3. Él ha llegado
DEL DIARIO DE CAMERON MURRAY
PARIS, FRANCIA. MAYO 01 DEL AÑO 1888
Ha pasado ya un año desde que Marie desapareció; y desde entonces mi vida no ha sido la misma. No he escrito nada durante dos meses seguidos. No he tenido ganas de hacerlo. He pedido toda pizca de inspiración, además, ya no duermo lo suficiente, pues cada vez que lo intento, el recuerdo de un agudo grito y un olor a descomposición y putrefacción se adentra en mi mente a tal grado de parecer real.
Una especie de oscuro hado parece estarse cerniendo sobre mí ya escasa tranquilidad.
A veces siento que estoy completamente demente, he recurrido a varios especialistas, pero todos dicen que, el hecho de que los animales se embravezcan y se comporten de forma extraña cuando me les acerco, no tiene nada que ver con cosas paranormales, que ese olor putrefacto y sabor a sangre en la boca seguramente es a raíz del terrible el asesinato que perpetúe. Por eso es que he decidido emprender la búsqueda para dar con el paradero de mi esposa, sé que cuando ella vuelva a estar a mi lado, todo estará tan normal como antes de que ella desapareciera.
Hoy como todos los días, no tengo ninguna noticia de Marie, pareciera como si se la hubiera tragado la tierra. Este día tampoco he estado de muy buen humor, y escribo sentado en el asiento del cementerio de la iglesia mientras Emilio recibe la confesión.
No dormí bien, aunque mi cama era lo suficientemente cómoda, pues tuve toda clase de extraños sueños. Durante toda la noche un perro aulló bajo mi ventana, lo cual puede haber tenido que ver algo con ello. Ya entrada la madrugada me dormí, pero más tarde fui despertado por unos golpes insistentes en mi puerta, por lo que supongo que en esos momentos estaba durmiendo profundamente.
La persona que llamaba a mi puerta era Mr. Arthur Robinson, un explorador extranjero y de quien se rumora, es el encargado de realizar todo tipo de crimines en la ciudad de Paris y en otras partes de Europa; mi exhaustiva búsqueda por encontrar a mi esposa me ha llevado a pagarle una fuerte suma de dinero para contactarme con un investigador en Londres.
Mr. Robinson dice que se trata de un viejo amigo con quien hizo trato alguna vez, y que no hay mejor hombre para encontrar a Marie. Éste también ha accedido a servir de intermediario para intercambiar correspondencia de Londres. Robinson me había indicado durante la madrugada que fuese a la posada Golden Versau a primera hora de la mañana, allí me contaría todo lo que sabe de los Lupeiscu.
Accedí, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible de las personas con las que mantenía contacto. Evidentemente me esperaban, pues cuando me acerqué esta mañana a la puerta me encontré frente a una mujer ya curtida en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina, con su ropa interior blanca con un delantal, por delante, tan ajustado al cuerpo que no podía calificarse de modesto.
Cuando me acerqué, ella se inclinó con cortesía y enseguida dijo:
—¿El señor constructor? —
—Sí —le respondí: —Cameron Murray—.
Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre joven en camisa de blancas mangas, que la había seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero regresó inmediatamente con dos cartas, una estaba firmada por Mr. Robinson, y la otra tenía sellos de Londres. Agradecí con cortesía y me retiré de inmediato, buscando un lugar más privado para poder leer mi correspondencia:
ESTIMADO MR. MURRAY:
Seguramente para cuando esté leyendo estas letras, ya habrá algunas millas de distancia entre nosotros; de antemano me disculpo por la descortesía de haberle citado y después desaparecer, quise avisarle tan pronto lo supe, pero me temo que enviar a mi sirviente por la madruga a importunarle el descanso por segunda vez habría sido una ofensa mayor.
Esta mañana antes del amanecer, recibí una postal para usted de nuestro amigo en Londres, pensaba entregársela en cuanto nos viéramos. ¡Ah! Realmente me hubiera gustado estar para leer las noticias de ese bastardo gitano.
No cabe duda que, Aleksander Lupeiscu es el hombre indicado para este trabajo, pero también el más peligroso, tenga mucho cuidado cuando se encuentre con él, los ingleses y los gitanos son un poco vulnerables y malhumorados, y este hombre, me temo, tiene ambas partes dentro de sí.
Lamentablemente no podré prolongar mi carta mucho más tiempo si quiero tener listo mi equipaje para el largo viaje. Le aseguro que las razones por las que he partido enseguida hacia américa, y la historia que abraza al señor Lupeiscu serán garantía para un próximo encuentro entre usted y yo. Tenga cuidado y buena suerte, señor Murray, que cosas más terribles por las que está pasando hay en el mundo, y cosas más horrorosas pasarán si ese hombre, ese monstruo que usted vio en su casa, está realmente en Londres. Temo pensarlo.
