Una cucharada de sorpresas y tres medidas de comienzos
Y ahí estaba él, a las 7:55 de la mañana parado, con una bolsa de galletas de chocolate y vainilla en la mano, a la entrada de un edificio bastante deteriorado, ubicado en el límite entre una zona de clase media y un barrio popular. Todavía estaba esperando que dieran las ocho en punto para poder tocar y, mientras tanto, trataba de descifrar los casi desaparecidos números de los timbres, con la esperanza de, por lo menos, atinar al correcto a la primera para no despertar a algún desconocido... es decir a un desconocido que no lo estuviera esperando (supuestamente) y que pudiera gritarle cualquier cantidad de improperios por despertarlo un sábado a aquellas horas de la "madrugada".
Por fortuna, aquella mancha en tinta azul que parecía un 4 era, efectivamente, un 4 y la mancha que parecía un 3 era, de hecho, una B. La voz que respondió a través del interfón sonaba ronca y todavía medio adormilada, no obstante, en cuanto le dijo quién era y a qué iba, el tono de ligera molestia cambió, después de un par de segundos de tensa espera, por uno que parecía apenado... y bastante más despierto.
—Pasa, por favor, en un momento estoy contigo.
Un extraño zumbido le indicó que la puerta estaba abierta y tan rápido como pudo se coló al interior de la vetusta edificación. Varias filtraciones de agua formaban charcos de agua sospechosamente verde en la estrecha escalera y la pintura, que había sido de un color amarillo chillón, estaba manchada de salitre y desprendida en varios lugares, formando una imagen que Jorge no podía decidir si era deprimente o aterradora... o tal vez las dos cosas.
El firme sonido que emitió al contacto con sus nudillos confirmó que la puerta de madera aún era tan sólida como parecía, no obstante, también era obvio que había visto mejores días: el "4-B" de plástico apenas conservaba algo de la pintura dorada que algún día lo cubriera y, además, saltaba incontrolable ante la más ligera vibración, sin mencionar que la laca corriente que recubría la madera prácticamente había desaparecido en el centro, justo donde incontables visitas habían tocado a lo largo de los años, exactamente como él lo hacía en ese momento.
—¡Un momento, por favor!
La voz le llegó apagada a través de la plancha de madera, sin embargo, alcanzó a escuchar un leve temblor, como si a la persona le faltara el aliento y la imagen de un "clon" de la maestra López Alanís (su asesora de tesis) tratando de llegar a la puerta antes de que él volviera a tocar se proyectó al instante en su mente, arrancándole una sonrisa de amarga ironía al tiempo que pensaba "No por favor, no otra igual".
***
Parecía imposible, pero así era, justo le había tocado una de las pocas, poquísimas, personas puntuales que todavía quedaban en el mundo y aunque Venus también era una de ellas (casi siempre), en esta ocasión había olvidado por completo que tenía un cliente y ni siquiera se había preocupado por poner la alarma para despertarse, ya no digamos con tiempo para arreglarse, sino, por lo menos, a tiempo para abrirle la puerta sin parecerse (tanto) a "Doña Florinda".
Subir la escalera debía tomarle un par de minutos y, calculó ella, podía hacerlo esperar a la puerta quizá otros cinco sin parecer completamente descortés, así que tenía siete minutos, quizá ocho, para lavarse la cara y los dientes, además de echarse algo encima que no fuera la gastada camiseta que usaba de pijama y que, a pesar de ser cómoda y relativamente calientita, tenía hoyos en los lugares más inconvenientes para ser vista en público.
Exactamente tres golpes a la puerta la agarraron a media chupada del medio cigarro que encontró abandonado junto a la mesita de noche (la primera parte de su desayuno) y casi se ahoga por tratar de aspirar el humo y contestar al mismo tiempo.
—¡Un momento por favor!
