Un pasado que se marcha, un presente que lastima
El agua resbalaba tibia por la piel todavía sensible de Venus. No habría querido bañarse para no perder la maravillosa sensación de los besos y las caricias de Jorge que aún rondaban su mente y su alma, sin embargo, la salsa (y otros fluidos menos castos) comenzaba a darle comezón mientras terminaba de secarse y no le quedó otro remedio.
Jorge había querido quedarse, incluso ya hasta estaba pensando en hablar al trabajo para reportarse enfermo, pero Venus no se lo permitió, si faltaba en sábado, habría tenido que ir a trabajar en lunes y así no habría podido ayudarle a su mamá a llevar a Lety a su terapia.
Además, necesitaba estar sola, necesitaba pensar en lo que había hecho y en lo que había dejado que ocurriera. No se arrepentía, jamás se permitiría hacerlo. Aquella experiencia era lo más hermoso que le había pasado en sus 42 años y ni por un momento pensaba dejar que sus inhibiciones y sus escrúpulos le arrebataran el maravilloso sentimiento de estar enamorada.
Nunca lo había estado, nunca había experimentado las dichas y las desdichas del amor. Su matrimonio, cuando apenas tenía 16 años, había sido arreglado; el pago "en especie" en un trato de negocios entre su padre y su ahora ex marido, que la había condenado a una vida gris y sin sentido.
Y mientras su mente, relajada y soñadora, daba un vistazo a aquel pasado que, por primera vez, le parecía realmente lejano, las manos seguían recorriendo su cuerpo, los senos ya un poquito colgados pero todavía bastante altos y firmes, así como el vientre chato, hermosamente plano, los cuales se mantenían así solo porque nunca había tenido hijos, Genaro no se lo había permitido.
Por alguna razón que nunca llegó a comprender del todo, su marido se limitó a tomar su virginidad en la noche de bodas y después de ello la relegó a una elegante pero oscura habitación al otro extremo de la enorme casa, donde la "visitaba" exactamente el 20 de cada mes para cumplir con sus "deberes maritales" (como él lo llamaba).
Un acto carente de amor, carente de pasión, carente incluso de ternura, en el que Genaro "invertía" no más de 10 minutos cada vez y luego se marchaba tan rápido y callado como había llegado, dejando a Venus sola y confundida, sin saber si así era el amor, si así eran todos los matrimonios o si había algo malo en ella, algo que no le permitía encajar en una vida que, le habían dicho, cualquier mujer envidiaría.
Pero aquella horrible sensación, a la que los años la hicieron acostumbrarse, no se limitaba a la alcoba o a su vida de "casada". En muy poco tiempo, la joven Venus descubrió que lo único que a su marido le interesaba de ella era su apariencia: la cara siempre hermosa y el cuerpo bien formado (la costumbre de ejercitarse era lo único que agradecía de su matrimonio) que pudieran presumirse en las fiestas y reuniones de una sociedad que se consideraba a sí misma tan alta como bajas, en realidad, eran las pasiones que desesperadamente trataban de esconder detrás de ropa costosa, autos lujosos, falsas sonrisas y abrazos que sólo servían para ocultar los puñales que nunca dudaban en clavarse unos a otros en la espalda.
La imagen de Jorge y la sensación de sus manos recorriendo su cuerpo volvieron a surgir, poderosas, en la pantalla de sus pensamientos, relegando aquel oscuro pasado al rincón donde realmente merecía estar, pero dejándola con un nuevo dilema: una suerte de sorda incertidumbre en la que ni siquiera sabía si debería sentirse asustada o confundida.
Asustada, por pensar que toda aquella felicidad no fuera sino una ilusión, un espejismo, un elaborado autoengaño en el que ella se había convencido de que Jorge la amaba cuando en realidad para él podía ser solo otra conquista, únicamente la maestra a la que él se había ligado, el acostón del que podía presumir en toda la escuela. Confundida, porque de ninguna manera podía creer que el Jorge que conocía y amaba fuera esa clase de persona, de ninguna manera podía creer que el amor que había leído en sus ojos y en su rostro fueran una mascarada o un engaño, y tampoco podía creer que la hermosa mañana que se habían obsequiado uno al otro fuera una elaborada mentira con un fin que, de haber sido así, ella no podía entender.
