El diablo en la gran ciudad II Ep. 2
Pasó otra semana más, y Ricky parecía otro; y no sólo porque había cambiado su look a uno más rockanrollero: Camisa negra sin mangas, delineador de ojos, botas de cuero con plataforma, pulsera de púas, etcétera.
Podría decirse, se enfermó de guitarra. Si antes dejaba el instrumento acumulando polvo en el armario, ésta era la hora que no se despegaba de él. Practicaba todo el día, todos los días. No se despegaba de su guitarra y, sorprendentemente, se hizo bueno para su edad y para el nivel que tenía la gente a su alrededor.
Aparte, pasó a estar lleno de confianza a la hora de confrontar a su familia, a quienes dio una espectacular demostración un Domingo por la tarde, aprovechando que el señor Casagrande se hallaba de visita.
–...Violence for the people.
They always eat the hand that bleeds.
Violence for the people.
Give the kids what they.
Violence for the people.
They always eat the hand that bleeds.
Violence for the people.
Give the kids what they.
Kill your god, kill your TV.
Kill your god, kill your TV.
Kill your god, kill your TV.
¡Kill your god, kill your TV!
Para finalizar su presentación, el muchacho dio una patada al aire y remató con un barrido de rodillas.
De ahí se incorporó e hizo una reverencia ante la señora Bucks, que lo observaba pegada contra el espaldar del sofá con los ojos abiertos como platos, y el señor Hector Casagrande, que sostenía con manos temblorosas el platillo con la tacita de café que le habían servido.
Ipso facto, su hermana le aplaudió de pie y a viva voz.
–¡Bravo, Ricky, bravo! ¡Has mejorado mucho!
–Así es –el chico jadeó y se aclaró la garganta–. Éste es rock del bueno. Yo lo toco y tú vas a llorar.
–¡Sabía que tenías talento!
–Pues sí –concedió el señor Hector, pese a su espanto–. Has tocado muy bien.
–Muy bien, Ricky –le siguió la señora Bucks–. Ahora falta que te olvides de esa música del diablo y aprendas de esas canciones bonitas que toca tu hermana.
Lo que valió su hijo borrara la sonrisa de satisfacción de su rostro.
–¡Mamá! –saltó Becky–. ¡¿Qué rayos pasa contigo?!
–Ese no es ningún problema –dijo a su vez el anciano músico, ignorando las protestas de la niña–. Yo puedo enseñarle los secretos de los boleros por el mismo precio.
–¡Que maravilla! –clamó complacida la señora Bucks–. Ricky, agradécele al señor Casagrande. Él va a enseñarte a tocar música de verdad. Quien sabe. Quizá, con su ayuda, hasta llegues a ser casi tan bueno como Becky.
–¡Oigan! –siguió protestando la susodicha.
Para su descontento, y como temió, su mellizo se retiró sin decir más, ésta vez azotando la puerta con mayor furia.
¡KAPOOW!
Tras fulminar con la mirada a los adultos y negar con la cabeza, la niña inmediatamente fue tras él.
***
A la salida de su edificio, Becky alcanzó a Ricky que estaba por marcharse con la guitarra colgada al hombro y la plumilla en un puño.
–Ricky, no estés triste –dijo posando una mano en su hombro–. Dale un poco más de tiempo a mamá. Es que no está acostumbrada a tu ruidosa música de rock n'roll.
–¿Si? –su hermano, enfurruñado, se apartó de su lado mosqueándola con un ademán–. Pues, ¿sabes qué? No me importa, y tampoco quiero tu lastima. Ya verán, voy a triunfar sin ayuda de nadie, y cuando sea famoso me iré de ésta horrible ciudad apestosa.
***
Con esa idea en mente, ese día empezó por visitar la tienda de música de Ziggy.
Casual, allí se encontró al hermano de Ronnie Anne Santiago, quien se suponía ya debía estar en la universidad, y se hallaba en compañía del joven que entregaba las frutas y verduras en las tiendas y mercados aledaños.
Salvo estos dos, no habían más clientes a esa hora; y visto que sólo curioseaban los nuevos instrumentos en exhibición como niños paseando en una juguetería, Ziggy atendió al chico quien se aproximó al mostrador y le pasó la guitarra.
–Quiero cambiar éste grabado por uno que diga R.R. –pidió Ricky.
