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El sol bendice a Arabella como todos los días. Los pueblerinos trabajan y los jardineros del reino terminan los topiarios. Mañana es el cumpleaños número dieciocho del príncipe Mew Filineas Tercero, como tal, se celebrará en grande con una fiesta de infinitas invitaciones. Aunque corría el rumor de que su padre planeó la fiesta en contra de su voluntad, invitando a tantas mujeres casaderas como pudiera.

La taza de crímenes en Arabella era nulo. De tal manera que Mew salía cómo y cuándo gustase. Saludaba a los pueblerinos, siendo saludado en retorno. —Hoy es un día precioso, ¿no cree? Disculpa, ¿puede hacer veinte de estos? Para el Baile. Estarás invitada, por supuesto.

—Oh, Dios. Realmente eres un príncipe encantador, Mew. Por ti y por el reino, haré todo. Pero ¿no tiene varios jardineros, mi señor?

—Puede haber mil jardineros y su trabajo seguirá siendo único, madeimoselle.

—Gracias, príncipe.

El príncipe siguió los extensos caminos de Arabella cuando escuchó un agudo regaño. Al mirar a la derecha encontró a un sirviente. Un desarreglado, sucio e increíblemente guapo sirviente de cabello rojo. Tan rubro como el interior del fuego. ¿Cómo podía ser sirviente a tan corta edad? Además, tenía la actitud de un noble. Doblaba la ropa con delicadeza y ayudaba a los vendedores a cortar la infinidad de frutas que le obligaron comprar.


Siguiente a él habían dos gemelos, uno obeso y uno del tamaño de una jirafa. Hombres de la misma calaña de la madre, una mujer dominante y engorrosa.

La madre tenía un estilo diferente a las demás. Su cabello cenizo se alzaba como cactáceo empinando el pequeño fascinador que quedaba en vergüenza de no cumplir su valor. Portaba guantes negros con un vestido morado de trasero holgado.

Al sirviente se le cayeron unas manzanas entonces se dobló para recogerlas. Volviendo a ser regañado e insultado por los gemelos. —¡Cenicien! Qué tonto eres. Te esperaremos en el carruaje. Eres un lento. — Los hermanos callaron cuando su madre abrió paso entre ellos. Infundiendo el miedo en Cenicien, quién de hombros se encogió sin saber a dónde mirar.

—No tardes mucho. — La mujer enfrío el aire con sus palabras. De repente el clima había cambiado de estación y ya no era verano. Era un temible día nublado. Así lo sentía Cenicien al escucharla hablar. —O las pagarás caro. Vámonos, niños.

—Sí madre.

Sacaron las lenguas a su sirviente entonces siguieron a la madre como los caballeros sofisticados que no eran. El sirviente continúo trabajando cuando una mano mucho más grande se unió a las de él. Sus dedos, aunque ocupados con las frutas, se tocaron. Él alzó la mirada encandilado.

—Oh, cielos, no tiene que hacerlo señor.

—Descuida. Quiero ayudar.

—De verdad. — Cenicien insistió, arrebatándole los pedazos y echándolos a la cesta. Mew ennegreció el ceño, pero al mirarlo Cenicien no lo miraba a él. Miraba algo más allá de él. Mew volteó sobre su hombro a ver qué tanto le aterraba. Descubrirlo no fue una sorpresa: Era la carroza estacionada a unos pasos con la cruel familia abordo. Distraída, afortunadamente.

—Entiendo.

—Lo siento. No es mi intención ser grosero, pero deben verme hacerlo todo solo o...

—Descuida. Lo entiendo. De verdad.

El sirviente sonrió a medias. Agradeciendo la comprensión con una sonrisa. Ambos se pusieron de pie. —Nunca te había visto por aquí. ¿Cómo te llamas?

—Kor– Es decir, Cenicien.

—¿Ese es tu nombre real?

No respondió con palabras y asintió una sola vez. —Usted se llama Mew, ¿Cierto?

—Eso es correcto. ¿Hay alguna forma en que pueda asistir a mi baile?

—Y–Yo no lo creo, señor. No soy digno de–

Mew sacó una de las tres invitaciones que tenía en el bolsillo y se la entregó. —Traigo estas conmigo por si algunas personas que quiero no han sido invitadas, aquí tienes. Espero verte en el baile, Cenicien.

El chico quedó inmerso en sus ojos tal como él quedó inmerso en los suyos. Sonrió sin percatarse.

—¡¡CENICIEN!!— Volvieron a gritar los gemelos.

—Perdóneme, debo irme.

Mew no pudo decir más pues se fue corriendo. Una vez ingresó la carroza, ambos continuaron mirándose conforme los caballos lo alejaban.

—Qué criatura tan hermosa. — Él susurró.