Pero si hablar y fumar al mismo tiempo había sido casi una hazaña, ni siquiera se comparaba con tratar de enfundarse en la primera blusa que salió del cesto de la ropa sucia mientras se tomaba una taza de café apenas tibio (la segunda parte de su desayuno) y luego luchaba por encontrar un pants que no fuera el mismo que tenía la rodilla rota y manchada de sangre por culpa del idiota que la había derribado apenas el lunes pasado (para colmo, el sábado era su día de lavandería).
Por fin, después de amarrarse la larga cabellera castaña con una liga, intentando, sin tanto éxito, ocultar un par de largas canas que recién habían aparecido, pudo abrir la puerta.
***
—Buenos días, pasa por favor.
Por un momento, Jorge no supo qué hacer, dos sorpresas detrás de una sola puerta eran demasiado para el pobre muchacho.
La primera, para nada desagradable, era que no se trataba de un "clon" de la maestra López Alanís, por el contrario, era preciosa, sus ojos color miel enmarcados por una piel apenas apiñonada y una larga cabellera color castaño claro (si bien bastante despeinada) eran un verdadero placer a la vista de un chico que tenía más de un año sin novia por culpa del frenético tren de vida en que se había embarcado.
La segunda, y para nada agradable, era que... la conocía; era la misma joven (bueno, no tan joven) que había arrollado el lunes en su prisa por llegar a la primera clase (como lo demostraba el pants azul rasgado en la rodilla) y aunque el susto/sorpresa casi lo hacían que se ahogara con su propia saliva, pudo arreglárselas para responder, tras un par de embarazosos segundos.
—Buenos días ¿es usted la maestra Venus Granados?
—Sí, sí soy yo. Pásale, por favor, siéntate —pidió ella mientras medio arreglaba la funda del sofá al mismo tiempo que, disimuladamente, trataba de esconder un brassiere que había olvidado ahí —¿en qué puedo ayudarte?
Rezando por que ella no lo reconociera, Jorge entró a un diminuto departamento pobremente ventilado que, al igual que el resto del edificio, olía a humedad. No obstante, había algo en los modestos muebles y en la sencilla decoración que lo hacía extrañamente adorable y acogedor.
El muchacho entró intentando sortear (sin tanto éxito) el ir y venir de la mujer, quien se afanaba en poner un poco de orden en el pequeño espacio (también era día de limpieza, para colmo), que acumulaba toda una semana de vasos y platos abandonados en los más insospechados rincones después de frugales y rápidas comidas, así como todo tipo de prendas (como un indiscreto brassiere) descartadas con fastidio y al azar luego de algún agotador día de trabajo que no le dejaba fuerza ni voluntad para, por lo menos, arrojarlas a la canasta de la ropa sucia.
—Hola, yo... me llamo Jorge, mucho gusto —contestó él con un tono que a ella le pareció de reproche ante su aparente falta de modales.
—¡Ah, sí! Perdón, Jorge, disculpa por hacerte esperar... y por el desorden... y por no tener nada que ofrecerte... y por las fachas... pero... bueno... es que yo... no... bueno... es que... lo siento... —alcanzó a balbucear ella al tiempo que, con una misma mano, intentaba estrechar la mano que la saludaba y tomar la bolsa de galletas que él le ofrecía, mientras con la otra malabareaba una pila de vasos, platos y tazas sucios... que terminaron por caer al suelo.
Y Jorge ya no pudo contenerse, mientras dejaba las galletas sobre la mesita de centro y se agachaba para ayudar con los trastos regados, estalló en una sonora carcajada que, muy pronto, se convirtió en un acceso de risa ante la vista ofendida de Venus, a quien, no obstante, un rápido vistazo a un espejito octagonal colgado en una de las paredes le reveló lo ridículo de la situación y no le quedó más remedio que unírsele con una risa franca y abierta, que, como por arte de magia, disipó la tensión que se había ido acumulando en el pequeño departamento.