–¿R.R? –repitió el dueño y dependiente de la tienda, un hombre negro con perilla y rastas.
–Si, R.R de Ricky Rockero –asintió con una sonrisa jactanciosa–. Será mi nombre artístico cuando sea una mega estrella de rock.
–Primero, ese apodo está como el culo. Segundo... – Ziggy leyó con detenimiento el grabado en el mástil de la guitarra–. Mmm... B.L.Z.B. Interesantes iniciales... ¿Te has dado cuenta que si las dices rápidamente suena a Bel.C.B?... O quizás... Belcebú.
–¿Y qué con eso? –le cuestionó Ricky, al tiempo que arrojaba la plumilla al aire y la cazaba al vuelo.
En una de esas, Ziggy la atrapó antes que él y se apuró a examinarla con una lupa de joyero.
–¡Oh, por Dios...! –al tenerla en sus manos, la miniatura aquella dejó de emitir el destello naranja y las descargas que hacían sentir tan poderoso a Ricky; pero igual pudo apreciar los grabados que le daban su forma demoniaca–. ¡Ésta es...!
–¡Oiga! –molesto, el chico la recuperó al instante–. ¡Traiga acá! ¡Es mía!
–¡¿Dónde la conseguiste?! –inquirió Ziggy–. ¡Dime la verdad!
–Eh... Por ahí –mintió Ricky. Aunque Mick Swagger había desaparecido de su vida y más nunca lo volvió a ver, bien mantuvo su promesa de no decirle a nadie de su visita a Great Lake City.
–¡Mientes! –lo acusó Ziggy. Sin previo aviso lo zarandeó halándolo de la camisa–. ¡Aun no lo sabes, payaso, pero lo que tienes ahí es el secreto más oscuro del rock!
–¿Eh?
–Yo ya he visto esto antes... –explicó Ziggy. Intentó coger la plumilla una vez más, pero Ricky la atenazó entre sus dedos y la apartó fuera de su alcance–. Cuando era niño, mi papá era afinador de guitarras y yo su ayudante. Un día trabajábamos, me parece que en Nueva Jersey; pero era una mala banda... Hasta que el guitarrista empezó a rasgar notas, como jamás lo había hecho antes, parecía que venía de muy lejos. Vi que tenía una plumilla como ésta... Y fue la plumilla. Él no sabía lo que tenía. Al terminar la obsequió a la audiencia, un muchacho la consiguió. Se llamaba Eddie.
–¿Eddie? –repitió Par, el repartidor de frutas y verduras.
Al escuchar lo interesante que se tornaba la conversa, él y Bobby se aproximaron al mostrador.
–Van Halen –concretó Ziggy, con que a ambos jóvenes se les cayó la mandíbula cual pala mecánica–. Así que empecé a investigarla. Resulta que era sumamente tenebrosa, muy sombría. Venía de la edad media. Cuando junté el dinero suficiente, dejé la universidad, me fui a Roma y aprendí Latín. Me hice aprendiz de un bibliotecario vaticano. Su nombre era Salvatore Papardello. Me enseñó cosas increíbles. Fíjate en esto.
El barbudo hombre soltó al chico y buscó bajo su mostrador. Al cabo, sacó un marco con vitrina en el que tenía preservado un pergamino amarillento.
–Es un rollo antiguo, todo en latín. Lo traduje yo solito. Tardé seis años.
–¿Por qué no conseguiste un traductor? –le preguntó Bobby.
–¡¿Y qué lo leyera también, tonto?! –le recriminó Ziggy, previo a interpretar lo escrito en el pergamino–. Escuchen esto... Hace mucho, un brujo usó su magia negra para invocar al mismo Satanus (En latín es Satán). Se libró una batalla feroz, pero el demonio era demasiado poderoso. Por suerte, un herrero oyó los gritos del brujo y, al acudir en su ayuda, lanzó su martillo, rompiendo un diente al diablo. Entonces, el brujo aprovechó esto para lanzar un hechizo: "Manebis in inferno tuo, donec iterum sanus eris".
–¿Qué significa? –preguntó Par esta vez.
