| PROLOGUE |
00. PRÓLOGO
Louis William Tomlinson nació un veinticuatro de Diciembre, en una noche nevada, bajo el seno de una de las familias más humildes de Doncaster.
Su padre era un hombre trabajador, pero con una terrible relación dependiente del alcohol. Su madre era muy joven, apenas tenía diecinueve años cuando le tuvo, así que no había terminado de estudiar, y por lo tanto, el tener un buen trabajo estaba más que descartado.
Al principio, todo fluyó bien.
El padre de Louis había aceptado de una forma u otra el presente, y su madre se las había arreglado para conseguir trabajo en un restaurante pequeño. Esto, ocasionaba que su madre casi nunca estuviera, dejando a Louis con alguna vecina durante la mañana y con su padre el resto del día.
Louis nunca entendió porque su papi ignoraba sus llantos y prefería beber aquel licor sobre la mesa de la cocina. Claro, tenía juguetes, tenía comida. Pero, ¿tenía amor?
Por supuesto, esto no pasaba por la cabeza del menor; a penas tenía tres años.
No mucho tiempo después, los padres de Louis fueron bendecidos con otro bebé. Aunque nuevamente, el padre de Louis pensó que aquello era todo menos un milagro de la vida. Aquella pequeña niña que había ayudado a engendrar, representaba la muerte de sus sueños, de su tiempo libre.
Era la viva encarnación de sus errores y de la vida de mierda que llevaba. O al menos, eso parecía para él.
Pronto, la pequeña botella de licor que su padre bebía parecía no ser suficiente para llenar el vacío dentro. Louis observó la transición inocentemente, sin saber el infierno que se desataba en su familia. No pasó mucho para que su padre tomase dos trabajos y obligase a su madre a renunciar al suyo, alegando que él no tenía por qué cuidar niños, pues ese era trabajo de ella.
Louis crecía, poco a poco perdiendo la inocencia. Aprendió a reconocer los días buenos de los días malos:
-Si era un día bueno, su padre llegaba lo suficientemente borracho como para colapsar en la cama e irse a dormir sin decir una sola palabra.
-Si era un mal día, su padre comenzaba a gritar y a pelear con su madre, a penas ponía un pie en la casa.
El ojiazul, de ya siete años, no podía hacer mucho. Solo podía jugar con su pequeña hermana Charlotte, rogándole a su ángel de la guarda que no permitiera que la bebita escuchara el desastre a la distancia.
Louis a veces pensaba en que envidiaba la edad de su hermana.
Es decir, mírenla. Completamente ignorante a lo que pasaba; ella sólo podía sonreír y hacer esos ruiditos de bebé, porque no sabía lo que realmente pasaba.
Louis, por otra parte, era distinto.
No sabía contar hasta el cien, pero sabía que su hogar estaba roto.
No alcanzaba los gabinetes de golosinas, pero estaba seguro de que "jodete", no era algo bueno para decirle a una mujer.
Era demasiado pequeño para saber totalmente que era lo que pasaba. Pero sabía muy bien que su madre solía llorar hasta muy tarde mientras su padre se iba a beber.
La situación nunca había sido buena, y la culpa recaía siempre en Louis, aún cuando el pequeño ojiazul no tenía idea de la inmensidad del asunto. El pequeño estaba atrapado entre una tormenta de gritos e infelicidad, rompiendo aún más a la familia.
Pero un día, después de que el padre del niño le había gritado por 'ser un bueno para nada', su madre decidió que todo estaba yendo demasiado lejos.
Johanna, su mamá, había confrontado a su padre por su comportamiento.
Louis se acuerda bien, había sido un caluroso día de verano. Se encontraba sudado y apestoso por pasar todo el día fuera jugando con Lottie. Había escuchado los gritos de su padre desde afuera.
El ojiazul siempre se preguntaba si algún día su padre gritaría tan fuerte que las paredes de la pequeña casa colapsarían, o si el vidrio en las ventanas se haría pedazos. Siempre le había tenido miedo a aquel hombre, aún cuando sabía que no era su culpa.
Su mami se lo había dicho. Él estaba enfermo, pero no quería aceptarlo.
Ese día Louis había decidido ignorar la discusión dentro de su hogar y convenció a Lottie de entrar por un vaso de agua.
Ambos abrieron la puerta justo cuando el padre de Louis abofeteó fuertemente a su madre, haciéndola tambalearse.