Se sincera con usted,
ARTHUR J. ROBINSON.
La carta de Mr. Arthur me ha dejado ciertamente desconcertado e impaciente por saber qué es lo que realmente quiere decirme, sus palabras no son muy claras, ¿monstruo? ¿cosas peores? ¡Ah! Me hubiera gustado que el hombre tuviera al menos la decencia de dejarme su dirección para escribirle. Tendré que preguntársela después al señor Alkesander.
Debo admitir que la carta del señor Robinson me hizo sentirme aún más ansioso por leer el contenido de la carta del señor Lupeiscu, ¿Seria que este bribón se atrevió a leer mi correspondencia y por eso sus advertencias en la nota?
CARTA DEL SR. ALEKSANDER LUPEISCU, INVESTIGADOR EN LONDRES, AL SEÑOR CAMERON MURRAY, EN PARIS.
Mi querido amigo:
Sería un placer que me contara con detalles acerca de la persona que trata de encontrar. Pero no por correspondencia, me temo, que su caso deberá tratarse a la brevedad. Sea bienvenido a mi hogar donde lo estaré esperando ansiosamente y le brindare el asilo los días necesarios. Reúna la evidencia suficiente, así como cualquier prenda o fotografía de la víctima que pueda ser de utilidad. Y permítame acceder a sus escritos, cartas, registros en diarios o telegramas.
Apenas llegue a la ciudad de Canterbury, tome una diligencia que lo lleve hasta Londres, pídale que lo deje en Grandage Place, en el barrio de Westminster, y diríjase a la casa marcada con el número diez. Espero que su largo viaje desde Francia no tenga tropiezos ni retrasos, y por supuesto, disfrute su estadía en mi bello país.
Su amigo,
ALEKSANDER LUPEISCU.
Me temo que el mensaje del señor Aleksander ha sido una completa decepción para mí, todo es tan plano y amargo, hasta la tinta en los puntos que coronan las íes parece haber sido calculada.
Como dispuse de algún tiempo libre cuando estuve en la posada Golden Versau, visité el Musée du Louvre y estudié los libros y mapas de la biblioteca que se referían a Londres; se me había ocurrido que un previo conocimiento del país siempre sería de utilidad e importancia para tratar con un noble de la región.
CALAIS, FRANCIA.
MAYO 05 DEL AÑO 1888
Cuatro días después de haber recibido noticias del señor Aleksander, hemos salido de Paris a las once y treinta y cinco de la noche del quinto día de mayo, llegamos a Calais a la mañana siguiente, temprano; debimos haber llegado a las cuatro cuarenta y seis; pero el tren llevaba dos horas de retraso. Arrás parecía un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pudimos ver de ella desde el tren y por la pequeña caminata que dimos mi acompañante y yo por sus calles. Temíamos alejarnos mucho de la estación, ya que, como habíamos llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada.
Salimos con bastante buen tiempo, y aun así el puerto estaba cerrado cuando llegamos a Calais.
La persona que ha viajado conmigo todo este tiempo responde al nombre de Demetrius Antzas, un joven inmigrante de origen griego, aficionado de la escritura. Quien a la edad de trece años escapó de casa. Cuando llegó a mis puertas no tenía un solo penique en el bolsillo, sus pertenencias no eran nada más que una vieja y maltratada biblia en su idioma natal y un bolígrafo con fugas de tinta.
Decidí comprarle algunas de las historias que escribió en su travesía a Paris. Finalmente Mr. Antzas logró hacerse mi amigo y fue que cambió su nombre a Emilio Carter, la apariencia de un tipo andrajoso y desalineado cambio con el pasar de los años, recorto el cabello rubio y ahora lo recoge con listones de seda y brocado, pudiéndose codear con importantes personas.
Definitivamente Emilio no es un tipo de baja cuna, es letrado y suspicaz, además sabe de las artes escénicas, probablemente la verdadera razón por la que huyó de su casa aquella ocasión, fue por querer experimentar algo distinto a los recatos y usanzas de nuestra clase. Desde ese entonces, ha sido mi cómplice en muchas de mis fechorías, algunas personas lo ven como un sirviente, pero para mí es más que eso... quizás un asistente.
