Tres mariposas en el estómago, dos risas nerviosas

Y ahí estaba otra vez él, parado al 10 para las ocho de un sábado frente a aquel mismo portón de hierro apenas pintado de un horrendo verde bandera, el cual destacaba como un semáforo en una calle que, incluso a esa hora de un sábado, ya empezaba a cobrar vida con un par de docenas de vendedores ambulantes que estaban empezando a acomodar su mercancía, ya fuera en destartaladas mesitas de madera o sobre oscuras bolsas de plástico extendidas en el piso a modo de tapete.

No parecía haber algo que justificara las inquietas mariposas que revoloteaban en su estómago mientras estiraba la mano hacia el botón del timbre y, sin embargo, ahí estaban, empeñadas en enredar sus pensamientos y en torcer su lengua cada vez que hablaba con ella, haciéndolo sentir ridículo y humillado a partes iguales, sólo para sentirse inmediatamente aliviado y redimido al darse cuenta de que a Venus le hacían gracia sus constantes tropezones verbales.

La voz a través del interfón le pidió que esperara, el seguro automático de la puerta de servicio estaba descompuesto y ella tendría que bajar a abrirle personalmente. Los escasos tres minutos que tardó en bajar fueron absolutamente insuficientes para controlar sus nervios y, por el contrario, su corazón se aceleró al borde del infarto ante el mero atisbo de aquella cabellera, ahora teñida de un intenso "rubio cenizo" que ocultaba las dos canas que ella tanto se empeñaba en esconder, pero que él encontraba elegantes y sofisticadas.

—Buenos días. Pasa—

—Gracias, maestra. Buenos días—

Pero ella era una maestra y él era sólo un alumno; un alumno más, uno de cientos que seguramente habrían pasado y que seguirían pasando por su vida, como fantasmas sin rostro y cuyos nombres, seguramente, se quedaban en su memoria el mismo tiempo que un nuevo semestre tardaba en llegar.

***

No entendía muy bien por qué lo había hecho. No había nada especial en él, por lo menos nada que justificara aquel esfuerzo que parecía tan poco usual en ella. Levantarse a las 5:30 de la mañana para limpiar el departamento de piso a techo y de puerta a zotehuela. El tinte en el cabello dos días antes para ocultar aquellas dos canas que tanto la mortificaban. El baño inusualmente prolongado. La blusa con un breve pero revelador escote. Las mallas cómodas pero lo bastante ajustadas como para resaltar el culito respingón que tantas horas de ejercicio le había costado. El tono de labial justo para resaltar el nuevo tinte de cabello y el café de sus ojos. Por último y lo más extraño: un toque del perfume aquel que reservaba para ocasiones especiales.

El timbre la hizo respingar mientras terminaba de botar la ropa sucia en la lavadora para lavarla más tarde. La voz a través del intercomunicador le arrancó una sonrisa más amplia de lo normal y la mera idea de bajar a abrirle la puerta le sembró una melodía en los labios mientras bajaba las horrendas escaleras que, por un instante, no le parecieron tan horrendas.

"Los clientes del bar, uno a uno se fueron marchando. / Tú saliste a cerrar, yo me dije: ¡cuidado, chaval, te estás enamorando! " (1)

Y cuando llegó ahí estaba él, nervioso pero sonriente. Con su mochila al hombro, los jeans gastados y una camisa modesta y pasada de moda, pero con los zapatos impecables. Y le hacía gracia cómo le tendía la mano en vez de saludarla de beso como lo hacían todos sus alumnos, hasta los de nuevo ingreso. Pero él no, él ni siquiera sabía cómo hacerlo, él era demasiado propio o demasiado tímido para algo así.

—Buenos días. Pasa—

—Gracias, maestra. Buenos días—

Maestra. No debía olvidarlo. Primero y antes que nada era una maestra.

"Luego todo pasó, de repente, mi dedo en tu espalda / dibujó un corazón y tu mano le correspondió debajo de mi falda." (1)

***

En general, a Venus no le gustaba recibir visitas y mucho menos de hombres. Había heridas que nunca sanaban, no del todo, y el aislamiento y la soledad eran la única forma que ella había encontrado para protegerse de un mundo atemorizante, frío y salvaje, lleno de bordes filosos y esquinas puntiagudas que podían desgarrar el corazón y el alma sin provocación alguna.

