Unas gotas de consciencia y una taza de catarsis


El casi sobrenatural silencio golpeó su mente como un martillo mientras dejaba que sus ojos se abrieran a una serena semioscuridad, la cual lo envolvió como un sudario del que habría deseado no desprenderse jamás.

Un suave movimiento a un lado suyo lo hizo cobrar repentina consciencia de que estaba completamente desnudo y metido en una especie de colcha enorme, con alguien a su lado, alguien a quien sus ojos no atinaban a reconocer, pero que su corazón identificó de inmediato como la única fuente de dicha que le quedaba a su vida.

—¿Venus?—

El susurro apenas audible de aquella alma destrozada penetró como un clavo ardiente en el corazón de la madrugada, filtrándose a través de caminos insospechados hasta la mente de Venus, quien despertó con el corazón suspendido entre un latido y otro, sin saber si aquella simple llamada debía hacerla sentirse feliz o angustiada.

Angie ya se lo había advertido: generalmente a los pacientes que sufrían una fuga disociativa les tomaba tiempo recuperar la consciencia o volver a su personalidad pre-fuga, pero unos pocos casos se resolvían de forma espontánea, a veces gracias a un estímulo externo que los motivara a regresar; los afectados, según Angie, solían describirlo como despertar de un largo sueño del que no recordaban nada y Venus esperaba que este fuera el caso con su amado Jorge.

—¿Jorge? ¿¡Eres tú, Jorge!? ¿Cómo estás, cómo te sientes? ¿Sí sabes quién soy? ¿Sabes dónde estás?—

Todavía tendido en la penumbra, el muchacho vio, un tanto confundido, cómo Venus se levantaba como un resorte y se tendía a medias sobre él, observándolo fijamente con gesto de profunda preocupación.

—¡Auch! ¡Eso duele!—

Sin darse cuenta, Venus se había apoyado sobre el costado izquierdo de él, machacando las costillas que tenía fracturadas.

—¡Lo siento, lo siento! ¿Así está mejor?— dijo ella retirándose un poco mientras él comenzaba, a su vez, a incorporarse recorriendo con la vista el engañosamente amplio espacio de la recámara vacía, sin atinar a entender qué demonios había pasado.

—Sí, gracias. ¿Dónde estamos? ¿Es tu casa? ¿Qué le pasó a tus muebles? ¿Por qué estamos en el piso? ¿Y... y por qué estoy desnudo?— por reflejo, Jorge trató de jalar lo que recién identificaba como un saco de dormir, tratando de evitar que su entrepierna se descubriera.

—¿De veras no recuerdas nada?— preguntó Venus cubriendo, a su vez, su pecho desnudo con un pliegue del "sleeping bag".

Jorge se limitó a negar con la cabeza, un inquietante vacío ocupaba gran parte de su memoria e incluso las partes que todavía existían eran un revoltijo de imágenes y sonidos incoherentes y desconectados.

—¿Qué día es hoy? ¿Por qué estamos aquí? ¿¡Y por qué no tienes muebles!?— el muchacho comenzaba a desesperarse; la falta de respuestas de Venus y el sinsentido que en aquel momento eran sus recuerdos le resultaban tan frustrantes como un soufflé que se negaba a subir.

—¡Shh-shh-shh! Tranquilo, descansa; todo tiene una respuesta, pero poco a poco ¿sí? Por favor. Por lo pronto trata de volverte a dormir y en la mañana te prometo que platicamos todo lo que quieras ¿sale?— le pidió ella con mirada suplicante, al tiempo que lo empujaba por el pecho y lo cobijaba con ternura y devoción, dándole un rápido beso en la mejilla.

Por un momento, Jorge creyó que no podría volverse a dormir, había demasiado ruido en su cabeza, demasiadas preguntas sin respuesta y, además, estaba aquel borrón en su recuerdos, un punto ciego que le provocaba un miedo instintivo y del cual prefería alejarse tanto como pudiera pero que, al mismo tiempo, lo atraía como una lámpara callejera a una palomilla perdida.

Sin embargo, todo cambió cuando ella lo abrazó, su calor, su aroma, la tersura de su piel, la suavidad de sus formas, su amor, su cariño, su ternura lo sumieron poco a poco en un estado de serenidad y relajación tan perfecto que antes de darse cuenta, ya se encontraba profundamente dormido.

***

Llevaba toda la mañana fuera del departamento. Había dejado a Jorge todavía dormido y luego había ido a su casa para llevarle algo de ropa, después había pasado al mercado por comida y ahora se encontraba frente a la puerta de doña Alejandra, su vecina, para pedirle aquella recomendación que le había ofrecido apenas un día antes.

No podía negar ni ignorar su situación: seguramente sin trabajo, una cuenta de ahorros apenas por encima del mínimo exigido por el banco —incluso después de la venta de sus muebles—, un departamento vacío, la mayor parte de su ropa y efectos personales en Monterrey, la renta a punto de vencerse y, para colmo, un novio enfermo y, también, seguramente, desempleado.

Su panorama era tan negro, en el mejor de los casos, que incluso aquel trabajo como maestra de secundaria sonaba como su tabla de salvación, sin embargo, todavía faltaban mínimo dos meses para que iniciaran las clases (suponiendo que, como en la universidad, los maestros iniciaran labores dos semanas antes de arrancar el curso) y no sabía cómo iban a resolver los problemas de dinero que, inevitablemente, se les presentarían.