–"Permanecerás en tu infierno hasta que estés completo de nuevo" –tradujo Ziggy, al proseguir con su relato–. El demonio fue arrastrado de vuelta a las profundidades y el brujo estaba feliz de estar con vida. Mientras fumaba plantas de poder, ideó un modo de corresponderle al herrero. Él amaba a una doncella, pero necesitaba un talento que la dejara húmeda y excitada para ganar su corazón. Así que el brujo transformó el diente en una pua mágica, para que el herrero tocara melodías sublimes en su laúd, logrando ganarse el afecto de la doncella amada.
Los otros tres escucharon estupefactos.
–El secreto murió al mismo tiempo que el herrero –prosiguió el dueño de la tienda–. Luego, poof, un día reapareció en este país, al inicio del siglo con Robert Johnson al sur. Le dio origen al blues y al rock'n roll. La plumilla es parte de la bestia. Tiene propiedades supranaturales.
–Querrás decir sobrenaturales –lo corrigió Par.
–No, supranaturales –reafirmó Ziggy–. Es otro nivel que está sobre el sobre y... Y ahora todo ese poder está en manos de éste niño.
Contrario a Bobby y Par que se estremecieron, Ricky reaccionó con una amplia sonrisa de victoria asegurada.
–¡Genial!
Así que ahí estaba el secreto del éxito que le compartió Mick Swagger. Y si antes no soltaba la plumilla, con esto si la mantuvo dentro de su puño cerrado.
–No, si no te la voy a quitar –repuso Ziggy tras su inmediata reacción de desconfianza–. Y aunque quisiera no podría. Su poder sólo funciona con aquel a quien se le haya sido entregada por voluntad propia. Significa que la PDD ahora es tuya y sólo tuya hasta que se la cedas a alguien más.
–¿La PDD? –repitió Bobby.
–La plumilla del destino –esclareció el dueño de la tienda, cuya atención se centró en Ricky–. Pero, yo que tú, mejor la donaba al museo de historia del rock. Estás tratando con fuerzas demoníacas que no comprendes.
Pero éste no le hizo caso.
–¡¿Y renunciar a la fama y la gloria?! –replicó entre risotadas–. ¡Olvídalo, éste es mi momento de brillar! Ya no quiero ningún grabado nuevo. Las siglas de Bel.C.B. están bien. Hacen juego con la PDD.
Sin decir más, cogió la guitarra y salió de la tienda, dejando tras de sí a Ziggy, Bobby y Par completamente preocupados.
***
Lo que no sabía Ricky, es que si estaba tratando con fuerzas demoniacas contra las que no estaba preparado para enfrentarse. Prueba de ello, la niña de ropas grises de la otra vez, quien en ese momento lo vio salir de la tienda.
Ocasión que aprovechó para sacarle otras tres fotos con su cámara espía.
Por supuesto, ni la tomó en cuenta al cruzar la calle y pasar a su lado. Hasta donde sabía, no era más que una chiquilla tímida e inofensiva que se paseaba de aquí para allá con su cesta de gatitos.
Ni cuenta se dio que lo estuvo siguiendo toda la semana para sacarle fotos a escondidas, dado que era muy escurridiza y sigilosa... y ese día no fue la excepción.
Cuando el chico regresó a su edificio, la niña se ocultó en el callejón al otro lado de la calle y desde allí se mantuvo vigilando la que, sabía, era la ventana de su cuarto.
Cada tanto sacaba nuevas fotos. A la segunda hora, se encendió un cigarrillo, pero se mantuvo atenta.
A la cuarta hora de escucharlo tocar, sintió hambre. Así que hurgó en su cesta... En la que ya sólo quedaba un gatito siamés.
Primero lo alzó halándolo del lomo y le picó el vientre. Le palpó las patitas y, una vez comprobó que estaba tierno, lo acercó a su boca abierta conforme ésta se agrandaba y dejaba expuestos unos colmillos, igual de poderosos a los de un dientes de sable, hasta que sus fauces fueron lo bastante grandes para engullir al felino de un solo bocado.
En su habitación, Ricky dejó de tocar y se asomó por su ventana al oír un maullido chirriante. Mas no distinguió a la niña, que lo observaba desde la penumbra del callejón de la calle contraria y aprovechó para sacarle otro par de fotos.
Por lo que volvió a meterse y corrió las cortinas.
Pasaron otras dos horas, que la niña lo escuchó tocar sin errar una sola nota, mientras se relamía la sangre de entre sus dientes afilados y escupía una que otra bola de pelo.