Todos los domingos durante las mañanas, Emilio y yo dábamos caminatas largas, a veces, cuando la mañana era fresca, visitábamos el panteón de París, —sólo para estar sin tantas personas a nuestro alrededor—, allí, hablábamos de lo que esperábamos de nuestras vidas. Lamentablemente, desde la desaparición de Marie, nuestros paseos fueron olvidados. Es por eso que he traído a Milo conmigo, quisiera recuperar nuestra amistad que parece perdida, además, él es la única persona en la que confió plenamente.
Voy a incluir aquí algunas de mis notas, pues pueden refrescarme la memoria cuando le relate mi viaje a Marie. Sorpresivamente este nuevo aire ha despertado en mí las ganas por volver a escribir en este polvoso y amarillento diario, descubrí también que mis escasos conocimientos del inglés me servían de mucho; de hecho, no sé cómo me las habría arreglado sin ellos.
Ya estaba anocheciendo cuando el barco zarpo del puerto de Calais, después de un par de horas hemos llegado a Dover, una antigua localidad muy interesante, donde pasaremos la noche en el hotel Royalets.
DOVER, INGLATERRA.
AGOSTO 06 DEL AÑO 1888
Temprano a la mañana siguiente, mientras estaba sentado a la orilla de la cama devanándome los sesos, escuché afuera el restallido de unos látigos y el golpeteo de los cascos de unos caballos a lo largo del sendero de piedra, más allá del pórtico principal del hotel. Me dirigí rápidamente a la ventana y vi como entraba en el patio una diligencia, tirada por cuatro briosos corceles, y a la cabeza de ésta, un par de ingleses con sombreros de copa alta, cinturones tachonados con grandes clavos, sucias pieles de cordero sobre los hombros y botas altas y enfangadas. También llevaban sus largas duelas en la mano.
Me apresuré a vestirme, tomé mis pertenencias de mano y petacas, corrí hacia la puerta, intentando descender para tratar de alcanzarlos en el corredor principal.
Llame con prisa a la puerta de al lado:
— ¡Emilio, despierta, ha llegado la diligencia! —
El carruaje nos llevaría hasta Canterbury, para encontrarnos ahí con una nueva diligencia que va de esa ciudad hasta Londres. Extrañamente me sentía un tanto emocionado, así que subí inmediatamente al carruaje mientras los cocheros se encargaban de mi equipaje. Me situé cerca de la ventana, Milo demoro en llegar, por un momento pensé que no estaba dispuesto a seguir nuestro camino. Hasta que finalmente subió al carruaje. Minutos más tarde, emprendimos el viaje hasta la ciudad de Canterbury.
LONDRES, INGLATERRA.
MAYO 06 DEL AÑO 1888
Corrían los últimos años del siglo XIX, plena época victoriana. Aun con el soleado mes de mayo, Londres parecía sumirse más en la obscuridad. Con la reciente amenaza de progreso en Nueva York y París, cualquier ciudadano de esa nacionalidad debería andarse con cuidado por las calles de Londres, pero no solo por la situación económica que sufría el país entero, sino que otra gran amenaza atemorizaba a sus habitantes.
Relatos de monstruosas criaturas inundaban las calles, además, un famoso asesino serial robaba el sueño y se alimentaba de los miedos de los habitantes londinenses. A lo largo de las avenidas y callejones se presentaban distintos otros actos como la hechicería y paganismo, afortunadamente, yo no pertenecía a ese grupo de personas que creían ciertas historias. Me rehusaba a creer todo aquello que mis ojos no podían percibir.
La diligencia llevaba andando casi cuatro horas sin parar desde Canterbury. Emilio ha dormido la mayor parte del camino, será mejor que le despierte:
— ¡Emilio, despierta, hemos llegado! — Le llamé con una leve presión sobre su hombro izquierdo y no tardó mucho en recobrarse. Yo había decidido adelantarme, pues realmente quería observar cómo era todo allá afuera, después de haber pasado la mayor parte del día encerrados en aquel carromato, limitándome a observar únicamente por la ventana.
— ¡Parece muy pintoresco!... —
Dijo Milo dando una fuerte bocanada de aire mientras que el cochero se encargaba de colocar en el suelo las petacas y diferentes pertenencias que trajimos con nosotros desde Paris. No dije nada y comencé a caminar de inmediato. Esperaba que Milo me siguiera y no se perdiera como era su costumbre.
Sabía perfectamente a lo que me arriesgaba a visitar esa ciudad, la reciente revolución industrial, esos nuevos olores que nadie era capaz de asegurar si me harían daño en el sistema, o por si fuera peor, que nos llegáramos a cruzar en el camino del terrible criminal del que todos hablaban. Jack el destripador, o como todos en mi ciudad le apodaban, Jack le ventreur.
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