.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —grité con el poco valor que me quedaba intentando diferenciar si se trataba de un fenómeno natural o algo producido por seres humanos, pero a causa de la distancia, no lograba diferenciarlo.

Llamé desesperada al teléfono de emergencias y luego grabé el suceso, y antes de que nadie tuviera tiempo de llegar, el brillo cesó, y todo quedó como unos momentos atrás, tal como si hubiera sido producto de mi imaginación. No vi humo, no hubo alarmas de esas que suenan cuando se hunden los barcos en las películas ni tampoco bengalas rojas o gritos de marineros. Lo único que vi fue aquel fuego sobre el agua, brillando en algún lugar lejano en un tono azul y el sonido espectral que acababa de grabar con la calidad más baja que mi celular fuera capaz de reproducir a causa de la oscuridad reinante.

Entonces, motivada por la idea de que alguien llegara para preguntarme qué hacía allí, sola en la noche, tener que contar mis intentos fallidos de comenzar una historia de fantasmas y que finalmente concluyeran que estaba tan loca como una cabra, hui despavorida alejando toda reflexión de mi mente, al menos hasta estar segura en la comodidad de mi hogar. 

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