Cuando oyó que paraba por fin y vio que la luz de su ventana se apagaba, siguió su camino.
***
Sólo que no salió del callejón para echar a andar por la banqueta como la gente normal. En su lugar, se alejó trepando por las paredes a cuatro patas y saltando entre los edificios, evadiendo en todo momento a cualquiera en la ciudad que la pudiese pillar al asomarse por su ventana.
A medio camino, pasó por un centro de fotocopias y rebelado digital abierto las 24 horas, para lo que pretendió seguir actuando como una niña común y corriente.
Pasaron menos de treinta minutos antes que le entregaran su encargo, tras lo cual siguió saltando entre los edificios.
Hasta que llegó a la estación de autobuses, donde siguió con su actuación de niña tímida que no rompía un plato. Allí se sentó en una de las bancas a esperar.
Pasada la medianoche, hora en que la estación se hallaba desértica en su totalidad, la chiquilla abordó el último autobús con destino al poblado de Royal Woods.
***
Al cabo de unas tres horas de viaje, el autobús 666 se adentró en el que estaba a un palmo de ser un pueblo fantasma, cuyos pocos habitantes ignoraban su verdadera naturaleza maligna.
Tal había sido el caso de una niña apellidada Santiago, quien junto a su madre y hermano corrió con suerte de poder salir de allí. Ahora vivían felices con sus parientes de la gran ciudad, pero fue porque quien estaba cargo así había querido.
De otro modo habría sucumbido a la maldad que irradiaba el pueblo, o se habría acostumbrado como otros habitantes veteranos.
Tras atravesar una densa neblina con peste a azufre, el autobús 666 descendió a un oscuro abismo, iluminado de vez en vez por grandes llamas. Allí, la niña que iba a bordo pudo sentir el confortable calor de las fosas llameantes y los incandescentes ríos de azufre fundido.
–Por fin en casa –dijo complacida.
Pronto, el autobús se detuvo lentamente y, al abrirse su compuerta, de su interior brotó una humareda negruzca carmesí, de la que emergió una diablilla roja con las mismas trenzas, las mismas ropas grises y un gran bulto sobresaliendo de entre sus cuernos.
Al bajar del autobus, la versión demoniaca de Meli Ramos (nombre al que respondía en su forma humana ante los mortales) se encaminó hasta una ventanilla doble, al fondo de una inmensa caverna llameante, e hizo sonar la campanilla.
¡Ding! ¡Ding!
Al tercer tintineo, de la ventanilla izquierda asomó la cara de una demonio regordeta con peinado de colmena.
–¿Puedo ayudarte?
–Si, yo... –empezó a decir la diablilla de ropas grises.
Pero no pudo acabar antes que la diabla regordeta se echara para atrás. Al instante, por la ventanilla derecha asomó la misma cara, a la que de un momento a otro le salió un lunar en la mejilla.
–¿Puedo ayudarte?
–Pues si, yo...
Antes que la recién llegada terminara de explicarse, la diabla regordeta volvió echarse para atrás. Segundos después, una demonio enorme y gorda de dos cabezas, con el mismo peinado de colmena, salió del túnel más cercano a la ventanilla.
–¿Podemos ayudarte? –preguntaron las dos cabezas al unísono.
La diablilla de ropas grises volvió a empezar.
–Si, vengo a ver a su bajeza.
Las dos cabezas de la diabla regordeta se miraron dudosas entre si.
–¿Estás segura? –le preguntó la del lunar en su mejilla.
–S-si –asintió la diablilla–. Tengo información por la que no puede esperar.
–Muy bien –dijo la otra cabeza–. Tú lo has querido.
Así, la versión demoniaca de Cheryl y Merryl guió a la versión demoniaca de Meli, a descender más por una larga y empinada escalera, para luego atravesar un puente tendido sobre un inmenso río en el que navegaban millones de almas en pena.
Pronto, llegaron a una espaciosa estancia redonda, con más cavernas llameantes a su alrededor. Allí se vieron rodeadas por más demonios de todas las formas y tamaños, que reían y danzaban al son de la música que retumbaba a lo alto.
Misma que era interpretada por un cuarteto de blues integrado por las versiones demoniacas de Luna Loud, Sam Sharp, Mazzy y Sully; los que a su vez eran dirigidos por un niño negro de lentes y saco azul quien agitaba una batuta entre alegres bailoteos.