Louis gritó. También recuerda perfectamente eso. Un sentimiento de ira y rencor le llenó el pecho.
Y su pequeño cerebro de siete años no hesitó ni un momento al correr hasta su padre, metiéndole un golpe con todas sus fuerzas en el estómago.
Johanna veía horrorizada la escena, ya imaginando las terribles consecuencias.
Pero, nada sucedió.
Como siempre, su padre no hizo nada. Su cara, fue lo único que cambió. Su expresión iracunda se suavizó, mostrando sorpresa.
Porque aquel golpe no le había dolido. Pero algo dentro de él se movió. Algo que le dijo que su hijo de siete años era más hombre de lo que él había sido.
Y luego de retroceder unos cuantos pasos, su padre salió de la casa.
Cuando Louis despertó al día siguiente, su padre no estaba.
Y el día siguiente a ese, tampoco.
Ni a la semana siguiente.
Su padre se había ido para jamás volver. Y aunque aquello podría resultar liberador para la familia, era lo opuesto.
Aquel hombre había gastado su dinero en alcohol, nunca aportando nada a la casa. Estaban por morirse de hambre y a nada de quedarse en la calle. Encima de todo, la madre de Louis caía lentamente en una complicada y enferma depresión.
Luego de eso, Louis William Tomlinson entendió una cosa: aquel pequeño niño incapaz de muchas cosas se había marchado, junto con su padre.
No pasó mucho tiempo para que Louis aprendiese a cocinar, a limpiar aquí y allá. Después de caídas, cortadas y unas cuantas quemaduras, Louis se enseñó por cuenta propia muchas cosas. Maduró a una edad temprana para sobrevivir en aquel ambiente disfuncional.
Al pasar de los años, su madre encontró a otro hombre, llamado Mark. Era todo lo contrario a su padre. Atento, generoso, interesado en Louis y su hermana.
Mark, además de todo lo anterior, era un hombre muy religioso. Creía muchísimo en la palabra de Dios; su madre no tardó mucho en acoplarse a esta característica, y pronto Louis y su hermana estaban siendo arrastrados cada domingo a los servicios religiosos en la iglesia.
Johanna se volvió a casar, teniendo otra hija con Mark.
Cuando Louis sostuvo a su nueva hermanita Felicite entre sus brazos, pensó que era el comienzo de una nueva etapa.
Tal vez, una donde su madre recuperaría su felicidad.
Si, algunas cosas habían cambiado. Había disciplina en la casa, se rezaba mucho. Louis y sus hermanas eran obligados a recitar los mismos rezos en cada momento y comida del día. Muchas cosas fueron prohibidas para los menores, con el orden de seguir la palabra del Señor.
Pero Mark era bueno con su madre, y se preocupaba por todos. Louis creía que realmente podría funcionar, por fin podrían ser una familia.
Y cuando las gemelas Phoebe y Daisy nacieron, aquella creencia cobró fuerza.
Pero murió tan rápido como creció, el día en que Mark se marchó, junto con los ahorros de la familia. Les había robado; al final, todo había sido un acto.
No hace falta describir el hoyo en el que Louis y su familia habían caído.
Solo cabe decir que Johanna no se levantaba de la cama. Y que estaban más pobres que nunca.
Louis se veía obligado a compartir la mayor cantidad de ropa posible con sus hermanas, pues no podían permitirse comprar ropa de la talla exacta o siquiera reponer la ropa que se debía descartar; Aquellas prendas habían sido usadas tantas veces, que a Louis le sorprendía que no se movieran solas.
Muchas veces, el ojiazul se saltó días de clase para mantener la casa y cuidar de su madre. De no ser por él, las niñas hubieran muerto de hambre o tal vez se hubiesen lastimado tratando de comer algo.
Eran pobres y la situación familiar lo era aún más. La vida de un niño de casi doce años no debería ser así de difícil.
Ante aquello, las burlas eran el pan de cada día para Louis. Su madre le había enseñado a no juzgar un libro por su portada. ¿Cómo no hacerlo? Si todos hacían lo mismo.
La gran mayoría de los niños en su escuela se burlaban de la ropa de Louis, de su cabello seco y sus dos dientes torcidos. Era el blanco de las burlas de cualquiera que tuviese mejores oportunidades que él.
