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Un rojo seductor

Caminé torpe y lento hasta los torniquetes del metro y busqué con mis manos temblorosas el boleto que había comprado con anticipación. Por mi mente pasó la idea de que la había dejado olvidada en casa, pues por más que busqué en mi mochila y en mis bolsillos no pude encontrarla.

Mi búsqueda por el dichoso boleto comenzó a desesperarme. Las miradas acusatorias de la gente también. Hasta que sentí un leve roce en mi hombro derecho, que me hizo detenerme con brusquedad. Me voltee lentamente y me topé con una chica de aspecto dulce.

Ella me miró con curiosidad, sus rulos oscuros, al igual que sus enormes aretes coloridos se movían con el leve movimiento de su cabeza. Con un rápido vistazo, noté que toda su ropa era entre tonos rojos, mientras que los mallones que traía eran blancos. Dichos colores acentuaban sus curvas, dándole una presencia imponente y sensual a su cuerpo robusto. El maquillaje cargado que traía jugaba un papel importante, pues hacían ver sus ojos juguetones.

—Ten —dijo con una voz que me pareció igual que su aspecto sexi y, sin dejar de mirarme con sus ojos color chocolate, me tendió el boleto del metro—, se te cayó desde hace rato.

Pasmado, me le quedé mirando unos segundos y luego asentí repetitivamente después de salir de mi trance momentáneo y le arrebaté con nerviosismo la tarjeta, murmurando un torpe "gracias". Todo bajo su atenta mirada. Sin embargo, después dijo algo que me confundió más que su rico olor a frutilla.

—Oye —expresó con un tono casual y casi dulce, mientras se acariciaba el cuello con una de sus manos. Mis ojos no se atrevieron a mirar a dónde se dirigieron sus dedos—, tienes un... collar muy bonito.

Y sin más, se metió al metro sin esperar una respuesta de mi parte. Desapareciendo entre la multitud. Unos segundos después de que pasé por los torniquetes y guardé mi tarjeta; registré mi cuello y efectivamente, traía el pequeño reloj de arena que me había encontrado la noche anterior.

«¿Me lo había puesto?» Me pregunté, pero no busqué una respuesta, pues sabía que no era así. No obstante, me removí incómodo por el objeto. No pesaba, pero su presencia me inquietó. Así que de un movimiento torpe me lo quité y cuando estuve a punto de arrojarlo al piso, el destello del reloj de arena me hipnotizó, lo suficiente como para evitar tirarlo y guardarlo en mi chaqueta.

Ya en la sección de espera para el metro, la multitud de esa hora era bastante, pero no lo suficiente como para sentir la sensación de sofoco a la que tenía que enfrentar en las horas pico. Sin embargo, mi atención iba más allá de una multitud, mi instinto me decía que tenía que estar alerta en ese lugar. Y todo porque la sensación de cosquilleo en mi nuca nunca paró.

A cada cierto tiempo volteaba, pues estaba casi seguro de que alguien o algo me observaba. Me sentí vigilado durante todo el tiempo en que estuve en el metro. Casi como si me estuvieran respirando justo en el cuello, pero lo que más me incomodaba era el olor de dulces rancios que inundaba el vagón al que me subí.

En cuanto bajé en la estación Garibaldi, la sensación de pesadez se hizo aún más fuerte. El sudor de mis manos fue insoportable hasta el último momento. Para cuando finalmente estaba a unos pasos de salir de la estación para llegar a la calle, pude notar como sol mañanero alumbraba la entrada, con más intensidad que otras ocasiones.

Las paredes descuidadas de la entrada estaban sucias, pero eran bañadas por los cálidos rayos del sol. Los pocos colores del lugar eran deprimentes y hasta cierto punto, desesperantes. La gente caminaba, con la cara de culo de siempre, la mayoría vestidos con los mismos colores opacos para evitar resaltar. Cosa que me hacía, y hace, pensar que si yo estuviera en un décimo piso, lo que vería sería una mancha negra e inconstante moviéndose por todos lados.

En fin, entre esa mancha negra estaba él. Que sería más como una diminuta e imperceptible mancha gris. Un color curioso si lo pienso, pero así me pareció en ese momento, en medio de las escaleras para salir a la calle. Parado con un aire arrogante, con ese tic constante en la mano y con un cigarro decorando sus labios secos.

El sonido de las personas al caminar era constante, pero parecía más un murmullo que esperaba un encuentro entre el chico de las vías y yo, una persona que desde siempre había servido como fondo. Hasta ese momento.

—Al fin viniste —dijo con gestos teatrales. Alzando los brazos como si quisiera abrazar a alguien. —Me estaba haciendo viejo. Creí que moriría aquí por esperarte. —Y se rió en seguida, como si hubiera contado un chiste y solo él lo hubiera entendido.

Lo observé, sintiendo un escalofrío de por medio, pero creyendo todavía que no se dirigía a mí, continúe caminando hacia la salida.

«No es real. Sal rápido. No es real. No lo veas. No es real. Sigue caminando. No es real.» pensé, respirando con dificultad.

—Te estoy hablando a ti —susurró en cuanto pasé a su lado. Fue por un segundo, pero estoy seguro de que sus ojos eran fríos—, compadre. —Su voz sonó amigable, algo áspera y fingida, pero en cuanto me tomó por el hombro, me di cuenta que su mano pesaba lo suficiente como para evitar que diera un paso más. El sol estaba a unos pasos, pero yo aún no era tocado por este.

—No te conozco —expresé con una indiferencia que nadie creyó y me moví para intentar quitar su mano, él solo intensificó su agarre.

—¿O en serio? —preguntó, sonando confundido, pero sus ojos con malicia parecían decir otra cosa. —, mi error. Te he confundido con un amigo —y me soltó, más bien, me aventó hacia la salida, chasqueando con sus dedos.

Yo sólo lo miré durante unos segundos, antes de perderme de sus siniestros ojos sin vida.

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