En medio de la espaciosa estancia, danzaba el mandamás del infierno, blandiendo un elegante bastón con empuñadura de oro.
A primera vista parecía tratarse de un simple niño de pelo blanco en traje negro con sombrero de copa y corbatín; pero para todos los demonios allí reunidos era una figura de temer.
Al ritmo del blues, aquel niño, en otros tiempos conocido como Lincoln Loud, se volvió al lector y canturreó:
–¡Woow...!
Por si no lo recuerdan, soy el diablo.
La verdadera maldad, no hay comparación.
Me llaman Satanás, el chamuco, Lucifer...
Disfruto ser quien soy, del bajo mundo soy el rey...
La diablilla de ropas grises dio un primer paso adelante, pero la diabla regordeta la retuvo agarrándola de los tirantes. Al volverse hacia ella, la cabeza sin lunar se movió de lado a lado y la otra la mandó a silenciar con un chasquido de lengua.
–Holly dolly dolly do...
–siguió cantando el diablo Lincoln.
–Holly dolly dolly do...
–corearon los demás diablillos.
–Heelly deelly deelly dee...
–Heelly deelly deelly dee...
–corearon las almas que flotaban en el río estigio.
–Soy un chico travieso y me darán la razón...
El otro niño que dirigía al cuarteto de blues asintió, esbozando una gran sonrisa maliciosa.
–Me divierte hacer maldades en los pueblos
–canturreó el peliblanco–.
Esos pobres lugareños son ingenuos...
Pero escuchen con atención, que quiero a hacer una confesión...
Entre maliciosas risotadas, se aproximó bailoteando a la orilla del río estigio, a contemplar la infinita cantidad de almas en desgracia que navegaban rumbo a su castigo eterno.
–Y es que ésta colección de almas es mi gran obsesión...
(¡Mua ja ja ja ja ja ja...!)
La música se puso más movida y las llamas ascendieron. Aprovechando que su amo y señor dejó de cantar y sólo estaba bailando, la diabla bicéfala se acercó a rastras hasta él.
–Jefe... Jefe... –lo llamó con sus dos voces, que no sonaban al unísono, pues estaba muy nerviosa–. ¡Jefe...!
Al tercer llamado, una de las demonios guitarristas desafinó. La música cesó de abrupto y los demonios a su alrededor dejaron de danzar.
Cuando se volvió hacia ella, los ojos del niño peliblanco se oscurecieron y un haz amarillo salió despedido de la punta de su bastón, impactando contra la regordeta diabla, que al cabo desapareció en medio de una temblorosa llama carmesí.
Paso seguido, los demás diablos rieron y aplaudieron con sus garras.
–¡Qué infiernos! –rugió el albino–. ¡Estaba cantando!
Presa del pánico, la diablilla de ropas grises empezó a alejarse en retroceso, pero el chico de lentes la vio desde la cima del peñasco en que tocaba la banda.
–¡Señor! ¡Nuestra espía en la tierra ha regresado!
Ante lo cual, la aterrada diablilla se puso de rodillas y agachó la cabeza.
–¡No me mates! ¡No me mates! –rogó, lloriqueando y temblando de miedo–. Te he traído muy buenas noticias.
–Eso espero –exigió el peliblanco al acercársele.
Seguido a él, el chico de color apareció a espaldas de la diablilla, cortándole el paso.
–Anda, di que tienes que decir –ordenó con voz firme–. Más vale que sea importante.
–Lo es –afirmó la diablilla de ropas grises, quien se apresuró a sacar un fajo de fotos recién reveladas–. Mick Sawgger estuvo en Great Lake City, a sólo tres horas de nuestra cede en el mundo de los mortales.
El niño de pelo blanco y traje negro recibió las fotos y procedió a examinarlas, mientras que el chico de color con saco azul se asomó por encima de su hombro para echar un vistazo.
–Creyó que podía esconderse –siguió informando la atemorizada diablilla–. Pero lo pude rastrear con mi olfato canino.
Las primeras fotos mostraban al rockero inglés en su disfraz de vagabundo tocando en una esquina por monedas. Algunas con acercamientos de su mano sujetando la plumilla al momento de tocar. Mas esto no pareció complacer a sus bajezas, por lo que la diablilla fue directo al punto.