No obstante, algo la detuvo. El agudo sonido de cristal rompiéndose la interrumpió justo cuando estaba a punto de tocar a la puerta de los vecinos y, en cambio, la obligó a sacar la llave y abrir la puerta de su departamento, donde encontró a Jorge de pie, enfundado en el pantalón que había usado los últimos tres o cuatro días, asomado a la ventanita de la cocina con una expresión de dolor que se le clavó a Venus en el fondo del alma como un cuchillo ardiente.

—Están muertas, ¿verdad?—

Venus se precipitó sobre él y lo alcanzó justo cuando el muchacho caía de rodillas en el piso, junto al vaso roto que se le había resbalado de la mano, como si cualquier resto de fuerza o de voluntad hubiera abandonado repentinamente su cuerpo y su mente, dejándolo reducido a un amasijo de músculo, piel y hueso, incapaz de hacer otra cosa que no fuera derramar lágrimas más amargas que cualquier cerveza que alguien haya probado jamás.

Como una presa que se revienta o un río que se desborda, los recuerdos de Jorge comenzaron a salir a borbotones, atropellados, caóticos, desordenados al principio, pero cada vez más y más detallados, dolorosamente nítidos, claros como si hubieran ocurrido aquella misma mañana y no hacía casi una semana.

El dolor que Lety había tenido que soportar durante días de entradas y salidas de un hospital que no podía hacer nada más por ella, las convulsiones, el llanto desesperado de la niña y de la madre, el dinero que se les escurría como arena entre los dedos, las medicinas que se habían agotado, médicos que se negaban a aumentar la dosis de sedantes por temor a causarle un paro respiratorio, la ayuda que no llegaba por ningún lado.

La mirada perdida de su madre aquella mañana mientras lo mandaba al trabajo, su abrazo inusualmente fuerte y la bendición de todos los días, acompañada ahora por una larga y sentida oración, un beso en la frente que se sintió extraño y una despedida larga y triste, a pesar de que era, según él, un día como cualquier otro.

Aquella noche, al salir del trabajo, el muchacho había resistido la urgencia de ir a tomarse unas cervezas que lo ayudaran a lidiar con el dolor y había decidido regresar directo a su casa, extrañamente ansioso por ver a su Lety y por darle a su madre el abrazo y la ayuda que tanto necesitaba.

Desde que entró al patio de la vecindad pudo notarlo: el silencio profundo, pesado, casi sólido; la falta de luces y el muro de oscuridad que bloqueaba las ventanas del frente de su casa; la quietud, la calma tan poco usual últimamente en el pequeño espacio y, por último, su corazón saltando fuera de su pecho y arrastrándolo en loca carrera en pos de aquella puerta que abrió en mala hora.

Y Jorge se quebró, se resquebrajó como una estatua de sal golpeada por el tiempo, como una figura de arena golpeada por las olas, como un viejo estéreo unido más por la fe de su dueña que por todos los alambres y remiendos recibidos con los años.

Venus soportó el golpe, por él, por los dos; por su amor, sus brazos y su corazón demostraron una fuerza que incluso ella desconocía, más que suficiente para sostenerlo, para mantenerlo unido en cuerpo y alma, mientras un sollozo desgarrador inundaba el departamento, seguido por un llanto seco, sordo, casi silencioso que lo hacía sacudirse ocasionalmente, reducido a un pequeño ovillo que yacía, pulsante, sobre sus rodillas.

Él creía que los sedantes se les habían agotado hacía un par de días, pero no era así, todavía había una caja y un montón de las muestras médicas que les había regalado el doctor. Ocultos en el gabinete de costura de doña Lupita, Jorge jamás los habría encontrado.

El cuadro que el foco recién encendido reveló era de una ternura desgarradora: madre e hija acostadas una al lado de la otra, vestidas con su mejor ropa; la rapada cabecita de Lety adornada con una diadema de encaje blanco y florecitas artificiales hecha a mano, doña Lupita con una imagen del Sagrado Corazón entre sus dedos; ambas con un gesto sereno, pacífico, la señora incluso sonreía levemente, una sonrisa que Jorge no había visto en meses y que ahora no podría olvidar jamás.

Otra vez el caos en su memoria. Jorge nunca supo cómo ocurrió, pero de repente se vio rodeado por un mar gente, vecinos, conocidos, uno o dos amigos, paramédicos que sabían que no había nada por hacer y un par de agentes ministeriales que insistían en que los procedimientos demandaban que los cuerpos fueran llevados al Servicio Médico Forense y Jorge puesto a disposición del Ministerio Público, a pesar de lo absurdamente claro de la escena.

Por fortuna, un par de llamadas por parte de gente con el poder para hacerlas salvó al muchacho y a su familia de la obtusa necedad de un sistema podrido hasta la raíz y que insiste en beneficiar a los que tienen a costa de los que no tienen.

De repente, Jorge se quedó absolutamente quieto ante la mirada asustada de Venus, quien incluso tuvo que observarlo detenidamente hasta que el suave sube y baja de su pecho le confirmó que estaba vivo.

Y Venus esperó paciente, paciente como el tiempo que ve elevarse a una montaña, paciente como la montaña que ve nacer un río, paciente como el río que ve crecer un árbol, paciente como el árbol que ve abrirse a una flor.

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