Pero sinceramente, ¿A quién le importa lo que un idiota tenga para decir cuando tienes problemas más grandes esperándote en casa? Era mejor no hacer caso.
El menor se repetía aquello, tratando desesperadamente de aferrarse a algo que lo mantuviera siguiendo, a pesar de las burlas y el rechazo que parecían llover sobre él como una tormenta de verano. Eso, hasta que conoció a Stan, un niño de cabellos negros y sonrisa traviesa, que le enseñó que no tenía por qué andar solo por la vida.
Podría decirse que Louis comenzaba a recuperar su balance nuevamente.
Pasó el tiempo, y Louis entró a la preparatoria. La situación en casa había mejorado, su madre ya trabajaba y sus hermanas tenían a alguien de donde apoyarse además de él.
Uno creería que para este punto, Louis sería más astuto, evitando cualquier situación que pudiese lastimarlo.
Pero, recordemos una vez más. ¿Cuál es el único dolor del que nadie puede salvarse?
El amor.
Louis se encontró a si mismo soñando despierto con un chico de la escuela. Si, un chico. A él no le parecía tan raro. Pero al parecer, a Stan sí. No en una mala manera, pero, el pelinegro jamás se imaginó que a Louis le atrajeran los chicos.
Al principio, todo había sido miel sobre hojuelas. El chico se topó con Louis muchas veces, intercambiando saludos.
Saludos que se convirtieron en pequeñas conversaciones.
Y esos momentos pronto se extendieron a horas, semanas, meses. Louis estaba muy feliz.
Aun cuando la situación en casa no era la mejor, con su madre imponiendo su rigurosa disciplina religiosa-que rayaba en lo lunático-, Louis trataba de sacarle brillo al presente, porque así era él. Prefería enfocarse en lo bueno.
Pero de lo bueno, poco.
Todo se fue cuesta abajo cuando una profesora llamó a su madre, informándole de lo que Louis y su, ahora, novio hacían en la escuela.
Su relación era de lo más pura: castos besos, tiernos abrazos y miradas enamoradas. Pero, la poca felicidad que Louis pudo colectar, le fue arrancada a medida que su madre le golpeó, exigiendo que acabara con aquello inmediatamente, rogándole a Dios que le perdonara por tan horrible acto.
Louis no terminaba de entender porque siempre la vida se las arreglaba para quitarle todo aquello que lo hacía feliz. No explicaba porque le ocurría todo aquello.
Pero, cuando el peor escenario que pudiese imaginar, sucedió, él entendió.
Aquel chico del cual Louis estaba enamorado, era mayor que él, y por lo tanto, asistía a fiestas muy concurridas por alumnos mayores. Un día, Louis fue invitado por él, a una de aquellas reuniones.
El ojiazul se encontraba nervioso. Había aceptado ir, pensando en que era momento de decirle lo que había pasado y que estaba perfectamente bien si él quería terminar las cosas.
Pero aquel pequeño discurso le quedó colgando de los labios, cuando ese chico que tanto quiso, lo expuso frente a toda la fiesta.
Lo llamo pobre, un fracasado. Disfrutó resaltando su falta de recursos y lo patético que le resultaba su ser entero.
La vista de Louis nunca estuvo tan nublada, y su corazón jamás se había sentido tan desecho.
Mientras corría fuera de allí, tomó una decisión: no más distracciones. No más cursilerías.
Basta ya de ser la víctima.
Así que, el muchacho que había albergado una inmensa nobleza y amabilidad, fue enterrado muy dentro de Louis.
Se volvió inseguro, frío, improbable y muy, muy orgulloso. Añadámosle el hecho de que su madre era una fanática religiosa. Aquello sólo lo retrajo más.
Comenzó a desconfiar más y a soltarse menos.
Construyó una fortaleza de altos muros alrededor de sí mismo, escudándose en una armadura de actitud desafiante y una confianza impulsada por el miedo.
Pasando aquella dura etapa de su adolescencia, Louis logró entrar sin problemas a la universidad, mudándose fuera de su hogar en cuanto pudo pagarlo.
Y aunque la situación en su casa era mucho mejor de lo que fue, Louis seguía alerta. Hay heridas que no sanan, aun cuando se quita el dedo de la llaga.
Por eso optó por alejarse un tiempo, dejando que su madre cargara con sus problemas y no al revés.
