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«La investigación continúa sin novedades.

Adam Walker, un estudiante en su último año de formación, desapareció tras salir rumbo a la clínica donde realizaba sus prácticas. El caso resulta extraño por su localización: Lakechapel, un pueblo paradisíaco a varios kilómetros de Terrasylva, conocido por su tranquilidad, difícil acceso y por ser sede de un culto religioso poco conocido.

Nadie recuerda haber visto al muchacho, ni parecía tener conocidos más allá del guardia del departamento en el que vivía. Todos lo describen como una persona reservada y silente, que no hablaba sin intereses de por medio. Se cree que su desaparición puede estar ligada a un acto religioso, pero los clérigos locales insisten en que sus creencias no involucran actos de tal gravedad.

¿Será que huyó a formar una nueva vida, o fue víctima de otro despiadado culto?

Nuestros expertos e investigadores piensan que fue víctima de otra religión extremista, lo cual arroja más incertidumbre sobre el eterno debate sobre la religión: ¿libre expresión o lavado de cerebro?»

Andrew escuchaba las noticias mientras esperaba al agente inmobiliario. La secretaria que lo había recibido estaba absorta en el reportaje; resopló con ira y guardó silencio ante las palabras del periodista. Ella se acercó al tablero de control y, con rapidez, giró la perilla sintonizadora para cambiar el canal en un santiamén.

Un reportaje reemplazó a la programación anterior. Se trataba de una actualización sobre "El gran desastre".

El interés de Andrew en aquel documental se desvaneció en cuanto una puerta se abrió en la sala de espera. Se topó con la imponente presencia del agente inmobiliario que había contactado con anterioridad. Era alto, lucía un traje que hacía juego con su negro pantalón de vestir, zapatos lustrados y una barba tupida alrededor de su barbilla. Una sonrisa ambiciosa se esbozó en su rostro y, con firme propósito, saludó al doctor con un apretón de manos.

Apretó con fuerza y la sacudió como un trapo, tiró hacia su vientre y soltó carcajadas burlonas al ver la sorprendida expresión de su cliente. Él tenía el control, ya lo había demostrado, y Andrew no se sintió muy cómodo con su forma de expresarlo. Disgustado, el doctor soltó su mano y se alejó con un par de pasos cortos. El agente inmobiliario, ahora más burlón que antes, se rio con elocuencia mientras propinaba palmadas en el hombro del médico, sin intenciones de cambiar su predisposición.

—¡Señor Cameron! Oí que unas ratas le dieron un susto de muerte anoche, ¿es que un par de diminutas burlonas asustan al gran asesino de Arklays? —se burló con vehemencia.

—No le temo a las criaturas insignificantes, señor Callaghan, pero, de donde vengo, los ruidos en el sótano a las dos de la mañana indican que hay algo más que un simple roedor.

—¡Ah, señor Cameron! De donde usted viene se mata primero y se pregunta después, ¿a qué le teme? ¿A que una ratita le coma la lengua?

—Temo no poder preguntar antes de atacar—le respondió el doctor, con una mueca tan seria que logró perturbar al agente inmobiliario—. Deje las bromas de lado, no vine aquí a jugar con usted.

Callaghan tragó saliva y procuró mantener su burlona sonrisa, pero la seriedad de su cliente le impidió conservar su aparente superioridad.

Sin poder conservar su predisposición burlona, Callaghan manoteó un vaso de agua que descansaba en el mostrador de su recepcionista y le indicó al cliente que pasara en dirección a su oficina. Andrew se adentró en aquel recinto elegante, ocupado por libreros atiborrados y muebles que relucían fotos pintorescas y reconocimientos de dudoso valor.

En el centro de la oficina se lucía un escritorio de madera lustrada, reluciente y con un bello color amarronado, lleno de papeles, libros y archivos. A su diestra, se mantenía de pie un muchacho que llevaba sobre sus brazos un par de cajas repletas de documentos, parecía estar a punto de perder el equilibrio, pero se las arreglaba para lidiar con todo. Su cabello era negro y sus ojos asemejaban una tonalidad verdosa, oculta por la oscuridad y la sombra de aquellas cajas. Él propinó una sorprendida mirada al cliente, quien era escoltado por el señor Callaghan que no llevaba una buena cara. Dejó las cajas a un lado y corrió en dirección a uno de los muebles, buscó un documento numerado y se lo entregó a su jefe de inmediato.

—Póngase cómodo, señor Cameron. Lamento los malos tratos. Mis clientes, aquí y en el exterior, suelen ser magnates idiotas con problemas intrascendentales. Ya sabe usted, de esos que deseas sacarte de encima para no perder tiempo. Tenga, este es el archivo de su domicilio, todos los datos están ahí, planos, documentos, etc. Lamento no habérselos dado con anterioridad, pero digamos que no es buena idea enviar documentación importante por correo.

—Lo entiendo, señor Callaghan, también venía por ellas. Le agradezco su sinceridad—elogió el doctor, mientras husmeaba en el interior de aquel expediente.

