9
Andrew estaba satisfecho con su decisión. Los ruidos del sótano se detuvieron tras aquella noche confusa, pero, como una cruel compensación, las miradas y conductas extrañas de los vecinos no hicieron más que multiplicarse. Los pueblerinos acostumbraban peregrinar hasta a su puerta, se detenían para rezar y mascullaban algún insulto antes de continuar con su camino, una costumbre tan peculiar como irritante.
Tras una mañana tranquila, Andrew colgó su bata en su oficina, tomó su maletín de un manotazo y rumbeó en dirección a los pisos inferiores de la universidad, con la intención de volver a su casa. Se despidió de la secretaria y siguió su camino sin recibir una respuesta a cambio.
Le pagarían el fin de semana, centrarse en el dinero no era un buen pasatiempo para él, pero disfrutaba mucho de pensar en lo que haría cuando lo tuviera en mano. Planeaba salir a comprar ropa nueva, algo de comida local y visitar algún restaurante de la zona. No necesitaba lujo, solo un ambiente pacífico y buenos platillos.
Nada más al salir de la universidad, se topó con aquella vista una vez más. La plaza central se lucía frente a él, rodeada por árboles y con un pequeño parque en su centro; escarpadas elevaciones se alzaban unos pocos metros y numerosos grupos de jóvenes se hallaban dispersos entre el forraje.
Andrew recordó a la muchacha que había conocido días atrás. Las responsabilidades le hicieron olvidar su compromiso, pero nunca era tarde para cambiar de opinión. Curioso, decidió buscarla en el sitio pactado y, tras adentrarse unos pocos metros, logró encontrarla en el mismo lugar, con su mirada perdida en el horizonte.
Sus ojos se posaron sobre Andrew Cameron a la brevedad, pero, sin inmutarse, volvió a concentrarse en un punto lejano: la iglesia.
—No esperaba verte de nuevo—pronunció con desgana—, ¿estás aburrido? Molestar por deporte no es una costumbre atractiva.
—Bueno, estás en mi camino—respondió Andrew.
—Eso es mentira, no viniste la semana pasada—rebatió de inmediato—. Por cierto, ¿qué son esas pintas? ¿Eres abogado o algo así?
—Médico, supongo que usted también tiene profesión.
Ella sonrió y negó con la cabeza. Parecía destilar orgullo a través de su mirada.
—Si, pero no es de su incumbencia. Debe estar feliz, en este lugar hay pocas emergencias. ¿Trabaja siquiera? Imagino que se dedica a charlar con la recepcionista y recetar "descanso médico" a cualquier paciente que tosa.
—Por ahora, soy profesor en la universidad—le respondió.
—¿Ah si? ¿Y cuál es su asignatura? ¿Caligrafía?
—Toxicología y animales ponzoñosos.
—¿En serio? No puedo imaginarte enseñando, ¿el forastero con dificultades para hablar con la gente es profesor? ¿Tus alumnos te escuchan?
—Hoy lo hicieron.
—Tendrás que invitarme un día.
Andrew se dejó caer a su diestra. Aquella mujer regresó su mirada a la iglesia, absorta en sus pensamientos.
—Antes también estabas aquí, ¿sueles venir seguido?
—Puede que si, puede que no.
—¿Es por algo en especifico?
Ella no respondió. En su lugar señaló a un punto lejano, ubicado en la misma plaza en la que ellos estaban, donde se ocultaban dos jóvenes enamorados. Andrew pudo identificarlos enseguida, se trataba de la muchacha que habían visto la semana pasada. Ella estaba sumergida entre los brazos del joven, el mismo que, pocos días atrás, fingió indiferencia. Parecían una pareja más del montón, pues actuaban con normalidad y sin miedo a ser vistos.
De un momento a otro, sus labios se encontraron y sus manos se entrecruzaron.
—Esto es nuevo—murmuró ella—. No esperaba que sucediera. Simplemente pasó, es lo que tiene la juventud, todo es espontáneo.
—Das miedo, ¿sabes? —le respondió Andrew entre carcajadas—¿Te dedicas a observar a los indiscretos?
—Quien sabe.
—¿Por qué no les das un poco de privacidad? Estoy seguro de que, alguna vez, tú también escapaste con el romántico de turno.
Ella sonrió y, casi al mismo tiempo, una carcajada genuina emergió de entre sus labios. Aquella demostración de gracia murió tan rápido como nació.
—Entonces... ¿Te doy miedo? Interesante, me gusta, me gusta—afirmó, con una sonrisa falsa plasmada en su rostro.
—¿Te ofendí? —dijo Andrew—No era mi intención.
—¿De verdad? Primero me llamas voyeur, luego me dices que das miedo.
—No te dije voyeur.
—Usted también da miedo, doctorcillo.
—Al menos yo no me dedico a observar adolescentes por las tardes.
—Ah, pequeño detalle, ¿verdad? En realidad no lo hago, sólo es parte del espectáculo.
—¿Cuál?