—Señor. — Un hombre de voz grave llamó atrás de él. Mew raspulló antes de girar. Entonces suspiró angustiado. Ese hombre era el soldado más irritante de todos, lo encontraba en dónde fuera y si hacía cosas indebidas lo delataba. Para Mew no había hombre más desagradable y para el soldado, no había hombre igual.

—¿Qué quieres, Gulf?

—Su padre quiere verlo.

—Ok.

Gulf le miró los bolsillos. Sin preguntar le arrebató las invitaciones escritas e incluso las alejó cuando él intentó atraparlas. —También me dijo que le quitase estas. Por si se excedía con ellas.

—Ugh. ¿Haces todo lo que te dicen? Siempre has sido irritante, Gulf.

El mencionado no comenta nada. Simplemente lo mira con sus serios ojos marrones. Tenía el cabello negro, la piel bronceada y los labios delicadamente rosados. Siempre usaba un traje plateado de soldado con las mejillas pintadas en dos líneas azules. Era hermoso, pero el príncipe no lo consideraba así.

Tras los comentarios, él permaneció a su lado.

Mew se rindió, regresando al castillo. Pasando las habitaciones, un soldado gigante le mostró el pulgar arriba con una sonrisa pícara. El príncipe se preguntó por qué le mostraba eso.

Al entrar a los aposentos del rey, Gulf lo esperó afuera.

—¿Quería verme, padre?

El rey rio desde su pequeña mesa del té entonces le presentó a las dos mujeres que lo acompañaban. —¡Hijo! Qué bueno que viniste. Ella es María del reino Iluminae junto a su hija, Florinn. — Ambas mujeres se reverenciaron. La hija era un rubial de ojos azules con un cuerpo curvilíneo, una belleza que le gustaría a cualquier otro menos a Mew.

Ya sabía de qué trataba la presentación.

—Mucho gusto en conocerlo.

—El placer es mío, señoritas. ¿Cómo se encuentran?

—Nos encontramos bien, gracias. Su cumpleaños es mañana, ¿Se encuentra nervioso?

—No, pero muchas gracias por preguntar.

—Los dejaremos solos. — El padre insistió aún cuando el hijo se negaba. Los mayores se fueron, cerrando la habitación. Mew maldijo en silencio, pero le sonrió a la princesa. Ella también sonrió. Nerviosa.

Ambos se sentaron al margen de la cama, viendo los canvas del rey. —Su padre pinta hermoso, señor.

—Sí. Sí lo hace. Esa pintura de allá, el canario, la hizo cuando me sentía mal de niño. ¡Oh! Y esa de allá es una pintura de mi difunta madre. Pensándolo bien, eres de las pocas personas que han visto las pinturas de mi pad–

Guardó silencio en cuánto sintió la enguantada mano de la chica descansar en su miembro. Primero miró abajo y luego a la mujer de sonrisa traviesa. —Conozco su historial de rechazo entonces es probable que también me rechace, pero al menos tenga algo conmigo. ¿Sí? Puedo hacerlo sentir bien. — Masajeó su miembro de lado a lado. Con cada '¿Sí?' aceleraba el masaje.

—GULF. — El príncipe gritó. Ella se detuvo en cuánto el soldado abrió las puertas. Pendiente a nuevas órdenes. —Llévatela de aquí, por favor.

—Sí, señor.

—¡No, no, no! Por favor. — La princesa se abrazó a él, que de brazos abiertos quedó. Disgustado. Gulf la alzó sobre su hombro y así se la llevó. Mew exhaló aliviado con una mano al corazón.

—Ninguna quiere escucharme. Todas creen que soy una cara bonita y ya. Me atacan como gatas salvajes. Qué miedo. — Se estremece, abrazándose así mismo.

Las puertas volvieron abrirse con la princesa desquiciada corriendo hacia él y Mew gritó como chica asustadiza.

...

Mientras tanto, Cenicien estaba en la casa, acostado en su cama luego de una larga jornada laboral. Él leía la invitación por escrito con una sonrisa de oreja a oreja. Deslizó la carta bajo la almohada, ansioso por mañana. Aunque no tenía un vestido y debía de pedirle permiso a la señora.

Los gemelos entraron a la habitación y él tomó asiento. —Jezbel, Atalío. ¿Qué hacen aquí?

—Queremos hacer algo y no aceptaremos un 'no' como respuesta.

Los gemelos se sentaron a los laterales, uno de ellos sujetando las muñecas de Cenicien y manteniéndolas detrás de su espalda.

—¡Oigan! Díganme qué quieren.

—Mañana es el baile y puede que besemos al príncipe. En caso de que eso pase queremos practicar.

—¡Olvídenlo!