—¿No le molesta que este muchacho escuche nuestra conversación, verdad? Su nombre es Jules, mi aprendiz. Ya sabe, mejor conseguir un maestro y romperse el lomo que ir a una institución de mala muerte, calculo que usted hizo lo mismo en su momento.

—Supongamos que sí—masculló Andrew, mientras extendía su mano en dirección al asistente—. Un placer, Jules.

—El placer es mío—respondió el ayudante.

—Bien, señor Cameron. ¿Qué lo trae por aquí? Alguien con nervios de acero no puede ser alterado por un Capirí burlón, ¿algo le incomoda?

—Necesito la llave del cuarto en el sótano, por asuntos de seguridad más que nada. Los ruidos vienen de allí, debe haber un nido de ratas o algún mapache muriendo de hambre ahí dentro.

—Señor Cameron, sé que de donde usted viene los animales son una amenaza, pero aquí son lo más apacible que hay. Son inofensivos, si quiere puede hacerse un estofado con los mapaches y ni siquiera ellos se opondrán.

Andrew observó al señor Callaghan por un breve instante. Fingía despreocupación, pero en realidad estaba intentando evitar el tema.

—Es por seguridad y comodidad. Además, solo por curiosidad, me gustaría saber a quién perteneció la casa antes. Encontré cuadros y otras cosas interesantes entre el amueblado.

Callaghan inspiró y observó a Jules de reojo, por lo visto, esa pregunta sí se podía responder.

—No fueron mis clientes los dueños de esa casa, pero supongo que debe estar escrito en ese expediente. Las tierras que ahora pertenecen a usted eran terrenos fiscales, yo las compré y las revendí. Fácil y sencillo, el negocio perfecto. Jules conoce mejor las historias del pueblo, ¿podrías contarle? Sepa disculparme, la chusma del rebaño no es cosa mía—alardeó con falsa elegancia, y dirigió su mirada a unos papeles que descansaban sobre su escritorio.

—Los anteriores dueños de su casa fueron los señores Dominic y Mary Sheperd, ambos fallecieron hace poco tiempo.

—Ah, perfecto. Eso explica el precio—se quejó Andrew, enojado consigo mismo por haber omitido investigar con anticipación.

Se sentía un imbécil por preguntarlo, pero necesitaba despejar unas dudas antes de retirarse del recinto.

—Dime, Jules, ¿cómo murieron los ancianos?

—Interesante, además de médico, usted es morboso—se burló el agente inmobiliario.

—¿En verdad necesita esos detalles, señor? —inquirió el secretario, algo incómodo ante su pregunta—Es de mal gusto hablar de los muertos, es mejor dejarlos descansar en paz.

—Ah... claro, sí, por supuesto—fingió Andrew, mientras desviaba su mirada en dirección a la puerta.

Algo andaba mal. El doctor sabía que la muerte no era ningún tabú, ni en la ciudad, ni en ese pueblo. A Jules no le haría diferencia decir que habían fallecido a causa de su vejez.

—Luego del trabajo, pueden hablar todo lo que deseen, sobre fantasmas o lo que ustedes quieran—interrumpió el agente inmobiliario—. Ahora, asuntos importantes, señor Cameron. Las llaves están en camino, el cerrajero está de vacaciones en el sur. Por lo visto su novia vive por allá, un primor, por cierto, como toda dama del sur. Deberá esperar. Aun así, la casa es suya, puede derribar la puerta si le molesta mucho tenerla sellada en el sótano.

Andrew sonrió con disimulo. ¿Acaso lo estaba probando? Él era nativo del sur, al igual que su hermana.

—¿No hay otro cerrajero en este lugar?—preguntó el doctor.

El agente inmobiliario negó con la cabeza, sin siquiera dirigirle la mirada a su cliente.

—Sí, en Terrasylva, pero cruzar la frontera sin protección es sinónimo de matarse. No creo que nadie quiera pasar por ahí, ni siquiera usted, señor cazador de Arklays—sentenció, a modo de burla.

—No mato Arklays, y gracias por su servicio. Me voy, esperaré su llave con paciencia.

Antes de retirarse, Andrew alcanzó a ver al señor Callaghan susurrarle a Jules al oído. Estaba indignado, consigo mismo y con el inmobiliario. Detalles como ese no podían pasar desapercibidos.

¿Los vecinos lo sabían? Eso volvía todo mucho más extraño, era imposible que no lo supieran. Aun así, ninguno se había dignado en avisarle. Tal vez asumieron que él ya estaba enterado, pero no era así. De todos modos, no era un tema fácil para discutir.

Andrew caminó a gran velocidad rumbo a su casa, pues las oficinas inmobiliarias no estaban muy lejos de allí. Sin embargo, tras aproximarse a su hogar notó que los peatones miraban la fachada de su casa antes de seguir de largo, algunos se detenían, otros aceleraban el paso, unos pocos rezaban y la mayoría escupía en su jardín antes de continuar con su camino.

Era evidente, todos lo sabían, menos él.              

El gran desastre: hace mucho tiempo, un cataclismo diezmó la vieja civilización humana, sobreviviendo la especie gracias a poblados marginales.

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