Sin embargo, nadie podía culparla por sentirse así, ni siquiera ella misma, después de todo, su vida entera había sido una serie de traiciones y desengaños, crueles mentiras y aún más crueles verdades que terminaron por convertirla en un animalito asustado, en un alma tan atemorizada de sufrir que nunca había aprendido a vivir.
Pero ahora todo era diferente o era ella la que había cambiado y sin importar si estaba asustada o confundida ahora tenía esperanza, una esperanza diminuta, débil, que apenas se insinuaba en el horizonte de su vida, pero por la cual valía la pena luchar y a la cual se aferraría con uñas y dientes.
***
Jorge caminaba silencioso y taciturno, dando una vuelta tras otra a los 10 metros cuadrados de aquella banqueta frente la inhumana reja que lo dividía de las dos almas, además de Venus, que más le importaban en el mundo.
Junto a él, otra veintena de personas, con gestos que iban desde una leve preocupación, hasta la más profunda y desgarradora de las angustias, esperaban, también, noticias desde el interior de aquel enorme edificio, tan duro y frío como el corazón de quien quiera que hubiera decidido aquello de "sólo un acompañante por paciente".
Apenas un par de horas antes, la voz de doña Lupita lo había arrancado del universo perfecto que había creado en sueños, un universo dónde él y Venus eran felices juntos, donde su trabajo y su esfuerzo habían sacado a su madre y a su hermana de aquella miserable vecindad donde una vida podía pudrirse y malograrse ante el más pequeño de los tropiezos, pero sobre todo, un universo donde la pequeña Lety podía volver a jugar y a cantar y a recitar el alfabeto y a decir trabalenguas, un universo donde podían ser tan felices como quisieran serlo.
Pero no, la voz aterrada y desesperada de su madre lo había sacado de aquel sueño, arrojándolo de bruces dentro de una horrenda realidad en la que su angelito se retorcía y se sacudía en medio de convulsiones tan violentas que parecía que estaba a punto de romperse.
Aunque intentaba con desesperación mantener la calma, Jorge era un desastre de nervios y angustia mientras tocaba a la puerta de don Luis, el vecino del cinco, para que los llevara en su taxi hasta aquel hospital de la Secretaría de Salud, donde solo su madre pudo entrar, dejándolo a él afuera en el frío de aquella calle, aterrado hasta el centro mismo del corazón, pensando que esa podía ser la última noche de la niña adorada, aquella que ya era incapaz de hablar, pero que con un gesto y una mirada podía llevar luz incluso al más miserable de los días de su hermano mayor.
De la pasión a la agonía, Jorge estaba destruido, devastado, sintiéndose furioso consigo mismo por ser feliz, por ser incapaz de compartir el dolor de su madre y por ser incapaz de ver a su hermana sufrir sin que la imagen de Venus le arrancara una sonrisa de los labios. El pobre muchacho se sentía desgarrado, dividido, culpable por ser dichoso mientras el pequeño mundo de su mamá y su hermanita se desmoronaba pedazo a pedazo sin que él pudiera hacer nada.
Por momentos, Jorge sentía que su mente se oscurecía y se apagaba, sin embargo, muy en el fondo de su alma, la fe y la esperanza lo mantenían aún en pie: esperanza en que su trabajo y su esfuerzo lo ayudarían a labrarse un porvenir, un futuro mejor, una vida no sólo con Venus, sino fuera de aquel barrio oscuro y peligroso donde cualquier paso podía ser el último. Y ahí estaba también la fe, fe en un milagro no para él, sino para aquel angelito de 10 años que se aferraba a la vida con lo último de sus fuerzas, sepultada bajo un enredijo de cables y tubos que la despojaban de toda humanidad y desdibujada por cocteles de medicinas y drogas que lo único que lograban era arrancarle la última chispa de inteligencia que rondaba en la rapada cabecita.
Fe y esperanza, eran lo único que le quedaba, eran lo único que lo alimentaba y a eso se aferraría, por eso pelearía, por ellas tres y por sí mismo, por una vida y un futuro que ahora parecían tan lejanos pero por los cuales valía la pena luchar, a golpes si era necesario, con uñas y dientes y hasta lo último de sus fuerzas.
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