***
—¡Bueno... bueno, ya! ¿Qué le parece si empezamos de cero? —logró decir él mientras intentaba controlar las carcajadas —Buenos días, me llamo Jorge Dávalos ¿es usted la maestra Venus Granados? —dijo ofreciéndole otra vez la mano.
—Buenos días, Jorge. Sí, soy yo. Dime ¿en qué puedo ayudarte? —respondió ella estrechando su mano y tomando, agradecida, las galletas de la mesita, pero todavía en medio de una risilla que arrugaba de forma encantadora la delicada y recta nariz.
Por un momento y a pesar de la ineludible vista del pants azul cielo rasgado y manchado de sangre en la rodilla derecha, Jorge se olvidó del penoso incidente de la bicicleta y comenzó a explicarle el trabajo: ya había empezado su tesis para titularse de la carrera de gastronomía y necesitaba que ella corrigiera lo que ya llevaba escrito (la mitad del primer capítulo que constituía el marco histórico completo) y, conforme él lo entregara y su asesora lo aprobara, se siguiera con el resto de la tesis. En total, él esperaba que fueran entre 150 y 200 páginas.
Ante la mención de la cantidad de trabajo, Venus no pudo evitar un enorme suspiro de alivio que, no obstante, Jorge confundió con un gesto de fastidio.
—¿Le parece mucho? —preguntó él con un tono entre decepcionado y confundido.
—No... no para nada, al contrario —se apresuró a responder ella mientras posaba, con delicadeza, una mano en el antebrazo del chico en un gesto tranquilizador —pero, sabes, creo que es mejor de una vez ponernos de acuerdo... ya sabes, con lo económico.
***
Los siguientes minutos fueron bastante tensos, ella necesitaba el dinero, pero no estaba dispuesta a malbaratar su trabajo, él entendía la necesidad de aquella corrección, pero su presupuesto era limitado.
Pero, al menos para Jorge, había algo más; algo más que la mirada suplicante de aquellos ojos color miel, algo más que aquella hermosa figura que se insinuaba abajo de la holgada ropa; algo que, quizá por ósmosis, se transmitía a través del tacto de aquella delicada mano que lo había vuelto a alcanzar en un intento por calmar sus nervios en medio de la difícil negociación, algo... que no alcanzaba a entender todavía pero que lo hizo exprimirse hasta la última neurona en busca de una solución.
Quizá su presupuesto no alcanzara para pagar los 50 pesos por cuartilla que ella pedía, pero si aceptaba, digamos, 25, él podría compensar el resto (obviamente) con comida.
Dos o tres veces a la semana (dependiendo el módulo del semestre) tenía talleres y clases prácticas de las que resultaban platillos que, en general, él llevaba a casa para su mamá y su hermanita, sin embargo, con un poco de esfuerzo, podía preparar un poco más para llevárselo a Venus y con ello, si acaso ella aceptaba, podrían quedar a mano.
Al principio, Venus no se mostró del todo convencida; después de todo, lo que ella necesitaba, más que nada, era el dinero. Con dinero, no solo podía pagar su renta, la luz, el celular y todos sus servicios, sino comprar la comida que ella quisiera, sin necesidad de arriesgarse a ser "conejillo de indias" de un estudiante de cocina que, además, tal vez ni siquiera fuera tan bueno como él decía.
Sin embargo, había algo más; algo más que aquella mirada de cachorrito perdido, algo más que aquellas galletas que le servirían como cena para uno o dos días, algo más que sus vehementes aseveraciones de que era el mejor cocinero de su clase, algo más que la vaga sensación de que algo en él le resultaba familiar; algo que ella apenas alcanzaba a percibir, pero que era tan real como el tacto de aquel firme antebrazo bajo su mano, una mano que había actuado sin que ella se diera cuenta y como poseída por una extraña necesidad propia, la cual Venus no alcanzaba a definir, pero que le resultaba tan fascinante como aterradora.
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