Siendo el primer hijo de la familia, Louis siempre tuvo expectativas colgando sobre su cabeza. Como un péndulo oscilante que amenazaba con atravesarle entero al primer error.
Así que, el ojiazul se dedicó a ser el mejor.
Pudo ser el niño pobre, con pantalones de niña y zapatos gastados. Pero también era el niño de notas perfectas, con becas asegurándole un futuro brillante.
Acabando la universidad, consiguió un trato con un empresario local, quien se había ofrecido a financiarle la carrera a cambio de pagarle con trabajo una vez se graduara.
Y así fue. Louis estudió Relaciones y Negocios Internacionales, junto con Administración Empresarial. Aprendió más de cuatro idiomas en el proceso.
Una vez graduado-con honores, se debe añadir-, Louis comenzó a trabajar con el empresario que le había ayudado al principio. Y aun cuando se le descontaba un 50% de su salario, seguía siendo un sueldo decente para pagar la renta y permitirse dos comidas al día.
A medida que pasaba el tiempo, Stan y él comenzaron a ahorrar para construir su propia compañía, que se encargaría de financiar proyectos con futuros prometedores.
Valiéndose de viejas amistades de la universidad y de uno que otro nuevo extraño lo suficientemente bueno como para pedirle un préstamo, el par de amigos vieron el inicio de lo que serían sus oficinas corporativas, en un año y medio.
Louis recuerda sonreír lo más grande que lo había hecho en mucho tiempo, al observar la primera construcción de lo que serían sus sueños por fin concretándose.
Stan era su mano derecha, como siempre. Y ambos, tenían grandes planes. Y mucho, mucho futuro.
Tan solo dos años después de aquel día, la compañía de Louis era reconocida alrededor de todo Reino Unido; bastaron meses para que pronto se vieran enlistados entre las mejores compañías mundiales. El trabajo de los amigos operaba y prosperaba de forma veloz, firme e imponente.
Estaban allí para quedarse.
Nada podía pararles.
Que se puede decir, cuando eres dueño de una compañía internacional con múltiples reconocimientos y una reputación impecable, bueno, uno tiende a creerse un poco invencible.
Y ahora que se encontraba aquí, sentado en el escritorio de su amplia oficina mientras su leal asistente le deleitaba con sus nuevas ganancias, Louis creía que tal vez, solo tal vez, ese pasado escabroso lo había formado en el exitoso hombre que era ahora.
Fue dolor, fue miedo e inocencia.
Ahora era poder, éxito y experiencia.
-Señor Tomlinson, ¿quiere que re agende la junta?
La voz de su asistente lo trajo fuera de sus recuerdos.
-¿Y por qué harías eso, Allegra?-dijo, girando a penas en su silla.
-Bueno, tiene una cita con la pelirroja de pechos pequeños a la misma hora-apuntó Allegra, inexpresiva.
-Huh, cierto-Louis arrastró la lengua, sonriendo un poco. -Selena.
-Serena, señor. Selena es la chica sueca.
El ojiazul asintió, meditando unos segundos.
Allegra sabe que ya tiene una respuesta cuando el chico pega un brinco fuera de su silla.
-Dile a Serena que lo lamento- comienza, caminando hasta la puerta de su oficina y abriéndola de un firme tirón. -Nadie es más importante que una junta.
Louis trató de alinear sus palabras con su forma de pensar, pero sabía que no podría.
A pesar del éxito, a pesar del dinero y el reconocimiento, Louis se encontraba solo.
En el camino al éxito se deben sacrificar cosas.
Y una de las principales cosas a las que Louis tuvo que renunciar en orden de volverse el mejor-además de así evitarse otro corazón roto-, era el amor.
¿Si aquel imbécil de la preparatoria lo había traumado? No, ¡por supuesto que había intentado algunas cosas tras alcanzar la cima!
El problema era que no todas las chicas mueren precisamente por alguien que pasa más tiempo en su oficina, que en una cama con ellas.
Las citas y las relaciones eran un fracaso por la falta de tiempo, y el sexo casual no siempre había funcionado. Era un poco torpe para esas cosas.
Pero, quien sabe, tal vez el destino tome una curva inesperada.
Los sabios dicen, que la gente se enamora de las maneras menos inesperadas.
Sin excepción. Y puede que esta vez, ni Louis Tomlinson lo sea.
••••••
A/N: Hey, estamos de vuelta. Disfruten.
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