Una taza de sentimientos encontrados

Aquellos cinco minutos solían ser los más largos de su semana. Estar sentado en la sala de espera mientras Lety recibía su terapia era tan desgastante que no tenía idea de cómo su madre podía soportar los otros cuatro días en que le tocaba llevar a la pequeñita.

Como todos los lunes por la tarde desde hacía ya demasiado tiempo, Jorge se encontraba sentado en aquellas incómodas sillas de plástico frente a aquella puerta de un color crema supuestamente relajante, pero que para familiares y pacientes era todo menos eso. Para gente como su madre, aquella puerta era fuente de una angustia y una esperanza que luchaban a muerte en su pecho hasta dejar a la pobre mujer absolutamente exhausta en los escasos cinco minutos que duraba el tratamiento.

Usualmente, para Jorge no era diferente, ver a su angelito salir de aquella minúscula cabina asustada y, a veces, totalmente avergonzada, le causaba un nudo en la garganta mientras trataba de recibir a la dulce niña con un abrazo y una sonrisa, aunque él mismo se estuviera muriendo por dentro.

Sin embargo, esta vez era diferente; esta vez, el gesto de preocupación que usualmente ocupaba su rostro había sido remplazado por una radiante sonrisa y el pensativo silencio que generalmente lo acompañaba se llenó con la letra de aquella canción que su mamá aún escuchaba en aquellos viejos discos de acetato en un tornamesas tan viejo que se sostenía más por la fe de doña Lupita que por todos los alambres y remiendos que Jorge le había hecho a través de los años:

"Me nace del corazón / decirle que usted es mi vida / que no sé vivir sin usted / disculpe que se lo diga..." (1)

Con su cuaderno en las piernas, tarareando aquella tonadilla y terminando de escribir una receta para hacer chiles poblanos rellenos de salmón cubiertos por una salsa de espárragos y crema de rancho para su tesis, por una vez Jorge sintió que aquellos cinco minutos eran en verdad cinco minutos y no la oscura eternidad que siempre eran.

Por fin, el foco rojo que indicaba que había una sesión en progreso se apagó y la puerta se abrió de golpe, mientras una enfermera de rostro cansado pero sonriente la sostenía para darle paso a una Lety que, por una vez, lucía menos abrumada que de costumbre.

—No... vómito... hoy.

La pequeñita se volvió a ver a la enfermera en busca de confirmación y la mujer alternó la vista entre Jorge y Lety, mientras asentía con una media sonrisa de satisfacción ante aquel pequeño triunfo.

—Así es, hoy no vomitaste, Lety. ¡Felicidades! Dile a tu hermano que te compre una paleta, que te la ganaste.

—No... paleta... ga-lle-tas.

Y aquella diminuta victoria, que no significaba nada en sí misma, terminó de alegrarle el día al muchacho, quien a duras penas pudo contener las lágrimas de felicidad, mientras tomaba a su chiquita de la mano y se alejaba tarareando aquella vieja canción...

"...pero es que no aguanto más / este amor me calcina / me nace del corazón y el corazón me domina." (1)

***

Y Venus lucía radiante, radiante como el sol de primavera, radiante como la luna en octubre, radiante como la estrella del norte en una noche de invierno, radiante como un amor en ciernes que desconoce dolor o decepción, radiante como la mujer más dichosa del mundo.

Ahí, justo frente a los ojos del mundo, de sus alumnos, de sus compañeros, de sus escasas amigas, la usualmente modesta maestra de redacción profesional parecía haber florecido: los ojos brillantes, el cabello peinado en algo más que en una práctica cola de caballo o un modesto chongo, los labios pintados y las mejillas coloreteadas; no era realmente que hubiera cambiado, más bien era esa aura de alegría y confianza que la rodeaba a últimas fechas lo que había logrado que maestros y administrativos, que antes apenas si la volteaban a ver, ahora se acercaran con cualquier pretexto tratando de arrancarle, los más tímidos, una sonrisa o, los más atrevidos, incluso una cita.

