Un gramo de causas, dos kilos de consecuencias

Parecía una mala broma, como si Dios o el destino o el universo o los tres al mismo tiempo se empeñaran en burlarse de él: un día, la vida parecía sonreírle (al menos de mala gana) cuando Lety salió del hospital, con un cerro de medicinas para tomarse, pero con la crisis relativamente controlada, y menos de 12 horas después, el doble golpe, artero, cruel, inmisericorde de ser suspendido de la escuela y perder a su Venus, los dos casi al mismo tiempo.

Ni siquiera lo dejaron despedirse de ella, toda aquella mañana se la había pasado en la oficina del coordinador de la carrera, recibiendo un sermón acerca de los "principios y los valores" de la universidad, de la "moral y las buenas costumbres" de la sociedad y sobre la "ética y las normas" en la relación alumno-maestro. Todo aquello sólo para plantearle un dilema casi inhumano: perder su beca (lo cual habría sido lo mismo que expulsarlo) o aceptar una suspensión por lo que restaba del semestre, con la posibilidad de integrarse a un taller optativo en el siguiente y volver a sus clases normales hasta el otro, como alumno rezagado. Casi un año y medio perdido.

Y cuando por fin pudo ir a buscarla, ella ya no estaba. Sin importarle las advertencias del coordinador Monroy, quien dejó muy claro que debía dejar de verla o arriesgarse a ser expulsado sin mayores consideraciones, Jorge corrió como enloquecido a los "cubos" (como llamaban los alumnos a los cubículos de los maestros), como en aquellas pesadillas en las que corres y corres en busca de una salida, pero en vez de acercarte te alejas cada vez más y más.

Agitado y sudoroso, Jorge entró como tromba al cubículo sólo para descubrir que Venus ya se había ido. En su lugar, el muchacho se encontró a la maestra Mancilla, sentada sola y con la luz apagada en el silloncito de visitas, secándose las lágrimas con un pañuelo desechable y con una hoja de libreta en la mano, que se limitó a entregarle sin una sola palabra, para de inmediato marcharse y dejarlo solo en aquella oficina sumida en la penumbra y rodeada por un cono de silencio que pareció succionar su corazón y su alma, hasta dejarlo seco, vacío, incapaz siquiera de llorar o de salir de ahí.

Jorge, mi amor:

Lamento tener que irme así, sin poder despedirme, sin poder decirte cara a cara cuánto te amo, sin poder mirarte a los ojos y decirte lo feliz que me has hecho desde que entraste a mi vida, sin poder demostrarte cuánto te quiero y sin poder corresponder a toda la dicha que me has regalado en estos dos meses.

Pero es mejor así. Por favor no te enojes. No sé si lo entiendas o no sé si me explique, pero si te hubiera tenido frente a mí no habría podido decirte adiós, no habría podido dejarte, te habría abrazado y nada ni nadie habrían podido separarme de ti.

Pero esto es lo correcto, esto es lo mejor para ti y para Lety y para tu mami. Así por lo menos tienes una oportunidad de regresar y de terminar tu carrera, de cumplir con el sueño de tu vida. Por favor, mi amor, olvídate de mí por el momento y tómala, toma esta oportunidad y aprovéchala, cumple tus metas, cumple tus sueños.

Por mi parte, aquí estaré enviándote todo mi amor y toda mi luz, y esperando que, tal vez, cuando todo haya terminado y los dos seamos libres, quieras buscarme. Sé que es difícil, sé que eres joven y que hay muchas chicas de tu edad que no representan tantos problemas como yo, así que si decides alejarte, no te preocupes, lo entenderé.

Te amo Jorge, te amo y, a pesar de todo, no pierdo la esperanza de que sepas guardarme en tu corazón.

Tu Venus que te ama.

Hacía poco más de una semana de todo aquello y mientras Lety parecía recuperarse y la esperanza volvía a brillar en los ojos de su mamá, Jorge se sentía un ingrato por ser incapaz de agradecer aquel pequeño milagro de ver a su niña hermosa de regreso en casa, libre, al menos de momento, de las sondas y los tubos que aplastaban y ocultaban el cuerpecito a tal grado que parecía ni siquiera existir.

Pero para Jorge era imposible sentirse pleno y aunque se esforzaba lo indecible por sonreír y por compartir las pequeñas victorias de su mamá y su hermana, al final del día siempre regresaba a aquellas líneas escritas con una caligrafía pulcra y ligeramente estilizada, que eran lo único que le quedaba de ella.

No podía separarse de aquella carta. Era lo primero que veía al despertarse y lo último antes de irse a dormir; de día la llevaba cuidadosamente doblada dentro de su cartera y de noche reposaba dentro de una bolsita de plástico en un entrepaño en su cabecera, al alcance de su mano por si despertaba a mitad de la noche extrañándola y necesitaba algo que lo hiciera sentirse un poco menos triste, un poco menos roto, un poco menos culpable.

Si tan solo hubiera sido más fuerte, si no se hubiera derrumbado en la oficina chillando como un chiquillo nunca los habrían descubierto; si hubiera sabido cargar con el peso de sus responsabilidades y sus obligaciones aún estarían juntos o si hubiera aceptado las consecuencias de sus acciones como un hombre ella no habría tenido que sufrir las secuelas de su debilidad y todavía estaría aquí y ambos serían libres para vivir como se les diera la gana.

Pero no había podido, había flaqueado justo en el momento más inoportuno, les había fallado a ambos y, ahora, ni siquiera esos pocos párrafos le daban el sosiego que necesitaba. Quería verla, quería besarla y abrazarla y decirle que su Lety había vuelto a casa y que su mamá había vuelto a poner música en su destartalado tornamesa. Necesitaba decirle que no importaba que lo expulsaran de la escuela, que él encontraría la manera de salir adelante, de sacarlos adelante a los cuatro, porque sin ella nada tenía sentido, sin ella la vida carecía de sabor y de aroma, sin ella ni siquiera ver a su angelito sonreírle a través del mar de sedantes que necesitaba para pasar los días era suficiente para devolverle la felicidad y eso lo destrozaba.

Al principio trató de contactarla, pero el correo electrónico que tenía de ella era de la universidad y había sido cancelado, su número de celular había sido dado de baja y cuando por fin encontró el teléfono de la Casa del Catedrático en Monterrey, le dijeron que ahí no había ninguna Venus Granados y aquella simple frase arrojó al pobre muchacho justo en medio de un eclipse total del corazón, el más oscuro y más prolongado en la historia del todo.

Por fortuna, en medio de la negrura que era su vida en aquel momento, el castigo reveló un par de bendiciones escondidas: la primera, que una "campaña" muy discreta y muy bien orquestada por parte de las maestras Mancilla y López Alanís había logrado que la universidad le condonara el pago de la colegiatura durante el tiempo que durara la suspensión, y la segunda, que gracias al castigo, por fin había podido aplicar para un puesto de tiempo completo en el súper mercado, lo cual casi duplicó sus ingresos, muy a tiempo para cubrir los costos, cada vez más elevados, de las medicinas para Lety.

Ahora, si tan sólo pudiera estar con ella.

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