02. Lagrimas doradas
Imponente, con sus hebras cerúleas, enfundado en su brillante armadura de oro, así debió lucir Camus cuando recibió a los tres caballeros de bronce delante del pórtico de su templo. Con un metro y ochenta y cuatro centímetros, oriundo de la preciosa ciudad de Paris, el hombre con los ojos azules no retrocedió ni objeto en la decisión del ruso Hyoga al desafiarlo abiertamente, y denominar aquel encuentro como ''su lucha''.
Observo desde el último peldaño, imagino el rostro incoloro de aquel mocoso esperando por una respuesta de a quien llamaba maestro. Las estrellas poco a poco comenzaron a aparecer en el cielo, el rojo amanecer desaparecía con cada segundo, pero, aunque la noche llegase de la manera más pura, el ambiente en el santuario estaba cernido por una densa bruma roja, imperceptible para algunos, pero dolosa para aquellos que moraban en la escalinata.
Se dio media vuelta ingresando al templo de acuario; hacia algún tiempo que no se encontraba en aquel lugar, como símbolo de respeto, se retiró la tiara dorada apenas puso un pie dentro, el ambiente se llenó de un olor tan peculiar, una mezcla perfecta entre los frescos herbáceos, el olor a eucalipto y pino le recorría el canal nasal, exponiéndolo a una frescura intensa, mientras que el picante de la nuez moscada y la canela, le regresaban cierta calidez a su cuerpo, y es que el caballero Camus era tan apuesto que no era extraño que fuera así de pulcro y armónico hasta en su olor.
Su apariencia física era aún más única que su ropaje de oro. No había impurezas en su cabello, de un profundo azul nocturno y luminoso, como el cielo donde se coronaban sus constelaciones, y ojos, ese color precioso, azul como las hojas de la salvia, coronados con las cejas más largas y abundantes que hubiera visto, cada una de sus facciones eran bien definidas gracias a ellas. Su rostro estaba cincelado con líneas finas y profundas en sus mejillas, lo que acentuaba en un perfecto mentón cuadrado. Cuando vio su rostro de lado, la belleza de su puente nasal fue sorprendente, sus labios parecían un algodoncillo dulce, y aunque le diera vergüenza admitirlo, le resultaba lo más delicioso en un hombre como él.
Sus pasos huecos poco a poco pasaron a convertirse en pasos pastosos, el sonido de sus botas rompiendo una pequeña capa de nieve, Milo noto dos siluetas sobre el suelo, no pudo evitar sonreír ligeramente al observar al rubio vestido de bronce boca abajo; «finalmente habrás recibido tu merecido, niñato inexperto» la piel blancuzca del caballero de bronce denotaba el ambiente tan frio al que se habían visto expuestos. Milo no detuvo su andar, hasta que estuvo frente a Camus, sus hebras azules se habían tornado en gélidos hilos blancos.
Milo se arrodillo delante de él, lo sostuvo por los hombros y acurruco contra su pecho; el cuerpo de Camus estaba sumamente frio, sus labios se habían tornado morados, con su brazo derecho hizo a un lado las hebras congeladas, y cuando Camus dejo entrever su rostro desde el frente, era bastante evidente que tenía una proporción perfecta de rasgos faciales; no importaba desde qué ángulo le vieras, era realmente pintoresco.
Al verlo de cerca, Milo se había preguntado si aquel hombre realmente era un simple humano o verdaderamente seria ese extraño ser mágico del que todos hablaban. Y aunque Camus nació con una apariencia física como esa, era distante y taciturno con cualquiera a su alrededor, además de poseer un poder inalcanzable, por lo cual resultaba un completo hecho imposible para él, el pensar en que ese rostro se apagó a manos de un mozalbete que aun lloriqueaba por el dolor de perder a su madre.
Milo entonces se dio cuenta que los ojos de Camus se habían cerrado al momento de su muerte, demostrándole que aquel hombre había aceptado su destino final, y no siendo tomado por sorpresa como muestra del poder de su adversario.
Dos pequeñas gotas de agua cristalinas golpearon las mejillas del caballero francés, enseguida un sollozo resonó en el templo. El pensar que dejaría de verlo el resto de su vida le cercenaba el pensamiento.
— Ya no te atormentes con eso, caballero —Aquella profunda voz habló nuevamente contra su oído, regresándolo al presente, insípido e incoloro.
Milo frenó su caminar violentamente cuando el peldaño en la escalinata comenzó a desquebrajarse. — ¡Carajo! —Maldijo Milo en voz alta, pegando un salto alto para aterrizar unos cuantos escalones mas abajo.
—¡Tonto!, eso te pasa por andar pensando en cosas innecesarias —De nuevo aquella voz en su cabeza, regañándolo por todo y cuidando siempre de él. Milo entreabrió los ojos un segundo después, y la sonrisa de Camus apareció en el pórtico posterior del templo de Sagitario. Sus grandes ojos azules lo miraron con socarronería, provocando una escuálida sonrisa en los labios del griego.
—Supervisaré a algunos aprendices, procura no aparecer en medio de los combates. —Musitó Milo por instinto, emprendiendo la marcha nuevamente.
—Por supuesto, no quiero morir por segunda ocasión. — Respondió aquella voz.
—¡Púdrete! —Gruñó Milo apretando los labios, preguntándose cómo podía Camus bromear y burlarse al respecto. Parecía que, al estar en esa condición, todos perdían su sensibilidad y el sentido del humor.
— ¿Otra vez? Creo que ya no queda nada que pueda pudrirse más en mí, Milo. —Volvió a hablar aquel ente angelical detrás suyo, con cierta ironía fantasmal. Se había acostumbrado.
Desde su primera aparición, Camus le había hecho entender que el ya no estar físicamente en el mundo no le afectaba de ninguna manera. Por alguna extraña razón, una que ninguna de los dos comprendía, sólo Milo podía percatarse de su presencia. Y sólo Milo podía afectar con sus sentimientos a aquel ángel de armadura dorada, ocasionando que este nunca pudiera dejarle.
El alma de Camus estaba en el limbo, y al parecer, Milo era el único que le acompañaba de cierta manera ahí. —Mantente callado. Si me descubren hablando contigo otra vez, estoy seguro de que me enviaran al psiquiátrico —Le explicó Milo suavemente al destellante ser a su lado, al tiempo en que se acercaba a las fosas de entrenamiento.
—El problema es tuyo, porque siempre insistes en contestarme. —
—Porque te enojas y haces desastres si no lo hago. ¿De quién es el problema, entonces? — Resoplo el griego.
—Pues no es lindo que te ignoren como si no estuvieras. —
Un tanto incapaz de armar una frase coherente, y las palmas cálidas de Camus se posaron sus hombros antes de desvanecerse por completo del lugar. De nuevo aquella nostalgia... Milo cerró los ojos, agachando la cabeza para buscar un enfoque, y cuando por fin logró normalizar el latido acelerado de su corazón, miró al arco final que lo llevaba al patio de armas.
—Prácticamente, no estás... —
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