–Pero eso no importa ahora. Sawgger pasó a ser desechable; pero antes de irse, le dio la PDD a alguien más. Un niño de la academia Chavez. Se llama Ricky Bucks y, por lo que he averiguado, no es muy listo.
El chico de color siguió inmutable, contrario al albino cuyos ojos llameantes se abrieron como platos y su boca se ensanchó en una amplia sonrisa dotada de puros colmillos, de entre los que sobresalía uno grande y astillado.
–¡Si!... ¡SI! –rió triunfante–. ¡Ha llegado la hora! ¡Los cuatro jinetes entrarán en acción! ¡La hora de la profecía está ante nosotros!
–Me encanta cuando te pones bíblico, Satán –dijo su compañero, frotándose los pezones y mordiéndose el labio inferior–. Sabes exactamente como excitarme.
–No, ésta vez es en serio, Clyde –repuso el otro. No obstante, sin perder la emoción–. Es el séptimo signo.
Clyde, la diablilla de ropas grises y el resto de demonios siguieron a su líder hasta una pared lisa al final de la caverna, de la que colgaba un inmenso circulo de piedra con grabados Aztecas.
–Observen –explicó, señalando los grabados con su bastón–. Los primeros signos de mi reino ya se han cumplido: La caída de un imperio, la venida de un cometa, y ahora, cuando un niño de pene pequeño de la gran ciudad me consiga la pieza que me falta y vuelva a estar completo... ¡Por fin seremos libres de desatar el Apocalipsis en la tierra...! Oh, si... ¿Huelen eso?
–¡Mis empanadas de pollo! –gritó escandalizado un diablo narizón con delantal y gorro de chef, quien salió presuroso por la boca del túnel más cercano–. ¡Se queman!
–Me refería al dulce olor de la victoria –gruñó el albino.
En seguida se dirigió al resto de su ejercito infernal.
–Queridos diablillos, ésta noche hay que celebrar. Nuestro momento de surgir está cada vez más cerca. Así que coman, beban y forniquen como si no hubiera un mañana.
En medio de una ola de aplausos y risas demoniacas que se elevó en toda la cueva, el peliblanco acarició el bulto en la frente de la diablilla de ropas grises.
–Buen trabajo, hija mía.
–Pero, señor –interrumpió Clyde–, la profecía dicta que sólo podrá estar completo si el niño de pene chico le cede la PDD por voluntad propia.
–Si –secundó el peliblanco. Con la punta de su lengua viperina rozó la quebradura de su diente principal–. Así lo estableció el brujo malnacido que me lanzó esa maldición... Pero no importa, puedo con un niño de pito corto. Bastará con ofrecerle juguetes, dinero, putas, quesos finos o qué se yo.
En esto, el demonio cocinero regresó con dos bandejas gigantes cargadas de empanadas recién salidas del horno que empezó a repartir entre sus compañeros diablos.
–La salvé –avisó, con una sonrisa de alivio.
–Preparen mi carroza –oyó ordenaba su señor–. He de hacer una visita a la gran ciudad.
–¿Qué hay del postre? –preguntó el demonio cocinero.
–Si, podemos comer postre –concedió encogiéndose de hombros.
–¿Y cafecito?
–Si, y un cafecito... ¡Luego iré a recuperar lo que es mío por derecho!
***
El lunes, aun ignorante de lo que le esperaba, Ricky presumió sus nuevas habilidades ante todo mundo en su escuela.
Lo que bien llamó la atención de muchas chicas. La mayoría de ellas lo escuchaban embelesadas. Algunas gritaban de la emoción. Otras, incluso, se desmayaban al oírlo cantar.
–... El príncipe de la pena dulce soy,
y mi sangre alimenta tu ser.
La lujuria de mis alas roza tus pechos y araña tu ser...
–¡Me pica la cosita! –chilló Clara por lo bajo.
–¡Bebe! Embriaga tus vicios.
¡Decide! Orgasmos o amor.
La única iglesia que ilumina es la que arde.
El Nazareno duerme en su cruz.
Los chicos, en cambio, lo observaban de más lejos, verdes de la envidia, pero no menos admirados. Porque si, su talento alcanzó niveles así de absurdos. Por si misma, su voz, por obra y gracia de la plumilla, se volvió una de las más prodigiosas de toda la historia. Su maestría sobre la guitarra, no era maravillosa, sino, ya de plano, perfecta.