Pero ella parecía ni siquiera notarlos. Toda aquella atención y todos aquellos halagos sólo eran ruido de fondo detrás del tic-tac del reloj de pared en su oficina, el cual marcaba las horas, minutos y segundos entre los martes y los jueves de cada semana, y detrás de una canción que se repetía una y otra vez dentro de su cabeza y que, ocasionalmente, saltaba a sus labios sin que ella lo advirtiera.

"Se me acaba el argumento / y la metodología / cada vez que se aparece frente a mí tu anatomía..." (2)

—¡Pero vaya, qué contentita estás, mujer! —y si toda la facultad lo había notado, lo menos que se podía esperar de Mariángela Mancilla Espinoza de los Monteros era que, además, supiera el porqué —¿Pero dime: quién es el misterioso caballero al que le debemos tanta felicidad?

—¡Pero cómo...!

La mirada ligeramente mortificada de Venus causó una risilla en la diminuta pero voluptuosa mujer.

—¿Que cómo lo supe? Helloooo! Psicóloga con 15 años de experiencia ¿recuerdas? —se jactó mientras agitaba una mano a modo de saludo, y continuó: —niña prodigio y graduada con honores de la generación 2006-2008 del Doctorado en Psicopedagogía, maestra desde hace 10 y, además, tu mejor amiga, confidente y casi hermana ¿a poco de verdad creías que no lo iba a notar?

Sentada en el pequeño sillón de cuero café en el cubículo que compartían en el edificio de la facultad, Venus se le quedó viendo, realmente sin saber si reír o sentir pena ajena ante aquel desplante de soberbia de su amiga.

—Pero ahora dime, mujercita, ¿de quién se trata? ¿Es el papasote de Saúl Yáñez, el de Economía?

—¡Ay, no! ¡Cómo crees!

Venus sintió cómo los colores se le subían al rostro, mientras Angie clavaba en ella aquellos inmisericordes ojos verdes que podían arrancarle la verdad al más cínico y mentiroso de los alumnos.

—Pues qué bueno, porque además de ser mamonsísimo es un pinche pitofácil.

—¡Ay, Angie!

—¡Pues qué! ¡Pinche pito suelto! ¡Nada más porque le mete duro al gym y se pone más cremas que yo en la cara ya se siente el "todasmías"!

—¡Maestra! ¡¿Con esa boquita les enseña a sus alumnos?!

Ambas dejaron escapar sonoras carcajadas que inundaron no sólo la oficina, sino los usualmente silenciosos pasillos del edificio de maestros.

—¡Okey, okey! Pero ya fuera de broma, "Vi" ("Vi" for "Vee-nus", duuh!), ¿qué hay contigo y quienquiera-que-sea?

Un profundo suspiro se escapó desde el fondo del alma de Venus, ante la mirada entre sorprendida y enternecida de Angie.

—Nada, Angie, no hay nada.

—Mmmm... qué mal.

—No lo sé, tal vez sea lo mejor.

—¿Y vas a decirme quién es o voy a tener que averiguarlo por mi cuenta?

—¡Jajaja! Jamás lo adivinarías.

Y mientras Venus le daba la espalda, al tiempo que tomaba su bolso y se encaminaba a su siguiente clase, Angie clavó la vista en los inmaculados recipientes de plástico que esperaban, en una pulcra pila sobre el escritorio de su amiga, a que llegara el jueves para que su dueño pasara por ellos.

—¡Ay, mujercita! Sólo espero que sepas en la que te estás metiendo.

Angie no podía olvidar que la "justicia" en aquel colegio laico, pero fundado y dirigido por jesuitas, solía ser rápida, expedita e inmisericorde; los casos eran contados pero legendarios y la menudita mujer no pudo sino sentir una grave preocupación por su amiga, que le arrancó un suspiro de resignación, mientras el eco de tacones lejanos era acompañado por la letra de una tonta canción de amor...

"Porque este amor ya no entiende / de consejos ni razones / se alimenta de pretextos / y le faltan pantalones..." (2)

Notas:

(1) "Me nace del corazón", Juan Gabriel. Aguilera, 1978.

(2) "Ciega, sordomuda", Shakira. Mebarak, 1998

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