Sin embargo, el trabajo era primero. Necesitaba algunos diccionarios de cocina para confirmar la ortografía y el correcto uso de términos que le eran por completo desconocidos. En la biblioteca de la universidad había varios, pero de momento todos estaban en préstamo y de los que había en Internet, como siempre, había muy pocos confiables.

Era por eso, en parte, que él estaba ahí, para guiarla un poco a través de términos tan oscuros como albardar, bridar o napar. También había ido a llevarle una parte más del trabajo; sólo 20 páginas del primer capítulo, no tanto porque no tuviera más sino, según le confesó, apenado, porque el dinero no le alcanzaba; su trabajo como tablajero de medio tiempo en un supermercado no le daba lo suficiente para avanzar tan rápido como ambos hubieran querido.

Se suponía que iba a ser una sesión rápida, hora y media, quizá menos; sin embargo, ya eran las 11:30 y Venus moría de hambre; no había cenado más que un par de galletas y un vaso de leche (era otra vez esa parte del mes), apenas había desayunado una taza de café y un cigarro (las malditas prisas) y ahora era su cabeza la que tenía que pagar el precio.

El repentino intento de levantarse para ir por un vaso de agua se convirtió en un súbito mareo que casi la derriba, no obstante, para su fortuna, ahí estaba él. Últimamente parecía siempre estar ahí, ya fuera frente a sus ojos o dentro de su cabeza, pero parecía siempre estar ahí.

Tan rápido como atento, Jorge alcanzó a atraparla antes de que llegara al piso. A primera vista parecía delgado, frágil incluso, sin embargo era fuerte, tan sólido y esbelto como aquella mesa de centro antigua en casa de su padre, herencia de su abuelo.

Manos tan fuertes como para partir un fémur de res de un solo hachazo en el supermercado, pero tan delicadas como para arreglar los pétalos de una flor en un centro de mesa la sostuvieron por las axilas, rozando ligeramente los lados de sus senos en el movimiento y luego atrayéndola hacia un torso esbelto, plano y duro como una pared y rodeándola por la cintura con unos brazos tan cálidos como tantas tardes de verano en aquellas playas de su niñez.

El tiempo se detuvo. Horas o segundos... no importaba. Ella no quería que terminara, no quería que la soltara, quería abandonarse, quería dejarse ir, dejarse llevar por lo que fuera que había en su corazón y en su cabeza, pero no podía, no sabía cómo hacerlo; desde que Genaro la había echado de su propia casa, hacía ya tres años, parecía que su único destino era estar sola, por siempre sola y asustada, demasiado asustada como para aceptar incluso aquello que estaba al alcance de su mano y que habría podido tener tan solo con pedirlo.

Y mientras ella luchaba con sus demonios internos, pasó lo que tenía que pasar: el momento se desvaneció. Turbado y confundido, él la soltó. Mirándola sonrojado hasta la raíz del cabello eternamente despeinado y con una disculpa atorada entre la lengua y los labios, la ayudó a sentarse en el sillón.

—Estás pálida ¿no has comido?—

Ella negó con la cabeza intentando sonreír, en parte apenada y en parte porque era la primera vez que él le hablaba de tú.

—No, lo siento. No he tenido tiempo—

Jorge negó con la cabeza en un gesto de reproche, mientras se dirigía a la diminuta cocina.

—Vamos a ver qué podemos hacer con eso—

***

Era casi un milagro. La forma en que él había transformado los escasos ingredientes en su refrigerador y su alacena en el más delicioso almuerzo que ella hubiera probado era cosa de magia y verlo cocinar había sido poco menos que majestuoso, ver la seguridad y la absoluta precisión con la que se movía en el escaso metro cuadrado que era su cocina la había dejado casi sin aliento.

Para él no existían los desperdicios: dos huevos, una pieza y media de bolillo duro, un diente de ajo, un pedazo de cebolla, un cuarto de barra de mantequilla, medio chile verde, un chorrito (casi unas gotas) de leche, hojas de perejil marchitas, cosas que Venus estaba a punto de tirar a la basura se transformaron en un desayuno para dos que se había comido casi todo ella sola.

Y mientras Jorge lavaba los trastes que había utilizado (y varios más que Venus no había alcanzado a lavar en la mañana), ella se chupaba los dedos y comenzaba a sentirse culpable al darse cuenta de que él apenas si había probado bocado.

—¡Santo Dios, qué bueno estuvo todo! Y yo que no te dejé casi nada, qué pena, discúlpame, pero es que estaba tan rico que cuando empecé a probarlo ya no pude detenerme.