–Quiero estar junto a ti, y alimentar tu boca.
Hay veces que el dolor duerme en una canción.
Y sé que moriré de amor decadente, lúgubres besos.
¡Quémate en mi...!
De entre las muchas chicas que lo rodearon de cerca, se contaba a Ronnie Anne Santiago, otra de las nietas del señor Casagrande. La diferencia es que ésta no se acercó con el mismo fin que las demás atolondradas.
–Hey, Ricky... ¡Ricky! –lo llamó, interrumpiendo así su tocada.
Varias de sus compañeras a su alrededor la abuchearon, mas no las tomó en cuenta.
–¿Puedo hablar contigo un momento?
–Sin peticiones, primor –rió guiñándole un ojo y apuntándola con su dedo–. Sólo originales.
La hispana bufó, pero procuró no perder los estribos de buenas a primeras.
–Vuelve a decirme primor y tendrás que recoger tus dientes –advirtió, no obstante. Ricky tragó saliva y asintió–. No, tengo un asunto serio que tratar contigo.
Halándolo de la polera, Ronnie Anne lo guió fuera de la cafetería. En el pasillo, lo soltó arrojándolo contra un casillero que quedaba junto al de Sid Chang, quien estuvo allí para escuchar la conversa de cerca.
–A mi no me engañas. Es imposible que alguien tan malo tocando la guitarra como tú de un momento a otro lo haga como si fuese el elegido.
–No sé de que hablas –replicó el chico con una sonrisa altanera.
–No te hagas el que no sabe –lo siguió acusando la hispana–. Bobby me lo contó todo. Me dijo que tienes la PDD.
La altanera sonrisa de Ricky tembló un poco, al éste seguir disimulando. Entre sus dedos atenazó la plumilla con mayor fuerza; y aunque reparó que Ronnie Anne ya la había visto, se apuró a esconderla tras su espalda.
–¿La qué?
A lo que Ronnie Anne exhaló un gran bufido.
–Mira, eres un bravucón, un pesado y un patán y no me agradas. Pero eso no significa que no deba avisarte que puedes estar en un gran peligro. Si la plumilla que tienes ahí es la de la leyenda, quizá lo mejor es que te deshagas de ella cuanto antes. Nada quita que los agentes de la oscuridad vengan por ti en cualquier momento.
En seguida le mostró la marca de su palma, la cual ya había cicatrizado, pero a la fecha le seguía ardiendo. La marca de la bestia.
–¿Ves esto? Es un recordatorio de cuan peligroso es hacer tratos con el diablo.
–Muy cierto –secundó Sid–. Una vez casi nos come a mi y a Ronnie Anne.
–¡Es verdad! –exclamó Ricky, soltándose en burlonas risotadas–. Se supone que él salía con Santiago antes de que ella se mudase aquí.
Con lo que Ronnie Anne negó con la cabeza y lo mosqueó con un ademán.
–¿Sabes qué? Me rindo. Haz lo que se te dé la gana. Pero no digas que no te lo advertí.
De repente, como si su palabra fuese designio divino, el pasillo se alumbró con una luz roja carmesí y en lo alto se oyó un estallido.
Ronnie Anne, Sid, Ricky y varios otros niños que circulaban el pasillo se regresaron a mirar en dirección a las puertas de los baños al final de dicho corredor. Momento que una humareda con peste a azufre salió por entre las rendijas de la del de hombres.
Seguidamente, ante las miradas atónitas de los alumnos de la Academia Chavez, la puerta se abrió de par en par y de entre una espesa cortina de humo emergió un niño de pelo blanco en traje negro con sombrero de copa que se apoyaba sobre un bastón con empuñadura de oro.
–Uf... –al salir, el peliblanco sacó un pañuelo del bolsillo delantero de su saco y se lo pasó por la frente–. Esas empanadas...
Sobresaltada, Ronnie Anne lo llamó por su nombre.
–¡¿Lincoln?!... O que diga...
–¡EL DIABLO! –gritó Sid.
Quien no perdió tiempo en halar a su amiga del brazo y salir corriendo de allí con ella. Lo mismo que los otros niños, los que si hallaron una ruta de escape a su paso. A falta de ello, los demás prefirieron encerrarse en sus casilleros o zambullirse de cabeza en los tachos de la basura.