El más alto de todos quiere besarlo e incluso le mantiene la cabeza quieta, pero Cenicien le escupe en el rostro, oyéndolo quejarse. 

Cuando era el turno del obeso, Cenicien le pegó un cabezazo que lo hizo llorar como bebé.

—¡Imbécil! Lastimaste a mi hermano. — El alto le pegó una bofetada y revisó al hermano. Cenicien negaba la cabeza hasta escuchar a la madrastra detrás de él.

—¿Qué sucede aquí?

La mujer rodeó la cama, también revisando a sus hijos. Cenicien no tenía excusa e incluso si la tenía, su palabra valía nada. —Mamá. Hay algo que no te hemos dicho. Siempre visitábamos a Cenicien de noche porque nos preocupaba, ¡pero esta vez nos insultó y nos dijo que el príncipe nunca se fijaría en nosotros!

—¡Eso no es...!

La mirada de la madrastra caló en él. Recordando una vez más que sus palabras no valían nada. Enterró las uñas en las palmas, inseguro. Sintió que algo más atrajo a la madrastra pues ya no hablaba.

Aquella mujer espeluznante rodeó la cama. Cogió algo del suelo y lo leyó en silencio. Su voz ronca llenó la habitación con la misma autoridad diabólica de siempre. —¿De dónde sacaste esto? — Levantó la carta para que todos la vieran. Los gemelos quedaron boquiabiertos.

—¡¡UNA INVITACIÓN REAL!! Sólo las entregan el príncipe o el rey. — Los gemelos informaron. Cenicien intentó tomar la carta devuelta, fallando en el intento.

—Mew me la dio en el mercado.

—¡¡¿HABLASTE CON EL PRÍNCIPE?!!

—Niños. Por favor. ¿En serio creíste que irías al baile vestido así? Oh, Cenicien. Qué tonto, Cenicien.

—Tiene razón. Fui un tonto. Por no explicarle mi situación al príncipe. Quizás él hubiera venido por mí.

—Sigue soñando en este mundo de pesadillas, Cenicien. Irás al baile en sueños. — Hizo añicos la carta. Dejando los trozos llover sobre el suelo. Cenicien alcanzó dos de los trozos en sus acunadas manos. Mirándolos con lágrimas en los ojos. Las sonrisas nocivas de los hermanastros acaparaban la oscuridad de la habitación. —Limpia este desastre y duerme.

Todas abandonaron la habitación.

Cenicien procedió a llorar, adjuntando las manos a su corazón.

...

El príncipe Mew veía las constelaciones sentado desde el balcón. Vestido en una camisa blanca holgada, pantalones y botas. 

Gulf se asomó en las puertas.

—Hace frío. Si no entra ahora le dará un resfriado.

—Gulf, ¿Alguna vez te has enamorado a primera vista?

—No.

—¡Rayos! Contigo las conversaciones no duran ni cinco segundos, ¿Verdad?

—Lo digo porque creí conocer el amor a primera vista.

Mew lo miro sobre el hombro. El soldado caminó hasta él. Posando a su lado y mirando las constelaciones. Él espero la historia de su fallido amor, pero no decía nada.

—¿Y me vas a decir o esperas que te lea la mente?

—Nos vimos durante tres meses hasta realizar que no me quería a mí, quería propasarse con mis hermanas. Le corté el pene justo cuando lo intentó.

—Oh. Guau. Lo siento.

—Fue hace mucho tiempo. Puedo preguntarte, ¿Por qué no te has casado con ninguna?

—Porque ninguna me escucha como yo las escucho. Ninguna me mira como yo las miro. A ellas no les importa conocerme, pero yo sí quiero conocer a la persona con la que me quiero casar. No soy menos hombre por eso, ¿O sí?

Gulf sonrió a medias. —Eres es un caballero. Poco hombre el que crea lo contrario.

—¿Estás... sonriendo? — En cuánto acercó el rostro, Gulf dejó de sonreír. Volviendo a su seriedad. Gulf lo miró mal, recalcando que durmiese temprano. Mew rio.

—¿Cree haber encontrado al amor de su vida?

—... Si mañana se presenta a la fiesta sabré la respuesta.

La constelación Aquila brilla en su máximo esplendor cuando Cenicien abandona la casa de su infancia. Nunca pensó voltear una vez huyera, pero justo a pasos de la salida con los artículos de afición en una bolsa sobre su hombro, volteó. Miró la casa de sus recuerdos como la casa de un extraño. Dónde una vez hubieron risas ahora habían lágrimas. Dónde una vez existió una familia ahora existía un grupo de desconocidos.

Siempre se dijo que era afortunado de tener un techo bajo el que dormir. Pero ya era hora de irse. Alzó la capucha de la capa y se unió a las sombras de la noche.

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