La "ironía del cocinero", le llamaba él: estar condenado a crear platillos maravillosos que, no obstante, ellos apenas podían probar ya que siempre estaban destinados al disfrute de alguien más. Sin embargo, en este caso al menos, había valido la pena; verla cerrar los ojos en auténtico deleite mientras el rústico crostini que había logrado improvisar crujía entre sus dientes era la mejor recompensa que el joven aspirante a chef se habría atrevido a pedir y la única que habría podido necesitar.

—Me alegra que te haya gustado, pero ya me tengo que ir, ya se me está haciendo tarde, hoy entro a las tres.

Tomó su mochila y se encaminó hacia la puerta, seguido por una Venus que no podía dejar de chuparse los dedos, todavía embadurnados de la yema del huevo cocido, que él había transformado en una deliciosa pasta ligeramente picante, y de los restos de la mantequilla de ajo con la que había aderezado el pan.

—Te agradezco, Jorge, me salvaste la vida, en serio.

Y en el umbral del pequeño departamento, obedeciendo a un repentino impulso, ella le plantó un delicado beso en la mejilla que lo hizo sonrojarse aún más esta vez, mientras la mano que le había tendido para despedirse se levantaba para palpar, incrédula, el lugar donde aquellos labios de rosa pálido se habían posado por un único y maravilloso microsegundo.

—De... de nada. La-la veo el martes en su... en su oficina para llevarle la materia... digo... el-la comida... digo... el material y la-la comida... comida. Sí eso: el material y la comida...

Caminando de espaldas, desconcertado y maravillado a partes iguales, el pobre Jorge estuvo a punto de caer por las escaleras, ante la mirada divertida de Venus, quien empezaba a preguntarse qué podía haberla poseído para hacer algo tan infantil.

***

Ni siquiera supo cómo había bajado las escaleras, ni cómo había salido del edificio y mucho menos supo cómo había llegado a su trabajo, donde sus compañeros no dejaron de molestarlo todo el día, después de que lo vieron llegar tarareando una canción tan empalagosamente cursi que habría avergonzado incluso a la más romántica de las adolescentes.

"Desde que llegaste / no me quema el frío / me hierve la sangre / oigo mis latidos." (2)

Pero a Jorge no le importó, ni las agudas puyas ni los burlones comentarios fueron capaces de sacarlo de aquel estado de abstracción casi perfecto, en el que era capaz de existir en dos momentos absolutamente diferentes a la vez y ambos tan alejados de la realidad de aquella ruidosa carnicería como una bruschetta podía estarlo de un sope.

Y mientras manos que trabajaban (peligrosamente) en "piloto automático" descuartizaban, cortaban y tasajeaban, la mente de Jorge seguía atrapada en la firmeza de aquel cuerpo esbelto y tonificado, en la morbidez de aquellas curvas discretas pero invitantes, en la suavidad de una piel que apenas había podido rozar, en la dulzura floral de aquel perfume con un toque de vainilla y, por último, en la certeza de estar resguardando algo precioso y delicado mientras la llevaba hacia su pecho, sin otra intención más que la de salvarla de una caída que habría sido mucho más embarazosa que peligrosa.

Pero también estaba el delicado roce de unos labios apenas coloreados, el rostro iluminado por una sonrisa tan tenue como sincera, el timbre de gratitud y admiración en una voz usualmente seria y distante y, por encima de todo, la chispa de alegría apenas perceptible en unos ojos casi siempre tristes y desconfiados, los cuales raramente se permitían una mirada que no fuera del más absoluto y obstinado profesionalismo.

Y en medio de la vorágine laboral de un sábado de quincena, por un momento, por un instante apenas, Jorge permitió que aquella chispa de alegría iluminara también su propia vida, una vida que en los últimos tres años y medio no había sido otra cosa más que libros y tarea, trabajo y responsabilidades, deberes y obligaciones, una madre abrumada hasta el agotamiento por una carga demasiado pesada para unos hombros tan delicados y un angelito que lentamente se desvanecía ante sus ojos, sin que nadie supiera cómo evitarlo.

"Desde que llegaste / ser feliz es mi vicio / contemplar la luna / mi mejor oficio." (2)

***

Notas:

(1) "Y nos dieron las diez", Joaquín Sabina y Rocío Dúrcal. Sabina, 1992.

(2) "Desde que llegaste", Reyli Barba, 2004.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top