–Mis fans me adoran –rió el peliblanco con malicia.
Entonces, sus ojos llameantes se posaron en Ricky, que se había quedado inmóvil, abrasándose a su guitarra y con la plumilla bien atenazada en tres sus dedos.
–Oh, vaya, hola.
Esto, al son de la música western entonada por un trío de mariachis que salieron del baño después de él y lo siguieron de cerca, al tiempo que los dos que tocaban la guitarra cantaban a coro:
–El diablo... El diablo... El diablo... El diablo...
El diablo... El diablo... El diablo... El diablo...
–Ese soy yo –siguió alardeando el diablo Lincoln.
De ahí se aproximó a Ricky y se dispuso a decirle algo, a lo que éste otro pegó un grito de niña aterrada, segundos antes de dar media vuelta y echar a correr despavorido.
Tras de si, el demonio peliblanco bufó con gran fastidio.
–Odio cuando huyen.
Con esto dicho, un remolino de fuego lo envolvió de cabo a rabo. Hasta mientras, el mariachi que tocaba la trompeta dio entrada a un numero de jazz bien frenético. Mismo que acompañaría la persecución que se acababa de iniciar.
Tras extinguirse las llamas del remolino, el niño peliblanco se convirtió en un gigantesco dragón oriental con escamas negras y anaranjadas y una gran melena blanca, el cual salió reptando por los aires a gran velocidad.
En breve rebasó a Ricky y aterrizó enroscándose frente a la puerta que daba salida al patio antes que él la alcanzara. Entonces, otra llamarada se levantó alrededor del dragón que volvió a su forma de niño de pelo blanco.
–Oye, quería hablar contigo de...
Soltando otro chillido de niña, Ricky derrapó para frenar, se tambaleó estando a punto de caer al piso y, tan pronto se pudo estabilizar, salió disparado en dirección contraria.
A sus espaldas, el diablo Lincoln se fue inflando como un globo, hasta reventar en una inmensa nube de azufre de la que emergió un enjambre de murciélagos negros con ojos anaranjados y mechones de pelo blanco en sus cabezas que salieron revoloteando en todas direcciones.
Para cuando Ricky atravesaba el gimnasio con rumbo a las puertas que daban al exterior, los murciélagos se abalanzaron en su contra forzándolo a retroceder.
Así, Ricky cayó cerca de un carrito cargado de balones, en tanto los murciélagos se juntaban y se volvían a fusionar entre si.
Pero no habían terminado de transformarse en el diablo Lincoln, cuando a Ricky se le ocurrió quitar el seguro al carrito, con lo que su puerta se desplomó y los balones cayeron en cascada sobre el demonio peliblanco que acabó por resbalar e irse para atrás.
Ocasión que Ricky aprovechó para dar otra media vuelta y escapar.
Al salir del gimnasio y regresar al pasillo, escuchó que los balones se hinchaban por el calor y reventaban uno tras otro.
La razón, el diablo Lincoln había vuelto a ponerse en pie, encendido de ira. Su cara estaba toda roja y sus fosas nasales expedían chorros de humo con olor a azufre. Durante la avalancha, uno de los balones le había tumbado el sombrero, dejando expuestos sus cuernos de los que salieron disparados relámpagos anaranjados.
Poco a poco, los chorros de azufre envolvieron al cornudo albino.
Tras disiparse, en su lugar apareció un corpulento toro con pelaje alazán, salvó el mechón blanco de su cabeza, dueño de unos cuernos extra largos con puntas tan filosas como lanzas.
Soltando embravecidos bufidos, el imponente animal salió disparado del gimnasio a corretear al flacucho chico a través del pasillo, exhalando grandes bocanadas de fuego por el morro y dejando impresas huellas humeantes por donde pisara.
En su huída, Ricky terminó metiéndose a la biblioteca, sólo para acabar acorralado entre dos estantes de libros, uno a cada lado, un tercero que daba fin al camino, y el inmenso toro que rasgó el alfombrado con su pesuña humeante y agachó la cabeza, listo para embestirlo.
Sin salida alguna a su alcance, el aterrado chico se abrazó a su guitarra, de paso estrujando la plumilla en el puño, y cerró los ojos, esperando ser atravesado por esos largos y afilados cuernos.
Continuará...
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