Ella sonrió una vez más, pero, esta vez, un destello malicioso se asomó en su mirada.
—¿No lo ves? Es como una novela, se conocen, se quieren, se unen y... El gran final.
—¿Viven felices para siempre? —preguntó el doctor, con ingenuidad.
—No, se separan, y por el motivo más estúpido que puedas imaginar.
Andrew la miró de reojo, sorprendido por su pesimismo ante el romance juvenil. Sus palabras cargaban cierta indignación, parecía enojada o disconforme, de algún modo, con el destino que había predicho. Él dejó escapar un suspiro, pues le resultó irónico que ella se preocupara por una situación que ni siquiera le afectaba.
—¿Y qué es tan gracioso? —inquirió— O, mejor aún, ¿sabes qué? La pregunta perfecta es: ¿Qué es tan inspirador como para hacerle suspirar, doctor? —se burló.
—Tu preocupación, lo que vaya a pasar no es cosa tuya—sentenció Andrew—. Si tanto te importa, ¿por qué no vas a decirles tu predicción y listo?
—¿Ya te dijeron que eres un aguafiestas?
—Más de una vez.
—¿Crees que alguno de los dos me escuchará? Además, eso le quitaría la magia al espectáculo—espetó con cierta fascinación—, es cuestión de tiempo que los descubran y ahí se romperá todo. Ella no tiene problema con padecer en soledad a cambio de estar con él, pero ese chico no es de los que sacrifican cosas, es más de los que viven el momento sin perder nada en el proceso.
El doctor Cameron volteó hacia la pareja frente al lago y sintió curiosidad ante la posibilidad de contemplar la resolución de aquel amor juvenil.
—¿Quieres apostar? —le desafió el doctor.
—¿En serio? —masculló, sorprendida por la propuesta.
—Sí, sería divertido.
—No, gracias Me divierto viendo estas situaciones, pero no arriesgaría un centavo por estos dos.
Andrew guardó silencio. Tal vez, aquel afán por observar el sufrimiento ajeno era un atisbo de su verdadera personalidad. Aquella mujer, encorvada como árbol putrefacto, era el reflejo de la tristeza y la envidia. Esa fue su conclusión. Ella codiciaba a los adolescentes, deseaba tener su espontaneidad y su insensibilidad, pero sin perder la experiencia que los años le habían dado. Era imposible, pues la ingenuidad de los jóvenes era producto de la inexperiencia.
A pesar de su demacrado semblante, Andrew sabía que, a duras penas, la edad de aquella joven rozaba los veinticinco o veintisiete años. El semblante marchito de aquella mujer le hizo sentir una emoción desagradable: una clara intolerancia a la soledad.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó Andrew, cansado del silencio y sin ideas mejores..
Ella no respondió, en su lugar sonrió y dejó escapar un suspiro desgraciado.
—¿Vas a guardártelo por siempre? —insistió.
—¿Puedes no interesarte en cosas que no te importan? —le respondió de inmediato—Si tanto te preocupa, ve y charla con cualquier persona, todos saben de mí, todos hablan, todos murmuran y no se callan. Están ahí, solo debes prestar atención.
Aunque Andrew se tomó unos segundos para observar a su alrededor, no pudo ver a nadie más. Contradecir sus palabras no estaba entre sus planes.
—Te entiendo. Sabes, desde que llegué las personas no dejan de...
—Es por la impresentable esa que vino contigo—le interrumpió—. ¿Pude avisarte? Ella da mala impresión, hizo un escándalo increíble con el automóvil al llegar al pueblo. Además, piensan que es tu esposa o algo por el estilo —acotó disgustada—. Ah, por cierto, vives en un lugar algo... Interesante.
—Ah, sí. La casa de los difuntos, el infeliz del vendedor se guardó ese dato para el final, ¿sabes lo que pasó? El agente de la inmobiliaria alegó no estar enterado y el asistente prefirió no hablar de eso.
—Un clásico.
—Sí, bueno, no le costaba nada decirme lo que había pasado.
—No te culpo, por tener curiosidad, pero te recomiendo no meterte en eso más de lo necesario. Ya estás aquí, ya compraste la casa.
Un atisbo de oscuridad se proyectó desde los ojos de aquella muchacha que, tan pronto se percató de su descuido, cerró sus párpados y apoyó su cabeza sobre el tronco del árbol a sus espaldas.
—¿Conocías a esa gente?
—Prefiero no hablar de eso.
—¿Tú también te harás la misteriosa?
—No me hago la misteriosa, simplemente no quiero hablar de eso ahora.
Andrew se arrepintió de su insistencia. Le ofreció un caramelo que traía guardado en su maletín y ella, desinteresada, lo aceptó.
—Lo mejor es que me vaya.
—Espera, ¿qué?—le interrumpió el doctor—. Lo siento mucho... en verdad, no quería molestarte.
Ella guardó silencio ante sus palabras y escondió ambas manos en los bolsillos de su pantalón mientras Andrew, confundido, la observaba irse.
—No, no te preocupes. No es tu culpa.
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